Publicamos a continuación el mensaje que el Santo Padre Francisco ha enviado a los participantes en el Encuentro de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales "Caritas, la amistad social y el fin de la pobreza", que tiene lugar en el Vaticano, en la Casina Pío IV, los días 3 y 4 de octubre de 2021:
Mensaje del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas:
Según san Agustín, toda la perfección de nuestra vida está contenida en el “sermón de la montaña” (cf. Mt 5s); y lo demuestra por el hecho de que Jesucristo incluye en ellas el fin al que nos conduce, es decir, la promesa de la felicidad.[1] Ser feliz es aquello que más anhela el ser humano. De ahí que el Señor promete la felicidad a los que quieran vivir según su estilo y ser reconocidos como bienaventurados.
Toda la felicidad está incluida en estas bienaventuradas palabras de Cristo. Ahora, si bien todos los humanos desean la felicidad, difieren en sus juicios concretos sobre ella: algunos desean esto, otros aquello. Hoy nos topamos con un paradigma imperante, muy difundido por el “pensamiento único”, que confunde la utilidad con la felicidad, pasarla bien con vivir bien y pretende volverse el único criterio válido de discernimiento. Una forma sutil de colonialismo ideológico. Se trata de imponer la ideología según la cual la felicidad sólo consistiría en lo útil, en las cosas y en los bienes, en la abundancia de cosas, de fama y de dinero. Ya el salmista lamenta esta tergiversación: «¡Feliz el pueblo que tiene todo esto!» (Sal 144,15). Se aprovecha el miedo de las personas, miedo a quedarse sin lo necesario, porque saben que aterra sufrir carencias en el futuro. Cualquier forma de escasez provoca la avidez. De ahí surge el deseo inmoderado de poseer riquezas, que no es otra cosa que lo que san Pablo llama “avaricia”. Tal avaricia puede apoderarse tanto de las personas como de las familias y de las naciones, especialmente de las más ricas, aunque tampoco están exentas las más desprovistas. También puede suscitar en unas y en otras un materialismo sofocante y un estado general de conflicto que lo único que logra es multiplicar la pobreza para la mayoría. Esta situación es causa de enormes sufrimientos y ataca al mismo tiempo la dignidad de las personas y la del planeta —nuestra Casa Común—. Todo ello, con el interés de sostener la tiranía del dinero que sólo garantiza privilegios a unos pocos. Podemos estar muy agarrados al dinero, poseer muchas cosas, pero al final no nos las llevaremos con nosotros. Recuerdo siempre lo que me enseñó mi abuela: «el sudario no tiene bolsillos».
Hoy vemos que el mundo nunca ha sido tan rico, sin embargo —a pesar de tal abundancia— la pobreza y la desigualdad persisten y, lo que es peor aún, crecen. En estos tiempos de opulencia, en los que debería ser posible poner fin a la pobreza, los poderes del pensamiento único no dicen nada de los pobres, ni de los ancianos, ni de los inmigrantes, ni de las personas por nacer, ni de los gravemente enfermos. Invisibles para la mayoría, son tratados como descartables. Y cuando se los hace visibles, se los suele presentar como una carga indigna para el erario público. Es un crimen de lesa humanidad que, a consecuencia de este paradigma avaro y egoísta predominante, nuestros jóvenes sean explotados por la nueva creciente esclavitud del tráfico de personas, especialmente en el trabajo forzado, la prostitución y la venta de órganos.
Habida cuenta de los enormes recursos disponibles de dinero, riqueza y tecnología con que contamos, nuestra mayor necesidad no es ni seguir acumulando, ni una mayor riqueza, ni más tecnología, sino actuar el paradigma siempre nuevo y revolucionario de las bienaventuranzas de Jesús, empezando por la primera que ustedes están considerando con tanta atención: «Felices (μακάριοι) los pobres de espíritu (οἱ πτωχοὶ τῷ πνεύματι), porque a ellos les pertenece el Reino de los cielos» (Mt 5,3). Paradójicamente el espíritu de pobreza es aquel punto de inflexión que nos abre el camino hacia la felicidad mediante un giro completo de paradigma. Este, mientras nos despoja del espíritu mundano, nos conduce a usar nuestras riquezas y tecnologías, bienes y talentos en pro del desarrollo humano integral, del bien común, de la justicia social y del cuidado y protección de nuestra casa común. La paradoja de la pobreza de espíritu, a la que somos llamados, consiste en que siendo la llave de la felicidad para todos —individual y socialmente—, no todos quieren escucharla: «¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios!» (Lc 18,24).
La pobreza de espíritu es, entonces, este camino sorprendente e insólito, “estrecho y angosto” (Mt 7,14), pero seguro para alcanzar la plenitud a la que como personas y como sociedad estamos llamados.
Pero atención, Jesús no dice que sea una bendición la pobreza “material”, entendida como privación de lo necesario para vivir dignamente: alimento, trabajo, vivienda, salud, vestimenta, educación, oportunidades, etc. Esta pobreza es causada la mayoría de las veces por la injusticia y la avaricia, y no tanto por las fuerzas de la naturaleza (calentamiento global, calamidades, pandemias, terremotos, inundaciones, tsunamis, etc.), es más en algunas estas últimas no pocas veces también se advierte la manipulación humana. La pobreza como privación de lo necesario —es decir, la miseria— es socialmente, como lo han visto claramente L. Bloy y Péguy, una especie de infierno, porque debilita la libertad humana y pone a los que la sufren en condiciones de ser víctimas de las nuevas esclavitudes (trabajo forzado, prostitución, tráfico de órganos y otras más) para poder sobrevivir. Son condiciones criminales que en estricta justicia deben ser denunciadas y combatidas sin descanso. Todos, según la propia responsabilidad, y en particular por los gobiernos, las empresas multinacionales y nacionales, la sociedad civil y las comunidades religiosas, deben hacerlo. Son las peores degradaciones de la dignidad humana y para un cristiano, las llagas abiertas del cuerpo de Cristo que desde su cruz clama: tengo sed. «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!» como lo afirma san Lucas (cf. 6,20) es un llamado a la libertad que prioriza la necesidad de socorrer al enfermo y al pobre con alimento, salud, refugio, vestimenta y otras necesidades básicas. Es más, Jesús proclama que en el juicio final se medirá a todas las personas, a las familias, a las asociaciones, como también a todos los pueblos según el protocolo de ayuda a los hermanos necesitados: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).
Los pobres de espíritu son ricos de este “instinto” del Espíritu Santo, son ricos de fraternidad y deseosos de la amistad social. Así lo testimonió el joven Francisco de Asís, hijo de un rico comerciante, en los albores de la era industrial, del capitalismo y de la banca, abandona las riquezas y comodidades para hacerse pobre entre los pobres, testimoniando esta bienaventuranza con el llamado sposalizio con madonna povertà. Movido por el espíritu de pobreza advierte en el sufrimiento del leproso que la verdadera riqueza y la alegría no son las cosas, el tener, el paradigma mundano, sino el amor a Cristo y el servicio solidario a los demás. En un sentido plenamente serio y entusiasta —afirma Chesterton— san Francisco podía decir: “Bienaventurado quien nada tiene ni espera porque poseerá todo y de todo disfrutará”.[2] Asimismo, tocada por el sufrimiento de la multitud de pobres de nuestro tiempo que consideraba como propios, la misericordia ha sido para Madre Teresa de Calcuta el agua viva y el pan vivo que daban primor a cada obra suya, y la energía que saciaba y alimentaba a los que no tenían nada más que “hambre y sed de justicia”. Del mismo modo, muchos hombres y mujeres de fe viva —y no sólo— han recibido gracias de los pobres, porque en cada hermano y hermana en dificultad abrazamos la carne de Cristo sufriente.
Junto al aumento masivo de la pobreza, la otra consecuencia del paradigma materialista predominante es el creciente incremento de la grieta de las desigualdades, lo cual causa el malestar social y generaliza el conflicto, no sólo poniendo en peligro la democracia, sino también debilitando el necesario bien social. Este trágico y sistémico aumento de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países tiene también un impacto negativo en el plano económico, político, cultural e inclusive espiritual. Y esto a causa del progresivo desgaste del conjunto de relaciones de fraternidad, amistad social, concordia, confianza, fiabilidad y respeto, que son el alma de toda convivencia civil. Naturalmente, la avaricia que mueve el sistema ha dejado de lado ya, desde hace mucho tiempo, la principal consecuencia económico-social y política del “espíritu de pobreza”, aquella que exige la justicia social y la co-responsabilidad en la gestión de los bienes y de los frutos del trabajo de los seres humanos. «Acaso, ¿soy el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). El Catecismo de la Iglesia católica recuerda que: «El derecho a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio».[3] Y poco después agrega: «Los bienes de producción —materiales o inmateriales— como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas».[4] De modo que los poseedores de bienes deben usarlos con espíritu de pobreza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre, al viejo, al desvalido, al excluido; que son el rostro, tantas veces olvidado, de Jesús, que es a quién buscamos cuando buscamos el bien común. El desarrollo de una sociedad se mide por la capacidad de socorrer premurosamente al que sufre.
Ya en 1967, san Pablo VI escribía en la encíclica Populorum progressio: «Sabido es con qué firmeza los Padres de la Iglesia han precisado cuál debe ser la actitud de los que poseen respecto a los que se encuentran en necesidad: ‘No es parte de tus bienes —así dice san Ambrosio— lo que tú das al pobre; lo que le das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para el uso de todos, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos’».[5] Un nuevo paso importante, en 1987, es dado por san Juan Pablo II, quien introduce por primera vez la noción de “estructuras de pecado” para indicar una de las principales causas de la desigualdad social del sistema capitalista, que produce esclavos.[6]
La buena noticia es que, creado a imagen de Dios, el ser humano está llamado a colaborar libremente con el Creador y a desarrollar sosteniblemente la tierra y, a su vez, a plasmar la sociedad con el carácter espiritual fraterno que él mismo recibió en el programa de las bienaventuranzas. Si bien la globalización de la indiferencia parece ser la voz imperante, durante todo este tiempo de pandemia vimos como la globalización de la solidaridad se pudo imponer con su discreción característica en los distintos rincones de nuestras ciudades. Debemos, por tanto, despojarnos de la mundanidad para que el espíritu de las bienaventuranzas y, en nuestro caso, la pobreza de espíritu, adquiera forma entre nosotros y entre los pueblos. Sin embargo, todos nuestros discursos serán palabras, como dice el dicho, que se lleva el viento, si no logran arraigarse y encarnarse en la vida de los jóvenes. Esto nos exige trabajar con énfasis y esperanza en modelos educativos capaces de promover en las jóvenes generaciones el espíritu de las bienaventuranzas.
Quiero terminar con el eco que tiene en san Pablo el espíritu de pobreza enseñado por Cristo. No se puede dudar que Pablo encuentra legítimo desear lo necesario y, consecuentemente, trabajar para conseguirlo es un deber: «El que no quiere trabajar, que no coma» (2 Ts 3,10). Pero al mismo tiempo advierte a su discípulo Timoteo sobre la avaricia como origen de muchos males personales y sociales: «Los que desean ser ricos se exponen a la tentación, caen en la trampa de innumerables ambiciones, y cometen desatinos funestos que los precipitan a la ruina y a la perdición» (1 Tm 6,9). «Porque la avaricia (φιλαργυρία) es la raíz de todos los males, y al dejarse llevar por ella, algunos perdieron la fe y se ocasionaron innumerables sufrimientos» (1 Tm 6,10). A muchos este texto les parecerá de valor religioso o ascético, pero no económico. Es más, les parecerá destructor de la economía. Sin embargo, es un texto eminentemente socioeconómico y político, como lo son las bienaventuranzas de Cristo y en especial aquella del espíritu de pobreza en la que este se inspira. Porque Pablo individualiza con extrema lucidez: «se ocasionaron innumerables sufrimientos», es decir, la avaricia no les suministró el bienestar económico y social que buscaban, ni tampoco la libertad y la felicidad que deseaban. Al contrario, la avaricia esclaviza al poder de turno sin piedad y sin justicia en la lucha despiadada por el becerro de oro y el dominio, como lo demuestra la economía moderna. Por ello, el bienestar mismo de cada persona, de la economía y de la sociedad local y global exige el espíritu de pobreza, el ser capaces de regular el deseo de lucro y avaricia, de dejarnos guiar por el Espíritu Santo, cuyos frutos de «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y dominio de sí» (Ga 5, 22s).
Para superar esta avaricia, estamos llamados a realizar un movimiento global contra la indiferencia que cree o recree instituciones sociales inspiradas en las bienaventuranzas y nos impulsen a buscar la civilización del amor. Un movimiento que ponga límite a todas aquellas actividades e instituciones que por su propia inclinación tienden sólo al lucro, especialmente las que san Juan Pablo II llamó “estructuras de pecado”. Entre ellas la que definí como “globalización de indiferencia”. Pidamos al Señor que nos dé su “espíritu de pobreza”. Busquemos y nos ayudará a encontrarlo. Llamemos para que se nos abra la puerta del camino de las bienaventuranzas y de la auténtica felicidad.
Roma, San Juan de Letrán, 2 de octubre de 2021
FRANCISCO
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[1] «Si alguien considera piadosa y sobriamente el sermón que nuestro Señor Jesucristo pronunció en el monte, como lo leemos en el Evangelio según san Mateo, creo que encontrará en él, en lo que respecta a la más alta moral, una norma perfecta de la vida cristiana» (SAN AGUSTÍN, Sobre el Sermón de la Montaña, I, 1).
[2] G.K. CHESTERTON, San Francisco de Asís, cap. 5, El juglar de Dios.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2403.
[4] Ibíd. n. 2405.
[5] Cf. n. 23.
[6] Cf. Carta enc. Sollecitudo Rei Socialis, 36-40.