Esta tarde a las 15:00 el Santo Padre Francisco fue en visita privada a la parroquia de San Gaetano en el distrito de Brancaccio y a la casa del Beato Pino Puglisi, en la plaza Anita Garibaldi.
Luego se desplazó a la catedral, donde, a las 15.50, se encontró con el clero, los religiosos y los seminaristas.
Publicamos a continuación el discurso pronunciado por el Papa durante el encuentro.
Discurso del Santo Padre
¡Buenas tardes!
Esta mañana hemos celebrado juntos la memoria del beato Pino Puglisi. Ahora quisiera compartir con vosotros tres aspectos básicos de su sacerdocio, que pueden ayudar a nuestro sacerdocio y también ayudar a las consagradas y consagrados no sacerdotes, a nuestro "sí" a Dios y a los demás. Son tres verbos simples, por lo tanto fieles a la figura de Don Pino, que era simplemente un sacerdote, un verdadero sacerdote. Y como sacerdote, un consagrado a Dios, porque también las monjas pueden participar en esto.
El primer verbo es celebrar. También hoy, como en el centro de cada Misa, hemos pronunciado las palabras de la Institución: "Tomad y comed todos de él: este es mi cuerpo ofrecido en sacrificio por vosotros”. Estas palabras no deben permanecer en el altar, deben calarse en la vida: son nuestro programa de vida diaria. No solo debemos decirlas in persona Christi, debemos vivirlas en primera persona. Tomad y comed, éste es mi cuerpo ofrecido. Lo decimos a los hermanos, junto con Jesús Las palabras de la Institución, describen entonces nuestra identidad sacerdotal nos recuerdan que el sacerdote es hombre del don, del don de sí, todos los días, sin vacaciones y sin descanso. Porque la nuestra, queridos sacerdotes, no es una profesión sino una entrega; no es un trabajo, que también puede servir para hacer carrera, sino una misión. Y así también la vida consagrada. Todos los días podemos hacer el examen de conciencia, solamente con estas palabras - Tomad y comed, éste es mi cuerpo ofrecido por vosotros- y preguntarnos: "¿Hoy he dado la vida por amor del Señor? ¿Me he dejado comer por los hermanos?”. Don Pino vivió así: el epílogo de su vida fue la consecuencia lógica de la misa que celebraba todos los días.
Hay una segunda fórmula sacramental fundamental en la vida del sacerdote: "Yo te absuelvo de tus pecados". Aquí está la alegría de dar el perdón de Dios. Pero aquí el sacerdote, hombre del don, también se descubre como hombre del perdón. También todos los cristianos debemos ser hombres y mujeres de perdón. Los sacerdotes de manera especial en el sacramento de la Reconciliación. En efecto, las palabras de Reconciliación no solo dicen lo que sucede cuando actuamos in persona Christi, sino que también nos muestran cómo actuar de acuerdo con Cristo. Yo te absuelvo: el sacerdote, hombre del perdón, está llamado a encarnar estas palabras. Es el hombre del perdón. Y del mismo modo, las religiosas son mujeres del perdón. Cuántas veces en las comunidades religiosas no hay perdón, hay habladurías, hay celos... No. Hombre del perdón, el sacerdote en la confesión, pero también todos los consagrados hombres y mujeres del perdón. El sacerdote no guarda rencor, no hace pesar lo que no ha recibido, no devuelve mal por mal. El sacerdote es el portador de la paz de Jesús: benévolo, misericordioso, capaz de perdonar a los demás como Dios los perdona a través de él (véase Ef. 4,32). Lleva concordia donde hay división, armonía donde hay riña, serenidad donde hay animosidad. Pero si el sacerdote es un chismoso, en lugar de llevar concordia, llevará división, llevará guerra, llevará cosas que harán que el presbiterio termine dividido en su interior y con el obispo. El sacerdote es un ministro de reconciliación a tiempo completo: administra el "perdón y la paz" no solo en el confesionario, sino en todas partes. Pidamos a Dios que seamos portadores sanos del Evangelio, capaz de perdonar de corazón, de amar a nuestros enemigos. Pensemos en tantos sacerdotes y tantas comunidades donde se odian mutuamente como enemigos, por competencia, celos, arribismo... ¡no es cristiano! Un obispo me dijo una vez: "Yo, algunas comunidades religiosas y algunos sacerdotes los volvería a bautizar para hacerlos cristianos". Porque se comportan como paganos. Y el Señor nos pide que seamos hombres y mujeres de perdón, capaces de perdonar de corazón, de amar a nuestros enemigos y de rezar por los que nos hacen daño (cf. Mt. 18.35, 5.44). Esto de rezar por los que nos hacen daño parece una cosa de museo... ¡No, tenemos que hacerlo hoy, hoy! La fuerza de vosotros, sacerdotes, de vuestro sacerdocio, la fuerza de vosotros, religiosos, de vuestra vida consagrada, está aquí: rezar por aquellos que hacen el mal, como Jesús.
El gimnasio donde entrenarse para ser hombres de perdón es el seminario primero y el presbiterio después. Para los consagrados es la comunidad. Todos sabemos que no es fácil perdonarnos entre nosotros: "¿Me hiciste esto? ¡Me lo pagarás! ". Pero no solo en la mafia, también en nuestras comunidades y en nuestros sacerdotes, así es como es. En el presbiterio y en la comunidad, hay que alimentar el deseo de unir, según Dios; no el de dividir según el diablo. Grabémoslo en la mente. Donde hay división, está el diablo, él es el gran acusador, el que acusa para dividir, ¡lo divide todo! Allí, en el presbiterio y en la comunidad, los hermanos y las hermanas deben ser aceptados, allí el Señor llama todos los días a trabajar para superar las divergencias. Y esta es parte constitutiva de ser sacerdotes y consagrados. No es un accidente, pertenece a la sustancia. Sembrar cizaña, provocar divisiones, chismorrear, cotillear no son "pecadillos que todos hacen", no: es negar nuestra identidad de sacerdotes, hombres del perdón y de consagrados, hombres de comunión. Siempre debe distinguirse el error de quien lo comete, siempre deben ser amados y esperados el hermano y la hermana. Pensamos en Don Pino, que estaba disponible para todos y a todos esperaba con el corazón abierto, incluso a los delincuentes.
Sacerdote hombre del don y del perdón, he aquí cómo conjugar en la vida el verbo celebrar. Puedes celebrar misa todos los días y luego ser un hombre de división, de cotilleo, de celos, incluso un "criminal" porque matas a tu hermano con la lengua. Y estas no son palabras mías, esto es lo que dice el apóstol Santiago. Leed la carta de Santiago. También las comunidades religiosas pueden ir a misa todos los días, comulgar, pero con odio en sus corazones por sus hermanos. El sacerdote es un hombre de Dios las veinticuatro horas del día, no es un hombre de lo sagrado cuando se pone las vestimentas. La liturgia sea vida para vosotros, no un ritual. Por eso es fundamental orar a Aquel de quien hablamos, nutrirnos con la Palabra que predicamos, adorar el Pan que consagramos y hacerlo todos los días. Plegaria, Palabra, Pan; el Padre Pino Puglisi, llamado "3P", nos ayuda a recordar estas tres "P" esenciales para cada sacerdote todos los días, esenciales para todos los consagrados y consagradas todos los días: Plegaria, Palabra, Pan.
Hombre del perdón, sacerdote que da el perdón, es decir, hombre de misericordia y esto especialmente en el confesionario, en el sacramento de la Reconciliación. ¡Qué feo es cuando en la confesión el sacerdote comienza a cavar, a cavar en el alma del otro!: "¿Y cómo fue, y cómo hiciste? “…¡Ese es un hombre enfermo! Estás ahí para perdonar en nombre del único Padre que perdona, no para medir hasta donde puedo, hasta donde no puedo... Creo que sobre este punto de la Confesión debemos convertirnos tanto: recibir a los penitentes con misericordia, sin excavar el alma, sin hacer de la confesión una visita psiquiátrica, sin hacer de la confesión una investigación de detective. Perdón, gran corazón, misericordia. El otro día, un cardenal muy estricto, diría incluso conservador, porque hoy se dice: -Éste es conservador, éste es abierto-, un cardenal me decía: "Si uno viene al Padre, porque yo estoy allí en nombre de Jesús y del Padre Eterno, y dice: “Perdóname, perdóname, he hecho esto, eso, aquello ...”; y siento que de acuerdo con las reglas no debería perdonar, pero ¿qué padre no perdona a su hijo que lo pide con lágrimas y desesperación? ". Luego, una vez perdonado, se le aconsejará: "Tendrás que hacer esto..."; o: "Tengo que hacer esto, y lo haré por ti". Cuando el hijo pródigo llegó con el discurso preparado ante su padre y comenzó a decir: "¡Padre, he pecado! ...", el padre lo abrazó, no lo dejó hablar, inmediatamente le dio el perdón. Y cuando el otro hijo no quería entrar, el padre salió a darle a él también esta confianza de perdón, de filiación. Esto es muy importante para mí, para sanar nuestra Iglesia tan herida que parece un hospital de campaña.
Finalmente, siempre sobre el celebrar, me gustaría decir algo sobre la piedad popular, muy común en estas tierras. Un obispo me contaba que en su diócesis no sabía cuántas hermandades había y me decía: "Yo voy siempre con ellos, no los dejo solos, los acompaño." Es un tesoro que debe ser apreciado y custodiado, porque tiene en sí mismo una fuerza evangelizadora (cf. Evangelii gaudium, 122-126), pero siempre el protagonista debe ser el Espíritu Santo. Por lo tanto, pido que estéis atentos, para que la religiosidad popular no sea explotada por la presencia de la mafia, porque entonces, en lugar de ser un medio de adoración amorosa, se convierte en un vehículo para la ostentación corrupta. Hemos visto esto en los periódicos, cuando la Virgen se detiene y se inclina ante la casa del jefe mafioso. No, esto no está bien, ¡absolutamente no! Cuidad de la piedad popular, ayudadla, estad presentes. Un obispo italiano me decía así: "La piedad popular es el sistema inmunitario de la Iglesia", es el sistema inmunitario de la Iglesia. Cuando la Iglesia comienza a volverse demasiado ideológica, demasiado gnóstica o demasiado pelagiana, la piedad popular la corrige, la defiende.
Os propongo un segundo verbo: acompañar. Acompañar es la piedra angular de ser pastores hoy. Necesitamos ministros que encarnen la proximidad del Buen Pastor, de sacerdotes que sean íconos vivos de la proximidad. Debe enfatizarse esta palabra: "proximidad", porque es lo que Dios ha hecho. Lo hizo primero con su pueblo. Sobre esto también los reprocha en el Deuteronomio – pensadlo - les dice: "Decidme, ¿habéis visto alguna vez un pueblo que tenga dioses tan cercanos a él como vosotros tenéis a vuestro Dios cerca de vosotros?". Esta cercanía, esta proximidad de Dios en el Antiguo Testamento, se hizo carne, se hizo uno de nosotros en Jesucristo. Dios se hizo cercano aniquilándose, vaciándose, así dice Pablo. Proximidad, debemos retomar esta palabra. Pobres de bienes y de proclamaciones, ricos de relación y de comprensión. Pensemos de nuevo en don Puglisi que, más que hablar de los jóvenes, hablaba con los jóvenes. Estar con ellos, seguirlos, hacer que broten junto a ellos las preguntas más verdaderas y las respuestas más hermosas. Es una misión que surge de la paciencia, de la escucha cordial, del tener un corazón de padre, corazón de madre, para las religiosas, y nunca un corazón de amo. El arzobispo nos habló sobre el apostolado "del oído", la paciencia de escuchar. La pastoral se hace así con paciencia y dedicación, por Cristo y a tiempo completo.
Don Pino arrancaba del malestar simplemente haciendo de cura con corazón de pastor. Aprendamos de él a rechazar cualquier espiritualidad incorpórea y a ensuciarnos las manos con los problemas de las personas. A mí me huele mal esa espiritualidad que te lleva a estar con los ojos vueltos hacia arriba, cerrados o abiertos, y siempre estás ahí... ¡Eso no es católico! Salgamos al encuentro de las personas con la simplicidad de aquellos que quieren amarlos con Jesús en el corazón, sin proyectos faraónicos, sin las modas del momento. A nuestra edad, hemos visto tantos proyectos pastorales faraónicos... ¿Qué han hecho? ¡Nada! Los proyectos pastorales, los planes pastorales son necesarios, pero como un medio, un medio para ayudar a la proximidad, a la predicación del Evangelio, pero en sí mismos no sirven. El camino del encuentro, de la escucha, del compartir es el camino de la Iglesia. Crecer juntos en la parroquia, seguir el recorrido de los jóvenes en la escuela, acompañar de cerca las vocaciones, las familias y los enfermos; crear lugares de encuentro donde rezar, reflexionar, jugar, pasar el tiempo de una manera saludable y aprender a ser buenos cristianos y ciudadanos honestos. Esta es una pastoral que genera, y que regenera al sacerdote mismo, a la religiosa misma.
Quisiera decir algo especialmente a las religiosas: vuestra misión es grande, porque la Iglesia es una madre y su manera de acompañar siempre debe tener un rasgo materno. Vosotras religiosas, pensad que sois un ícono de la Iglesia, porque la Iglesia es mujer, esposa de Cristo, vosotras sois ícono de la Iglesia. Pensad que sois un ícono de la Virgen, que es la madre de la Iglesia. Vuestra maternidad hace mucho bien, mucho. Una vez, -lo he contado muchas veces-, lo digo brevemente. Donde trabajaba mi padre, había tantos inmigrantes después de la guerra española, comunistas, socialistas... todos come curas. Uno de ellos se enfermó, lo trataron 30 días en casa, porque iba a curarlo una monja; él tenía una enfermedad muy mala, muy difícil de tratar. En los primeros días le soltó todas las palabrotas que sabía, y la monja lo curaba en silencio. Una vez que la historia termina, ese hombre se reconcilió. Y una vez, saliendo del trabajo junto con otros, dos monjas pasaban y los otros decían palabrotas y él le dio un puñetazo a uno ellos y lo tiró al suelo y dijo: "Con Dios y con los sacerdotes, vale, ¡pero la Virgen y las monjas ni las toques!”. Vosotras sois la puerta porque sois madres y la Iglesia es madre. La ternura de una madre, la paciencia de una madre... Por favor, no quitéis valor a vuestro carisma de mujeres y al carisma de consagradas. Es importante que os involucréis en la pastoral para revelar el rostro de la Iglesia madre. Es importante que los obispos os llamen a los consejos, en los diversos consejos pastorales, porque la voz de la mujer siempre es importante, la voz de la persona consagrada es importante. Y me gustaría dar las gracias a las contemplativas que, con la oración y el don total de la vida, son el corazón de la Iglesia madre y bombean en el Cuerpo de Cristo el amor que conecta todo.
Celebrar, acompañar y ahora el último verbo, que en realidad es lo primero que se debe hacer: testimoniar. Esto nos concierne a todos y, en particular, se aplica a la vida religiosa, que es en sí misma testimonio y profecía del Señor en el mundo. En el apartamento donde vivió el Padre Pino resalta una simplicidad genuina. Es el signo elocuente de una vida consagrada al Señor, que no busca el consuelo y la gloria del mundo. La gente busca esto en el sacerdote y en los consagrados, busca el testimonio. La gente no se escandaliza cuando ve que el sacerdote "resbala", es un pecador, se arrepiente y continúa ... El escándalo de las personas es cuando ve sacerdotes mundanos, con el espíritu del mundo. El escándalo de la gente es cuando encuentra en el sacerdote un funcionario, no un pastor. Y esto grabadlo en vuestra mente y en vuestro corazón: ¡pastores sí, funcionarios no! La vida habla más que las palabras. El testimonio es contagioso. Ante Don Pino pidamos la gracia de vivir el Evangelio como él: a la luz del sol, inmerso en su pueblo, rico solo del amor de Dios. Se puede discutir tanto sobre la relación entre la Iglesia y el mundo y entre el Evangelio y la historia, pero no sirven si el Evangelio no pasa antes por la propia vida. Y el Evangelio nos pide, hoy más que nunca, esto: servir en simplicidad, en testimonio. Esto significa ser ministros: no hacer funciones, sino servir felices, sin depender de las cosas que pasan y sin unirse a los poderes del mundo. Así, libres para testimoniar, se manifiesta que la Iglesia es sacramento de salvación, es decir, signo que indica e instrumento que ofrece salvación al mundo.
La Iglesia no está por encima del mundo, -esto es clericalismo-, la Iglesia está dentro del mundo, para hacerlo fermentar, como levadura en la masa. Por esto, queridos hermanos y hermanas, hay que ahuyentar toda forma de clericalismo. Es una de las perversiones más difíciles de eliminar hoy en día, el clericalismo: que no tengan ciudadanía en vosotros actitudes altaneras, arrogantes o dominantes. Para ser testigos creíbles, hay que recordar que antes de ser sacerdotes, somos siempre diáconos; antes de ser ministros sagrados, somos hermanos de todos, siervos. ¿Qué diríais a un obispo que me dice que algunos de sus sacerdotes no quieren ir a una aldea cercana para decir una misa de difuntos si no llega antes la oferta? ¿Qué le diríais a ese obispo? ¡Y los hay! ¡Hermanos y hermanas, los hay! Recemos por estos hermanos, funcionarios. También el arribismo y el favorecer a la parentela son enemigos que deben ser expulsados, porque su lógica es la del poder, y el sacerdote no es un hombre de poder, sino de servicio. La monja no es una mujer de poder, sino de servicio. Testimoniar, entonces, significa huir de toda duplicidad; esa hipocresía, que está tan estrechamente ligada al clericalismo; escapar de toda duplicidad de vida, en el seminario, en la vida religiosa, en el sacerdocio. No se puede vivir una doble moral: una para el pueblo de Dios y otra en el propio hogar. No, el testimonio es solo uno. El testigo de Jesús siempre le pertenece. Y por amor suyo emprende una batalla diaria contra sus vicios y contra toda mundanidad alienante.
Finalmente, testigo es el que, sin tanta palabrería, pero con una sonrisa y con serenidad confiada sabe cómo animar y consolar, porque revela con naturalidad la presencia de Jesús resucitado y vivo. Os deseo sacerdotes, consagrados y consagradas, seminaristas, que seáis testigos de la esperanza, como bien dijo don Pino: "Para los desorientados, el testimonio de la esperanza no indica qué es la esperanza, sino quién es la esperanza. La esperanza es Cristo, y se indica lógicamente a través de la propia vida orientada hacia Cristo "(Discurso a la Conferencia del Movimiento" Presencia del Evangelio ", 1991). No con las palabras.
Os doy las gracias y os bendigo, y disculpadme si he sido algo “fuerte”, ¡pero me gusta hablar así! Os deseo la alegría de celebrar, acompañar y testimoniar el gran don que Dios ha puesto en vuestros corazones. ¡Gracias y rezad por mí!