Esta tarde a las 16.00, en la Basílica Vaticana, el Santo Padre Francisco ha celebrado un consistorio ordinario público para la creación de cinco nuevos cardenales, la imposición de la birreta, la entrega del anillo y la asignación del Título o Diaconía.
En la apertura del consistorio, Mons. Jean Zerbo, arzobispo de Bamako (Malí), el primero de los nuevos cardenales ha dirigido al Papa unas palabras de homenaje y gratitud en nombre de todos los nuevos purpurados.
La celebración ha comenzado con el saludo, la oración y la lectura de un pasaje del evangelio según San Marcos (10, 32-45) y a continuación el Papa ha pronunciado su homilía.
Posteriormente, el Santo Padre ha leído la fórmula de creación y ha proclamado solemnemente los nombres de los nuevos cardenales anunciando el Orden presbiterial o diaconal. El rito ha continuado con la profesión de fe de los nuevos cardenales ante el pueblo de Dios y el juramento de fidelidad y obediencia al Papa Francisco y a sus sucesores.
Los nuevos cardenales, según el orden de creación se han arrodillado ante el Santo Padre que les ha impuesto el solideo y la birreta cardenalicia, les ha entregado el anillo y asignado a cada uno una iglesia de Roma como signo de participación en la solicitud pastoral del Papa en la Urbe.
Tras la consigna de la bula de creación cardenalicia y de asignación del Título o de la Diaconía, el Santo Padre Francisco ha intercambiado con cada nuevo cardenal el abrazo de la paz.
Sigue la alocución que el Santo Padre ha pronunciado durante el consistorio
Alocución del Santo Padre
«Jesús caminaba delante de ellos». Esta es la imagen que nos ofrece el Evangelio que hemos escuchado (Mc 10,32-45), y que hace de escenario también para el acto que estamos realizando: un Consistorio para la creación de nuevos Cardenales.
Jesús camina con decisión hacia Jerusalén. Sabe bien lo que allí le aguarda y ha hablado ya de ello muchas veces a sus discípulos. Pero entre el corazón de Jesús y el corazón de los discípulos hay una distancia, que sólo el Espíritu Santo podrá colmar. Jesús lo sabe; por esto tiene paciencia con ellos, habla con sinceridad y sobre todo les precede, camina delante de ellos.
A lo largo del camino, los discípulos están distraídos por intereses que no son coherentes con la «dirección» de Jesús, con su voluntad, que es una con la voluntad del Padre. Así como —hemos escuchado— los dos hermanos Santiago y Juan piensan en lo hermoso que sería sentarse uno a la derecha y el otro a la izquierda del rey de Israel (cf. v. 37). No miran la realidad. Creen que ven pero no ven, que saben pero no saben, que entienden mejor que los otros pero no entienden…
La realidad en cambio es otra muy distinta, es la que Jesús tiene presente y la que guía sus pasos. La realidad es la cruz, es el pecado del mundo que él ha venido a tomar consigo y arrancar de la tierra de los hombres y de las mujeres. La realidad son los inocentes que sufren y mueren a causa de las guerras y el terrorismo; es la esclavitud que no cesa de pisar la dignidad también en la época de los derechos humanos; la realidad es la de los campos de prófugos que a veces se asemejan más a un infierno que a un purgatorio; la realidad es el descarte sistemático de todo lo que ya no sirve, incluidas las personas.
Esto es lo que Jesús ve mientras camina hacia Jerusalén. Durante su vida pública él ha manifestado la ternura del Padre, sanando a todos los que estaban bajo el poder del maligno (cf. Hch 10,38). Ahora sabe que ha llegado el momento de ir a lo más profundo, de arrancar la raíz del mal y por esto camina decididamente hacia la cruz.
También nosotros, hermanos y hermanos, estamos en camino con Jesús en esta vía. De modo particular me dirijo a vosotros, queridos nuevos cardenales. Jesús «camina delante de vosotros» y os pide de seguirlo con decisión en su camino. Os llama a mirar la realidad, a no distraeros por otros intereses, por otras perspectivas. Él no os ha llamado para que os convirtáis en «príncipes» en la Iglesia, para que os «sentéis a su derecha o a su izquierda». Os llama a servir como él y con él. A servir al Padre y a los hermanos. Os llama a afrontar con su misma actitud el pecado del mundo y sus consecuencias en la humanidad de hoy. Siguiéndolo, también vosotros camináis delante del pueblo santo de Dios, teniendo fija la mirada en la Cruz y en la Resurrección del Señor.
Y así, a través de la intercesión de la Virgen María, invocamos con fe el Espíritu Santo, para que reduzca toda distancia entre nuestro corazón y el corazón de Cristo, y toda nuestra vida sea un servicio a Dios y a los hermanos.