Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Los días de la Octava de Pascua son como una sola jornada en la que se prolonga la alegría de la Resurrección. Así, el Evangelio de la liturgia de hoy sigue hablándonos del Resucitado, de su aparición a las mujeres que habían ido al sepulcro (cf. Mt 28,8-15). Jesús sale a su encuentro, las saluda; luego les dice dos cosas, que también a nosotros nos vendrá bien recibir como regalo de Pascua, dos consejos del Señor. Un regalo de Pascua.
En primer lugar, las tranquiliza con dos simples palabras: «No tengáis miedo» (v. 10). No tengas miedo. El Señor sabe que los miedos son nuestros enemigos cotidianos. También sabe que nuestros miedos nacen del gran miedo, el miedo a la muerte: miedo a desvanecerse, a perder a los seres queridos, a enfermar, a no poder más... Pero en la Pascua Jesús venció a la muerte. Por tanto, nadie puede decirnos de forma más convincente: "No temas”, “no tengas miedo”. El Señor lo dice allí mismo, junto al sepulcro del que salió victorioso. Así nos invita a salir de las tumbas de nuestros miedos. Pongamos atención: salir de las tumbas de nuestros miedos, porque nuestros miedos son como tumbas, nos entierran dentro. Él sabe que el miedo está siempre agazapado a la puerta de nuestro corazón y que necesitamos que nos repitan no temas, no tengas miedo, no temas: en la mañana de Pascua como en la mañana de cada día escuchar: “No temas”. Ten valor. Hermano, hermana, que crees en Cristo, no tengas miedo. “Yo —te dice Jesús—he probado la muerte por ti, he cargado sobre mí tu mal. Ahora he resucitado para decírtelo: estoy aquí, contigo, para siempre. ¡No temas!". No tengan miedo.
Pero, ¿qué hacer para combatir el miedo? Nos ayuda la segunda cosa que Jesús dice a las mujeres: «Id y avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (v. 10). Id a proclamar. El miedo siempre nos encierra en nosotros mismos; Jesús, en cambio, nos deja salir y nos envía a los demás. Aquí está el remedio. Pero yo —podemos decir— ¡no soy capaz! Pero piensen, aquellas mujeres no eran ciertamente las más idóneas ni las más preparadas para anunciar al Resucitado, pero al Señor no le importa. A Él le importa que vayan y lo anuncien. Salir y anunciar, “salir y anunciar”. Porque la alegría de la Pascua no es para guardarla para uno mismo. La alegría de Cristo se fortalece al darla, se multiplica al compartirla. Si nos abrimos y llevamos el Evangelio, nuestro corazón se expande y supera el miedo. Este es el secreto: anunciar para vencer el miedo.
El texto de hoy, nos dice que el anuncio puede encontrar un obstáculo: la falsedad. De hecho, el Evangelio narra “un contra-anuncio”. ¿Cuál es? El de los soldados que habían custodiado el sepulcro de Jesús. Se les paga —dice el Evangelio— «una buena suma de dinero» (v. 12), una buena propina, y reciben estas instrucciones: «Decid que sus discípulos vinieron de noche y lo robaron mientras vosotros dormíais» (v. 13). ¿Vosotros dormíais? ¿Habéis visto en el sueño cómo robaban el cuerpo? Ahí hay una contradicción, pero una contradicción que todo el mundo cree, porque hay dinero de por medio. Es el poder del dinero, ese otro señor al que Jesús dice que nunca hay que servir. Hay dos señores: Dios y el dinero. No sirváis nunca al dinero. Aquí está la falsedad, la lógica de la ocultación, que se opone a la proclamación de la verdad. Es una advertencia también para nosotros: la falsedad —en las palabras y en la vida— contamina el anuncio, corrompe por dentro, conduce de nuevo al sepulcro. Las falsedades nos llevan hacia atrás, nos llevan directamente a la muerte, al sepulcro. El Resucitado, en cambio, quiere sacarnos de las tumbas de las falsedades y de las dependencias. Ante el Señor resucitado, este este otro “dios”: el dios del dinero, que lo ensucia todo, lo arruina todo, cierra las puertas de la salvación. Y esto está en todas partes: adorar a este dios dinero es una tentación en la vida cotidiana.
Queridos hermanos y hermanas, nosotros nos escandalizamos con razón cuando, a través de la información, descubrimos engaños y mentiras en la vida de las personas y en la sociedad. ¡Pero pongamos también nombre a la falsedad que llevamos dentro! Y pongamos nuestra opacidad, nuestras falsedades ante la luz de Jesús resucitado. Él quiere sacar a la luz las cosas ocultas, hacernos testigos transparentes y luminosos de la alegría del Evangelio, de la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32).
Que María, la Madre del Resucitado, nos ayude a superar nuestros miedos y nos conceda la pasión por la verdad.
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Después del Regina Caeli
¡Queridos hermanos y hermanas!
Una vez más, ¡felices Pascuas a todos, romanos y peregrinos de varios países!
Que la gracia del Señor Resucitado dé consuelo y esperanza a todos los que sufren: ¡que nadie sea abandonado! Que las contiendas, guerras y disputas den paso al entendimiento y la reconciliación. Subrayemos siempre esta palabra: reconciliación, porque lo que hizo Jesús en el Calvario y con su resurrección es reconciliarnos a todos con el Padre, con Dios y entre nosotros. ¡Reconciliación!
Dios ha ganado la batalla decisiva contra el espíritu del mal: ¡dejemos que venza Él! Renunciemos a nuestros planes humanos, convirtámonos a sus designios de paz y justicia.
Agradezco a todos los que me han enviado, en estos días, expresiones de buenos deseos. Estoy especialmente agradecido por las oraciones. Pido a Dios, por intercesión de la Virgen María, que recompense a cada uno con sus dones.
Esta tarde, aquí en la Plaza, me encontraré con más de cincuenta mil adolescentes de toda Italia. ¡Un hermoso signo de esperanza! ¡Ya hay algunos! Por eso la plaza está preparada así.
Deseo que todos vivan estos días de Pascua en la paz y la alegría que vienen de Cristo Resucitado. Por favor, sigan rezando por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
La plaza: ¡Viva el Papa!
El Papa responde: ¡Eh! ¡Qué bien los chicos de la Inmaculada!
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