A mediodía el Santo Padre se asomó a la ventana de su estudio para rezar el ángelus con los miles de fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro. El Papa, como es habitual, reflexionó sobre el evangelio de hoy cuyo centro son las palabras de San Juan Bautista: “¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” Una palabra que acompaña con la mirada y el gesto de la mano que indican a Jesús”
“Imaginemos la escena –dijo Francisco- Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando; hay tanta gente, hombres y mujeres de diversas edades, que fueron allí, al río, para recibir el bautismo de las manos de aquel hombre que a muchos recordaba a Elías, el gran profeta que nueve siglos antes había purificado a los israelitas de la idolatría, reconduciéndolos a la verdadera fe en el Dios de la alianza, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”.
Juan predica que el Reino de los cielos está cerca, que el Mesías está a punto de manifestarse y que es necesario prepararse, convertirse y comportarse con justicia; y empieza a bautizar en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia. Esta gente iba para arrepentirse de sus pecados, para hacer penitencia, para recomenzar la vida. Juan sabe, que el Mesías, el Consagrado del Señor está cerca, y el signo para reconocerlo será que sobre Él se posará el Espíritu Santo; en efecto, Él traerá el verdadero bautismo, el bautismo en el Espíritu Santo.
Y he aquí que llega el momento: Jesús se presenta en la orilla del río, en medio de la gente, de los pecadores – como todos nosotros –. Es su primer acto público, lo primero que hace cuando deja la casa de Nazaret, a los treinta años: baja a Judea, va al Jordán y se hace bautizar por Juan. Sabemos qué pasa – lo celebramos el domingo pasado –: sobre Jesús desciende el Espíritu Santo en forma como de paloma y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto. Es el signo que Juan esperaba. ¡Es Él! Jesús es el Mesías. Juan está desconcertado, porque se ha manifestado de un modo impensable: en medio de los pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos. Pero el Espíritu ilumina a Juan para que entienda que así se cumple la justicia de Dios, se cumple su designio de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como Cordero de Dios, que toma sobre sí y quita el pecado del mundo.
Juan lo indica así a la gente y a sus discípulos. Porque Juan tenía un círculo muy numeroso de discípulos, que lo habían elegido como guía espiritual, y precisamente algunos de ellos se convertirán en los primeros discípulos de Jesús. Conocemos sus nombres: Simón, llamado después Pedro; su hermano Andrés; Santiago y su hermano Juan. Todos pescadores; todos galileos, como Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, ¿por qué nos hemos detenido ampliamente en esta escena? ¡Porque es decisiva! No es una anécdota. ¡Es un hecho histórico decisivo! Esta escena es decisiva para nuestra fe; y también es decisiva para la misión de la Iglesia. La Iglesia, en todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan Bautista, indicar a Jesús a la gente diciendo: “¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!”. ¡Él es el único Salvador! Él es el Señor, humilde en medio de los pecadores; pero es Él, no es otro poderoso que viene. ¡No, no! ¡Es Él!
Y éstas son las palabras que nosotros, los sacerdotes, repetimos cada día, durante la Misa, cuando presentamos al pueblo el pan y el vino que se han convertido en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, que no se anuncia a sí misma. ¡Ay, cuando la Iglesia se anuncia a sí misma: pierde la brújula ¡no sabe adónde va! La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y sólo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la verdadera libertad.
¡Que la Virgen María, Madre del Cordero de Dios –terminó el Papa- nos ayude a creer en Él y a seguirlo”.