Esta mañana, a las 10:00, en la Sala de las Bendiciones, el Santo Padre Francisco ha recibido en audiencia a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditados ante la Santa Sede con motivo de la felicitación del nuevo año.
Tras las palabras introductorias del Decano del Cuerpo Diplomático, el Excmo. Sr. George F. Poulides, embajador de Chipre ante la Santa Sede, el Papa pronunció el siguiente discurso:
Discurso del Santo Padre
Excelencias, señoras y señores:
Agradezco al Decano, Su Excelencia el Sr. George Poulides, Embajador de Chipre, sus amables palabras y buenos deseos en nombre de todos ustedes, y, en primer lugar, les pido disculpas por las molestias que les haya podido ocasionar la cancelación del encuentro previsto para el 25 de enero. Les agradezco su comprensión y paciencia, y por haber aceptado la invitación de estar presentes esta mañana, a pesar de las dificultades, para nuestra tradicional cita.
Nos encontramos esta mañana en el marco más espacioso del Aula de las Bendiciones, para respetar la exigencia de un mayor distanciamiento personal, al que nos obliga la pandemia. Sin embargo, la distancia sólo es física. Nuestro encuentro simboliza, más bien, todo lo contrario. Es un signo de cercanía, de esa proximidad y mutuo apoyo a los que la familia de naciones debe aspirar. En este tiempo de pandemia, este deber es aún más apremiante porque está claro para todos que el virus no conoce barreras ni puede ser fácilmente aislado. Derrotarlo es, por lo tanto, una responsabilidad que nos involucra a cada uno de nosotros personalmente, como también a nuestros países.
Por esta razón, les agradezco el compromiso que cotidianamente realizan para fomentar las relaciones entre los países y las organizaciones internacionales que ustedes representan y la Santa Sede. En el transcurso de estos meses hemos podido intercambiar muchas muestras de cercanía mutua, gracias también al uso de las nuevas tecnologías, que han permitido superar las limitaciones causadas por la pandemia.
No hay duda de que todos aspiramos a reanudar los contactos presenciales tan pronto como sea posible, y nuestro encuentro de hoy quiere ser una señal esperanzadora en ese sentido. Asimismo, deseo reanudar en breve los viajes apostólicos, comenzando por el de Irak, previsto para el próximo mes de marzo. Los viajes son, de hecho, un aspecto importante de la solicitud del Sucesor de Pedro por el Pueblo de Dios extendido por todo el mundo, así como del diálogo de la Santa Sede con los Estados. Además, suelen ser una oportunidad favorable para profundizar, en un espíritu de intercambio y diálogo, la relación entre las diferentes religiones. En nuestra época, el diálogo interreligioso es un componente importante en el encuentro entre pueblos y culturas. Cuando se entiende no como una renuncia a la propia identidad, sino como una oportunidad para un mayor conocimiento y enriquecimiento mutuo, este constituye una buena ocasión para los líderes religiosos y para los fieles de las diversas confesiones, y puede apoyar los esfuerzos de los líderes políticos en su responsabilidad de construir el bien común.
De igual importancia son los acuerdos internacionales que permiten profundizar los lazos de confianza mutua y posibilitan a la Iglesia cooperar más eficazmente al bienestar espiritual y social de sus países. En esta perspectiva, quisiera mencionar aquí el intercambio de los instrumentos de ratificación del Acuerdo Marco entre la Santa Sede y la República Democrática del Congo y del Acuerdo sobre el estatuto jurídico de la Iglesia Católica en Burkina Faso, así como la firma del Séptimo Acuerdo Adicional entre la Santa Sede y la República de Austria a la Convención para la Regulación de las Relaciones Patrimoniales, del 23 de junio de 1960. Además, el pasado 22 de octubre, la Santa Sede y la República Popular China acordaron prorrogar por otros dos años la validez del Acuerdo Provisional sobre el Nombramiento de Obispos en China, firmado en Pekín en 2018. Se trata de un entendimiento de carácter esencialmente pastoral y la Santa Sede espera que el camino emprendido continúe, en un espíritu de respeto y de confianza recíproca, contribuyendo aún más a la resolución de cuestiones de interés común.
Estimados Embajadores:
El año que acaba de terminar ha dejado tras de sí una carga de miedo, desánimo y desesperación, junto con muchos lutos. Esto ha puesto a las personas en una espiral de desapego y sospecha mutua, e impulsado a los Estados a construir barreras. El mundo interconectado al que estábamos acostumbrados ha dado paso a un mundo que una vez más está fragmentado y dividido. No obstante, los efectos de la pandemia son verdaderamente globales, ya sea porque afecta a toda la humanidad y a los países del mundo, como también porque repercute en múltiples aspectos de nuestra vida, contribuyendo a empeorar «las crisis fuertemente interrelacionadas, como la climática, alimentaria, económica y migratoria».1 A la luz de esta observación, consideré oportuno crear la Comisión Vaticana COVID-19, con el fin de coordinar la respuesta de la Santa Sede y de la Iglesia a las peticiones que han llegado de las diócesis de todo el mundo, para afrontar la emergencia sanitaria y las necesidades que la pandemia ha puesto de manifiesto.
Desde el principio era evidente que la pandemia habría tenido un impacto significativo en el estilo de vida al que estábamos acostumbrados, haciendo desaparecer algunas comodidades y certezas consolidadas. Nos ha puesto en crisis, mostrándonos el rostro de un mundo enfermo, no sólo por el virus, sino también en el medio ambiente, en los procesos económicos y políticos, y aún más en las relaciones humanas. Ha evidenciado los riesgos y las consecuencias de un modo de vida dominado por el egoísmo y la cultura del descarte, y ha puesto ante nosotros una alternativa: continuar por el camino que hemos seguido hasta ahora o emprender una nueva vía.
Ahora quisiera centrarme sobre algunas de las crisis causadas o manifestadas por la pandemia, examinando a la vez las oportunidades que de ellas se derivan para construir un mundo más humano, justo, solidario y pacífico.
Crisis sanitaria
La pandemia nos ha puesto con gran fuerza frente a dos dimensiones ineludibles de la existencia humana: la enfermedad y la muerte. Precisamente por esta razón, nos recuerda el valor de la vida, de cada vida humana y de su dignidad, en todo momento de su itinerario terrenal, desde la concepción en el seno materno hasta su conclusión natural. Desafortunadamente, duele constatar que, con el pretexto de garantizar supuestos derechos subjetivos, un número cada vez mayor de legislaciones de todo el mundo parecen distanciarse del deber esencial de proteger la vida humana en todas sus etapas.
La pandemia nos recuerda también el derecho al cuidado, que es prerrogativa de todo ser humano, como también subrayé en mi mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, celebrada el pasado 1 de enero. «Cada persona humana es ―en efecto― un fin en sí misma, nunca un simple instrumento que se aprecia sólo por su utilidad, y ha sido creada para convivir en la familia, en la comunidad, en la sociedad, donde todos los miembros tienen la misma dignidad. De esta dignidad derivan los derechos humanos, así como los deberes, que recuerdan, por ejemplo, la responsabilidad de acoger y ayudar a los pobres, a los enfermos, a los marginados».2 Si se suprime el derecho a la vida de los más débiles, ¿cómo se podrán garantizar efectivamente todos los demás derechos?
Desde esta perspectiva, renuevo mi llamado para que se le ofrezca a cada persona humana el cuidado y la asistencia que necesita. Para ello, es esencial que todos los que tienen responsabilidades políticas y de gobierno se esfuercen para favorecer, antes que nada, el acceso universal a la atención sanitaria básica, fomentando asimismo la creación de centros de salud locales e instalaciones de atención médica conformes a las necesidades reales de la población, así como la disponibilidad de tratamientos y medicamentos. En efecto, no puede ser la lógica del lucro la que guíe un sector tan delicado como el de la asistencia y los cuidados sanitarios.
También es esencial que los importantes progresos médicos y científicos realizados a lo largo de los años, que han permitido sintetizar en un brevísimo espacio de tiempo vacunas que se perfilan eficaces contra el coronavirus, beneficien a toda la humanidad. Por consiguiente, exhorto a todos los Estados a que contribuyan activamente a las iniciativas internacionales destinadas a asegurar la distribución equitativa de las vacunas, no según criterios puramente económicos, sino teniendo en cuenta las necesidades de todos, en particular las de las poblaciones menos favorecidas.
En cualquier caso, ante un enemigo tan insidioso e imprevisible como el COVID-19, la accesibilidad de las vacunas debe ir siempre acompañada de comportamientos personales responsables destinados a evitar la propagación de la enfermedad, mediante las medidas preventivas necesarias a las que nos hemos acostumbrado en estos meses. Sería fatal depositar nuestra confianza sólo en la vacuna, como si fuera una panacea que nos eximiera del constante compromiso personal por la propia salud y la de los demás. La pandemia nos ha demostrado que nadie es una isla y que, evocando la famosa expresión del poeta inglés John Donne, «la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad».3
Crisis ambiental
No es sólo el ser humano el que está enfermo, sino que lo está además nuestro planeta tierra. La pandemia nos ha mostrado una vez más cuánto sea también frágil y necesitado de cuidados.
Evidentemente hay profundas diferencias entre la crisis sanitaria provocada por la pandemia y la crisis ecológica causada por la explotación indiscriminada de los recursos naturales. Esta última tiene una dimensión mucho más compleja y permanente, y requiere soluciones compartidas a largo plazo. De hecho, los efectos del cambio climático, por ejemplo, ya sean directos, como los fenómenos meteorológicos extremos, entre los que están las inundaciones y las sequías, o los indirectos, como la desnutrición o las enfermedades respiratorias, suelen tener consecuencias que duran mucho tiempo.
La solución de estas crisis requiere la colaboración internacional en el cuidado de nuestra casa común. Por lo tanto, espero que la próxima Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Clima (COP26), programada en Glasgow el próximo mes de noviembre, permita llegar a un acuerdo efectivo para afrontar las consecuencias del cambio climático. Este es el momento de actuar, pues estamos ya advirtiendo los efectos de una prolongada inacción.
Pienso, por ejemplo, en las repercusiones en las numerosas islas pequeñas del Océano Pacífico que corren el riesgo de desaparecer gradualmente. Es una tragedia que no sólo causa la destrucción de aldeas enteras, sino que también obliga a las comunidades locales y, sobre todo, a las familias a desplazarse constantemente, perdiendo su identidad y su cultura. También pienso en las inundaciones del sudeste asiático, especialmente en Vietnam y Filipinas, que se han cobrado víctimas y han dejado a familias enteras sin medios de subsistencia. Tampoco podemos callar ante el calentamiento progresivo de la Tierra, que ha causado incendios devastadores en Australia y California.
También en África, el cambio climático, agravado por las acciones humanas desconsideradas y ahora además por la pandemia, es motivo de profunda preocupación. Me refiero, en primer lugar, a la inseguridad alimentaria que durante el último año ha afectado particularmente a Burkina Faso, Malí y Níger, con millones de personas que padecen hambre, así como a la situación en Sudán del Sur, donde existe el riesgo de carestía y donde, además, persiste una grave emergencia humanitaria: más de un millón de niños padecen deficiencias nutricionales, mientras que los corredores humanitarios suelen ser a menudo obstruidos y la presencia de organizaciones humanitarias en la zona se ve limitada. No obstante, para hacer frente a esta situación, es más urgente que nunca que las autoridades de Sudán del Sur superen los malentendidos y prosigan el diálogo político para lograr una plena reconciliación nacional.
Crisis económica y social
El objetivo de contener el coronavirus ha llevado a muchos gobiernos a adoptar medidas restrictivas de la libertad de circulación, que durante varios meses han dado lugar al cierre de establecimientos comerciales y a una desaceleración general de las actividades productivas, con graves repercusiones en el desempleo para las empresas, especialmente las pequeñas y medianas, y como consecuencia en la vida de las familias y de sectores enteros de la sociedad, en modo particular los más débiles.
La crisis económica que siguió ha puesto de relieve otra enfermedad que nos afecta actualmente: la de una economía basada en la explotación y el descarte tanto de las personas como de los recursos naturales. Con demasiada frecuencia, nos hemos olvidado de la solidaridad y los otros valores que permiten que la economía esté al servicio del desarrollo humano integral, y no de intereses particulares, y se ha perdido de vista el valor social de la actividad económica y el destino universal de los bienes y recursos.
La crisis actual es, por tanto, una ocasión propicia para replantear la relación entre la persona y la economía. Lo que se necesita es una especie de “nueva revolución copernicana” que ponga la economía al servicio del hombre y no al revés, «empezando a estudiar y practicar una economía diferente, la que hace vivir y no mata, que incluye y no excluye, que humaniza y no deshumaniza, que cuida la creación y no la depreda».4
Para hacer frente a las consecuencias negativas de esta crisis, muchos gobiernos han previsto varias iniciativas y asignado una financiación considerable. Sin embargo, no es infrecuente que la tendencia predominante haya sido la de buscar soluciones particulares a un problema que tiene más bien dimensiones globales. Hoy menos que nunca podemos pensar en valernos por nosotros mismos. Se necesitan iniciativas conjuntas y compartidas, incluso a nivel internacional, especialmente para apoyar el empleo y proteger a los sectores más pobres de la población. En esta perspectiva, considero significativo el compromiso de la Unión Europea y de sus Estados miembros, que, a pesar de las dificultades, han podido demostrar que es posible trabajar con decisión para alcanzar compromisos satisfactorios en beneficio de todos los ciudadanos. La asignación propuesta por el plan Next Generation EU es un ejemplo significativo de cómo colaborar y compartir recursos en un espíritu de solidaridad no sólo son objetivos deseables, sino verdaderamente accesibles.
En muchas partes del mundo, la crisis ha afectado particularmente a quienes trabajan en los sectores informales, que fueron los primeros en ver desaparecer sus medios de subsistencia. Al vivir fuera de los márgenes de la economía formal, ni siquiera tienen acceso a los amortiguadores sociales, incluidos el seguro de desempleo y la asistencia sanitaria. Así pues, empujados por la desesperación, muchos han buscado otras formas de ingresos, exponiéndose a la explotación mediante el trabajo ilegal o forzado, la prostitución y diversas actividades delictivas, incluida la trata de personas.
Por el contrario, todo ser humano tiene derecho —tiene derecho— y debe poder obtener «los medios necesarios para un decoroso nivel de vida».5 De hecho, es necesario que se asegure a todos la estabilidad económica para evitar la lacra de la explotación y combatir la usura y la corrupción que afligen a muchos países del mundo, y muchas otras injusticias que se cometen cada día ante los ojos cansados y distraídos de nuestra sociedad contemporánea.
El hecho de haber pasado más tiempo en casa también ha dado lugar a períodos más largos de alienación ante el ordenador y otros medios de comunicación, con graves consecuencias para los más vulnerables, especialmente los pobres y los desempleados. Son presa más fácil del delito cibernético —el cibercrimen— en sus aspectos más deshumanizantes, desde el fraude hasta la trata de personas, la explotación de la prostitución, incluida la de menores, y la pornografía infantil.
El cierre de las fronteras a causa de la pandemia, junto con la crisis económica, también ha acentuado diversas emergencias humanitarias, tanto en las zonas de conflicto como en las regiones afectadas por el cambio climático y la sequía, al igual que en los campos para refugiados y migrantes. Pienso particularmente en Sudán, donde se han refugiado miles de personas que huyen de la región de Tigray, como también en otros países del África subsahariana, o en la región de Cabo Delgado en Mozambique, donde tantos han sido obligados a abandonar el propio territorio y se encuentran ahora en condiciones sumamente precarias. Mi pensamiento se dirige también a Yemen y a la amada Siria, donde, además de otras graves emergencias, la inseguridad alimentaria aflige a gran parte de la población y los niños están extenuados a causa de la malnutrición.
En diversos casos las crisis humanitarias se han agravado por las sanciones económicas, que terminan en su mayor parte por repercutir principalmente en los sectores más débiles de la población, más que en los responsables políticos. Por lo tanto, aun comprendiendo la lógica de las sanciones, la Santa Sede no ve su eficacia y espera su relajación, también para favorecer el flujo de ayudas humanitarias, sobre todo de medicamentos e instrumentos sanitarios, sumamente necesarios en este tiempo de pandemia.
Que la coyuntura que estamos atravesando sea igualmente un estímulo para condonar, o por lo menos reducir, la deuda que recae sobre los países más pobres y que de hecho impide la recuperación y el pleno desarrollo.
El año pasado ha visto también un mayor aumento de los migrantes que, a causa del cierre de fronteras, tuvieron que acudir a itinerarios cada vez más peligrosos. Asimismo, el flujo masivo encontró un incremento del número de las expulsiones ilegales, a menudo llevadas a cabo para impedir que los migrantes pidan asilo, violando el principio de no expulsión (non-refoulement). Muchos son interceptados y repatriados en campos de acogida y de detención, donde sufren torturas y violaciones de los derechos humanos, cuando no encuentran la muerte atravesando mares y otras fronteras naturales.
Los corredores humanitarios, implementados en el curso de los últimos años, contribuyen ciertamente a afrontar algunas de las problemáticas mencionadas, salvando numerosas vidas. Sin embargo, la magnitud de la crisis hace cada vez más urgente erradicar las causas que obligan a emigrar, como también exige un esfuerzo común para apoyar a los países de primera acogida, que se hacen cargo de la obligación moral de salvar vidas humanas. A este respecto, se espera con interés la negociación del Nuevo Pacto de la Unión Europea sobre la migración y el asilo, aun observando que políticas y mecanismos concretos no funcionarán si no están sostenidos por la voluntad política necesaria y el compromiso de todas las partes implicadas, incluidas la sociedad civil y los mismos migrantes.
La Santa Sede valora todos los esfuerzos realizados en favor de los migrantes y apoya el compromiso de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), que este año celebra el 70.º aniversario de fundación, en el pleno respeto de los valores expresados en su Constitución y de la cultura de los Estados miembros en los que la Organización trabaja. De igual modo, la Santa Sede, como miembro del Comité ejecutivo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (UNHCR), permanece fiel a los principios enunciados en la Convención de Ginebra de 1951 sobre el estatuto de los refugiados y al Protocolo de 1967, que establecen la definición legal de refugiado y sus derechos, así como la obligación legal de los Estados a protegerlos.
Desde la Segunda guerra mundial el mundo todavía no había asistido a un aumento tan dramático del número de refugiados, como el que vemos hoy. Por tanto, es urgente que se renueve el compromiso por su protección, como también por la de los desplazados internos y de todas las personas vulnerables obligadas a huir de la persecución, de la violencia, de los conflictos y de las guerras. A este propósito, no obstante los importantes esfuerzos realizados por las Naciones Unidas en la búsqueda de soluciones y propuestas concretas para afrontar de modo coherente el problema de los desplazamientos forzosos, la Santa Sede expresa su preocupación por la situación de los desplazados en diversas partes del mundo. Me refiero sobre todo al área central del Sahel donde, en menos de dos años, el número de los desplazados internos es veinte veces mayor.
Crisis de la política
Los temas críticos que hasta ahora he señalado ponen de relieve una crisis mucho más profunda, que de algún modo está en la raíz de las otras, y cuyo dramatismo ha salido a la luz justamente por la pandemia. Es la crisis de la política, que desde hace tiempo está golpeando con violencia muchas sociedades y cuyos efectos devastadores han emergido durante la pandemia.
Uno de los factores emblemáticos de dicha crisis es el crecimiento de las contraposiciones políticas y la dificultad, por no decir la incapacidad, de encontrar soluciones comunes y compartidas a los problemas que aquejan a nuestro planeta. Es una tendencia a la que se asiste desde hace mucho tiempo y que se difunde cada vez más incluso en países de antigua tradición democrática. Mantener vivas las realidades democráticas es un desafío de este momento histórico6, que afecta profundamente a todos los Estados, sean pequeños o grandes, económicamente avanzados o en vías de desarrollo. En estos días, mi pensamiento se dirige de modo particular al pueblo de Birmania, al cual manifiesto mi afecto y cercanía. El camino hacia la democracia emprendido en los últimos años se vio bruscamente interrumpido por el golpe de estado de la semana pasada. Esto ha provocado el encarcelamiento de varios dirigentes políticos, que espero sean liberados rápidamente, como estímulo al diálogo sincero por el bien del país.
Por otra parte, como afirmaba Pío XII en su memorable Radiomensaje de Navidad en el año 1944: «Manifestar su parecer sobre los deberes y los sacrificios que se le imponen; no verse obligado a obedecer sin haber sido oído: he ahí dos derechos del ciudadano que encuentran en la democracia, como lo indica su mismo nombre, su expresión».7 La democracia se basa en el respeto recíproco, en que todos puedan contribuir al bien de la sociedad y en considerar que opiniones diferentes no sólo no amenazan el poder y la seguridad de los Estados, sino que, en una confrontación honesta, se enriquecen recíprocamente y permiten que se encuentren soluciones más adecuadas a los problemas que se han de afrontar. El proceso democrático requiere que se persiga un camino de diálogo inclusivo, pacífico, constructivo y respetuoso entre todos los miembros de la sociedad civil de cada ciudad y nación. Los acontecimientos que, aun en modos y contextos diversos, han caracterizado el último año de oriente a occidente, incluso —repito— en países de larga tradición democrática, demuestran que este desafío es ineludible y que no se puede eximir de la obligación moral y social de afrontarlo con actitud positiva. El desarrollo de una conciencia democrática exige que se superen los personalismos y prevalezca el respeto del estado de derecho. En efecto, el derecho es el presupuesto indispensable para el ejercicio de todo poder y debe estar garantizado por los órganos competentes, independientemente de los intereses políticos dominantes.
Lamentablemente, la crisis de la política y de los valores democráticos afecta también a nivel internacional, con repercusiones en todo el sistema multilateral y la evidente consecuencia de que organizaciones pensadas para favorecer la paz y el desarrollo —sobre la base del derecho y no de la “ley del más fuerte”— vean comprometida su eficacia. Ciertamente, no se puede omitir que en el curso de los últimos años el sistema multilateral también ha manifestado algunos límites. La pandemia es una ocasión que no se puede desaprovechar para pensar y llevar adelante reformas orgánicas, para que las organizaciones internacionales recuperen su vocación esencial de servir a la familia humana, para preservar la vida de toda persona y la paz.
Uno de los signos de la crisis de la política es justamente la reticencia que a menudo se verifica para iniciar procesos de reforma. No hay que tener miedo a las reformas, incluso si exigen sacrificios y no pocas veces un cambio de mentalidad. Todo cuerpo vivo necesita reformarse continuamente y en esta perspectiva se encuentran también las reformas que implican a la Santa Sede y la Curia Romana.
De todos modos, no faltan igualmente signos alentadores, como la entrada en vigor, hace algunos días, del Tratado sobre la Prohibición de Armas Nucleares, así como la prórroga por otros cinco años del Nuevo Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (el llamado Nuevo START) entre la Federación Rusa y los Estados Unidos de América. Por otra parte, como he insistido también en la reciente Encíclica Fratelli tutti, «si se tienen en cuenta las principales amenazas a la paz y a la seguridad con sus múltiples dimensiones en este mundo multipolar del siglo XXI, […] surgen no pocas dudas acerca de la inadecuación de la disuasión nuclear para responder eficazmente a estos retos».8 En efecto, no es «sostenible un equilibrio basado en el miedo, cuando en realidad tiende a aumentarlo y a socavar las relaciones de confianza entre los pueblos».9
El esfuerzo en el ámbito del desarme y de la no proliferación de los armamentos nucleares, que, si bien entre dificultades y reticencias, es necesario intensificar, debería efectuarse igualmente en lo que se refiere a las armas químicas y a las armas convencionales. Hay demasiadas armas en el mundo. ¡Demasiadas armas hay en el mundo! «La justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos [y que] las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente»10, afirmaba san Juan XXIII en 1963. Y, mientras con el pulular de las armas aumenta la violencia en todos los ámbitos y vemos a nuestro alrededor un mundo desgarrado por guerras y divisiones, sentimos que crece cada vez más la exigencia de paz, de una paz que «no es sólo ausencia de guerra, sino que es vida rica de sentido, configurada y vivida en la realización personal y en el compartir fraterno con los otros».11
¡Cómo quisiera que el 2021 fuera el año en que se escribiese finalmente la palabra fin al conflicto sirio, que ya hace diez años que comenzó! Para que eso suceda, se necesita un renovado interés también de parte de la Comunidad internacional para afrontar con sinceridad y valentía las causas del conflicto y buscar soluciones por medio de las cuales todos, independientemente de la pertenencia étnica y religiosa, puedan contribuir como ciudadanos al futuro del país.
Mi deseo de paz se dirige obviamente a Tierra Santa. La confianza recíproca entre israelíes y palestinos debe ser la base para un renovado y decisivo diálogo directo entre las partes que resuelva un conflicto que perdura desde hace demasiado tiempo. Invito a la Comunidad internacional a sostener y a facilitar dicho diálogo directo, sin pretender imponer soluciones que no tengan como horizonte el bien de todos. Palestinos e israelíes —estoy seguro— albergan el deseo de poder vivir en paz.
Del mismo modo, espero un renovado compromiso político nacional e internacional para favorecer la estabilidad del Líbano, que está atravesado por una crisis interna y corre el riesgo de perder su identidad y de encontrarse aún más comprometido por las tensiones regionales. Es más necesario que nunca que el país mantenga su identidad única, también para asegurar un Oriente medio plural, tolerante y diversificado, en el que la presencia cristiana pueda ofrecer la propia contribución y no se reduzca a una minoría que hay que proteger. Los cristianos constituyen el tejido conector histórico y social del Líbano y a ellos, a través de las múltiples obras educativas, sanitarias y caritativas, se les ha de asegurar la posibilidad de continuar trabajando por el bien del país, del que han sido fundadores. Debilitar la comunidad cristiana puede destruir el equilibrio interno y la misma realidad libanesa. En esta óptica se ha de afrontar también la presencia de los refugiados sirios y palestinos. Además, sin un proceso urgente de recuperación económica y de reconstrucción, se corre el riesgo de la quiebra del país, con la posible consecuencia de peligrosas desviaciones fundamentalistas. Por tanto, es necesario que todos los líderes políticos y religiosos, dejando a un lado los propios intereses, se esfuercen por perseguir la justicia y llevar adelante verdaderas reformas para el bien de los ciudadanos, obrando de modo transparente y asumiendo la responsabilidad de las propias acciones.
Deseo también paz para Libia, devastada desde hace mucho tiempo por un conflicto, con la esperanza de que el reciente “Foro de diálogo político libio”, que se realizó en Túnez el pasado mes de noviembre bajo la guía de las Naciones Unidas, permita efectivamente la puesta en marcha del esperado proceso de reconciliación del país.
También causan preocupación otras áreas del mundo. Me refiero en primer lugar a las tensiones políticas y sociales en la República Centroafricana; además de las que afectan en general a América Latina, que tienen raíces profundas en la desigualdad, las injusticias y la pobreza, que ofenden la dignidad de las personas. Del mismo modo, sigo con particular atención el deterioro de las relaciones en la Península coreana, que terminó con la destrucción de la oficina de enlace intercoreana en Kaesong; así como la situación en el Cáucaso meridional, donde permanecen enquistados diversos conflictos, algunos de los cuales se han reanudado en el curso del año pasado, que amenazan la estabilidad y la seguridad de toda la región.
Finalmente, no puedo olvidar otra grave plaga de nuestro tiempo: el terrorismo, que cada año se cobra numerosas víctimas en todo el mundo entre la población civil indefensa. Es un mal que ha ido creciendo a partir de los años setenta del siglo pasado, y que tuvo un momento culminante en los atentados que el 11 de septiembre de 2001 afectaron a los Estados Unidos de América, matando casi a treinta mil personas. Lamentablemente, el número de los atentados se ha ido intensificando en los últimos veinte años, golpeando diversos países en todos los continentes. Me refiero de modo particular al terrorismo que afecta sobre todo al África subsahariana, pero también en Asia y en Europa. Mi pensamiento se dirige a todas las víctimas y a sus familias, a quienes les fueron arrancadas personas queridas por una violencia ciega, motivada por distorsiones ideológicas de la religión. Además, los objetivos de tales ataques son con frecuencia los lugares de culto, donde se reúnen los fieles en oración. A este respecto, quisiera destacar que la protección de los lugares de culto es una consecuencia directa de la defensa de la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, y es un deber para las autoridades civiles, independientemente de la tendencia política o de la pertenencia religiosa.
Excelencias, señoras y señores:
Al acercarme a la conclusión de mis consideraciones, deseo detenerme aún en una última crisis que, entre todas, es tal vez la más grave: la crisis de las relaciones humanas, expresión de una crisis antropológica general, que concierne a la misma concepción de la persona humana y su dignidad trascendente.
La pandemia, que nos ha obligado a largos meses de aislamiento y muchas veces de soledad, ha hecho emerger la necesidad de relaciones humanas que tiene cada persona. Pienso sobre todo en los estudiantes, que no han podido ir regularmente a la escuela o a la universidad. «En todas partes se ha intentado activar una respuesta rápida a través de plataformas educativas informatizadas, que han mostrado no sólo una marcada disparidad en las oportunidades educativas y tecnológicas, sino también, debido al confinamiento y muchas otras deficiencias existentes, muchos niños y adolescentes se han quedado atrás en el proceso natural de desarrollo pedagógico».12 Por otra parte, el aumento de la didáctica a distancia también ha llevado a una mayor dependencia de los niños y adolescentes de internet y de las formas de comunicación virtual en general, haciéndolos aún más vulnerables y sobreexpuestos a las actividades cibercriminales.
Asistimos a una especie de “catástrofe educativa”. Quisiera repetirlo: Asistimos a una especie de “catástrofe educativa”, ante la que no podemos permanecer inertes, por el bien de las generaciones futuras y de la sociedad en su conjunto. «Hoy es necesario un nuevo periodo de compromiso educativo, que involucre a todos los componentes de la sociedad»,13 porque la educación es «el antídoto natural de la cultura individualista, que a veces degenera en un verdadero culto al yo y en la primacía de la indiferencia. Nuestro futuro no puede ser la división, el empobrecimiento de las facultades de pensamiento e imaginación, de escucha, de diálogo y de comprensión mutua».14
Pero los largos periodos de confinamiento también han permitido pasar más tiempo en familia. Para muchos ha sido un momento importante para redescubrir las relaciones más queridas. Por otra parte, «el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad»15 y la cuna de toda sociedad civil. El gran Papa san Juan Pablo II, cuyo centenario de nacimiento hemos celebrado el año pasado, en su precioso magisterio sobre la familia recordaba. «Ante la dimensión mundial que hoy caracteriza a los diversos problemas sociales, la familia ve que se dilata de una manera totalmente nueva su cometido ante el desarrollo de la sociedad» y lo cumple en primer lugar «ofreciendo a los hijos un modelo de vida fundado sobre los valores de la verdad, libertad, justicia y amor».16 Sin embargo, no todos han podido vivir con serenidad en la propia casa y algunas convivencias han degenerado en violencia doméstica. Exhorto a todos, autoridades públicas y sociedad civil, a ofrecer ayuda a las víctimas de la violencia en la familia. Sabemos que lamentablemente son las mujeres, a menudo junto con sus hijos, quienes pagan el precio más alto.
Las exigencias para contener la difusión del virus también se ramificaron sobre diversas libertades fundamentales, incluida la libertad de religión, limitando el culto y las actividades educativas y caritativas de las comunidades de fe. Sin embargo, no debemos pasar por alto que la dimensión religiosa constituye un aspecto fundamental de la personalidad humana y de la sociedad, que no puede ser cancelado; y que, aun cuando se está buscando proteger vidas humanas de la difusión del virus, la dimensión espiritual y moral de la persona no se puede considerar como secundaria respecto a la salud física.
Por otra parte, la libertad de culto no constituye un corolario de la libertad de reunión, sino que deriva esencialmente del derecho a la libertad religiosa, que es el primer y fundamental derecho humano. Por eso es necesario que sea respetada, protegida y defendida por las autoridades civiles, como la salud y la integridad física. Además, un buen cuidado del cuerpo nunca puede prescindir del cuidado del alma.
Escribiendo a Cangrande della Scala, Dante Alighieri destaca al final de su Comedia: «Arrancar a los que viven en esta vida de su estado de miseria y conducirlos al estado de felicidad».17 Esto, si bien con roles y en ámbitos diferentes, también es la tarea tanto de las autoridades religiosas como de las civiles. La crisis de las relaciones humanas y, consecuentemente, las otras crisis que he mencionado no se pueden vencer si no se salvaguarda la dignidad trascendente de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios.
Al recordar al gran poeta florentino, del que se cumple este año el séptimo centenario de su muerte, también deseo dirigir un recuerdo particular al pueblo italiano, que fue el primero en Europa que tuvo que enfrentarse con las graves consecuencias de la pandemia, exhortándolo a no dejarse abatir por las dificultades presentes, sino a trabajar unido para construir una sociedad en la que nadie sea descartado u olvidado.
Estimados Embajadores:
El 2021 es un tiempo que debemos aprovechar. Y no será desaprovechado en la medida en que sepamos colaborar con generosidad y esfuerzo. En este sentido considero que la fraternidad es el verdadero remedio a la pandemia y a muchos males que nos han golpeado. Fraternidad y esperanza son como medicinas que hoy el mundo necesita, junto con las vacunas.
Sobre cada uno de ustedes y de sus países invoco copiosos dones celestiales, con el deseo de que este año sea propicio para profundizar los vínculos de fraternidad que unen a toda la familia humana.
Gracias.
1 Mensaje para la 54.ª Jornada Mundial de la Paz (8 diciembre 2020), 1.
2 Ibíd., 6.
3 J. Donne, Meditación XVII, en: Meditaciones en tiempos de crisis, Edit. Planeta, Barcelona 2012, 17.
4 Carta para el encuentro “Economy of Francesco” (1 mayo 2019).
5 S. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), 11.
6 Cf. Discurso al Parlamento Europeo, Estrasburgo (25 noviembre 2014).
7 Radiomensaje «Benignitas et humanitas», 24 diciembre 1944.
8 Mensaje a la Conferencia de las Naciones Unidas para la negociación de un instrumento jurídicamente vinculante sobre la prohibición de las armas nucleares (23 marzo 2017): AAS 109 (2017), 394-396; Carta enc. Fratelli tutti, 262.
9 Ibíd.
10 S. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), 112.
11 Ángelus, 1 enero 2021.
12 Videomensaje con ocasión del Encuentro “Global compact on education. Together to look beyond” (15 octubre 2020).
13 Ibíd.
14 Ibíd.
15 S. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 1.
16 Ibíd., 48.
17 Epístola 13, 39.