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Discurso del Cardenal Secretario de Estado en la apertura de los trabajos de la Conferencia Internacional de Estudios "La Santa Sede y los católicos en el mundo de la posguerra (1918-1922)", 14.11.2018

Esta tarde, en la Pontificia Universidad Lateranense se ha inaugurado el Congreso  Internacional de Estudios sobre el tema "La Santa Sede y los católicos en el mundo de la posguerra (1918-1922)", con motivo del centenario del final  de la Primera Guerra Mundial. El congreso, organizado por el Comité Pontificio para las Ciencias Históricas, se lleva a cabo en Roma del 14 al 16 de noviembre.
Publicamos a continuación el discurso  de S.E. el cardenal Pietro Parolin,  Secretario de Estado en la apertura de los trabajos del congreso.

Discurso del Cardenal Secretario de Estado.

Los retos de la diplomacia vaticana tras la Primera Guerra Mundial


“La catástrofe de Austria es aterradora y al mismo tiempo admirable. Su misión histórica había terminado. Ahora comienza una nueva era en Oriente. Sin un imperio turco, sin un imperio austriaco, sin zarismo, la situación adquiere una perspectiva completamente nueva, que atrae la atención del historiador y del filósofo ... Pero el mundo que se perfila, si es diferente, no es menos interesante[1]. Por supuesto, el campo es enorme y el futuro ofrece muchas posibilidades[2].”

Las palabras llenas de emoción, que el joven diplomático pontificio Ermenegildo Pellegrinetti, más tarde  nuncio apostólico en Belgrado y cardenal, confió, en el otoño de 1918, a su diario mientras prestaba servicio con el visitador apostólico en Polonia Achille Ratti, el futuro Pío XI, dejan entrever la atmósfera impregnada de temores y expectativas que reinaba en la diplomacia benedictina, cuando la Primera Guerra Mundial estaba llegando a su fin. Se sentía la clara conciencia de asistir a  cambios de una profundidad sin precedentes, pero también el optimismo católico dispuesto  a abrirse a nuevos caminos, que quizás habrían agitado las certezas de ayer y comportado desafíos para el mañana, pero también abierto nuevas perspectivas para la misión de la Iglesia.

El Papa Benedicto XV, un pontífice de extraordinarias dotes intelectuales y humanas, dejado desgraciadamente durante décadas a la sombra de sus sucesores más famosos y solo en los últimos años, debidamente redescubierto por los historiadores, y sus diplomáticos eran muy conscientes de que la "Gran guerra", la primera de alcance mundial y de carácter total, había marcado para Europa y para el mundo un punto de inflexión decisivo, todavía más, el final de una época histórica. La guerra cambió toda la geografía política y los equilibrios de poder en Europa y en el mundo, causó el colapso o la remodelación radical de cuatro grandes imperios: el alemán, el austro-húngaro, el ruso y el otomano, en cuyo lugar surgieron una docena de nuevos estados, y catalizó el lento declive político, económico y social de las grandes potencias europeas que, antes de la guerra, se encontraban en el apogeo de su poder y  de su influencia, y después de ella tuvieron que ceder gradualmente la preeminencia a dos grandes potencias no europeas (o con el territorio y el radio de intereses que iba más allá de las fronteras europeas): los Estados Unidos y Rusia / Unión Soviética. Había sucedido precisamente lo que Benedicto XV había previsto desde el comienzo de la guerra y de su pontificado: la guerra se convirtió en "el suicidio de Europa"[3].

El nuevo orden europeo que tomaba el lugar del antiguo orden colapsado presentaba no pocas razones para preocuparse. Salía de una conferencia de paz, de la cual la Santa Sede quedó excluida y que, marcada por la falta de ese espíritu cristiano de caridad y reconciliación que es la premisa fundamental de una paz justa y duradera, corría el peligro de reducirse, como observaba el periódico del Papa, a  un «choque de intereses en conflicto y de hegemonías rivales».[4] En la mayoría de los estados europeos, el poder político se encontraba en manos de fuerzas políticas e ideológicas de tipo  liberal-socialista y laicista que, -aunque eran diferentes entre sí- parecían compartir el tácito ímpetu  anticatólico y el esfuerzo por expulsar a Dios y a su Iglesia del espacio público y de la vida de los hombres. A espaldas del laicismo, que Pío XI llamaría "la peste de nuestra era",[5] sirviéndose de  las ruinas materiales y políticas y de la devastación moral causadas por la guerra, ya empujaba la extrema izquierda bolchevique que, en la sangrienta revolución y la guerra civil rusa consiguió instaurar el sistema político comunista violentamente anticristiano y encaminado a atizar, como pronto demostrarían los experimentos trágicos de las distintas repúblicas de los consejos, las llamas de la revolución mundial. Europa estaba dividida por profundos contrastes políticos e ideológicos y por los egoísmos nacionales, atormentada por una amarga cuestión social y marcada por la dolorosa desorientación de las masas. Éstas, bajo  la impresión de la horrible experiencia de las trincheras con la muerte y la humillación omnipresente del hombre, de la naciente propaganda de masa, de la creciente dependencia social e intelectual de grandes sectores de las poblaciones de las élites políticas e ideológicas y del debilitamiento de las comunidades humanas naturales, sobre todo de la familia, perdían cada vez más rápido sus lazos con la Iglesia, la religión y Dios. En el inquieto Viejo continente callaron las armas, pero no llegó la verdadera paz, la tranquillitas ordinis.

La respuesta del Papa a este desafío no fue la añoranza nostálgica de los tiempos pasados, -de los cuales conocía muy bien las carencias ocultas detrás de la fachada lúcida de la "edad de oro" del antiguo régimen, entre las cuales las cuestiones nacionales no resueltas, la opresión social y colonial y la fe ciega en el progreso material y técnico-, y mucho menos el llamamiento a regresar a los modelos de estado monárquicos o pre-burgueses y al antiguo concierto de las potencias  basado en el precario equilibrio de poder, sino una visión de la  reorganización internacional fundada en la presencia activa de  los principios cristianos en la vida pública, en el amor sincero y el respeto por el hombre y sus necesidades, como individuo y como miembro de un pueblo, y en la organización internacional asentada en la equidad, la justicia y la hermandad de pueblos, capaz de resolver las fricciones de una manera pacífica. La Iglesia, pues, fiel a sus prioridades sobrenaturales, no tenía preferencia alguna por una particular forma de Estado o de instituciones civiles pero, -como ya habían mostrado magistralmente las encíclicas sociales de León XIII- identificaba el único criterio de evaluación del poder político en la libertas Ecclesiae  y en el respeto de la dignidad de la persona humana y de los derechos de la conciencia cristiana: "La Iglesia,  sociedad perfecta, que tiene como único fin  la santificación de los hombres de todos los tiempos y de todos los  países", escribía el Papa al cardenal Secretario de Estado el 8 de noviembre de 1918, "como se adapta a las diversas formas de gobierno, acepta sin dificultad alguna  las legítimas variaciones territoriales y políticas de los pueblos".[6]

Benedicto XV y su Curia se daban cuenta de que en la "era de las masas" que irrumpían en el proscenio histórico ya no serían las monarcas y las cancillerías, sino los pueblos, las naciones, las grandes comunidades sociales quienes se  convertirían en los grandes protagonistas de la historia, y de que, caídos los tronos y los reinos apostólicos, en condiciones de regímenes parlamentarios y de la sociedad de masas, la Iglesia habría encontrado el apoyo y el defensor más eficaz en sus propias masas católicas movilizadas.

El Papa Benedicto XV, que durante todo el conflicto había recordado  con perseverancia a los beligerantes las "justas y legítimas aspiraciones de los pueblos" como condición sine qua non de una paz justa y duradera, reconocía también el valor moral y político de la Nación como comunidad de derecho natural profundamente arraigada en condiciones histórico-religiosas particulares y fundamento estabilizador de los Estados e incluía el respeto por ella  en el contexto del Cuarto mandamiento, siempre que se insertara en la dialéctica cristiana del conjunto y del particular y no degenerara en una actitud ciega encaminada a exaltar la Nación (o el Estado) como valor supremo e ignorar  la unidad fundamental del género humano y el universalismo cristiano, convirtiéndose así en un peligro para la paz y el bien común.

Benedicto XV, un agudo realista y un sincero amigo del hombre en todas sus situaciones, comprendió bien que iba a nacer un nuevo mundo con nuevas características y necesidades, y acogió  su grito: el fuerte llamado a la libertad y a los derechos fundamentales de los millones de hombres de uniforme que habían regresado de las trincheras, de los millones de mujeres obligadas a cumplir las obligaciones de los hombres ausentes, de los prisioneros de guerra, de los hambrientos, de las viudas y los huérfanos, de los cristianos rusos perseguidos, de los Romanoff en cautiverio o en el exilio, de los hijos de Francisco Fernando de Este que estaban a punto de perder su último bien material; en resumen, de todos los hombres que sufrían, ya fueran aristócratas con apellidos históricos o los últimos entre los humildes, que esperaban palabras de consuelo, aliento y apoyo o reivindicaban sus derechos en un contexto político nuevo. El pontífice no tenía la intención de verse excluido ni de ver excluida a la Iglesia de este nuevo mundo a pesar de que se presentase como laico o laicista, ni de tener a la Iglesia encerrada en la "sacristía" o en la intimidad de las conciencias, sino , -en consonancia con el viejo pensamiento agustino de que el disfrute de la paz terrenal facilitaba a la civitas Dei su realización concreta en la sociedad humana-, quería ubicarla en este mundo como una instancia moral presente en la esfera pública e incisiva en la vida internacional, no como parte interesada entre las partes interesadas, sino como madre y maestra "no superada, no retrógrada, no importuna, sino viva, sino beneficiosa, sino amiga ».[7]

La activa labor de mediación y de paz desarrollada por la diplomacia pontificia durante y después del conflicto y la gran acción humanitaria continuada incluso después del armisticio de una manera tan generosa como para vaciar las arcas papales hasta obligar a los cardenales a pedir un préstamo para poder dar una digna sepultura al desaparecido gran pontífice de Liguria, fueron expresiones del nuevo papel internacional del Papado como autoridad moral, pacificadora y abogada no solo de sus propios creyentes, sino también del hombre en general y de todos los valores humanos naturales. Fue una misión universal, de la cual Giovanni Battista Montini, el futuro Pablo VI, diría en el histórico discurso pronunciado en el Capitolio en la víspera del Concilio Vaticano II que el Papado, humillado por la pérdida del poder temporal  “reanudó con fuerza inusual sus funciones de Maestro de vida y del testimonio del Evangelio, como para llegar a tal altura en el gobierno espiritual de la Iglesia y en la irradiación moral en el mundo, como nunca antes ".[8]

El nuevo orden que se avecinaba en el horizonte podía convertirse en "promesa y garantía de buen entendimiento y libertad honesta, o en instrumento de la peor de las tiranías según se forme sobre los principios francamente cristianos o  sobre los de un laicismo incrédulo y ateo", advertía L’Osservatore Romano en los albores del primer año de posguerra.[9] Fue precisamente esta encrucijada en la que el Pontífice vio una tarea fundamental de su acción, tanto religioso-pastoral como político-diplomática, y que se aprestó a cumplir, ayudado por un pequeño pero muy fiel grupo de diplomáticos, en aquella época  todavía todos  italianos, formados en el viejo mundo diplomático de las cancillerías, cenáculos y lenguajes doctos, y de un día para otro forzados a adaptarse a nuevos entornos, lenguajes e interlocutores. 

La primera etapa fundamental en este camino fue la paz. Era natural que la diplomacia pontificia, que durante la guerra tantas fuerzas había dedicado al restablecimiento de la paz, buscara también tras el fin de las hostilidades sobre todo la verdadera consolidación de la paz y su presupuesto fundamental: la distensión de los espíritus. Es bien sabido que las conversaciones de paz tuvieron lugar sin la participación de la Santa Sede, excluida por el artículo XV del Pacto de Londres, pero también por la intervención de las fuerzas laicistas que decidieron obstaculizar una interferencia religiosa-eclesiástica en los organismos internacionales. A pesar de ello, Benedicto XV no renunció a las únicas cartas que le quedaban para intervenir: la palabra pastoral en los pronunciamientos públicos, la movilización de la opinión pública católica y la presencia, al menos oficiosa, de sus representantes diplomáticos. Incluso antes de que se hubiera reunido la Conferencia de Paz, en la breve encíclica Quod iamdiu del 1 de diciembre de 1918, Benedicto XV, preocupado por el espíritu de imposición y de rencor que se desprendía de los preparativos de la reunión parisina, advertía de que la tarea del futuro Congreso sería la de combinar una paz justa y duradera e invitaba a los obispos a que rezasen para que se concretizase "ese gran don de Dios que es la verdadera paz fundada en los principios cristianos”.. Al mismo tiempo, el Pontífice envió al jefe de su diplomacia, el hábil secretario de asuntos eclesiásticos extraordinarios Bonaventura Cerretti, a Francia, Bélgica, Estados Unidos e Inglaterra para promover por parte de los episcopados católicos nacionales y de  la opinión pública católica una acción sobre sus respectivos gobiernos en el sentido deseado por la Santa Sede. Cuando la conferencia de paz se reunió en París, Cerretti, aunque excluido de las negociaciones, se quedó  en la capital francesa durante dos meses y logró mitigar la suerte  de los lugares sagrados y de las misiones católicas alemanas en las colonias de las cuales la  Alemania derrotada había sido privada y también  iniciar contactos discretos con los  interlocutores italianos para desenredar lentamente la irresuelta cuestión romana.

Cuál fuese  el contenido concreto de la visión pontificia de un nuevo orden europeo, del cual el infatigable Cerretti intentó sensibilizar a la opinión católica en las grandes potencias, ya era reconocible en  la famosa Nota de paz de Benedicto XV del 1 de agosto de 1917: el respeto de la justicia y la equidad en las relaciones entre los Estados y los pueblos, la renuncia a las compensaciones recíprocas, el respeto del principio natural de  nacionalidad y de las aspiraciones legítimas de los pueblos, el justo acceso a los bienes materiales y a las vías de comunicación para todos, la reducción de armamentos, el arbitraje como instrumento pacífico de resolución de los conflictos. Significativamente, el Pontífice prefirió, en lugar de hablar de  justicia, hablar de equidad, es  decir, de la justicia animada por la caridad cristiana, apelando al precepto evangélico fundamental del amor al prójimo y al perdón de las ofensas, pero también a la imposibilidad política de hacer peticiones maximalistas que no podían asegurar la convivencia humana y amenazaban con provocar, una vez que el adversario se hubiera recuperado, reacciones nocivas  para la paz y para los mismos vencedores de ayer.

Esta advertencia a los vencedores de no abusar de su fuerza del momento también indicaba los límites dentro de los cuales la Santa Sede aprobaría los tratados de paz: fueron bien recibidos porque sancionaban el cese de las hostilidades y abrían la posibilidad de una colaboración renovada entre los pueblos, pero aceptados con perplejidad y crítica, cuando la paz se quedaba en el papel en lugar de en los corazones de los hombres y las exigencias de la caridad cristiana no se cumplían. Un dualismo similar también marcó la evaluación de la recién nacida Sociedad de las Naciones. Su carácter universal y su propósito de proteger la paz se parecían incluso demasiado a las propuestas del propio Benedicto XV (desarme, seguridad colectiva, arbitraje obligatorio) para no atraer su benevolencia, así como su carácter liberal-laicista arraigado en la ideología del humanitarismo secular, las influencias de la masonería internacional que acusaba y la exclusión del Pontífice de este órgano internacional, no pudieron sino suscitar reservas y distancias, sin impedir, no obstante, a los diplomáticos papales que apoyaran las iniciativas individuales encaminadas a un buen fin.[10]

Uno de los mayores desafíos para la diplomacia papal de la posguerra fue  el colapso de la monarquía centenaria de los Habsburgo. Aunque la Santa Sede no se hiciera ilusiones sobre el estatus interno de la monarquía danubiana, imbuida de la herencia josefina y de la tradición jurisdiccional "falsamente sostenida por algunos como el baluarte de la Iglesia Católica"[11], como escribió el fundador del Partido Popular Italiano, Luigi Sturzo, de la secularización avanzada. y de las divisiones nacionales e ideológicas, el colapso de la última gran potencia que se reconocía a sí misma como católica no podía dejar de preocupar a la Santa Sede. Sin embargo, pocos días después del armisticio de Villa Giusti, el Papa encargó al jefe de su Nunciatura apostólica en Viena, Mons. Teodoro Valfrè di Bonzo, que "estableciera relaciones amistosas con las diversas nacionalidades del Estado austrohúngaro que recientemente se han constituido en Estados independientes "[12]. A la representación más noble del Papa en la corte de los Habsburgo, transformada de un día para otro en un centro de acción improvisado mitteleuropeo, le tocó así la tarea central de procurar a la Santa Sede las informaciones tan dolorosamente ausentes y de construir nuevos canales para una comunicación y una acción diplomática efectivas, para salvaguardar así los intereses de la Iglesia y, a través de una acción rápida en tiempos cruciales, asegurarle el lugar debido en las nuevas estructuras estatales.[13]

El perfil del nuevo mundo que se abría ante los ojos del nuncio comportaba no pocos desafíos: las tristes consecuencias del jurisdiccionalismo austro-húngaro que había vinculado a las Iglesias particulares con el Estado y  con el establishment dominante, exponiendo a la Iglesia, después de la caída de las viejas …dominantes, a críticas severas y medidas vejatorias, las reivindicaciones políticas de los nuevos gobiernos deseosos de  no perder los derechos en asuntos eclesiásticos ejercidos por el poder político bajo el regalismo austro-húngaro, la pérdida de bienes eclesiásticos por medio de incautaciones o reformas agrarias, las solicitudes de separación entre Iglesia y Estado, los territorios de las diócesis cortados por las nuevas fronteras políticas. Más aún: el ímpetu emocional, el fermento político y espiritual, las oleadas de los nacionalismos no se detuvieron ni siquiera ante  las puertas de la Iglesia y dieron lugar a varias corrientes reformistas particularmente sentidas en los países bohemios, donde más de un millón de personas abandonaron la Iglesia Católica  y nació una Iglesia nacional, considerada como un logro religioso de la emancipación política de la nación.

Benedicto XV y sus diplomáticos se encontraron así frente a la necesidad de desarrollar estrategias para defender a los católicos del impacto laicista, asegurar a la Iglesia católica un lugar debido en las nuevas estructuras estatales, emanciparla de las cargas del jurisdiccionalismo, viejas o nuevas que fueran,  restablecer dentro de la Iglesia la unidad perfecta de doctrina y de organización que habían sufrido debido a causas previas, y ponerla en el camino de reconquistar el espacio social perdido. Concretamente, era necesario restablecer el ordenamiento eclesiástico territorial y jurisdiccional en armonía con las nuevas realidades estatales y con las nuevas necesidades pastorales, nombrar  nuevos obispos de la nacionalidad de sus fieles, recuperar la libertad de los nombramientos episcopales y acabar de una vez por todas con la triste  praxis de los diversos patronatos regios o estatales, aumentar el nivel intelectual y moral del clero a través de la acción pastoral de los nuevos obispos, la reforma de la educación y la formación del clero en el verdadero espíritu católico.[14]

Fue una situación intrincada y un desafío difícil que la diplomacia pontificia tuvo que enfrentar con escasos conocimiento y escasos medios, pero con valentía y sin prejuicio alguno, y pronto logró consolidar la situación, gracias también a la labor  realizado por los nuevos diplomáticos apostólicos, personajes extraordinarios, casi todos se convirtieron en cardenales o incluso en pontífices: Achille Ratti y Lorenzo Lauri en Polonia, Clemente Micara y Francesco Marmaggi en Checoslovaquia, Lorenzo Schioppa y Cesare Orsenigo en Hungría, Ermenegildo Pellegrinetti en el Reino de los serbios, croatas y eslovenos (más tarde Yugoslavia), Francesco Marmaggi y Angelo Maria Dolci en Rumania, y muchos otros.

No menos dramáticos fueron los desafíos provocados por la revolución bolchevique en Rusia, que eliminó al gobierno zarista con su hostilidad persecutoria hacia la Iglesia católica, reemplazándolo, después de una breve fase de expectativas optimistas en el Palacio Apostólico, por un régimen opresivo y enemigo de la Ley divina y natural nunca antes conocido. Cuando el régimen soviético se reveló sorprendentemente duradero y la situación de los católicos dentro de sus fronteras cada vez más dramática, y cuando incluso el régimen soviético, movido por la necesidad de consolidación, descubrió las ventajas políticas del reconocimiento diplomático del Papa, la diplomacia del Vaticano no tuvo miedo ni siquiera de ponerse en contacto con los revolucionarios bolcheviques vestidos de frac  y comenzar negociaciones diplomáticas para asegurar la supervivencia del catolicismo en la Unión Soviética. Las negociaciones fracasaron, pero la Santa Sede al menos logró enviar una misión caritativa imponente a la Unión Soviética, contribuyendo de esta manera a salvar miles de vidas.[15] El cristianismo en Rusia y la Unión Soviética, sin embargo, siguió siendo una de las mayores preocupaciones de todos los pontífices del turbulento siglo XX.

A pesar de todas las dificultades y la continuación de la situación de inferioridad diplomática relacionada con la irresuelta Cuestión Romana, la guerra y las situaciones de la inmediata posguerra, la estricta imparcialidad, las vastas acciones de mediación, de pacificación y de asistencia y el generoso amor por el hombre y por  todos los pueblos, aumentaron el respeto y el prestigio del Papado y de  su diplomacia y fortalecieron sus posiciones en el tablero internacional. Dicho en términos aritméticos simples, mientras que al comienzo del pontificado, en septiembre de 1914, la Santa Sede tenía relaciones con solo 17 Estados, antes de la muerte del Papa Della Chiesa, en enero de 1922 el número de asociados diplomáticos aumentó a 27, entre los cuales no solo los nuevos Estados que sentían la necesidad del apoyo del soberano más antiguo y de la autoridad moral del Papa, sino también las grandes potencias que se habían separado antes de la guerra de las relaciones con el Papa como Francia o Gran Bretaña, o la República de Weimar, que abandonó el antiguo sistema en el que los Estados de Prusia y Baviera mantenían a sus propios representantes en Roma y albergaban a los nuncios en su territorio, y estableció relaciones diplomáticas a nivel central. De nuevo resultó evidente que, a pesar de todas las nubes en el horizonte, el Señor no dejaba de ayudar a su Iglesia. Cuando el nuncio apostólico en Viena, Valfrè di Bonzo, asustado por los acontecimientos del otoño de 1918, escribió al Papa Benedicto XV, su amigo de  juventud, una carta llena de ansiedad, el Pontífice, lleno de optimismo alimentado por la fe,  le respondió: « ... los hombres dicen que todo depende de los eventos, yo digo, que estamos en manos de Dios: ¿y no querrá Usted agregar que estamos "en buenas manos"?.[16]

 

 

 

[1] I Diari del Cardinale Ermenegildo Pellegrinetti 1916-1922, por  Terzo Natalini, Ciudad del Vaticano: Archvo Vaticano, 1994, p.

 

 

[2] Ibid.,  p. 159.

 

 

[3] Cf. diversos pronunciamentos públicos di Benedicto XV como por ej. Lettera pastorale al cardinale Pompilj del 4 marzo 1916; Lettera al cardinale Gasparri del 5 maggio 1917; Nota alle potenze belligeranti del 1° agosto 1917.

 

 

[4] [4] L’Osservatore Romano, 25 junio 1919.

 

 

[5] Cf. sobre todo la encíclica Quas primas de 1925, en Enchiridion delle encicliche, vol. 5, Pio XI (1922-1939), Bolonia 1995, pp. 158-193.

 

 

[6] Benedicto XV al Cardenal Secretario de Estado Gasparri en la  Carta apostólica Dopo gli Ultimi del 8 de noviembre 1918, en La Civiltà Cattolica, 1918, vol. IV, p. 343; AAS, vol. 10, 1918, p. 579.

 

 

[7] Para la cita cf. Giorgio Rumi, Introduzione, en Benedetto XV e la pace – 1918, por  Giorgio Rumi, Brescia, Morcelliana, 1990, p. 8.

 

 

[8] Giovanni Battista Montini, Discorsi e scritti milanesi (1954-1963), III (1961-1963), Brescia, Istituto Paolo VI, 1997, pp. 5348-5361.

 

 

[9] L’Oservatore Romano, 1° enero1919.

 

 

[10] Para la actitud de la Santa Sede con la Sociedad de las Naciones  cf. S.RR.SS, AA.EE.SS , Stati Ecclesiastici, pos. 506 P.O., fasc. 515, informes del nuncio apostólico en Berna Di Maria y del consejero de nunciatura Laghi a la Secretaría de Estado, 1934-1935.

 

 

[11] Luigi Sturzo, I discorsi politici, Roma, Istituto Luigi Sturzo, 1951, p. 391.

 

 

[12] Dopo Gli Ultimi, Carta apostólica de Benedicto XV al cardenal  Secretario de Estado, en, La Civiltà Cattolica, 1918, vol. IV, p. 343.

 

 

[13] [13]Cf. Emilia Hrabovec, Der Heilige Stuhl und die Slowakei 1918-1922 im Kontext internationaler Beziehungen, Frankfurt am Main, Peter Lang, 2002, pp. 19-32, 67-78.

 

 

[14]  Cf. Gianpaolo Romanato, “Achille Ratti in Polonia el contesto del rinnovamento cattolico dopo la prima guerra mondiale”, en Nunzio in una terra di frontiera. Achille Ratti, poi Pio XI, in Polonia (1918-1921), por  Quirino Alessandro Bortolato e Mirosław Lenart, Ciidad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2017, p. 24; Emilia Hrabovec, “Pio XI e le conseguenze pastorali dei trattati di pace nell’Europa centro-orientale: il caso della Cecoslovacchia e dell’Ungheria“, en La sollecitudine ecclesiale di Pio XI. Alla luce delle nuove fonti archivistiche, por Cosimo Semeraro, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2010, pp. 363-395.

 

 

[15] Giorgio Petracchi, “La missione pontificia di soccorso alla Russia (1921-1923)”, en: Santa Sede e Russia da Leone XIII a Pio XI. Atti del Simposio organizzato dal Pontificio Comitato di Scienze Storiche e dall´Istituto di Storia Universale dell´Accademia delle Scienze di Mosca. Mosca, 23-25 giugno 1998, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2002, pp. 122-180.

 

 

[16]  Giacomo Della Chiesa, Lettere ad un amico Teodoro Valfrè di Bonzo, por y con prólogo de Giorgio Rumi, Milano, NED, 1992, p. 13.