Esta mañana, a las 11,50 en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre Francisco ha recibido en audiencia a los participantes en la Plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica cuyo tema es: “Fidelidad y perseverancia: entramado de responsabilidad”.
Después del saludo del cardenal prefecto S.E. João Braz de Aviz, el Papa ha dirigido a los presentes el discurso que reproducimos a continuación.
Discurso del Santo Padre
Alle ore 11.50 di questa mattina, nella Sala Clementina del Palazzo Apostolico, il Santo Padre Francesco ha ricevuto in Udienza i partecipanti alla Plenaria della Congregazione per gli Istituti di vita consacrata e le Società di vita apostolica, sul tema “Fedeltà e perseveranza: intreccio di responsabilità”.
Dopo l’indirizzo di saluto dell’Em.mo Cardinale Prefetto, , il Papa ha rivolto ai presenti all’incontro il discorso che riportiamo di seguito:
Es para mí un motivo de alegría recibiros hoy, mientras estáis reunidos en Sesión Plenaria para reflexionar sobre el tema de la fidelidad y de los abandonos. Saludo al cardenal Prefecto y le agradezco sus palabras de presentación; y os saludo a vosotros expresando mi agradecimiento por vuestro trabajo al servicio de la vida consagrada de la Iglesia.
El tema que habéis elegido es importante. Podemos decir que en este momento la fidelidad está a prueba; las estadísticas que habéis examinado lo demuestran. Estamos ante una “hemorragia” que debilita la vida consagrada y la vida misma de la Iglesia. Los abandonos dentro de la vida consagrada nos preocupan. Es verdad que algunos abandonan por un acto de coherencia, porque reconocen, después de un discernimiento serio, que no han tenido nunca vocación; pero otros con el pasar del tiempo dejan de ser fieles, muchas veces tan sólo pocos años después de la profesión perpetua. ¿Qué ha ocurrido?
Como bien habéis señalado, muchos son los factores que condicionan la fidelidad en esto que es un cambio de época y no sólo una época de cambio, en la cual resulta difícil asumir compromisos serios y definitivos. Me contaba un obispo, hace tiempo, que un buen chico con licenciatura universitaria, que trabajaba en la parroquia, fue a verle y le dijo: “quiero hacerme sacerdote, pero durante diez años”. La cultura de lo provisional.
El primer factor que no ayuda a mantener la fidelidad es el contexto social y cultural en el cual nos movemos. Vivimos inmersos en la llamada cultura de lo fragmentario, de lo provisional, que puede llevar a vivir a “a la carta” y a ser esclavos de las modas. Esta cultura induce a la necesidad de tener siempre las “puertas laterales” abiertas hacia otras posibilidades, alimenta el consumismo y olvida la belleza de la vida simple y austera, provocando muchas veces un gran vacío existencial. Se ha difundido también un fuerte relativismo práctico, según el cual todo es juzgado en función de una autorrealización muchas veces extraña a los valores del Evangelio. Vivimos en sociedades donde las reglas económicas sustituyen las morales, dictan leyes e imponen los propios sistemas de referencia a expensas de los valores de la vida; una sociedad donde la dictadura del dinero y del provecho propugna una visión de la existencia por la cual quien no rinde es descartado. En esta situación, está claro que uno debe antes dejarse evangelizar para luego comprometerse con la evangelización.
A este factor del contexto socio-cultural debemos añadir otros. Uno de ellos es el mundo juvenil, un mundo complejo, al mismo tiempo rico y que desafía. Hay jóvenes maravillosos y no son pocos. Pero también entre los jóvenes hay muchas víctimas de la lógica de la mundanidad, que se puede sintetizar así: búsqueda del éxito a cualquier precio, del dinero fácil y del placer fácil. Esta lógica seduce también a muchos jóvenes. Nuestro esfuerzo no puede ser otro que estar cerca de ellos para contagiarles con la alegría del Evangelio y de la pertenencia a Cristo. Esta cultura va evangelizada si queremos que los jóvenes no sucumban.
Un tercer factor condicionante proviene del interior de la misma vida consagrada, donde junto a la santidad —¡hay mucha santidad en la vida consagrada!— no faltan situaciones de contra-testimonio que hacen difícil la fidelidad. Tales situaciones, entre otras, son: la rutina, el cansancio, el peso de la gestión de las estructuras, las divisiones internas, la búsqueda de poder —los “trepas”—, una manera mundana de gobernar los institutos, un servicio de la autoridad que a veces se convierte en autoritarismo y otras veces en “un dejar hacer”. Si la vida consagrada quiere mantener su misión profética y su fascinación, continuando en su ser escuela de fidelidad para los cercanos y para los lejanos (cf. Efesios 2, 17), debe mantenerse la frescura y la novedad de la centralidad de Jesús, el atractivo de la espiritualidad y la fuerza de la misión, mostrar la belleza de la secuela de Cristo e irradiar esperanza y alegría. Esperanza y alegría. Esto nos hace ver cómo va una comunidad, qué hay por dentro. ¿Hay esperanza, hay alegría? Va bien. Pero cuando falta la esperanza y no hay alegría, la cosa es fea.
Un aspecto que se deberá cuidar de manera particular es la vida fraterna en comunidad. La cual es alimentada por la oración comunitaria, por la lectura orante de la Palabra, por la participación activa en los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación, por el diálogo fraterno y por la comunicación sincera entre sus miembros, por la corrección fraterna, por la misericordia hacia el hermano o la hermana que peca, por la “condivisión” de responsabilidades. Todo esto acompañado por un elocuente y alegre testimonio de vida simple junto a los pobres y por una misión que privilegie las periferias existenciales.
De la renovación de la vida fraterna en comunidad depende mucho el resultado de la pastoral vocacional, el poder decir «venid y veréis» (cf. Juan 1,39) y la perseverancia de los hermanos y de las hermanas jóvenes y menos jóvenes. Porque cuando un hermano o una hermana no encuentra apoyo a su vida consagrada dentro de la comunidad, irá a buscarlo fuera, con todo lo que eso conlleva (cf. La vida fraterna en comunidad, 2 de febrero de 1994, 32).
La vocación, como la misma fe, es un tesoro que llevamos en vasijas de barro (cf. 2 Corintios 4,7); por esto tenemos que cuidarla, como se cuidan las cosas más preciosas, para que nadie nos robe este tesoro, ni pierda su belleza con el pasar del tiempo. Tal cuidado es tarea en primer lugar de cada uno de nosotros, que estamos llamados a seguir a Cristo más de cerca con fe, esperanza y caridad, cultivar cada día en la oración y reforzada por una buena formación teológica y espiritual, que defienda de las modas y de la cultura de lo efímero y permite caminar firmes en la fe. Sobre este fundamento es posible practicar los consejos evangélicos y tener los mismos sentimientos de Cristo (cf. Filipenses 2,5). La vocación es un don que hemos recibido del Señor, el cual ha posado su mirada sobre nosotros y nos ha amado (cf. Marcos 10, 21) llamándonos a seguirlo en la vida consagrada, y es al mismo tiempo una responsabilidad de quien ha recibido este don. Con la gracia del Señor, cada uno de nosotros está llamado a asumir con responsabilidad en primera persona el compromiso del propio crecimiento humano, espiritual e intelectual y, al mismo tiempo, a mantener viva la llama de la vocación. Esto conlleva que a la vez nosotros tengamos fija la mirada en el Señor, estando siempre atentos a caminar según la lógica del Evangelio y no ceder a los criterios de la mundanidad. Muchas veces las grandes infidelidades inician con pequeñas desviaciones o distracciones. También en este caso es importante hacer nuestra la exhortación de san Pablo: «Porque es ya hora de levantaros del sueño» (Romanos 13,11).
Hablando de fidelidad y de abandonos, tenemos que dar mucha importancia al acompañamiento. Y esto quisiera subrayarlo. Es necesario que la vida consagrada invierta en el preparar acompañantes cualificados para este ministerio. Y digo la vida consagrada, porque el carisma del acompañamiento espiritual, digamos de la dirección espiritual, es un carisma “laical”. También los sacerdotes lo tienen; pero es “laical”. Cuántas veces he encontrado monjas que me decían: “Padre, ¿usted no conoce un sacerdote que me pueda dirigir?” — “Pero, dime, ¿en tu comunidad no hay una monja sabia, una mujer de Dios?” — “Sí, está esta viejita que... pero...” - “¡Ve con ella!”. Cuidad vosotros de los miembros de vuestra congregación. Ya en la Plenaria precedente habéis constatado tal exigencia, como resulta también en vuestro documento precedente “Para vino nuevo odres nuevos” (cf. nn. 14-16). No insistiremos nunca lo suficiente en esta necesidad. Es difícil mantenerse fieles caminando solos, o caminando con la guía de hermanos y hermanas que no sean capaces de escucha atenta y paciente, o que no tengan una experiencia adecuada de la vida consagrada. Necesitamos hermanos y hermanas expertos en los caminos de Dios, para poder hacer lo que hizo Jesús con los discípulos de Emaús: acompañarlos en el camino de la vida y en el momento de la desorientación y encender de nuevo en ellos la fe y la esperanza mediante la Palabra y la Eucaristía (cf. Lucas 24,13-35). Esta es la delicada y comprometida tarea de un acompañante. No pocas vocaciones se pierden por la falta de acompañantes válidos. Todos nosotros consagrados, jóvenes y menos jóvenes, necesitamos una ayuda adecuada para el momento humano, espiritual y vocacional que estamos viviendo. Mientras debemos evitar cualquier modalidad de acompañamiento que cree dependencias. Esto es importante: el acompañamiento espiritual no debe crear dependencias. Mientras que debemos evitar cualquier modalidad de acompañamiento que cree dependencias, que proteja, controle o haga infantiles; no podemos resignarnos a caminar solos, es necesario un acompañamiento cercano, frecuente y plenamente adulto. Todo esto servirá para asegurar un discernimiento continuo que lleva a descubrir la voluntad de Dios, a buscar en todo esto qué agrada más al Señor, como diría san Ignacio o —con las palabras del san Francisco de Asís— a “querer siempre lo que a Él le gusta” (cf. FF 233). El discernimiento requiere, por parte del acompañante y de la persona acompañada, una delicada sensibilidad espiritual, un ponerse de frente a sí mismo y de frente al otro “sine propio”, con completo desapego de prejuicios y de intereses personales o de grupo. Además, es necesario recordar que en el discernimiento no se trata solamente de elegir entre el bien y el mal, sino entre el bien y el mejor, entre lo que es bueno y lo que lleva a la identificación con Cristo. Y continuaría hablando, pero terminamos aquí.
Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias una vez más e invoco sobre vosotros y sobre vuestro servicio como miembros y colaboradores de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica la continua asistencia del Espíritu Santo, mientras os bendigo de corazón. Gracias.