Esta mañana, en el Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre Francisco ha recibido en audiencia a las Auxiliares diocesanas de Milán y a los Colaboradoras apostólicas diocesanas de Padua y Treviso. El Papa ha entregado a las participantes en el encuentro el discurso que había preparado para esa ocasión y ha improvisado unas palabras dirigidas a las presentes.
Publicamos a continuación el texto del discurso preparado por el Santo Padre.
Discurso entregado por el Santo Padre
Queridas hermanas:
Os doy la bienvenida y os agradezco que hayáis venido, así como a los obispos y sacerdotes que os han acompañado. Doy las gracias, en particular, al arzobispo de Milán, Mons. Mario Delpini por las palabras con las que ha presentado nuestro encuentro.
Me importa mucho subrayar el aspecto central de vuestra identidad, que es significativa como forma de presencia de la mujer en la Iglesia. Y esta reflexión parte de vuestra historia, que comienza en Milán durante el período del episcopado de San Giovanni Battista Montini.
Vuestra historia dice que vuestro nacimiento no fue “planeado”, ni mucho menos fue fruto de una necesidad ideológica, sino que nacisteis de la vida, de la experiencia del apostolado asociado, especialmente en la Acción Católica. Ese apostolado asociado del que habla el Decreto conciliar sobre la acción de los fieles laicos (nn. 18-20). Nacisteis de la colaboración con los sacerdotes en la pastoral parroquial y diocesana. Esto es muy importante.
Cuando Jesús acogía a "algunas mujeres" entre sus discípulos, incluso en estrecha colaboración con los Doce, no lo hacía por un feminismo ante litteram, sino porque el Padre hacía que encontrase a estas hermanas, a veces necesitadas de curación, como los hombres (cf. Lc 8,2). Entre ellas, María Magdalena tenía un carisma particular de fe y de amor al Señor, y Él se le manifestó por primera vez en la mañana de Pascua y le encargó que fuera a llevar el anuncio a sus hermanos y hermanas: apóstola de los apóstoles. Pero también las otras mujeres también tienen una presencia decisiva en los relatos de la Resurrección. Por eso es muy justo, además de hermoso, este nombre vuestro de "mujeres de la Resurrección", que os atribuyo precisamente el arzobispo Montini.
Pero volvamos al Concilio. Cuando habla en particular de la Acción Católica, dice: " Los laicos, bien ofreciéndose espontáneamente o invitados a la acción y directa cooperación con el apostolado jerárquico, trabajan bajo la dirección superior de la misma jerarquía, que puede sancionar esta cooperación, incluso por un mandato explícito (Apostolicam actuositatem, 20). Aquí vemos un punto original y calificativo: la experiencia de colaborar directamente con los párrocos en el servicio del pueblo, del pueblo de Dios, en las parroquias, en los oratorios, con los pobres, en las cárceles.... En los que viven este "trabajo", a veces duro y fatigoso (cf. Rm 16, 6), el Espíritu Santo siembra dones especiales de entrega, que pueden llegar a ser también de consagración en la Iglesia.
Y aquí es importante que el obispo y los sacerdotes designados por él hagan el discernimiento.
Es lo que os ha sucedido en las diferentes realidades diocesanas: Milán, Treviso, Padua y Vicenza. Hay algunas constantes entre las diversas experiencias, y lo esencial es que el obispo está atento a un don que se encuentra en la comunidad, un don que corresponde a una necesidad pastoral -pero no sólo a una función, no es un funcionalismo- y entonces discierne. De este modo, el carisma es examinado, aceptado y reconocido, y recibe una forma propia en esa comunidad diocesana. Por lo tanto, el elemento de estrecha colaboración con el obispo es calificativo.
Por supuesto que hay otras formas de cooperación de las mujeres en la Iglesia, ya sean laicas, religiosas o seglares consagradas, pero la vuestra tiene esta especificidad.
He apreciado -y os lo agradezco- que al presentar vuestro carisma hagáis referencia a un pasaje de Evangelii gaudium, que reza: " La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. […]Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia. (n. 268). Para vosotras, este pueblo tiene el rostro concreto de vuestra diócesis. En efecto, los nombres de todos los Institutos aquí representados os califican de "diocesanas". Es una delimitación, por supuesto, pero tiene el sentido de arraigo y no de cierre, de fidelidad y no de particularismo, de dedicación y no de exclusión.
Este aspecto de fidelidad no a un pueblo genérico, sino a este pueblo, con su historia, sus riquezas y sus pobrezas, es un rasgo esencial de la misión de Jesucristo, enviado por el Padre a las "ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 15,24). Y el dar su vida por todos pasa necesariamente por darla por esas personas concretas, por esa comunidad, por esos amigos y por esos enemigos. Esta fidelidad cuesta, tiene la dureza de la cruz, pero es fecunda, generativa, según los planes de Dios.
Queridas hermanas, gracias por vuestro testimonio. Adelante, con la alegría de la Resurrección y la pasión por vuestro pueblo. Os bendigo.