A las 10 de la mañana de hoy, domingo de Pentecostés, el Santo Padre Francisco ha celebrado la santa misa en el Altar de la Cátedra, en la basílica de San Pedro.
Publicamos a continuación la homilía que el Papa Francisco pronuncia durante la celebración eucarística, después de la proclamación del Evangelio:
Homilía del Santo Padre
«Hay
diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu» (1
Co
12,4).
Así
escribe el apóstol Pablo a los corintios; y continúa diciendo: «Hay
diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de
actuaciones, pero un mismo Dios» (vv. 5-6). Diversidad
y
unidad:
San Pablo insiste en juntar dos palabras que parecen contraponerse.
Quiere indicarnos que el Espíritu Santo es la unidad
que
reúne a la diversidad;
y que la Iglesia nació así: nosotros, diversos, unidos por el
Espíritu Santo.
Vayamos,
pues, al comienzo de la Iglesia, al día de Pentecostés. Y fijémonos
en los Apóstoles: muchos de ellos eran gente sencilla, pescadores,
acostumbrados a vivir del trabajo de sus propias manos, pero estaba
también Mateo, un instruido recaudador de impuestos. Había orígenes
y contextos sociales diferentes, nombres hebreos y nombres griegos,
caracteres mansos y otros impetuosos, así como puntos de vista y
sensibilidades distintas. Todos
eran diferentes.
Jesús no los había cambiado, no los había uniformado y convertido
en ejemplares producidos en serie. No.
Había dejado sus diferencias y, ahora, ungiéndolos con el Espíritu
Santo, los une. La unión
—la
unión de la diversidad—
se realiza con la unción.
En Pentecostés los Apóstoles comprendieron la fuerza unificadora
del Espíritu. La vieron con sus propios ojos cuando todos, aun
hablando lenguas diferentes, formaron un solo pueblo: el pueblo de
Dios, plasmado por el Espíritu, que entreteje la unidad con nuestra
diversidad, y da armonía porque en
el Espíritu
hay
armonía.
Pero
volviendo a nosotros, la Iglesia de hoy, podemos preguntarnos: “¿Qué
es lo que nos une, en qué se fundamenta nuestra unidad?”. También
entre nosotros existen diferencias, por ejemplo, de opinión, de
elección, de sensibilidad. Pero
la
tentación está siempre en querer defender a capa y espada las
propias ideas, considerándolas válidas para todos, y en llevarse
bien sólo con aquellos que piensan igual que nosotros. Y
esta es una fea tentación que divide.
Pero esta es una fe construida a nuestra imagen y no es lo que el
Espíritu quiere. En consecuencia, podríamos pensar que lo que nos
une es lo mismo que creemos y la misma forma de comportarnos. Sin
embargo, hay mucho más que eso: nuestro principio de unidad es el
Espíritu Santo. Él nos recuerda que, ante todo, somos hijos
amados de Dios;
todos iguales, en esto, y todos diferentes.
El Espíritu desciende sobre nosotros, a pesar de todas nuestras
diferencias y miserias, para manifestarnos que tenemos un solo Señor,
Jesús, y un solo Padre, y que por esta razón somos hermanos y
hermanas. Empecemos de nuevo desde aquí, miremos a la Iglesia como
la mira el Espíritu, no como la mira el mundo. El mundo nos ve de
derechas y de izquierdas,
de
esta o de aquella ideología;
el Espíritu nos ve del Padre y de Jesús. El mundo ve conservadores
y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios. La mirada mundana ve
estructuras que hay que hacer más eficientes; la mirada espiritual
ve hermanos y hermanas mendigos de misericordia. El Espíritu nos ama
y conoce el lugar que cada uno tiene en el conjunto: para Él no
somos confeti llevado por el viento, sino teselas irremplazables de
su mosaico.
Regresemos
al día de Pentecostés y descubramos la primera obra de la Iglesia:
el
anuncio.
Y, aun así, notamos que los Apóstoles no preparaban
ninguna estrategia;
cuando estaban encerrados allí, en el cenáculo, no elaboraban una
estrategia, no, no preparaban
un plan pastoral. Podrían haber repartido a las personas en grupos,
según sus distintos pueblos de origen, o dirigirse primero a los más
cercanos y, luego, a los lejanos; también hubieran podido esperar un
poco antes de comenzar el anuncio y, mientras tanto, profundizar en
las enseñanzas de Jesús, para evitar riesgos, pero no. El Espíritu
no quería que la memoria del Maestro se cultivara en grupos
cerrados, en cenáculos donde se toma gusto a “hacer el nido”.
Y
esta es una fea enfermedad que puede entrar en la Iglesia: la Iglesia
no como comunidad, ni familia, ni madre, sino como nido.
El Espíritu abre, reaviva, impulsa más allá de lo que ya fue dicho
y fue hecho, Él
lleva
más allá de los ámbitos de una fe tímida y desconfiada. En el
mundo, todo se viene abajo sin una planificación sólida y una
estrategia calculada. En la Iglesia, por el contrario, es el Espíritu
quien garantiza la unidad a los que anuncian. Por eso, los apóstoles
se lanzan, poco preparados, corriendo riesgos; pero salen. Un solo
deseo los anima: dar
lo que han recibido.
Es
hermoso el comienzo de la Primera Carta de San Juan: “Eso que hemos
recibido y visto os lo anunciamos” (cf. 1,3).
Finalmente
llegamos a entender cuál es el secreto de la unidad, el secreto del
Espíritu. El
secreto de la unidad en la Iglesia, el secreto del Espíritu es
el
don.
Porque Él es
don, vive donándose a sí mismo y de esta manera nos mantiene
unidos, haciéndonos partícipes del mismo don. Es importante creer
que Dios es don, que no actúa tomando, sino dando. ¿Por qué es
importante? Porque nuestra forma de ser creyentes depende de cómo
entendemos a Dios. Si tenemos en mente a un Dios que arrebata,
que
se impone, también nosotros quisiéramos arrebatar e imponernos:
ocupando espacios, reclamando relevancia, buscando poder. Pero si
tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia. Si nos
damos cuenta de que lo que somos es un don suyo, gratuito e
inmerecido, entonces también a nosotros nos gustaría hacer de
la
misma
vida un don. Y así, amando humildemente, sirviendo gratuitamente y
con alegría, daremos al mundo la verdadera imagen de Dios. El
Espíritu,
memoria viviente de la Iglesia,
nos recuerda que nacimos de un don y que crecemos dándonos; no
preservándonos, sino entregándonos sin reservas.
Queridos
hermanos y hermanas: Examinemos nuestro corazón y preguntémonos qué
es lo que nos impide darnos. Decimos
que tres
son los principales
enemigos del don:
tres,
siempre agazapados en la puerta del corazón: el narcisismo, el
victimismo y el pesimismo. El
narcisismo,
que lleva a la idolatría de sí mismo y a buscar sólo el propio
beneficio. El narcisista piensa: “La vida es buena si obtengo
ventajas”. Y así llega a decirse: “¿Por
qué tendría que darme a los demás?”.
En esta pandemia, cuánto duele el narcisismo, el preocuparse de las
propias necesidades, indiferente a las de los demás, el no admitir
las propias fragilidades y errores. Pero también el segundo enemigo,
el
victimismo,
es peligroso. El victimista está siempre quejándose de los demás:
“Nadie me entiende, nadie me ayuda, nadie me ama, ¡están todos
contra mí!”. ¡Cuántas
veces hemos escuchado estas lamentaciones!
Y su corazón se cierra, mientras se pregunta: “¿Por
qué los demás no se donan a mí?”.
En el drama que vivimos, ¡qué grave es el victimismo! Pensar que no
hay nadie que nos entienda y sienta lo que vivimos. Esto
es el victimismo.
Por último, está el
pesimismo.
Aquí la letanía diaria es: “Todo está mal, la sociedad, la
política, la Iglesia...”. El pesimista arremete contra el mundo
entero, pero permanece apático y piensa: “Mientras
tanto, ¿de qué sirve darse? Es inútil”.
Y así, en el gran esfuerzo que supone comenzar de nuevo, qué dañino
es el pesimismo, ver todo negro y repetir que nada volverá a ser
como antes. Cuando se piensa así, lo que seguramente no regresa es
la esperanza. En
estos tres —el ídolo narcisista del espejo, el dios espejo; el
dios-lamentación: “me siento persona cuando me lamento”; el
dios-negatividad: “todo es negro, todo es oscuridad”— nos
encontramos ante una carestía
de
esperanza
y necesitamos valorar el don de la vida, el don que es cada uno de
nosotros. Por esta razón, necesitamos el Espíritu Santo, don de
Dios que nos cura del narcisismo, del victimismo y del pesimismo,
nos
cura del espejo, de la lamentación y de la oscuridad.
Hermanos
y hermanas, pidámoslo:
Espíritu Santo, memoria de Dios, reaviva en nosotros el recuerdo del
don recibido. Líbranos de la parálisis del egoísmo y enciende en
nosotros el deseo de servir, de hacer el bien. Porque peor que esta
crisis, es solamente el drama de desaprovecharla, encerrándonos en
nosotros mismos. Ven, Espíritu Santo, Tú que eres armonía, haznos
constructores de unidad; Tú que siempre te das, concédenos la
valentía de salir de nosotros mismos, de amarnos y ayudarnos, para
llegar a ser una sola familia. Amén.