Esta mañana, en el Aula de las Bendiciones, el Santo Padre Francisco ha presidido la inauguración del 95° año judicial del Tribunal del Estado de la Ciudad del Vaticano.
Publicamos a continuación el discurso del Papa que ha sido leído por Mons. Filippo Ciampanelli:
Discurso del Santo Padre
Ilustres señoras y señores,
¡queridos magistrados!,
Me complace encontrarme con ustedes con ocasión de la inauguración del 95° año judicial del Tribunal del Estado de la Ciudad del Vaticano; les dirijo a todos mi más cordial saludo.
Agradezco a las autoridades civiles y militares italianas por su presencia.
Saludo al presidente del Tribunal, al presidente adjunto y al promotor de justicia, junto con los magistrados y colaboradores de sus respectivas oficinas; así como a los presidentes de las Cortes de apelación y del Tribunal de casación. Les agradezco su servicio, tan delicado cuanto exigente; y junto con ustedes, agradezco al Cuerpo de Gendarmería por su cualificada cooperación.
En esta ocasión, quisiera reflexionar brevemente con ustedes sobre una virtud a la que vuelvo a menudo cuando sigo los acontecimientos que afectan a la administración de justicia, también en el Estado de la Ciudad del Vaticano: me refiero al valor.
Para los cristianos esta virtud, que en las dificultades, unida a la fortaleza, asegura la constancia en la búsqueda del bien y hace capaz de afrontar la prueba, no es sólo una cualidad particular del alma, característica de ciertas personas heroicas. Es más bien un rasgo que se otorga y se refuerza en el encuentro con Cristo, como fruto de la acción del Espíritu Santo que cualquiera puede recibir, si lo invoca. La valentía contiene una fuerza humilde, que se apoya en la fe y en la cercanía de Dios y se expresa de modo particular en la capacidad de actuar con paciencia y perseverancia, rechazando los condicionamientos internos y externos que impiden la realización del bien. Este coraje desorienta a los corruptos y los arrincona, por así decirlo, con sus corazones cerrados y endurecidos.
Incluso en sociedades bien organizadas, bien reguladas y apoyadas institucionalmente, sigue siendo necesario el coraje personal para enfrentarse a distintas situaciones. Sin esta sana audacia, se corre el riesgo de ceder a la resignación y se termina por pasar por alto muchos pequeños y grandes abusos. Quien es valiente no busca su propio protagonismo, sino la solidaridad con sus hermanos y hermanas que soportan el peso de sus miedos y debilidades.
Vemos con admiración esta valentía en tantos hombres y mujeres que viven pruebas muy duras: pensemos en las víctimas de las guerras, o en quienes están sometidos a continuas violaciones de los derechos humanos, incluidos los numerosos cristianos perseguidos. Ante estas injusticias, el Espíritu nos da la fuerza para no resignarnos, suscita en nosotros indignación y valentía: indignación ante estas realidades inaceptables, y valentía para intentar cambiarlas.
Señoras y Señores, con esta valentía también estamos llamados a afrontar las dificultades de la vida cotidiana, en la familia y en la sociedad, a comprometernos por el futuro de nuestros hijos, a cuidar la casa común, a asumir nuestras responsabilidades profesionales. Y esto es particularmente cierto en el ámbito en el que ustedes operan, el de la administración de justicia. En efecto, junto a las virtudes de prudencia y justicia, que deben estar informadas por la caridad, y junto a la necesaria templanza, la tarea de juzgar requiere las virtudes de fortaleza y valentía, sin las cuales la sabiduría corre el riesgo de permanecer estéril.
Se necesita valor para llegar hasta el final en la rigurosa averiguación de la verdad, recordando que hacer justicia es siempre un acto de caridad, una ocasión de corrección fraterna destinada a ayudar al otro a reconocer su error. Esto vale también cuando surgen comportamientos particularmente graves y escandalosos que deben ser sancionados, tanto más cuando se producen en el seno de la comunidad cristiana.
La valentía es necesaria cuando uno se compromete a garantizar el debido proceso y se ve sometido a críticas. La solidez de las instituciones y la firmeza de la administración de justicia se demuestran por la serenidad de juicio, la independencia y la imparcialidad de los llamados, en las diversas fases del proceso, a juzgar. La mejor respuesta es el silencio laborioso y el serio empeño en el trabajo, que permiten a nuestros Tribunales administrar justicia con autoridad e imparcialidad, garantizando el debido proceso, respetando las peculiaridades del ordenamiento vaticano.
Se necesita valor, finalmente, para implorar en la oración que la luz del Espíritu Santo ilumine siempre el discernimiento necesario para llegar al resultado de un juicio justo. También en este contexto, quisiera recordar que el discernimiento se hace de "rodillas", implorando el don del Espíritu Santo, para poder llegar a decisiones que vayan en la dirección del bien de las personas y de toda la comunidad eclesial. De hecho, como afirma la Ley del CCCLI sobre el orden del Estado, ""administrar justicia no es sólo una necesidad temporal. La virtud cardinal de la justicia, en efecto, ilumina y sintetiza la finalidad misma de la potestad jurisdiccional propia de todo Estado, para cuyo cultivo es indispensable, en primer lugar, el compromiso personal, generoso y responsable de quienes tienen encomendada la función jurisdiccional". Este compromiso pide ser sostenido por la oración. No hay que tener miedo a perder el tiempo dedicándole abundantemente. Y esto requiere también valor y fortaleza.
Queridos magistrados del Tribunal y de la Oficina del promotor, les deseo que en su servicio a la justicia puedan conservar siempre, junto a la prudencia, la valentía cristiana. Ruego al Señor para que fortalezca en ustedes esta virtud. De corazón bendigo ustedes y su trabajo encomendándolo a la Santísima Virgen, Speculum iustitiae. Y por favor, no se olviden de rezar por mí. Muchas gracias.