Esta mañana, en el Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre Francisco recibió en audiencia a los participantes en el III Encuentro de Iglesias Hospital de Campaña y les dirigió el discurso que publicamos a continuación:
Discurso
Gracias por venir. Sean bienvenidos a este encuentro. Me gustaría decir algunas palabras que los ayuden a reflexionar sobre el trabajo en la Iglesia, el trabajo que tienen ustedes en favor de los más pobres y los más marginados.
Se me ocurre compartirles tres aspectos que mencioné recientemente: primero Anunciar a Cristo, segundo, reparar las desigualdades y tercero sembrar esperanza. Anunciar a Cristo, reparar las desigualdades y sembrar esperanza. Ustedes, ayudados por la gracia del Espíritu Santo, se empeñan para que las iglesias sean como un hospital de campaña —no debemos olvidarlo—, llevando adelante esos tres principios. A veces me da mucha pena cuando le preguntas a un cura: “¿Qué tal la parroquia? ¿Cómo anda?”. “Bien, tenemos tantas misas”. “Pero, ¿cuánta gente en total viene los domingos?”. “Calculamos 1.000, 1.200”. “Ah, qué lindo”. “Y tu barrio, ¿cuánta gente tiene?” Y ahí titubea antes de decir: 200.000, 250.000. O sea, tenemos que ser conscientes que a la Iglesia viene poca gente. Tenemos que ir nosotros a buscarla.
Dar testimonio de acogida a la gente, más con los gestos que con las palabras. Un primer principio: acoger. Y también ir a visitar, que es otra forma de acogida. Y sigan viendo en cada uno de ellos —gente vulnerable—, y en esa vulnerabilidad, el rostro de Cristo. De esa manera, anuncian a Cristo como aquel que siempre camina con ellos, aunque sea anónimamente, ya que es él quien primero se ha hecho pobre. A mí me hacen bien las anécdotas de gente pobre, de España, del sur de Italia, que anuncia a Cristo como puede en medio de una inmigración musulmana, por ejemplo. Y lo anuncia con los gestos, con la acogida, con el acompañamiento, con la promoción del migrante. Acoger a Cristo.
Un modo de acoger a Cristo está en los pobres y en los migrantes. Subrayo lo de los migrantes porque, sea en Italia, que en España, es una de las realidades —no quiero decir un problema, sino una de las realidades—. Y, por otro lado, demos gracias que vienen los migrantes porque el nivel de edad de los locales es un poquito escandaloso. Creo que en Italia la media es de 46 años de edad. No tienen hijos. Ah, eso sí, todos tienen un perrito o un gato, pero no tienen hijos. Y los migrantes vienen, y bueno, de alguna manera, son los hijos que no queremos tener. Piensen un poquito en esto.
En segundo lugar, reparar las desigualdades. Con el apostolado de ustedes, denuncien a la sociedad la desigualdad, a veces tan grande, entre ricos y pobres, entre nacionales y extranjeros, no es lo que Dios quiere de la humanidad y, en justicia, estas cosas requieren ser resueltas. Hay que restablecer el tejido social reparando las desigualdades, nadie puede quedarse indiferente ante el sufrimiento de los demás (cf. Gn 4,9). Piensen en las dos puntas de la vida: las desigualdades que hay con los chicos y con los viejos. Cuando a los viejos se les descarta, se les manda a cuarteles de invierno como si nada tuvieran que aportar en este momento a la sociedad. Y piensen en los chicos, cuando se les usa para ciertos trabajos y después se les abandona. Hay chicos que se les usa para ir a recoger en los basurales cosas que puedan ser vendidas después. En un país donde hay un fruto muy delicado que se llama arándano, que para cosecharlo hace falta mucha delicadeza, usan a los chicos con hambre para la cosecha del arándano, y los explotan. Una pregunta que nos tenemos que hacer: ¿Qué pasa con los chicos?, ¿qué pasa con los ancianos? Los ancianos son fuente de sabiduría, y estamos asistiendo al escándalo de guardarlos en el ropero de un geriátrico. Chicos y ancianos.
Y, por último, es necesario sembrar esperanza. En cada persona que acogen —ya sea porque no tiene hogar, o ser refugiado, o ser parte de una familia en estado de vulnerabilidad, por ser víctima de guerra o por cualquier otro motivo lo vuelve marginado de la sociedad—, siembren esperanza. Y por todo esto quiero agradecerles públicamente su trabajo. Es verdad que ustedes son arrojados e intrépidos, no todos tienen esa valentía, pero lo que ustedes hacen inspira a los demás, los inspira tanto. Pensemos en los refugiados —hay que ir a buscarlos, ir a verlos—, en los soldados ucranianos heridos en la guerra. Sembremos esperanza en esa gente. La guerra es una realidad muy dura. Es una realidad que mata y destruye. Hay que ocuparnos de esa gente. Una cosa que yo veo cuando vienen grupos de chicos ucranianos que están deportados acá, es que no sonríen. La guerra les robó la sonrisa. Por eso, todo el trabajo que hacen con los refugiados es muy importante. Y, además, es una de las tres condiciones que el Antiguo Testamento siempre repite: la viuda, el huérfano y el extranjero —el migrante, el que está refugiado—. Es una pregunta que nos tenemos que hacer siempre. Siembren esperanza por favor. En cada persona que acogen, en cada persona que tiene una vulnerabilidad, siembren esperanza.
Aunque estos hermanos muchas veces vivan abrumados ante un panorama que pudiera asemejarse a un “callejón sin salida” —¡cuántos “callejones sin salida” encontramos hoy en día, cuántos!—, recuérdenles que la esperanza cristiana es más grande que cualquier situación. Esto no es fácil decírselo a un herido de guerra, no es fácil, pero hay que decirlo, porque la esperanza tiene su fundamento en el Señor, no en el hombre. Una cosa es el optimismo, que es bueno; pero otra cosa es la esperanza, que es totalmente distinta.
Quisiera que todos ustedes, en el trabajo que realizan en la Iglesia, nunca dejen de descubrir que atender a los más vulnerables es siempre un privilegio, porque de ellos es el Reino de los cielos (cf. Mt 5,3). Atender a los más vulnerables es atender al mismo Señor. “Lo que hicieron por uno de estos lo hicieron por mí”. Cada vez que tenemos la ocasión de acercarnos a ellos, brindarles nuestra ayuda, es la oportunidad que tenemos de tocar la carne de Cristo, porque llevar el Evangelio no es una cosa abstracta, una ideología, que se reduce a un adoctrinamiento. No, la cosa no va por ahí, sino que llevar el Evangelio se hace concreto ahí, en el compromiso cristiano con los más necesitados; ahí está la verdadera evangelización.
Hermanas, hermanos, les agradezco el testimonio de vida cristiana, contagien esperanza, contagien misericordia, contagien amor a todas estas personas, y que convencidas ellas también de esta verdad puedan sumarse a colaborar en el servicio de los más pobres. “Padre, ¿entonces los tenemos que bautizar antes de que vengan a colaborar al servicio de los más pobres o los tenemos que mandar a confesarse para que estén en gracia de Dios?” No. Cualquiera, ateo, no ateo, cualquiera, de esta religión o de la otra. Servir, y servir a los más pobres. Entre los más pobres está Jesús. Están sirviendo a Jesús, aunque no crean en Él. Todos metidos en la bolsa del servicio, todos metidos en el compromiso por los demás. Que Jesús los bendiga en el trabajo que hacen y por favor, recen por mí, pero recen a favor, no en contra.