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Santa Misa con ocasión de la III Jornada Mundial de los Pobres, 17.11.2019

A las 9:45 de la mañana de hoy, XXXIII domingo del Tiempo Ordinario, el Santo Padre Francisco ha presidido la celebración eucarística en la Basílica Vaticana con ocasión de la III Jornada Mundial de los Pobres, a la que asistieron muchas personas pobres e indigentes, junto con los voluntarios que los acompañaban y los miembros de las numerosas organizaciones caritativas que los asisten diariamente.

Publicamos a continuación la homilía pronunciada por el Papa después de la proclamación del Evangelio:

Homilía del Santo Padre

Hoy, en el Evangelio, Jesús sorprende a sus contemporáneos y a nosotros también. En efecto, mientras se alababa el magnífico templo de Jerusalén, dice que no quedará "piedra sobre piedra" (Lc 21,6). ¿Por qué estas palabras hacia una institución tan sagrada, que no era sólo un edificio, sino un signo religioso único, una casa para Dios y para el pueblo creyente? ¿Por qué estas palabras? ¿Por qué profetizar que la firme certeza del pueblo de Dios se derrumbaría? ¿Por qué, al final, el Señor deja que las certezas se derrumben, mientras que el mundo se ve cada vez más privado de ellas?

Busquemos respuestas en las palabras de Jesús. Hoy nos dice que casi todo pasará. Casi todo, pero no todo. En este penúltimo domingo del Tiempo Ordinario explica que lo que se derrumba, lo que pasa son las penúltimas cosas, no las últimas: el templo, no Dios; los reinos y acontecimientos de la humanidad, no el hombre. Pasan las cosas penúltimas, que a menudo parecen definitivas, pero no lo son. Son cosas grandiosas, como nuestros templos, y aterradoras, como terremotos, señales en el cielo y guerras en la tierra (cf. vv. 10-11): a nosotros nos parecen noticias de primera página, pero el Señor las pone en la segunda página. En la primera se queda lo que nunca pasará: el Dios vivo, infinitamente mayor que todo templo que le construyamos, y el hombre, nuestro prójimo, que vale más que todas las crónicas del mundo. Entonces, para ayudarnos a comprender lo que cuenta en la vida, Jesús nos avisa de dos tentaciones.

La primera es la tentación de la prisa, de lo inmediato. Para Jesús no debemos seguir a los que dicen que el fin llega inmediatamente, que "el tiempo está cerca" (v. 8). Es decir, no debemos seguir a los que difunden el alarmismo y alimentan el miedo al otro y al futuro, porque el miedo paraliza el corazón y la mente. Pero, ¿cuántas veces nos dejamos seducir por la prisa de querer saberlo todo e inmediatamente, por la comezón de la curiosidad, por las últimas noticias sensacionales o escandalosas, por las historias turbias, por los gritos de los que gritan más fuerte y más enfadado, por los que dicen "ahora o nunca "? Pero esta prisa, este todo e inmediatamente no viene de Dios. Si nos afanamos por lo inmediato, olvidamos lo que queda para siempre: perseguimos las nubes que pasan y perdemos de vista el cielo. Atraídos por el último clamor, ya no encontramos tiempo para Dios ni para el hermano que vive a nuestro lado. ¡Qué cierto es esto hoy! En el afán de correr, de conquistar todo e inmediatamente, molestan los que se quedan atrás. Y se le juzga como un descarte: cuántos ancianos, cuántos nonatos, cuántas personas discapacitadas, personas pobres consideradas inútiles. Vamos deprisa, sin preocuparnos de que las distancias aumenten, de que la codicia de unos pocos aumente la pobreza de muchos.

Jesús, como antídoto contra la prisa, propone hoy a cada uno de nosotros la perseverancia: "Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas" (v. 19). Perseverancia es ir adelante cada día con los ojos fijos en lo que no pasa: el Señor y el prójimo. Por eso la perseverancia es el don de Dios con el que se conservan todos sus demás dones (cf. San Agustín, De dono perseverantiae, 2,4). Pidamos por cada uno de nosotros y para nosotros como Iglesia que perseveremos en el bien, que no perdamos de vista lo que cuenta. Este es el engaño de la prisa.

Hay un segundo engaño del que Jesús quiere apartarnos, cuando dice: "Muchos vendrán en mi nombre diciendo: "Soy yo". ¡No vayáis tras ellos!" (v. 8). Es la tentación del yo. El cristiano, al igual que  no busca lo inmediato, sino lo de siempre, tampoco es discípulo del "yo", sino del "tú". Es decir, no sigue  las sirenas de sus caprichos, sino la llamada del amor, la voz de Jesús. Y cómo se distingue la voz de Jesús: "Muchos vendrán en mi nombre", dice el Señor, pero no hay que seguirlos: la etiqueta "cristiano" o "católico" no basta para ser de Jesús. Hay que hablar el mismo lenguaje que Jesús, el del amor, el lenguaje del tú.  Habla el lenguaje de Jesús no el que dice yo, sino el que sale del propio yo. Y sin embargo, cuántas veces, incluso haciendo el bien, reina la hipocresía del yo: hago el bien pero para ser considerado bueno; doy, pero para recibir a mi vez, ayudo pero para congraciarme a esa persona importante. Así habla el lenguaje del yo. La Palabra de Dios, en cambio, nos empuja a  una "caridad que no es hipócrita" (Rm 12,9), a dar a los que no tienen para devolvernos (cf. Lc 14,14), a servir sin buscar recompensas ni reciprocidad (cf. Lc 6,35). Entonces podemos preguntarnos: “¿Ayudo a alguien de quien no puedo recibir? Yo, cristiano, ¿tengo al menos a un pobre por amigo?”

Los pobres son preciosos a los ojos de Dios porque no hablan el lenguaje del "yo": no se sostienen, solos, con sus propias fuerzas, necesitan a quien los toma de la mano. Nos recuerdan que el Evangelio se vive así, como mendigos que tienden hacia Dios. La presencia de los pobres nos devuelve al clima del Evangelio, donde son bienaventurados los pobres de espíritu (cf. Mt 5,3). Entonces, en vez de sentirnos molestos cuando oímos que llaman a nuestras puertas, podemos escuchar su grito de ayuda como una llamada a salir de nosotros mismos, a recibirlos con la misma mirada de amor que Dios tiene para ellos. ¡Qué hermoso sería que los pobres ocuparan en nuestros corazones el lugar que ocupan en el corazón de Dios! Estando con los pobres, sirviendo a los pobres, aprendemos los gustos de Jesús, entendemos lo que queda y lo que pasa.

Volvemos así a las preguntas iniciales. Entre las muchas penúltimas cosas que pasan, el Señor quiere recordarnos hoy la última, que permanecerá para siempre. Es el amor, porque "Dios es amor" (1 Jn 4,8) y el pobre me pide amor me lleva directamente a Él. Los pobres nos facilitan el acceso al Cielo: por eso el sentido de fe del Pueblo de Dios los considera como los porteros del Cielo. Ya ahora son nuestro tesoro, el tesoro de la Iglesia. En efecto, nos revelan la riqueza que nunca envejece, la que une la tierra y el cielo y por la que realmente vale la pena vivir: es decir, el amor.