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Viaggio Apostolico di Sua Santità Francesco nel Regno del Bahrein (3-6 novembre 2022) – Santa Messa presso il Bahrain National Stadium, 05.11.2022


Omelia del Santo Padre

Traduzione in lingua italiana

Traduzione in lingua francese

Traduzione in lingua inglese

Traduzione in lingua tedesca

Traduzione in lingua portoghese

Traduzione in lingua polacca

Traduzione in lingua araba

 

Santa Messa presso il Bahrain National Stadium

Questa mattina il Santo Padre Francesco ha lasciato la Residenza papale e si è trasferito in auto al Bahrain National Stadium per la Santa Messa.

Al Suo arrivo, dopo aver effettuato il cambio di vettura e dopo alcuni giri in papamobile tra i fedeli, alle ore 8.30 (6.30 ora di Roma), il Santo Padre ha presieduto la Celebrazione Eucaristica per la pace e la giustizia. Erano presenti alla Santa Messa circa 30.000 fedeli.

Nel corso della Celebrazione, dopo la proclamazione del Santo Vangelo, Papa Francesco ha pronunciato l’omelia.

Al termine della Santa Messa, dopo l’indirizzo di saluto dell’Amministratore Apostolico del Vicariato dell’Arabia del Nord, S.E. Mons. Paul Hinder, O.F.M. Cap.,Vescovo titolare di Macon, e la Benedizione finale, il Papa è rientrato in auto alla Residenza papale.

Pubblichiamo di seguito l’omelia che il Santo Padre ha pronunciato nel corso della Santa Messa:

Omelia del Santo Padre

El profeta Isaías dice que Dios hará surgir un Mesías, cuya «soberanía será grande, y habrá una paz sin fin» (Is 9,6). Parece una contradicción, ya que, de hecho, en la apariencia de este mundo (cf. 1 Co 7,31), lo que muchas veces vemos es que cuanto más se busca el poder, más amenazada está la paz. En cambio, el profeta da un anuncio extraordinariamente novedoso: el Mesías que llega es poderoso, sí, pero no a la manera de un caudillo que trae la guerra y domina a los otros, sino en cuanto «Príncipe de la paz» (v. 5), como Aquel que reconcilia a los hombres con Dios y entre ellos. La grandeza de su poder no usa la fuerza de la violencia, sino la debilidad del amor. Y este es el poder de Cristo: el amor. Y también a nosotros Él nos confiere el mismo poder, el poder de amar, de amar en su nombre, de amar como Él ha amado. ¿Cómo? De manera incondicional, no solo cuando todo va bien y sentimos el deseo de amar, sino siempre; no solo a nuestros amigos y vecinos, sino a todos, incluso a los enemigos. Siempre y a todos.

Amar siempre y amar a todos, reflexionemos un poco sobre esto.

En primer lugar, hoy las palabras de Jesús (cf. Mt 5,38-48) nos invitan a amar siempre, es decir, a permanecer siempre en su amor, a cultivarlo y practicarlo cualquiera que sea la situación que vivimos. Pero, atención, la mirada de Jesús es concreta; no dice que será fácil y no propone un amor sentimental o romántico, como si en nuestras relaciones humanas no existiesen momentos de conflicto y entre los pueblos no hubiera motivos de hostilidad. Jesús no es irenista, sino realista, habla explícitamente de «los que les hacen el mal» y de «enemigos» (vv. 39.43). Sabe que en nuestras relaciones tiene lugar una lucha cotidiana entre el amor y el odio; y que también dentro de nosotros, cada día, se verifica un combate entre la luz y las tinieblas, entre muchos propósitos y deseos de bien y esa fragilidad pecaminosa que frecuentemente nos domina y nos arrastra hacia las obras del mal. Sabe también qué es lo que experimentamos cuando, a pesar de tantos esfuerzos generosos, no recibimos el bien que nos esperábamos, sino que, incomprensiblemente, sufrimos un daño. E, incluso, ve y sufre observando en nuestros días, en tantas partes del mundo, formas de ejercer el poder que se nutren del abuso y la violencia, que buscan aumentar su propio espacio restringiendo el de los demás, imponiendo su dominio, limitando las libertades fundamentales y oprimiendo a los débiles. Por tanto —dice Jesús— existen conflictos, opresiones y enemistades.

Frente a todo esto, la pregunta importante que debemos hacernos es: ¿qué hacer cuando nos encontramos en estas situaciones? La propuesta de Jesús es sorprendente, es atrevida, es audaz. Él pide a los suyos la valentía de arriesgarse por algo que aparentemente parece la opción perdedora. Pide que permanezcamos siempre, fielmente, en el amor, a pesar de todo, incluso ante el mal y el enemigo. Reaccionar de una forma simplemente humana nos encadena al “ojo por ojo, diente por diente”, pero eso significa hacer justicia con las mismas armas del mal que recibimos. Jesús se atreve a proponernos algo nuevo, distinto, impensable, algo suyo: «Yo les digo que no hagan frente al que les hace mal; al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra» (v. 39). Esto nos pide el Señor, no que soñemos con un mundo irénicamente animado por la fraternidad, sino que nos comprometamos en primera persona, empezando por vivir concreta y valientemente la fraternidad universal, perseverando en el bien incluso cuando recibimos el mal, rompiendo la espiral de la venganza, desarmando la violencia, desmilitarizando el corazón. El apóstol Pablo se hace eco de esto cuando escribe: «No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien» (Rm 12,21).

Por tanto, la invitación de Jesús no se refiere en primer lugar a las grandes cuestiones de la humanidad, sino a las situaciones concretas de nuestra vida: a nuestros lazos familiares, a las relaciones en la comunidad cristiana, a los vínculos que se cultivan en la realidad laboral y social en la que nos encontramos. Habrá fricciones, momentos de tensión, habrá conflictos, visiones distintas, pero quien sigue al Príncipe de la paz debe buscar siempre la paz. Y no se puede restablecer la paz si a una palabra ofensiva se responde con otra palabra todavía peor, si a una bofetada se le sigue otra. No, es necesario “desactivar”, quebrar la cadena del mal, romper la espiral de violencia, dejar de albergar rencores, dejar de quejarse y compadecerse de sí mismo. Hay que permanecer en el amor, siempre, es el camino de Jesús para dar gloria al Dios del cielo y construir la paz en la tierra. Amar siempre.

Tomemos ahora el segundo aspecto: amar a todos. Podemos comprometernos en el amor, pero no es suficiente si lo reducimos al estrecho ámbito de aquellos de quienes recibimos ese mismo amor, es decir, de nuestros amigos, de nuestros semejantes, familiares. También en este caso la invitación de Jesús es sorprendente, porque extiende las fronteras de la ley y del sentido común. Amar al prójimo, al que tenemos cerca de nosotros, aunque es razonable, es ya difícil. En general, es lo que una comunidad o un pueblo intentan hacer para conservar la paz internamente. Si uno pertenece a la misma familia o a la misma nación, si se tienen las mismas ideas o los mismos gustos, si se profesa el mismo credo, es normal procurar ayudarse y quererse. Pero, ¿qué sucede si el que está lejos se nos acerca, si el extranjero, el que es diferente o de otro credo se convierte en nuestro vecino de casa? Esta tierra es precisamente una imagen viva de la convivencia en la diversidad, de nuestro mundo cada vez más marcado por la permanente migración de los pueblos y del pluralismo de las ideas, de los usos y de las tradiciones. Es importante, entonces, acoger esta provocación de Jesús: «Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?» (Mt 5,46). El verdadero desafío para ser hijos del Padre y construir un mundo de hermanos es aprender a amar a todos, incluso a los enemigos: «Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores» (vv. 43-44). Esto, en realidad, significa elegir no tener enemigos, no ver en el otro un obstáculo que se debe superar, sino un hermano y una hermana a quien amar. Amar al enemigo es llevar a la tierra el reflejo del cielo, es hacer bajar sobre el mundo la mirada y el corazón del Padre, que no hace distinciones, no discrimina, sino que «hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (v. 45).

Hermanos, hermanas, el poder de Jesús es el amor y Jesús nos da el poder de amar así, de un modo que a nosotros nos parece sobrehumano. Pero una capacidad semejante no puede ser solo fruto de nuestros esfuerzos, es ante todo una gracia. Una gracia que se debe pedir con insistencia: “Jesús, tú que me amas, enséñame a amar como tú. Jesús, tú que me perdonas, enséñame a perdonar como tú. Manda sobre mí tu Espíritu, el Espíritu del amor”. Pidamos esto. Porque tantas veces presentamos al Señor muchas peticiones, pero esto es lo esencial para el cristiano, saber amar como Cristo. Amar es el don más grande, y lo recibimos cuando damos espacio al Señor en la oración, cuando acogemos su presencia en su Palabra que nos trasforma y en la revolucionaria humildad de su Pan partido. Así, lentamente, caen las murallas que endurecen nuestro corazón y encontramos la alegría de practicar obras de misericordia para con todos. Entonces comprendemos que una vida dichosa pasa a través de las bienaventuranzas, y consiste en ser constructores de paz (cf. Mt 5,9).

Queridos amigos, quisiera agradecer vuestro sereno y alegre testimonio de fraternidad, para ser en esta tierra semilla del amor y de la paz. Es el desafío que el Evangelio entrega cada día a nuestras comunidades cristianas, a cada uno de nosotros. Y a ustedes, a todos los que han venido a esta celebración desde los cuatro países del Vicariato Apostólico de Arabia del Norte —Baréin, Kuwait, Qatar y Arabia Saudita—, así como de otros países del Golfo, y también de otros territorios, les traigo hoy el afecto y la cercanía de la Iglesia universal, que los mira y los abraza, los quiere y los alienta. Que la Virgen Santa, Nuestra Señora de Arabia, los acompañe en el camino y los guarde siempre en el amor hacia los demás.

[01690-ES.02] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua italiana

Del Messia che Dio farà sorgere, il profeta Isaia dice: «grande sarà il suo potere e la pace non avrà fine» (Is 9,6). Sembra una contraddizione: nella scena di questo mondo, infatti, spesso vediamo che, più si ricerca il potere, più la pace è minacciata. Invece, il profeta dà un annuncio di straordinaria novità: il Messia che viene è sì potente, ma non al modo di un condottiero che muove guerra e domina sugli altri, ma in quanto «Principe della pace» (v. 5), come Colui che riconcilia gli uomini con Dio e tra di loro. La grandezza del suo potere non si serve della forza della violenza, ma della debolezza dell’amore. Ecco il potere di Cristo: l’amore. E anche a noi Egli conferisce lo stesso potere, il potere di amare, di amare nel suo nome, di amare come ha amato Lui. Come? In modo incondizionato: non soltanto quando le cose vanno bene e ci sentiamo di amare, ma sempre; non soltanto nei riguardi dei nostri amici e vicini, ma di tutti, anche dei nemici. Sempre e a tutti.

Amare sempre e amare tutti: riflettiamo un po’ su questo.

Per prima cosa, oggi le parole di Gesù (cfr Mt 5,38-48) ci invitano ad amare sempre, cioè a restare sempre nel suo amore, a coltivarlo e praticarlo qualunque sia la situazione che viviamo. Attenzione però: lo sguardo di Gesù è concreto; non dice che sarà facile e non propone un amore sentimentale o romantico, come se nelle nostre relazioni umane non esistessero momenti di conflitto e tra i popoli non vi fossero motivi di ostilità. Gesù non è irenico, ma realista: parla esplicitamente di «malvagi» e di «nemici» (vv. 38.43). Sa che all’interno dei nostri rapporti avviene una quotidiana lotta tra amore e odio; e che anche dentro di noi, ogni giorno, si verifica uno scontro tra la luce e le tenebre, tra tanti propositi e desideri di bene e quella fragilità peccaminosa che spesso prende il sopravvento e ci trascina nelle opere del male. Sa pure che sperimentiamo come, nonostante tanti sforzi generosi, non sempre riceviamo il bene che ci aspettiamo e, anzi, talvolta incomprensibilmente subiamo del male. E, ancora, vede e soffre vedendo ai nostri giorni, in tante parti del mondo, esercizi del potere che si nutrono di sopraffazione e violenza, che cercano di aumentare il proprio spazio restringendo quello degli altri, imponendo il proprio dominio e limitando le libertà fondamentali, opprimendo i deboli. Dunque – dice Gesù – esistono conflitti, oppressioni e inimicizie.

Di fronte a tutto ciò la domanda importante da porsi è: che cosa fare quando ci troviamo a vivere situazioni del genere? La proposta di Gesù è sorprendente, ardita, audace. Egli chiede ai suoi il coraggio di rischiare in qualcosa che sembra apparentemente perdente. Chiede di rimanere sempre, fedelmente, nell’amore, nonostante tutto, anche dinanzi al male e al nemico. La semplice reazione umana ci inchioda all’«occhio per occhio, dente per dente», ma ciò significa farsi giustizia con le stesse armi del male ricevuto. Gesù osa proporci qualcosa di nuovo, di diverso, di impensabile, qualcosa di suo: «Io vi dico di non opporvi al malvagio; anzi, se uno ti dà uno schiaffo sulla guancia destra, tu porgigli anche l’altra» (v. 39). Ecco che cosa ci domanda il Signore: non di sognare irenicamente un mondo animato dalla fraternità, ma di impegnarci a partire da noi stessi, cominciando a vivere concretamente e coraggiosamente la fraternità universale, perseverando nel bene anche quando riceviamo il male, spezzando la spirale della vendetta, disarmando la violenza, smilitarizzando il cuore. Gli fa eco l’Apostolo Paolo, quando scrive: «Non lasciarti vincere dal male, ma vinci il male con il bene» (Rm 12,21).

Dunque, l’invito di Gesù non riguarda anzitutto le grandi questioni dell’umanità, ma le situazioni concrete della nostra vita: i nostri rapporti in famiglia, le relazioni nella comunità cristiana, i legami che coltiviamo nella realtà lavorativa e sociale in cui ci troviamo. Ci saranno frizioni, momenti di tensione, ci saranno conflitti, diversità di vedute, ma chi segue il Principe della pace deve tendere sempre alla pace. E non si può ristabilire la pace se a una parola cattiva si risponde con una parola ancora più cattiva, se a uno schiaffo ne segue un altro: no, serve “disinnescare”, spezzare la catena del male, rompere la spirale della violenza, smettere di covare risentimento, finire di lamentarsi e di piangersi addosso. Serve restare nell’amore, sempre: è la via di Gesù per dare gloria al Dio del cielo e costruire la pace in terra. Amare sempre.

Veniamo ora al secondo aspetto: amare tutti. Possiamo impegnarci nell’amore, ma non basta se lo confiniamo nell’ambito ristretto di coloro da cui riceviamo altrettanto amore, di chi ci è amico, dei nostri simili, familiari. Anche in questo caso, l’invito di Gesù è sorprendente perché dilata le frontiere della legge e del buon senso: già amare il prossimo, amare chi ci è vicino, seppur ragionevole, è faticoso. In generale, è ciò che una comunità o un popolo cercano di fare per conservare la pace al proprio interno: se si appartiene alla stessa famiglia o alla stessa nazione, se si hanno le stesse idee o gli stessi gusti, se si professa lo stesso credo, è normale cercare di aiutarsi e di volersi bene. Ma che cosa succede se chi è lontano si avvicina a noi, se chi è straniero, diverso o di altro credo diventa nostro vicino di casa? Proprio questa terra è un’immagine viva di convivialità delle diversità, del nostro mondo sempre più segnato dalla permanente migrazione dei popoli e dal pluralismo di idee, usi e tradizioni. È importante, allora, accogliere questa provocazione di Gesù: «se amate quelli che vi amano, quale ricompensa ne avete? Non fanno così anche i pubblicani?» (Mt 5,46). La vera sfida, per essere figli del Padre e costruire un mondo di fratelli, è imparare ad amare tutti, anche il nemico: «Avete inteso che fu detto:Amerai il tuo prossimoe odierai il tuo nemico.Ma io vi dico: amate i vostri nemici e pregate per quelli che vi perseguitano» (vv. 43-44). Ciò, in realtà, significa scegliere di non avere nemici, di non vedere nell’altro un ostacolo da superare, ma un fratello e una sorella da amare. Amare il nemico è portare in terra il riflesso del Cielo, è far discendere sul mondo lo sguardo e il cuore del Padre, che non fa distinzioni, non discrimina, ma «fa sorgere il suo sole sui cattivi e sui buoni, e fa piovere sui giusti e sugli ingiusti» (v. 45).

Fratelli, sorelle, il potere di Gesù è l’amore e Gesù ci dà il potere di amare così, in un modo che a noi pare sovraumano. Ma una simile capacità non può essere solo frutto dei nostri sforzi, è anzitutto una grazia. Una grazia che va chiesta con insistenza: “Gesù, tu che mi ami, insegnami ad amare come te. Gesù, tu che mi perdoni, insegnami a perdonare come te. Manda su di me il tuo Spirito, lo Spirito dell’amore”. Chiediamo questo. Perché tante volte portiamo all’attenzione del Signore molte richieste, ma questo è l’essenziale per il cristiano, saper amare come Cristo. Amare è il dono più grande, e lo riceviamo quando facciamo spazio al Signore nella preghiera, quando accogliamo la sua Presenza nella sua Parola che ci trasforma e nella rivoluzionaria umiltà del suo Pane spezzato. Così, lentamente, cadono le mura che ci irrigidiscono il cuore e troviamo la gioia di compiere opere di misericordia verso tutti. Allora capiamo che una vita beata passa attraverso le beatitudini, e consiste nel diventare operatori di pace (cfr Mt 5,9).

Carissimi, io oggi vorrei ringraziarvi per la vostra testimonianza mite e gioiosa di fraternità, per essere in questa terra semi dell’amore e della pace. È la sfida che il Vangelo consegna ogni giorno alle nostre comunità cristiane, a ciascuno di noi. E a voi, a tutti voi che siete venuti a questa Celebrazione dai quattro Paesi del Vicariato Apostolico dell’Arabia del Nord – Bahrein, Kuwait, Qatar e Arabia Saudita –, nonché da altri Paesi del Golfo, come pure da altri territori, oggi porto l’affetto e la vicinanza della Chiesa universale, che vi guarda e vi abbraccia, vi vuole bene e vi incoraggia. La Vergine Santa, Nostra Signora di Arabia, vi accompagni nel cammino e vi custodisca sempre nell’amore verso tutti.

[01690-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua francese

Du Messie que Dieu suscitera, le prophète Isaïe dit : «Grande sera sa puissance, et la paix n'aura pas de fin» (Is 9, 6). Cela semble être une contradiction. Sur la scène du monde nous voyons souvent que plus le pouvoir est recherché, plus la paix est menacée. En revanche, le prophète fait une annonce d'une extraordinaire nouveauté : le Messie qui vient sera effectivement puissant, mais pas à la manière d'un chef qui fait la guerre et domine les autres, mais comme le «Prince de la paix» (v. 5), comme celui qui réconcilie les hommes avec Dieu, et entre eux. La grandeur de son pouvoir n'utilise pas la force de la violence, mais la faiblesse de l'amour. Voilà la puissance du Christ : l'amour. Et à nous aussi, Il confère ce même pouvoir, le pouvoir d'aimer, d'aimer en son nom, d'aimer comme Il a aimé. Comment ? De manière inconditionnelle : pas seulement lorsque les choses vont bien et que nous avons le sentiment d'aimer, mais toujours ; pas seulement envers nos amis et voisins, mais envers tout le monde, même nos ennemis. Tout le monde et toujours.

Aimer toujours et aimer tout le monde : réfléchissons un peu à cela.

Tout d'abord, les paroles de Jésus (cf. Mt 5, 38-48) nous invitent aujourd'hui à aimer toujours, c'est-à-dire à demeurer toujours dans son amour, à le cultiver et à le pratiquer quelle que soit la situation dans laquelle nous vivons. Mais attention : le regard de Jésus est concret. Il ne dit pas que cela sera facile, et il ne propose pas un amour sentimental ou romantique, comme s’il n'y avait pas dans nos relations humaines des moments de conflit, ni des causes d'hostilité entre les peuples. Jésus n'est pas irénique, mais réaliste : il parle explicitement des «malfaiteurs» et des «ennemis» (v. 38.43). Il sait que dans nos relations, une lutte quotidienne existe entre l'amour et la haine ; et qu'en nous aussi, chaque jour, il y a un affrontement entre la lumière et les ténèbres, entre nombre de bonnes intentions, de désirs, et cette fragilité pécheresse qui prend souvent le dessus et nous entraîne dans des œuvres mauvaises. Il sait aussi que nous faisons l'expérience, malgré beaucoup d'efforts généreux, de ne pas toujours recevoir le bien que nous attendons et, de subir au contraire le mal, parfois de manière incompréhensible. Et, encore une fois, il voit et souffre en constatant de nos jours, dans beaucoup de régions du monde, des exercices du pouvoir qui se nourrissent d'oppression et de violence, et qui cherchent à accroître leur espace en restreignant celui des autres, en imposant leur domination, en limitant les libertés fondamentales et en opprimant les faibles. Ainsi - dit Jésus - il existe des conflits, des oppressions et des inimitiés.

Face à tout cela, la question importante à se poser est celle-ci : que faire lorsque nous nous trouvons dans de telles situations ? La proposition de Jésus est surprenante, elle est hardie, elle est audacieuse. Il demande aux siens le courage de prendre des risques dans une situation qui semble perdue en apparence. Il leur demande de rester toujours fidèles dans l'amour, malgré tout, même face au mal et à l'ennemi. La réaction humaine ordinaire est toujours“œil pour œil, dent pour dent”; mais cela c’est se faire justice avec les mêmes armes que le mal reçu. Jésus ose nous proposer quelque chose de nouveau, de différent, d'impensable, quelque chose qui lui est propre: «Eh bien ! moi je vous dis de ne pas tenir tête au méchant: au contraire, quelqu'un te donne-t-il un soufflet sur la joue droite, tends-lui encore l'autre» (v. 39). C'est ce que le Seigneur nous demande : ne pas rêver naïvement d'un monde animé par la fraternité, mais nous engager en premier, en commençant par vivre concrètement et courageusement la fraternité universelle, en persévérant dans le bien même lorsque nous recevons le mal, en brisant la spirale de la vengeance, en désarmant la violence, en démilitarisant le cœur. L'apôtre Paul lui fait écho lorsqu'il écrit : «Ne te laisse pas vaincre par le mal, sois vainqueur du mal par le bien» (Rm 12, 21).

Par conséquent, l'invitation de Jésus ne concerne pas d'abord les grandes questions de l'humanité, mais les situations concrètes de notre vie : nos relations en famille, les relations dans la communauté chrétienne, les liens que nous cultivons dans la réalité professionnelle et sociale où nous nous trouvons. Il y aura des frictions, des moments de tension, il y aura des conflits, des divergences de vues, mais ceux qui suivent le Prince de la paix doivent toujours tendre vers la paix. Et la paix ne peut pas être rétablie si à une parole mauvaise est répondue une autre encore plus mauvais, si une gifle est suivie d'une autre. Non, il faut “désamorcer”, briser la chaîne du mal, rompre la spirale de la violence, cesser de nourrir du ressentiment, cesser de se plaindre ou de s'apitoyer sur son sort. Il faut rester dans l'amour, toujours : c'est la voie de Jésus pour rendre gloire au Dieu du ciel et construire la paix sur la terre. Aimer, toujours.

Venons-en maintenant au deuxième aspect : aimer tout le monde. Nous pouvons nous engager dans l’amour, mais cela ne suffit pas si nous le cantonnons à la sphère restreinte de ceux dont nous recevons autant: nos amis, nos semblables, les membres de nos familles. Là encore, l'invitation de Jésus est surprenante car elle repousse les limites de la loi et du bon sens : aimer son prochain, ses proches est déjà laborieux, même si c'est raisonnable. En général, c'est ce qu'une communauté ou un peuple essaie de faire pour maintenir la paix en son sein : si on appartient à la même famille ou à la même nation, si on a les mêmes idées ou les mêmes goûts, si on professe les mêmes croyances, il est normal d'essayer de s'entraider et de s'aimer. Mais que se passe-t-il si celui qui est loin se rapproche de nous, si celui qui est étranger, différent ou d'une autre croyance devient notre voisin ? Cette terre est, justement, une image vivante de la convivialité des diversités, une image de notre monde de plus en plus marqué par les migrations permanentes des peuples et le pluralisme des idées, des coutumes et des traditions. Il est donc important d'accueillir cette provocation de Jésus : «Car si vous aimez ceux qui vous aiment, quelle récompense aurez-vous ? Les publicains eux-mêmes n'en font-ils pas autant ?» (Mt 5, 46). Le véritable défi, pour être des enfants du Père et construire un monde de frères, c’est d'apprendre à aimer tout le monde, même son ennemi : «Vous avez entendu qu'il a été dit : "Tu aimeras ton prochain et tu haïras ton ennemi". Mais moi, je vous dis : aimez vos ennemis et priez pour ceux qui vous persécutent» (v. 43-44). En réalité, cela signifie choisir de ne pas avoir d'ennemis, de ne pas voir dans l'autre un obstacle à surmonter, mais un frère et une sœur à aimer. Aimer l'ennemi, c'est apporter sur terre le reflet du Ciel, c'est faire descendre sur le monde le regard et le cœur du Père qui ne fait aucune distinction, ne discrimine pas, mais «fait lever son soleil sur les méchants et sur les bons, et fait pleuvoir sur les justes et sur les injustes» (v. 45).

Frères et sœurs, le pouvoir de Jésus c'est l'amour, et Jésus nous donne le pouvoir d'aimer ainsi, d'une manière qui nous semble surhumaine. Mais une telle capacité ne peut être uniquement le résultat de nos efforts, elle est avant tout une grâce. Une grâce qu'il faut demander avec insistance : “Jésus, toi qui m'aimes, apprends-moi à aimer comme toi. Jésus, toi qui me pardonnes, apprends-moi à pardonner comme toi. Envoie ton Esprit, l'Esprit d'amour, sur moi”. Demandons-le. Parce que, souvent, nous soumettons beaucoup de demandes à l'attention du Seigneur, mais cela est essentiel pour le chrétien, savoir aimer comme le Christ. Aimer est le plus grand des dons, et nous le recevons lorsque nous faisons place au Seigneur dans la prière, lorsque nous accueillons sa présence dans sa Parole qui nous transforme et dans l'humilité révolutionnaire de son Pain rompu. Ainsi, lentement, les murs qui durcissent nos cœurs tombent et nous trouvons la joie d'accomplir des œuvres de miséricorde envers tous. Nous comprenons alors qu'une vie heureuse passe par les béatitudes, et consiste à devenir des artisans de paix (cf. Mt 5,9).

Chers amis, aujourd'hui je voudrais vous remercier pour votre témoignage doux et joyeux de fraternité, pour être des semence d'amour et de paix sur cette terre. C'est le défi que l'Évangile lance chaque jour à nos communautés chrétiennes, à chacun d'entre nous. Et à vous, à vous tous qui êtes venus à cette célébration des quatre pays du Vicariat apostolique de l’Arabie du Nord, Bahreïn – Koweït, Qatar et Arabie Saoudite – comme des autres pays du Golfe, mais aussi d'autres territoires, j'apporte aujourd'hui l'affection et la proximité de l'Église universelle qui vous regarde et vous entoure d’affection, qui vous aime et vous encourage. Que la Sainte Vierge, Notre-Dame d'Arabie, vous accompagne sur votre chemin et vous garde toujours dans l'amour envers tous.

[01690-FR.02] [Texte original: Espagnol]

Traduzione in lingua inglese

The prophet Isaiah says about the Messiah whom God will raise up, “His power shall grow continually, and there shall be endless peace” (Is 9:6). This sounds like a contradiction in terms: on the world scene, we often notice that the more power is sought, the more peace is threatened. Instead, the prophet announces extraordinary news: the Messiah to come will indeed be powerful, not in the manner of a commander who wages war and rules over others, but as the “Prince of Peace” (v. 5), who reconciles people with God and with one another. His great power does not come from the force of violence, but from the weakness of love. And this is Christ’s power: it is love. Jesus gives us that same power, the power to love, to love in his name, to love as he loved. How? Unconditionally. Not only when things are going well and we feel like loving, but always. Not only towards our friends and neighbours, but towards everyone, including our enemies. Always and towards everyone.

To love always and to love everyone: Let us stop and reflect on this.

First, Jesus’ words today (cf. Mt 5:38-48) invite us to love always, that is, to always remain in his love, to cultivate that love and to put it into practice, whatever the situation in which we live. Notice, though, that Jesus’ vision is completely practical; he does not say it will be easy, and he is not talking about sentimental or romantic love, as if in our human relationships there will not be any moments of conflict or grounds for hostility among peoples. Jesus is not idealistic, but realistic: he speaks explicitly of “evil” and “enemies” (vv. 38, 43). He knows that within our relationships there is a daily struggle between love and hatred. Within our hearts too, there is a daily clash between light and darkness: between our many resolutions and desires, and the sinful weakness that often takes over and drags us into doing evil. He also knows that, for all our generous efforts, we do not always receive the good we expect and indeed sometimes, incomprehensibly, we suffer evil. What is more, he suffers when he sees in our own day and in many parts of the world, ways of exercising power that feed on oppression and violence, seeking to expand their own space by restricting that of others, imposing their own domination and restricting basic freedoms, and in this way oppressing the weak. And so, Jesus says, conflict, oppression and enmity exist among us.

In light of all this, the important question to ask is: What are we to do in such situations? Jesus’ answer is surprising, bold and daring. He tells his disciples to find the courage to risk something that seems sure to fail. He asks them to remain always, faithfully, in love, despite everything, even in the face of evil and our enemy. A purely human reaction would restrict us to seeking “an eye for an eye, a tooth for a tooth,” but that would be to exact justice by using the same weapons of evil used on us. Jesus dares to propose something new, different, unthinkable, something that is his own way. “I say to you, do not resist one who is evil. But, if any one strikes you on the right cheek, turn to him the other also” (v. 39). That is what the Lord asks of us: not to dream idealistically of a world of fraternity, but to choose, starting with ourselves, to practice universal fraternity, concretely and courageously, persevering in good even when evil is done to us, breaking the spiral of vengeance, disarming violence, demilitarizing the heart. The Apostle Paul echoes Jesus when he writes, “Do not be overcome by evil, but overcome evil with good” (Rom 12:21).

What Jesus asks us to do does not primarily concern the great problems of humanity, but the concrete situations of our daily lives: our relationships in the family and in the Christian community, in the workplace and in society. There will be cases of friction and moments of tension, there will be conflicts and opposing viewpoints, but those who follow the Prince of Peace must always strive for peace. And peace cannot be restored if a harsh word is answered with an even harsher one, if one slap leads to another. No, we need to “disarm,” to shatter the chains of evil, to break the spiral of violence, and to put an end to resentment, complaints and self-pity. We need to keep loving, always. This is Jesus’ way of giving glory to the God of heaven and building peace on earth. Love always.

Now we come to the second aspect: to love everyone. We can be committed to loving, but it is not enough if we restrict this commitment to the close circle of those who love us, who are our friends, who are like us or who are our family members. Again, what Jesus asks us to do is amazing because it transcends the boundaries of law and common sense. Loving our neighbor, those close to us, though reasonable, is exhausting enough. In general, this is what a community or a people tries to do to preserve its internal peace. If people belong to the same family or nation, or have the same ideas or tastes and profess the same beliefs, it is normal for them to try to help one another and to love one another. Yet what happens if those who are far distant approach us, if foreigners, who are different or hold other beliefs, become our neighbours? This very land is a living image of coexistence in diversity, and indeed an image of our world, increasingly marked by the constant migration of peoples and by a pluralism of ideas, customs and traditions. It is important, then, to embrace Jesus’ challenge: “If you love those who love you, what reward have you? Do not even the tax collectors do the same?” (Mt 5:46). If we want to be children of the Father and build a world of brothers and sisters, the real challenge is to learn how to love everyone, even our enemies: “You have heard that it was said, ‘You shall love your neighbour and hate your enemy.’ But I say to you, Love your enemies and pray for those who persecute you” (vv. 43-44). Concretely, this means choosing not to have enemies, choosing to see in others not an obstacle to be overcome, but a brother or sister to be loved. To love our enemies is to make this earth a reflection of heaven; it is to draw down upon our world the eyes and heart of the Father who does not distinguish or discriminate, but “makes his sun rise on the evil and on the good, and sends rain on the just and on the unjust” (v. 45).

Brothers and sisters, the power of Jesus is love. Jesus gives us the power to love in this way, which for us seems superhuman. This ability, though, cannot be merely the result of our own efforts; it is primarily the fruit of God’s grace. A grace that must be implored insistently: “Jesus, you who love me, teach me to love like you. Jesus, you who forgive me, teach me to forgive like you. Send your Spirit, the Spirit of love, upon me.” Let us ask for this grace. So often we bring our requests before the Lord, but what is essential for us as Christians is to know how to love as Christ loves. His greatest gift is the ability to love, and that is what we receive when we make room for the Lord in prayer, when we welcome his presence in his transforming word and in the revolutionary humility of his broken Bread. Thus, slowly, the walls that harden our hearts tumble, and we find our joy in carrying out works of mercy towards everyone. Then we come to realize that happiness in life comes through the Beatitudes and consists in our becoming peacemakers (cf. Mt 5:9).

Dear brothers and sisters, today I thank you for your gentle and joyful witness to fraternity, for your being seeds of love and peace in this land. Such is the challenge that the Gospel presents every day to our Christian communities and to each of us. To you, to all who have come for this celebration from the four countries of the Apostolic Vicariate of Northern Arabia – Bahrain, Kuwait, Qatar, Saudi Arabia and other countries of the Gulf, and from elsewhere – I bring today the affection and closeness of the universal Church, which looks to you and embraces you, which loves you and encourages you. May the Blessed Virgin, Our Lady of Arabia, accompany you on your journey and preserve you constantly in love towards all.

[01690-EN.02] [Original text: Spanish]

Traduzione in lingua tedesca

Von dem Messias, den Gott erwecken wird, sagt der Prophet Jesaja: „Die große Herrschaft und der Frieden sind ohne Ende“ (Jes 9,6). Es scheint ein Widerspruch zu sein: Auf dem Schauplatz dieser Welt sehen wir oft, dass der Frieden umso mehr bedroht ist, je mehr nach Macht gestrebt wird. Stattdessen kündigt der Prophet etwas ganz Neues an: Der Messias, der kommen wird, ist gewiss mächtig, aber nicht nach der Art eines Anführers, der Krieg führt und andere beherrscht, sondern als „Fürst des Friedens“ (V. 5), als derjenige, der die Menschen mit Gott und untereinander versöhnt. Die Größe seiner Macht nutzt nicht die Kraft der Gewalt, sondern die Schwäche der Liebe. Und das ist die Macht Christi: die Liebe. Und auch uns verleiht er die gleiche Macht, die Macht zu lieben, in seinem Namen zu lieben, zu lieben, wie er geliebt hat. Wie? Bedingungslos: nicht nur, wenn es gut läuft und es uns danach ist zu lieben, sondern immer; nicht nur unsere Freunde und diejenigen, die uns nahestehen, sondern alle, auch unsere Feinde. Immer und alle.

Immer lieben und alle lieben: Lasst uns darüber ein wenig nachdenken.

Zunächst laden uns die heutigen Worte Jesu (vgl. Mt 5,38-48) ein, immer zu lieben, das heißt, immer in seiner Liebe zu bleiben, sie zu pflegen und zu praktizieren, egal in welcher Situation wir leben. Aber Vorsicht: Der Blick Jesu ist konkret; er sagt nicht, dass es einfach sein wird, es geht ihm nicht um eine sentimentale oder romantische Liebe, als ob es in unseren menschlichen Beziehungen keine Momente des Konflikts und zwischen den Völkern keine Motive für Feindseligkeit gäbe. Jesus ist nicht irenisch, sondern realistisch: Er spricht ausdrücklich von „bösen Menschen“ und „Feinden“ (V. 38.43). Er weiß, dass sich in unseren Beziehungen ein täglicher Kampf zwischen Liebe und Hass abspielt; und dass auch in uns selbst jeden Tag ein Kampf zwischen Licht und Dunkelheit stattfindet, zwischen so vielen guten Absichten und Wünschen und jener sündigen Zerbrechlichkeit, die oft die Oberhand gewinnt und uns zu bösen Taten hinreißt. Er weiß auch darum, dass wir die Erfahrung machen, dass wir trotz vieler großherziger Bemühungen nicht immer das Gute erhalten, das wir uns erwarten, und dass wir unverständlicherweise manchmal sogar Böses erleiden. Und weiter sieht er, und er leidet darunter, wie in unserer Zeit in so vielen Teilen der Welt Macht ausgeübt wird, die sich aus Unterdrückung und Gewalt speist, die ihren eigenen Raum zu vergrößern sucht und dabei den der anderen einengt, ihre Herrschaft aufzwingt, die Grundfreiheiten einschränkt und die Schwachen unterdrückt. Es gibt also – so sagt Jesus – Konflikte, Unterdrückung und Feindschaft.

Angesichts all dessen müssen wir uns die wichtige Frage stellen: Was sollen wir tun, wenn wir uns in einer solchen Situation befinden? Der Rat Jesu ist überraschend, ist kühn, ist wagemutig. Er bittet die Seinen um den Mut zum Risiko, auch wenn scheinbar keine Aussicht auf Erfolg besteht. Er bittet, trotz allem, auch angesichts des Bösen und des Feindes, immer treu in der Liebe zu bleiben. Die einfache menschliche Reaktion legt uns auf das Prinzip »Auge um Auge, Zahn um Zahn« fest, aber das bedeutet, dass wir uns mit denselben Waffen des selbst erlittenen Übels Gerechtigkeit verschaffen wollen. Jesus wagt es, uns etwas Neues, etwas Anderes, etwas Undenkbares, etwas Eigenes vorzuschlagen: „Ich aber sage euch: Leistet dem, der euch etwas Böses antut, keinen Widerstand, sondern wenn dich einer auf die rechte Wange schlägt, dann halt ihm auch die andere hin“ (V. 39). Das ist es, was der Herr von uns verlangt: nicht irenisch von einer Welt zu träumen, die von Geschwisterlichkeit beseelt ist, sondern uns zu engagieren und bei uns selbst anzufangen, die universale Geschwisterlichkeit konkret und mutig zu leben, im Guten zu verharren, auch wenn uns Böses widerfährt, die Spirale der Rache zu durchbrechen, die Gewalt zu entwaffnen, das Herz zu entmilitarisieren. Der Apostel Paulus greift dies auf, wenn er schreibt: „Lass dich nicht vom Bösen besiegen, sondern besiege das Böse durch das Gute!“ (Röm 12,21).

Die Einladung Jesu betrifft also nicht in erster Linie die großen Fragen der Menschheit, sondern die konkreten Situationen unseres Lebens: unsere Beziehungen in der Familie, die Beziehungen in der christlichen Gemeinschaft, die Bindungen, die wir in der Arbeit und in der sozialen Wirklichkeit, in der wir uns befinden, pflegen. Es wird Reibungen geben, Momente der Spannung, es wird Konflikte, Meinungsverschiedenheiten geben, aber wer dem Fürsten des Friedens folgt, muss immer nach Frieden streben. Und der Frieden kann nicht wiederhergestellt werden, wenn ein böses Wort mit einem noch böseren beantwortet wird, wenn auf eine Ohrfeige eine weitere folgt: Nein, es ist notwendig, solche Situationen zu „entschärfen“, die Kette des Bösen zu lösen, die Spirale der Gewalt zu durchbrechen, aufzuhören, Groll zu hegen, sich zu beklagen und sich selbst zu bemitleiden. Es ist notwendig, in der Liebe zu bleiben, immer: Das ist der Weg Jesu, um dem Gott des Himmels die Ehre zu geben und Frieden auf Erden zu schaffen. Immer lieben.

Kommen wir nun zum zweiten Aspekt: alle lieben. Wir können uns auf die Liebe verpflichten, aber es genügt nicht, wenn wir sie auf den engen Bereich derer beschränken, von denen wir ebenso viel Liebe bekommen, die unsere Freunde, unsere Gleichgesinnten, unsere Verwandten sind. Auch hier ist die Einladung Jesu überraschend, weil sie die Grenzen des Gesetzes und des gesunden Menschenverstandes erweitert: Schon allein den Nächsten zu lieben, diejenigen, die uns nahestehen, ist fordernd, auch wenn es vernünftig ist. Im Allgemeinen ist es das, was eine Gemeinschaft oder ein Volk zu tun versuchen, um den Frieden in ihrem Inneren zu bewahren: Wenn man zur gleichen Familie oder zur gleichen Nation gehört, wenn man die gleichen Ideen oder den gleichen Geschmack hat, wenn man sich zum gleichen Glauben bekennt, ist es normal, dass man versucht, einander zu helfen und gut zueinander zu sein. Aber was passiert, wenn die, die weit weg sind, in unsere Nähe kommen, wenn die, welche fremd und anders sind oder ein anderes Glaubensbekenntnis haben, unsere Nachbarn werden? Gerade dieses Land ist ein lebendiges Bild für das Zusammenleben in der Vielfalt, für unsere Welt, die immer mehr von der ständigen Migration der Völker und dem Pluralismus der Ideen, der Bräuche und der Traditionen geprägt ist. Es ist also wichtig, diese Provokation Jesu aufzunehmen: „Wenn ihr nämlich nur die liebt, die euch lieben, welchen Lohn könnt ihr dafür erwarten? Tun das nicht auch die Zöllner?“ (Mt 5,46). Wenn wir Kinder des Vaters sein und eine Welt von Geschwistern aufbauen wollen, besteht die wahre Herausforderung darin, dass wir lernen, jeden zu lieben, auch den Feind: „Ihr habt gehört, dass gesagt worden ist: Du sollst deinen Nächsten lieben und deinen Feind hassen: Ich aber sage euch: Liebt eure Feinde und betet für die, die euch verfolgen“ (V. 43-44). In Wirklichkeit bedeutet dies, dass man sich entscheidet, keine Feinde zu haben, im anderen kein Hindernis zu sehen, das zu überwinden ist, sondern einen Bruder und eine Schwester, die es zu lieben gilt. Den Feind zu lieben heißt, den Widerschein des Himmels auf die Erde zu bringen, es heißt, den Blick und das Herz des Vaters in die Welt herabkommen zu lassen, der keine Unterschiede macht, der nicht diskriminiert, sondern „seine Sonne aufgehen lässt über Bösen und Guten und regnen lässt über Gerechte und Ungerechte“ (vgl. V. 45).

Brüder und Schwestern, die Macht Jesu ist die Liebe und Jesus gibt uns die Kraft, so zu lieben, auf eine Weise, die uns übermenschlich erscheint. Aber eine solche Fähigkeit kann nicht nur das Ergebnis unserer eigenen Bemühungen sein, sie ist in erster Linie eine Gnade. Eine Gnade, um die man beharrlich bitten muss: „Jesus, du, der du mich liebst, lehre mich zu lieben wie du. Jesus, du, der du mir vergibst, lehre mich, zu vergeben wie du. Sende deinen Geist, den Geist der Liebe, auf mich“. Bitten wir darum. Denn oft tragen wir dem Herrn viele Bitten vor, aber das ist das Wesentliche für den Christen, im Stande sein, wie Christus zu lieben. Lieben ist das größte Geschenk, und wir erhalten es, wenn wir dem Herrn im Gebet Raum geben, wenn wir seine Gegenwart in seinem verwandelnden Wort und in der revolutionären Demut seines gebrochenen Brotes empfangen. So fallen allmählich die Mauern, die unser Herz versteifen, und wir finden Freude daran, Werke der Barmherzigkeit für alle zu tun. Dann verstehen wir, dass ein glückliches Leben über die Seligpreisungen führt und darin besteht, dass wir zu Friedensstiftern werden (vgl. Mt 5,9).

Liebe Freunde, heute möchte ich euch für euer sanftes und freudiges Zeugnis der Geschwisterlichkeit danken, dafür, dass ihr Samen der Liebe und des Friedens in diesem Land seid. Das ist die Herausforderung, vor die das Evangelium unsere christlichen Gemeinschaften und jeden Einzelnen von uns jeden Tag stellt. Und euch allen, die ihr aus den vier Ländern des Apostolischen Vikariats des Nördlichen Arabien, aus Bahrain, Kuwait, Katar und Saudi-Arabien sowie aus anderen Golfstaaten und auch aus weiteren Gebieten zu dieser Feier gekommen seid, bringe ich heute die Zuneigung und Nähe der universalen Kirche, die auf euch schaut und euch umarmt, euch liebt und euch ermutigt. Möge die Heilige Jungfrau, Unsere Liebe Frau von Arabien, euch auf eurem Weg begleiten und euch immer in der Liebe zu allen bewahren.

[01690-DE.02] [Originalsprache: Spanisch]

Traduzione in lingua portoghese

O profeta Isaías diz que Deus fará surgir um Messias que «dilatará o seu domínio com uma paz sem limites» (Is 9, 6). Parece uma contradição! Com efeito, no palco deste mundo, muitas vezes vemos que quanto mais se procura o poder, tanto mais ameaçada está a paz. Ao contrário, o profeta anuncia uma novidade extraordinária: o Messias que vem é verdadeiramente poderoso, mas não como um líder que guerreia e domina sobre os outros, mas como «Príncipe da paz» (9, 5), como Aquele que reconcilia os homens com Deus e entre si. A grandeza do seu poder não se serve da força da violência, mas da debilidade do amor. Este é o poder de Cristo: o amor. E confere também a nós o mesmo poder, o poder de amar, de amar em seu nome, de amar como Ele amou. Como? De modo incondicional: não só quando as coisas correm bem e temos vontade de amar, mas sempre; não apenas aos nossos amigos e vizinhos, mas a todos, mesmo inimigos. Sempre e a todos.

Reflitamos um pouco sobre isto: amar sempre e amar a todos.

Comecemos pela primeira coisa: hoje as palavras de Jesus (cf. Mt 5, 38-48) convidam-nos a amar sempre, isto é, a permanecer sempre no seu amor, a cultivá-lo e praticá-lo qualquer que seja a situação onde vivemos. Mas atenção! O olhar de Jesus é realista; não diz que será fácil nem propõe um amor sentimental ou romântico, como se não houvesse, nas nossas relações humanas, momentos de conflito e não houvesse motivos de hostilidade entre os povos. Jesus não é utópico, mas realista: fala explicitamente de «maus» e de «inimigos» (cf. 5, 39.43). Sabe que acontece uma luta diária entre amor e ódio, no âmbito dos nossos relacionamentos; e, dentro de nós mesmos, verifica-se dia a dia um combate entre a luz e as trevas, entre tantos propósitos e desejos de bem e aquela fragilidade pecadora que muitas vezes nos domina e arrasta para as obras do mal. Sabe também que é o que experimentamos quando, apesar de tantos esforços generosos, nem sempre recebemos o bem que esperávamos, antes, às vezes incompreensivelmente sofremos um dano. Mais, Ele vê e sofre ao contemplar, nos nossos dias e em muitas partes do mundo, exercícios do poder que se nutrem de opressão e violência, procuram aumentar o espaço próprio restringindo o dos outros, impondo o próprio domínio, limitando as liberdades fundamentais, oprimindo os mais frágeis. Concluindo, Jesus bem sabe que há conflitos, opressões, inimizades.

À vista de tudo isto, eis a pergunta importante que se deve pôr: Que havemos de fazer quando nos encontramos em situações do género? A proposta de Jesus é surpreendente, é intrépida, é audaz. Pede aos seus a coragem de arriscar por algo que, na aparência, é perdedor; pede-lhes para permanecerem sempre, fielmente, no amor, apesar de tudo, mesmo perante o mal e o inimigo. Ora a pura e simples reação humana cinge-se ao «olho por olho e dente por dente»; mas isto equivale a fazer-se justiça com as mesmas armas do mal recebido. Jesus ousa propor-nos algo de novo, diferente, impensável, algo de Seu: «Eu, porém, digo-vos: Não oponhais resistência ao mau. Mas, se alguém te bater na face direita, oferece-lhe também a outra» (5, 39). Aqui está o que nos pede o Senhor: que não sonhemos idealisticamente com um mundo animado pela fraternidade, mas que nos comprometamos – principiando nós mesmos – a viver concreta e corajosamente a fraternidade universal, perseverando no bem mesmo quando recebemos o mal, quebrando a espiral da vingança, desarmando a violência, desmilitarizando o coração. Um eco disto mesmo, temo-lo no apóstolo Paulo quando escreve «não te deixes vencer pelo mal, mas vence o mal com o bem» (Rm 12, 21).

Assim, o convite de Jesus não tem a ver primariamente com as grandes questões da humanidade, mas com as situações concretas da nossa vida: os nossos laços familiares, as relações na comunidade cristã, os vínculos que cultivamos no trabalho e na sociedade onde nos encontramos. Haverá atritos, momentos de tensão, haverá conflitos, diversidade de perspetivas, mas quem segue o Príncipe da paz deve procurar sempre a paz. E esta não se pode restabelecer se, a uma palavra ofensiva, se responde com outra pior, se a uma bofetada se responde com outra. Isto não! É preciso «desativar«, quebrar a cadeia do mal, romper a espiral da violência, deixar de guardar ressentimento, pôr fim a lamúrias e lamentos acerca da própria sorte. Há que permanecer no amor, sempre: é o caminho de Jesus para dar glória ao Deus do céu e construir a paz na terra. Amar sempre.

Passemos agora ao segundo aspeto: amar a todos. Podemos empenhar-nos no amor, mas não basta se o circunscrevermos à esfera restrita das pessoas de quem recebemos igualmente amor, de quem nos é amigo, dos nossos semelhantes, familiares. Também neste caso, o convite de Jesus é surpreendente, porque amplia os confins da lei e do bom senso: já é difícil, embora razoável, amar o próximo, quem é nosso vizinho. Em geral, é aquilo que uma comunidade ou um povo procura fazer, para conservar a paz no próprio seio: se se pertence à mesma família ou à mesma nação, se se têm as mesmas ideias ou os mesmos gostos, se se professa o mesmo credo, é normal procurar ajudar-se e querer-se bem. Mas que sucede se, quem estava distante, vem para perto de nós, se quem é estrangeiro, diferente ou de outro credo se torna nosso vizinho de casa? Precisamente esta nação é uma imagem viva da convivência na diversidade, do nosso mundo marcado sempre mais pela migração permanente dos povos e pelo pluralismo de ideias, usos e tradições. Então é importante acolher esta provocação de Jesus: «Se amais os que vos amam, que recompensa haveis de ter? Não fazem já isso os publicanos?» (Mt 5, 46). O verdadeiro desafio, para ser filhos do Pai e construir um mundo de irmãos, é aprender a amar a todos, mesmo o inimigo: «Ouvistes o que foi dito: Amarás o teu próximo e odiarás o teu inimigo. Eu, porém, digo-vos: Amai os vossos inimigos e orai pelos que vos perseguem» (5, 43-44). Na realidade, isto significa escolher não ter inimigos: ver no outro, não um obstáculo a superar, mas um irmão e uma irmã a amar. Amar o inimigo é trazer à terra um reflexo do Céu, é fazer descer sobre o mundo o olhar e o coração do Pai, que não faz distinções nem discrimina, mas «faz com que o sol se levante sobre os bons e os maus e faz cair a chuva sobre os justos e os pecadores» (5, 45).

Irmãos, irmãs, o poder de Jesus é o amor, e Jesus dá-nos o poder de amar desta maneira, duma forma que nos parece sobre-humana. Na verdade, uma tal capacidade não pode ser fruto apenas dos nossos esforços; é, antes de mais nada, uma graça; uma graça que deve ser pedida com insistência: «Jesus, Vós que me amais, ensinai-me a amar como Vós. Jesus, Vós que me perdoais, ensinai-me a perdoar como Vós. Enviai sobre mim o vosso Espírito, o Espírito do amor». Peçamo-lo! Frequentemente confiamos à atenção do Senhor muitos pedidos, mas o pedido essencial para o cristão é este: saber amar como Cristo. Amar é o dom maior, e recebemo-lo quando damos espaço ao Senhor na oração, quando acolhemos a Presença d’Ele na sua Palavra que nos transforma e na revolucionária humildade do seu Pão partido. Assim, lentamente, vão caindo os muros que nos endurecem o coração e encontramos a alegria de praticar obras de misericórdia para com todos. Então compreendemos que uma vida feliz passa através das Bem-aventuranças e consiste em sermos construtores de paz (cf. Mt 5, 9).

Queridos amigos, hoje quero agradecer o vosso humilde e jubiloso testemunho de fraternidade para ser, nesta terra, sementes do amor e da paz. É o desafio que o Evangelho lança diariamente às nossas comunidades cristãs, a cada um de nós. E a vós, a todos vós que viestes, a esta Celebração, dos quatro países do Vicariato Apostólico da Arábia do Norte – Bahrein, Kuwait, Qatar e Arábia Saudita – e doutros territórios do Golfo, bem como doutros países, hoje trago-vos o carinho e a solidariedade da Igreja universal, que tem os olhos postos em vós e vos abraça, que vos ama e encoraja. Que a Virgem Santa, Nossa Senhora da Arábia, vos acompanhe ao longo do caminho e vos guarde sempre no amor para com todos.

[01690-PO.02] [Texto original: Espanhol]

Traduzione in lingua polacca

O Mesjaszu, którego Bóg wzbudzi, prorok Izajasz powiada: „Wielkie będzie Jego panowanie w pokoju bez granic” (Iz 9, 6). Wydaje się to sprzecznością: na scenie tego świata często widzimy zatem, że im bardziej dąży się do władzy, tym bardziej zagrożony jest pokój. Natomiast prorok zapowiada niezwykłą nowość: Mesjasz, który nadchodzi, jest rzeczywiście silny, ale nie na sposób wodza, który prowadzi wojnę i panuje nad innymi, lecz jako „Książę Pokoju” (w. 5), jako Ten, który jedna ludzi z Bogiem i między sobą. Wielkość jego mocy nie posługuje się siłą przemocy, lecz słabością miłości. I to jest właśnie moc Chrystusa: miłość. I nam również udziela On tej samej mocy, mocy miłowania, miłowania w Jego imię, miłowania tak, jak On umiłował. Jak? Bezwarunkowo: nie tylko wtedy, gdy sprawy toczą się dobrze i czujemy, że kochamy, ale zawsze; nie tylko wobec naszych przyjaciół i osób bliskich, ale wobec wszystkich, nawet naszych nieprzyjaciół, zawsze i wszystkich.

Miłować zawsze i miłować wszystkich: trochę się nad tym zastanówmy.

Przede wszystkim dzisiejsze słowa Jezusa (por. Mt 5, 38-48) zapraszają nas do tego, by zawsze miłować, czyli trwać zawsze w Jego miłości, pielęgnować ją i praktykować niezależnie od sytuacji, w której żyjemy. Jednak uwaga: spojrzenie Jezusa jest konkretne; nie mówi, że będzie łatwo i nie proponuje miłości sentymentalnej lub romantycznej, tak jakby w naszych ludzkich relacjach nie było momentów konfliktu i nie było powodów do wrogości między narodami. Jezus nie jest ireniczny, lecz realistyczny: mówi wyraźnie o „ludziach złych” i „wrogach” (w. 38.43). Wie, że w obrębie naszych relacji toczy się codzienna walka między miłością a nienawiścią; i że również w nas, każdego dnia dokonuje się starcie pomiędzy światłem i ciemnościami, między tak wieloma dobrymi intencjami i pragnieniami a taką grzeszną słabością, która często bierze górę i wciąga nas w złe uczynki. Wie również, iż doświadczamy, że pomimo wielu szczodrych starań, nie zawsze otrzymujemy dobro, którego się spodziewamy, a czasem, w sposób wręcz niepojęty doznajemy zła. Ponadto widzi i cierpi widząc w naszych czasach, w tak wielu częściach świata, sprawowanie władzy, które żywi się uciskiem i przemocą, które dąży do powiększenia własnej przestrzeni, zawężając przestrzeń innych, narzucając swoją dominację i ograniczając podstawowe wolności, uciskając słabych. Dlatego – mówi Jezus – istnieją konflikty, uciski i wrogość.

Wobec tego wszystkiego należy zadać ważne pytanie: co robić, gdy znajdujemy się w takich sytuacjach? Propozycja Jezusa jest zaskakująca, jest odważna, jest śmiała. Prosi swoich o odwagę podjęcia ryzyka w czymś, co wydaje się pozornie skazane na porażkę. Prosi, by trwać zawsze, wiernie, w miłości, mimo wszystko, nawet w obliczu zła i nieprzyjaciela. Prosta ludzka reakcja zmusza nas do logiki „oko za oko, ząb za ząb”, ale to oznacza wymierzanie sprawiedliwości taką samą bronią zła, jakiego doznaliśmy. Jezus ośmiela się zaproponować nam coś nowego, coś innego, coś nie do pomyślenia, coś swojego: „Ja wam powiadam: Nie stawiajcie oporu złemu. Lecz jeśli cię kto uderzy w prawy policzek, nadstaw mu i drugi!” (w. 39). Tego właśnie żąda od nas Pan: nie marzyć irenicznie o świecie ożywionym braterstwem, ale zaangażować się, zaczynając od nas samych, zaczynając żyć powszechnym braterstwem w sposób konkretny i odważny, trwając w dobru, nawet gdy doświadczamy zła, przerywając spiralę zemsty, rozbrajając przemoc, demilitaryzując serce. Wtóruje Mu Apostoł Paweł, gdy pisze: „Nie daj się zwyciężyć złu, ale zło dobrem zwyciężaj!” (Rz 12, 21).

Zatem, zachęta Jezusa nie dotyczy przede wszystkim wielkich pytań ludzkości, ale konkretnych sytuacji naszego życia: naszych relacji w rodzinie, relacji we wspólnocie chrześcijańskiej, więzi, które pielęgnujemy w pracy i rzeczywistości społecznej, w której się znajdujemy. Będą tarcia, chwile napięcia, będą konflikty, różnice poglądów, ale ten, który podąża za Księciem Pokoju, musi zawsze dążyć do pokoju. A pokoju nie da się przywrócić, jeśli na jedno złe słowo odpowiada się jeszcze gorszym, jeśli po jednym policzku następuje drugi: nie, trzeba „rozbroić”, przerwać łańcuch zła, złamać spiralę przemocy, przestać żywić urazę, zakończyć narzekanie i użalanie się nad sobą. Trzeba trwać w miłości, zawsze: jest to droga Jezusa, aby oddać chwałę Bogu nieba i budować pokój na ziemi. Miłować zawsze.

Przejdźmy teraz do drugiego aspektu: miłować wszystkich. Możemy zaangażować się w miłość, ale to nie wystarczy, jeśli zastosujemy ją do ograniczonej sfery tych, od których otrzymujemy tyle samo miłości, tych, którzy są naszymi przyjaciółmi, podobnymi nam, krewnymi. Także w tym przypadku zachęta Jezusa jest zaskakująca, bo poszerza granice prawa i zdrowego rozsądku: już miłość bliźniego, tych, którzy są nam bliscy, nawet jeśli rozsądna, jest trudna. Ogólnie rzecz biorąc, właśnie to stara się czynić wspólnota lub naród, aby zachować pokój w swoim łonie: jeśli ktoś należy do tej samej rodziny lub tego samego narodu, jeśli ma te same idee lub upodobania, jeśli wyznaje te same przekonania, to normalne, że stara się pomagać sobie nawzajem i kochać się wzajemnie. Ale co się dzieje, jeśli ten, który jest daleko, zbliża się do nas, jeśli ten, który jest obcy, inny lub innego przekonania, staje się naszym sąsiadem? Właśnie ta ziemia jest żywym obrazem współistnienia różnorodności, naszego świata coraz bardziej naznaczonego stałą migracją ludów i pluralizmem idei, zwyczajów i tradycji. Ważne jest więc zaakceptowanie tej prowokacji Jezusa: „Jeśli miłujecie tych, którzy was miłują, cóż za nagrodę mieć będziecie? Czyż i celnicy tego nie czynią?” (Mt 5, 46). Prawdziwym wyzwaniem, aby być dziećmi Ojca i budować świat braci, jest nauczyć się miłować wszystkich, nawet nieprzyjaciela: „Słyszeliście, że powiedziano: Będziesz miłował swego bliźniego, a nieprzyjaciela swego będziesz nienawidził. A Ja wam powiadam: Miłujcie waszych nieprzyjaciół i módlcie się za tych, którzy was prześladują” (w. 43-44). Oznacza to w istocie postanowienie, by nie mieć wrogów, by nie widzieć w drugim przeszkody, którą trzeba pokonać, lecz brata i siostrę, których należy miłować. Miłować nieprzyjaciela to sprowadzić na ziemię odblask Nieba, to sprowadzić na świat spojrzenie i serce Ojca, który nie czyni żadnych różnic, nie dyskryminuje, ale „sprawia, że słońce Jego wschodzi nad złymi i nad dobrymi, i On zsyła deszcz na sprawiedliwych i niesprawiedliwych” (w. 45).

Bracia, siostry, mocą Jezusa jest miłość, a Jezus daje nam moc, by miłować w ten sposób, w sposób, który wydaje się nam nadludzki. Ale taka zdolność nie może być tylko owocem naszych starań – jest przede wszystkim łaską. Łaską, o którą trzeba natarczywie prosić: „Jezu, Ty, który mnie miłujesz, naucz mnie miłować tak, jak Ty. Jezu, Ty, który przebaczasz, naucz mnie przebaczać tak, jak Ty. Ześlij na mnie swojego Ducha, Ducha miłości”. Prośmy o to. Bo tak często zanosimy do Pana wiele próśb, ale to jest zasadnicze dla chrześcijanina, żeby umieć miłować tak, jak Chrystus. Miłowanie jest największym darem, a otrzymujemy go, gdy czynimy miejsce dla Pana w modlitwie, gdy przyjmujemy Jego Obecność w Jego Słowie, które nas przemienia, i w rewolucyjnej pokorze Jego łamanego Chleba. W ten sposób powoli upadają mury, czyniące nasze serca zatwardziałymi, i znajdujemy radość w wypełnianiu uczynków miłosierdzia wobec wszystkich. Wówczas rozumiemy, że szczęśliwe życie przeżywa się poprzez błogosławieństwa, i polega na stawaniu się budowniczymi pokoju (por. Mt 5, 9).

Najmilsi, dziś chciałbym wam podziękować za wasze łagodne i radosne świadectwo braterstwa, za to, że jesteście ziarnami miłości i pokoju na tej ziemi. Jest to wyzwanie, jakie Ewangelia stawia każdego dnia naszym wspólnotom chrześcijańskim, każdemu z nas. A wam, wszystkim wam, którzy przybyliście na tę Celebrację z czterech krajów Wikariatu Apostolskiego Arabii Północnej: Bahrajnu, Kuwejtu, Kataru i Arabii Saudyjskiej, a także z innych krajów Zatoki Perskiej, i różnych terytoriów, przynoszę dziś miłość i bliskość Kościoła powszechnego, który patrzy na was i obejmuje was, kocha was i dodaje wam odwagi. Niech Najświętsza Dziewica, Matka Boża Arabska, towarzyszy wam w drodze i strzeże was zawsze w miłości do wszystkich.

[01690-PL.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua araba

الزيارة الرسوليّة إلى البحرين

عظة قداسة البابا فرنسيس

في القداس الإلهيّ من أجل السّلام والعدل

في ملعب البحرين الوطنيّ

السّبت 5 تشرين الثّاني/نوفمبر 2022

قال النبيّ أشعيا عن المسيح الذي سيرسله الله: "لِنُمُوِّ الرِّئاسة ولسَلام لا انقِضاءَ لَه" (أشعيا 9، 6). يبدو هذا تناقضًا: في مشهد هذا العالم، في الواقع، نرى غالبًا أنّه كلّما زاد البحث عن السّلطان، صار السّلام في خطر. لكن النبيّ يبشِّر بشيء جديد غير عادي: المسيح الآتي هو قدير، نعم، لكن ليس بطريقة الزّعيم الذي يشنّ الحرب ويسيطر على الآخرين، بل هو "رَئيسُ السَّلام" (الآية 5)، هو الذي يصالح الناس مع الله وبعضهم مع بعض. عظمة قدرته لا تَستخدم قوّة العنف بل ضعف المحبّة. وهذه هي قدرة المسيح: المحبّة. وهو يعطينا أيضًا القدرة نفسها، القدرة على المحبّة، أن نحبّ باسمه، وأن نحبّ كما يحبّ هو. كيف؟ دون قيد أو شرط: ليس فقط عندما تسير الأمور على ما يرام ونشعر بالحبّ، بل دائمًا. وليس فقط تجاه أصدقائنا والقريبين منّا، بل تجاه الجميع، حتّى أعدائنا. دائمًا والجميع.

أن نحبّ دائمًا وأن نحبّ الجميع: لنفكّر قليلًا في هذا الأمر.

أوّلًا، كلام يسوع (راجع متّى 5، 38-48) يدعونا اليوم إلى أن نحبّ دائمًا، أي أن نبقى دائمًا في محبّته، وننميها ونعيشها مهما كان الوضع الذي نعيش فيه. لكن لنتنبّه: نظرة يسوع عمليّة؛ فهو لا يقول إنّ ذلك سيكون سهلًا ولا يقترح محبّةً عاطفيّةً أو رومانسيّةً، كما لو لم تكن لحظات صراع في علاقاتنا الإنسانيّة وكما لو لم تكن بين الشّعوب دوافع للعداء. السّيّد المسيح ليس ”مسالمًا“، بل هو واقعي: يتكلّم بصراحة عن "الأشرار" و "الأعداء" (الآيات 38. 43). إنّه يعلَم أنّه يوجد في داخل علاقاتنا صراع يوميّ بين المحبّة والكراهية؛ وأنّه حتّى في داخلنا، كلّ يوم، هناك صدام بين النّور والظّلام، وبين مقاصد ورغبات كثيرة في الخير وبين ذلك الضّعف الباعث على الخطيئة والذي يَغلِبنا مرارًا ويجرّنا إلى أعمال الشّرّ. وهو يعلَم أيضًا أنّ خبرتنا هي أنّنا لا نتلقى دائمًا الخير الذي نتوقعه، على الرّغم من الجهود السّخية العديدة التي نبذلها، بل نتعرّض أحيانًا للأذى بشكل غير مفهوم. ومرّة أخرى، هو يرى ويتألّم عندما يشاهد في أيامنا هذه، في أنحاء كثيرة من العالم، ممارسة القدرة والسّلطان التي تتغذى على القمع والعنف، والتي تسعى إلى زيادة مساحتها بتقيّيد مساحة الآخرين، وفرض سيطرتها والحدّ من الحريّات الأساسيّة، وقهر الضّعفاء. لذلك - قال يسوع – توجد صراعات ومظالم وعداوات.

أمام كلّ هذا، فإنّ السّؤال المهمّ الذي يجب أن يُطرَح هو: ماذا نفعل عندما نجد أنفسنا نعيش في مثل هذه المواقف؟ كان اقتراح يسوع مفاجئًا وشجاعًا وجريئًا. طلب من أتباعه الشّجاعة ليغامروا في شيء يبدو أنّه خاسر. طلب منهم أن يبقوا دائمًا، مخلصين، في المحبّة، رغم كلّ شيء، حتى في وجه الشّرّ والعدو. ردة الفعل البشريّة البسيطة تسمِّرُنا بمبدأ "العَينُ بِالعَين والسِّنُّ بِالسِّنّ"، لكن هذا يعني أن نصنع العدالة بنفس الأسلحة التي يستعملها الشّرّ. تجرّأ يسوع واقترح علينا شيئًا جديدًا من عنده، شيئًا مختلفًا، لا يمكن تصّوره: "أَمَّا أَنا فأَقولُ لكم: لا تُقاوِموا الشِّرِّير، بَل مَن لَطَمَكَ على خَدِّكَ الأَيْمَن فاعرِضْ لهُ الآخَر" (آية 39). هذا ما يطلبه الرّبّ يسوع منّا: لا أن نحلم ”بسلام“ في عالم تحرّكه الأخوّة، بل أن نلتزم بأن نبدأ من أنفسنا، ونبدأ في عيش الأخوّة العالميّة عمليًّا وبشجاعة، ونثابر في الخير حتى عندما نلقى الشّرّ، ونكسر دوامة الانتقام فنجرّد العنف من سلاحه ونُخرِج القلب من الواقع العسكريّ. ردّد ذلك الرّسول بولس عندما كتب: "لا تَدَعِ الشَّرَّ يَغلِبُكَ، بلِ اغلِبِ الشَّرَّ بِالخير" (رومة 12، 21).

إذًا، دعوة يسوع لا تشمل أوّلًا مسائل البشريّة الكبرى، بل أوضاع حياتنا العمليّة: علاقاتنا في العائلة، والعلاقات في الجماعة المسيحيّة، والرّوابط التي ننمّيها في بيئة العمل وفي الواقع الاجتماعيّ الذي نحن فيه. ستكون هناك احتكاكات، ولحظات توتّر، وستكون هناك صراعات وتنوّع في وجهات النّظر، لكن، من يتبع أمير السّلام يجب أن يميل دائمًا إلى السّلام. ولا يمكن أن نستعيد السّلام إن جاوبنا على كلمة سيّئة بكلمة أسوأ، وإن ردَدْنا على الصّفعة بصفعة مثلها: لا، يجب أن ”نُبطِل“، ونكسر سلسلة الشّرّ، ونحطّم دوّامة العنف، ونتوقّف عن تغذيّة الضّغينة، ونتوقَّف عن التذمّر والبكاء على أنفسنا. يجب أن نبقى في الحبّ دائمًا: إنّه طريق يسوع لتمجيد إله السّماء وبناء السّلام على الأرض. دائمًا الحبّ.

نأتي الآن إلى الجانب الثّاني: أن نحبّ الجميع. يمكننا أن نلتزم في المحبّة، لكن هذا لا يكفي إن حصرناها في المجال الضّيق: الذين نتلقّى منهم المقدار نفسه من المحبّة، والذين هم أصدقاؤنا، ومن يشبهونا، وأفراد عائلاتنا. في هذه الحالة أيضًا، دعوة يسوع مُفاجئة، لأنّها توسّع حدود القانون والحسّ السّليم: أن نحبّ الآخر، ومن هم قريبون منّا، حتّى لو كان أمرًا معقولًا، هو أيضًا أمرٌ مُتعِب. بصّورة عامّة، هذا ما تحاول جماعةٌ ما أو شعبٌ ما أن يفعله ليحافظ على السّلام الدّاخليّ، في مجاله الخاص: كلّ من ينتمي إلى العائلة نفسها أو الأمّة نفسها، كلّ من كانت لديهم الأفكار نفسها أو الأذواق نفسها، والمعتقد نفسه، فمن الطّبيعي أن يحاول هؤلاء أن يساعدوا ويحبّوا بعضهم بعضًا. لكن، ماذا يحدث إن اقترب البعيد منّا، وإن أصبح الغريب، والمختلف أو من لديه معتقد آخر، جارنا، جار البيت؟ هذه الأرض بالتّحديد هي صورة حيّة للعيش المشترك للتنوّع، ولعالمنا الذي يتّسم بشكل متزايد بالهجرة الدّائمة للشّعوب وبتعدّديّة الأفكار والعادات والتّقاليد. من المهمّ، إذن، أن نستقبل تحدّي يسوع هذا: "فإِن أَحْبَبْتُم مَن يُحِبُّكُم، فأَيُّ أَجْرٍ لكم؟ أَوَلَيسَ الجُباةُ يَفعَلونَ ذلك؟" (متّى 5، 46). التحدّي الحقيقيّ، لكي نكون أبناء الآب ونبني عالمًا من الإخوة، هو أن نتعلّم أن نحبّ الجميع، حتّى العدو: "سَمِعتُم أَنَّه قِيل: أَحْبِبْ قَريبَك وأَبْغِضْ عَدُوَّك. أَمَّا أَنا فأَقولُ لكم: أَحِبُّوا أَعداءَكم وصَلُّوا مِن أَجلِ مُضطَهِديكُم" (الآيات 43-44). في الواقع، هذا يعني أن نختار ألّا يكون لدينا أعداء، وألّا نرى في الآخر عقبة يجب أن نتجاوزها، بل أن نرى فيه أخًا وأختًا يجب أن نحبّه ونحبّها. أن نحبّ العدو يعني أن نحمل إلى الأرض صورة من السّماء، وأن نجعل نظرة الآب وقلبه ينزلان على العالم، فهو لا يميّز، ولا يفرّق، بل "يُطلِعُ شَمْسَه على الأَشْرارِ والأَخْيار، ويُنزِلُ المَطَرَ على الأَبْرارِ والفُجَّار" (آية 45).

أيّها الإخوة والأخوات، قدرة يسوع هي المحبّة، ويسوع يمنحنا القدرة لكي نحبّ الحبَّ نفسه، وبطريقة تبدو لنا فوق القدرة البشريّة. وقُدرةٌ من هذا النّوع لا يمكن أن تكون ثمرة جهودنا فقط، بل هي قبل كلّ شيء نعمة. نعمة يجب أن نطلبها بإصرار: ”يا يسوع، أنت الذي تحبّني، علّمني أن أحبّ مثلك. يا يسوع، أنت الذي تغفر لي، علّمني أن أغفر مثلك. أرسل عليَّ روحك القدّوس، روح المحبّة“. لنطلب هذا. لأنّنا غالبًا نَحمِلُ إلى انتباه الرّبّ يسوع طلبات كثيرة، بينما هذا هو الأساسيّ للمسيحيّ، وهو أن يعرف أن يحبّ مثل المسيح. المحبّة هي العطيّة الكبرى، وننالها عندما نُفسِح المجال للرّبّ يسوع في أثناء الصّلاة، وعندما نستقبل حضوره في كلمته التي تحوّلنا، وفي التّواضع الثّوري في خبزه المكسور. وهكذا، تسقط ببطء الجدران التي تقسّي قلوبنا، ونجد الفرحة في أن نقوم بأعمال الرّحمة تجاه الجميع. حينها نفهم أنّ الحياة السّعيدة تمرّ عبر التّطويبات، وتتكوّن بأن نكون صانعي سلام (راجع متّى 5، 9).

أيّها الأعزّاء، أودّ اليوم أن أشكركم على شهادتكم للأُخُوّة، شهادة وديعة ومُفرِحَة، ولأنّكم بذار المحبّة والسّلام في هذه الأرض. إنّه التّحدّي الذي يسّلمه الإنجيل إلى جماعاتنا المسيحيّة كلّ يوم، ولكلّ واحدٍ منّا. ولكم، أنتم جميعًا الذين جئتم إلى هذا الاحتفال من أربعة بلدان النّيابة الرّسوليّة لشمال شبه الجزيرة العربيّة، من البحرين والكويت وقطر والمملكة العربيّة السّعوديّة، وأيضًا من دول الخليج الأخرى، وكذلك من مناطق أخرى، أحمل إليكم اليوم مشاعر وقرب الكنيسة الجامعة، التي تنظر إليكم وتعانقكم، وتحبّكم وتشجّعكم. سيّدتنا مريم العذراء، سيّدة شبه الجزيرة العربيّة، لِترافقكم في مسيرتكم، ولْتحفظكم دائمًا في المحبّة نحو الجميع.

[01690-AR.02] [Testo originale: Spagnolo]

[B0825-XX.02]