Al final de la santa misa celebrada en la Basílica Vaticana con motivo del III Día Mundial de los Pobres, el Papa Francisco se ha asomado a la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para rezar el ángelus con los fieles reunidos en la plaza de San Pedro para la habitual cita dominical.
Estas han sido las palabras del Santo Padre durante la oración mariana:
Antes del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este penúltimo domingo del año litúrgico (cf. Lucas 21, 5-19) nos presenta el discurso de Jesús sobre el fin de los tiempos. Jesús lo pronuncia frente al templo de Jerusalén, un edificio admirado por la gente por su grandeza y esplendor. Pero Jesús profetizó que, de toda la belleza del templo, de esa grandeza «no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (v. 6). La destrucción del templo anunciada por Jesús no es tanto un símbolo del final de la historia sino, más bien, de la finalidad de la historia. De hecho, ante los oyentes, que quieren saber cómo y cuándo tendrán lugar estas señales, Jesús responde con el típico lenguaje apocalíptico de la Biblia.
Se sirve de dos imágenes aparentemente opuestas: la primera es una serie de acontecimientos aterradores: catástrofes, guerras, hambrunas, revoluciones y persecuciones (vv. 9-12); la segunda es tranquilizadora: «No perecerá ni un cabello de vuestra cabeza» (v. 18). En primer lugar, una mirada realista a la historia, marcada por las calamidades y también por la violencia, por los traumas que hieren la creación, nuestro hogar común, y también a la familia humana que en ella habita, y a la propia comunidad cristiana. Pensemos en tantas guerras a día de hoy, en tantas calamidades. La segunda imagen, envuelta en la seguridad de Jesús, nos muestra la actitud que el cristiano debe adoptar al vivir esta historia, caracterizada por la violencia y la adversidad.
¿Y cuál es la actitud del cristiano? Es la actitud de esperanza en Dios, que nos permite no dejarnos abrumar por acontecimientos trágicos. En efecto, «esto os sucederá para que deis testimonio» (v. 13). Los discípulos de Cristo no pueden permanecer esclavos de los temores y de las angustias, sino que están llamados a vivir la historia, a detener la fuerza destructiva del mal, con la certeza de que la ternura providencial y tranquilizadora del Señor acompaña siempre su acción de bien. Esta es la señal elocuente de que el Reino de Dios viene a nosotros, es decir, que la realización del mundo se acerca como Dios quiere. Es Él, el Señor, quien dirige nuestras vidas y conoce el propósito último de las cosas y los acontecimientos.
El Señor nos llama a colaborar en la construcción de la historia, convirtiéndonos, junto a Él, en pacificadores y testigos de esperanza en un futuro de salvación y resurrección. La fe nos hace caminar con Jesús por las sendas de este mundo, muchas veces tortuosas, con la certeza de que el poder de Su Espíritu doblegará las fuerzas del mal, sometiéndolas al poder del amor de Dios. El amor es superior, el amor es más poderoso, porque es Dios: Dios es amor. Los mártires cristianos son un ejemplo para nosotros: nuestros mártires, incluso de nuestro tiempo (que son más que los del principio), son hombres y mujeres de paz, a pesar de que fueron perseguidos. Nos dan una herencia que debemos conservar e imitar: el Evangelio del amor y de la misericordia. Este es el tesoro más preciado que se nos ha dado y el testimonio más eficaz que podemos dar a nuestros contemporáneos, respondiendo al odio con amor, a la ofensa con el perdón. Incluso en nuestra vida diaria: cuando recibimos una ofensa, sentimos dolor; pero debemos perdonar de corazón. Cuando nos sintamos odiados, recemos con amor por la persona que nos odia. Que la Virgen María, por su intercesión maternal, nos sustente en nuestro camino cotidiano de fe, siguiendo al Señor que guía la historia.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Ayer en Riobamba, Ecuador, fue proclamado Beato Emilio Moscoso, sacerdote mártir de la Compañía de Jesús, asesinado en 1897 en un contexto de persecución hacia la Iglesia Católica. Que su ejemplo de religioso humilde, apóstol de la oración y educador de la juventud sustente nuestro camino de fe y de testimonio cristiano. ¡Aplaudamos al nuevo Beato!
Hoy celebramos la Jornada Mundial de los Pobres, que tiene como lema las palabras del salmo “La esperanza de los pobres nunca se frustrará” (Salmos 9, 19). Dirijo mi pensamiento a todos aquellos que, en las diócesis y parroquias de todo el mundo, han promovido iniciativas de solidaridad para dar una esperanza concreta a los más pobres. Agradezco a los médicos y enfermeros y enfermeras que han servido estos días en el ambulatorio, aquí, en la Plaza de San Pedro. Os doy las gracias por tantas iniciativas a favor de las personas que sufren, a favor de los necesitados, y esto debe ser un testimonio de la atención que nunca debe faltar hacia nuestros hermanos y hermanas. Recientemente, hace unos minutos, he visto algunas estadísticas sobre la pobreza. ¡Nos hacen sufrir! La indiferencia de la sociedad hacia los pobres... Recemos. [Silencio de oración]
Saludo a todos los peregrinos que han venido de Italia y de diferentes países. En particular, saludo a la Comunidad Ecuatoriana de Roma, que celebra la fiesta de la Virgen del Quinche; a los fieles de Nueva Jersey y de Toledo; a las Hijas de María Auxiliadora de varios países y a la asociación italiana Acompañantes de Santuarios Marianos en el Mundo. Saludo a los grupos de Porto d'Ascoli y Angri; y a los participantes en la peregrinación de las Escuelas Lasalianas de Turín y Vercelli por la conclusión de las celebraciones del tercer centenario de la muerte de San Juan Bautista de La Salle.
El martes emprenderé mi viaje a Tailandia y Japón: os pido una oración por este camino apostólico. Y os deseo a todos un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!