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Jubileo de los Diáconos: Apóstoles y servidores abiertos a las sorpresas de Dios, 30.05.2016

Ciudad del Vaticano, 29 de mayo de 2016 .-Apóstoles y servidores de Cristo, como escribe San Pablo, dos términos que no pueden separarse jamás, dos caras de una misma moneda. Así son los diáconos, como ha recordado el Papa Francisco durante la misa celebrada en la Plaza de San Pedro en ocasión del Jubileo de los Diáconos Permanentes. Jesús fue el primero que mostró esta doble característica, él que era la Palabra del Padre; él, que era en sí mismo la buena noticia, se hizo siervo nuestro y no vino para ser servido sino para servir, y como recordaba San Policarpo, “Se hizo diácono de todos”.

“El discípulo de Jesús -subrayó el Santo Padre en su homilía- no puede caminar por una vía diferente a la del Maestro, sino que, si quiere anunciar, debe imitarlo... Dicho de otro modo, si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir es el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser discípulo de Jesús...sin cansarse de la vida cristiana que es vida de servicio”.

Y el primer paso para ser siervos buenos y fieles es la disponibilidad. “El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo para sí y a disponer de sí como quiere.... Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo...El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino que... está disponible a lo no programado... El siervo está abierto a la sorpresa, a las sorpresas cotidianas de Dios...sabe abrir las puertas de su tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que llaman fuera de horario.... El siervo rebasa los horarios. A mí me parte el corazón -reveló el Papa- cuando veo un horario en las parroquias: “de tal hora a tal otra”. Y después, la puerta está cerrada, no está el sacerdote, no está el diácono, no está el laico que recibe a la gente… Esto hace mal. Ir más allá de los horarios: hay que tener la valentía de rebasar los horarios”.

El Evangelio de hoy también habla de servicio, mostrándonos dos siervos, de los que podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del centurión, que regresa curado por Jesús, y el centurión mismo, al servicio del emperador. Las palabras que este manda decir a Jesús, para que no venga hasta su casa, son sorprendentes “y, a menudo -señaló el Santo Padre- son el contrario de nuestras oraciones”: «Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo» . Ante estas palabras, Jesús se queda admirado. Le asombra la gran humildad del centurión, su mansedumbre.

“La mansedumbre es una de las virtudes de los diáconos -observó- Cuando el diácono es manso, es siervo y no juega a “imitar” al sacerdote, es manso. Él, ante el problema que lo afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a su casa. En cambio se hace pequeño, discreto, manso, no alza la voz y no quiere molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es “manso y humilde de corazón”. En efecto, Dios, que es amor, llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores. Estos son también los rasgos de mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en el servicio a los demás: acogerlos con amor paciente, comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir acogidos, a casa, en la comunidad eclesial, donde no es más grande quien manda, sino el que sirve. Y jamás reprender, jamás. Así, queridos diáconos, en la mansedumbre, madurará vuestra vocación de ministros de la caridad”.

Además del apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay un tercer siervo, aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice que era muy querido por su dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe cuál era su grave enfermedad. “De alguna manera, podemos reconocernos también nosotros en ese siervo. Cada uno de nosotros es muy querido por Dios, amado y elegido por él, y está llamado a servir, pero tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón restaurado por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro. Nos hará bien rezar con confianza cada día por esto, pedir que seamos sanados por Jesús, asemejarnos a él, que “no nos llama más siervos, sino amigos”.

“Queridos diáconos -terminó Francisco- podéis pedir cada día esta gracia en la oración, en una oración donde se presenten las fatigas, los imprevistos, los cansancios y las esperanzas: una oración verdadera, que lleve la vida al Señor y el Señor a la vida. Y cuando sirváis en la celebración eucarística, allí encontraréis la presencia de Jesús, que se os entrega, para que vosotros os deis a los demás. Así, disponibles en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendréis temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy”.