AUDIENCIA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A UN GRUPO DE EXPERTOS QUE COLABORAN
CON LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE FRANCIA
SOBRE EL TEMA DE LAUDATO SI'
Jueves, 3 de septiembre de 2020
Discurso pronunciado por el Santo Padre
Discurso entregado a los presentes por el Santo Padre
Os agradezco a todos vôtre visite y le doy las gracias al Sr. Presidente del Episcopado.
Veo que cada uno de vosotros tiene la traducción de lo que voy a decir. Y parte de la conversión ecológica es no perder tiempo. Por eso tenéis el texto oficial. Ahora prefiero hablar espontáneamente. El original os lo doy.
Me gustaría empezar con un trozo de historia. En 2007 se celebró la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Brasil, en Aparecida. Estuve en el grupo de redactores del documento final, y llegaban propuestas sobre el Amazonas. Yo decía “Pero estos brasileños, ¡qué pesados con esta Amazonia! ¿Qué tiene que ver Amazonia con la evangelización?”. Ese era yo en 2007. Luego, en 2015, salió la Laudato si'. Tuve un camino de conversión, de comprensión del problema ecológico. ¡Antes no entendía nada!
Cuando fui a Estrasburgo, a la Unión Europea, el Presidente Hollande envió a recibirme a la ministra de Medio Ambiente, Ségolène Royale. Hablamos en el aeropuerto... Al principio no mucho, porque ya había un programa, pero luego, al final, antes de salir, tuvimos que esperar un poco y hablamos más. Y la Sra. Ségolène Royale me dijo esto: “¿Es verdad que está escribiendo algo sobre ecología? —c était vrai!— ¡Por favor, publíquelo antes de la reunión de París!”
Llamé al equipo que lo estaba haciendo —para que sepáis que yo no la escribí por mi cuenta, había un equipo de científicos, un equipo de teólogos y todos hicimos esta reflexión juntos—, llamé a este equipo y dije: “Esto debe salir antes de la reunión de París” —“¿Pero por qué?” —“Para presionar”. De Aparecida a Laudato si' fue un camino interior para mí.
Cuando empecé a pensar en esta encíclica, llamé a los científicos —un buen grupo— y les dije: “Decidme las cosas que están claras y que están probadas y no las hipótesis, las realidades”. Y aportaron estas cosas que leéis hoy. Entonces, llamé a un grupo de filósofos y teólogos [y les dije]: “Quisiera reflexionar sobre esto. Trabajad vosotros y dialogad conmigo”. Y ellos hicieron el primer trabajo, luego intervine yo. Y, al final, la última redacción fue mía. Ese es el origen.
Pero quiero subrayar algo: de no entender nada, en Aparecida, en 2007, a la encíclica. Me gusta dar testimonio de esto. Debemos trabajar para que todos tengan este camino de conversión ecológica.
Luego vino el Sínodo sobre Amazonia. Cuando fui a la Amazonía, me encontré con mucha gente. Fui a Puerto Maldonado en la Amazonia peruana. Hablé con gente, de tantas culturas indígenas diferentes. También almorcé con 14 de sus jefes, todos con plumas, vestidos según la tradición. ¡Hablaban un lenguaje de sabiduría e inteligencia muy elevado! No sólo la inteligencia, sino la sabiduría. Y después pregunté: “¿Y usted qué hace ?” —“Soy profesor universitario”. Un nativo que allí llevaba plumas, pero en la universidad se vestía de traje. “¿Y usted, señora?” —“Estoy a cargo del Ministerio de educación de toda esta región”. Y así, uno tras otro. Y luego una chica: “Soy estudiante de Ciencias Políticas”. Y así vi que era necesario eliminar la imagen de los indígenas que nosotros imaginamos solo con flechas. Descubrí a su lado la sabiduría de los pueblos indígenas, incluso la sabiduría del “buen vivir”, como ellos la llaman. El “buen vivir” no es la dolce vita, no, es el dolce far niente, no. El buen vivir es vivir en armonía con la creación. Y nosotros hemos perdido esta sabiduría del buen vivir. Los pueblos originarios nos brindan esta puerta abierta. Y algunos ancianos de los pueblos originarios del oeste de Canadá se quejan de que sus nietos van a la ciudad, adoptan costumbres modernas y olvidan sus raíces. Y este olvido de las raíces es un drama no sólo de los aborígenes, sino de la cultura contemporánea.
Y así, encontrar esta sabiduría que nosotros tal vez hemos perdido con demasiada inteligencia. Nosotros —es un pecado— somos “macrocéfalos”: muchas de nuestras universidades nos enseñan ideas, conceptos... Somos herederos del liberalismo, de la Ilustración... Y hemos perdido la armonía de los tres idiomas. El lenguaje de la cabeza: pensar; el lenguaje del corazón: sentir; el lenguaje de las manos: hacer. Y regresar a esta armonía, que cada uno piense lo que siente y hace; que cada uno sienta lo que piensa y hace; que cada uno haga lo que siente y piensa. Esta es la armonía de la sabiduría. No es la desarmonía —pero no lo digo en sentido peyorativo— de las especializaciones. Se necesitan especialistas, siempre y cuando estén enraizados en la sabiduría humana. Los especialistas, desarraigados de esta sabiduría, son robots.
El otro día, una persona me preguntaba hablando de la inteligencia artificial —tenemos en el Dicasterio de Cultura un grupo de estudio de muy alto nivel sobre la inteligencia artificial—: “Pero la inteligencia artificial, ¿podrá hacerlo todo?”. — “Los futuros robots serán capaces de hacer todo, todo lo que hace una persona. ¿Excepto una cosa? — dije— ¿Qué es lo que no pueden hacer?” Y esa persona pensó un poco y dijo: “Sólo les faltará una cosa: la ternura”. Y la ternura es como la esperanza. Como dice Péguy, son virtudes humildes. Son virtudes que acarician, que no afirman... Y creo —me gustaría subrayarlo— que, en nuestra conversión ecológica, debemos trabajar en esta ecología humana; trabajar en nuestra ternura y capacidad de acariciar... Tú, con tus hijos... La capacidad de acariciar, que es algo para vivir bien en armonía.
Además, hay algo más que me gustaría decir sobre la ecología humana. La conversión ecológica nos hace ver la armonía general, la correlación de todo: todo está correlacionado, todo está en relación. En nuestras sociedades humanas, hemos perdido este sentido de la correlación humana. Sí, hay asociaciones, hay grupos —como el vuestro— que se unen para hacer algo... Pero me refiero a esa relación fundamental que crea la armonía humana. Y muchas veces hemos perdido el sentido de las raíces, de la pertenencia. El sentido de pertenencia. Cuando las personas pierden el sentido de las raíces, pierden su identidad. —¡Pero no! ¡Somos modernos! Vamos a pensar en nuestros abuelos, nuestros bisabuelos... ¡Cosas viejas!— Pero hay otra realidad que es la historia; hay una pertenencia a una tradición, a una humanidad, a un modo de vida... Por eso es muy importante hoy en día cuidar esto, cuidar las raíces de nuestra pertenencia, para que los frutos sean buenos.
Por eso hoy más que nunca es necesario el diálogo entre los abuelos y los nietos. Puede parecer algo raro pero si una persona joven —todos los que estáis aquí sois jóvenes— no tiene el sentido de la relación con sus abuelos, el sentido de las raíces, no tendrá la capacidad de llevar adelante su propia historia, la humanidad, y tendrá que terminar llegando a un acuerdo, a un compromiso, con las circunstancias. La armonía humana no tolera los pactos de compromiso. Sí, la política humana —que es otro arte y necesario— se hace de esta manera, con compromisos porque puede hacer avanzar a todos. Pero la armonía no. Si no tienes raíces, el árbol no crecerá. Hay un poeta argentino, Francisco Luis Bernárdez —ya está muerto, es uno de nuestros grandes poetas— que dice: “Todo lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado” . Si la armonía humana da frutos es porque tiene raíces.
¿Y por qué dialogar con los abuelos? Puedo hablar con los padres, ¡es muy importante!, hablar con los padres es muy importante. Pero los abuelos tienen algo más, como el buen vino. Cuanto más viejo es el vino, mejor sabe. Vosotros, los franceses sabéis estas cosas, ¿no? Los abuelos tienen esa sabiduría. Siempre me llamó la atención ese pasaje del Libro de Joel: “Los abuelos soñarán. Los viejos soñarán y los jóvenes profetizarán”. Los jóvenes son profetas. Los viejos son soñadores. Parece lo contrario, ¡pero lo son! Siempre que se hable con los ancianos y los abuelos. Y esa es la ecología humana.
Lo siento, pero debemos terminar, porque el Papa también es un esclavo del reloj. Pero quería contar este testimonio de mi historia, estas cosas, para seguir adelante. Y la palabra clave es armonía. Y la palabra clave humana es ternura, capacidad de acariciar. La estructura humana es una de las muchas estructuras políticas que son necesarias. La estructura humana es el diálogo entre los viejos y los jóvenes.
Os agradezco lo que estáis haciendo. Me ha gustado mandar este [discurso escrito] a vuestros archivos —lo leeréis más tarde— y decir, con todo mi corazón, lo que siento. Me pareció más humano. Os deseo lo mejor. Et priez pour moi. J'en ai besoin. Ce travail n’est pas facile. Et que le Seigneur benisse vous tous.
Discurso entregado a los presentes por el Santo Padre
Excelencia,
Señoras, señores:
Me alegra recibiros y daros una cordial bienvenida a Roma. Agradezco a Monseñor de Moulins Beaufort que haya tomado la iniciativa de este encuentro tras las reflexiones que la Conferencia de los Obispos de Francia sobre la encíclica Laudato sí, reflexiones en las que participaron varios expertos comprometidos con la causa ecológica.
Somos parte de una sola familia humana, llamada a vivir en una casa común de la que constatamos, juntos, la inquietante degradación. La crisis sanitaria que atraviesa actualmente la humanidad nos recuerda nuestra fragilidad. Comprendemos hasta qué punto estamos ligados unos a otros, inseridos en un mundo cuyo devenir compartimos, y que maltratarlo no puede por menos que acarrear graves consecuencias, no sólo ambientales, sino también sociales y humanas.
Nos alegra el hecho de que la toma de conciencia de la urgencia de la situación se haga sentir en todas partes, de que el tema de la ecología cale cada vez más en las formas de pensar en todos los ámbitos y empiece a influir en las decisiones políticas y económicas, aunque quede mucho por hacer y sigamos siendo testigos de demasiada lentitud e incluso de retrocesos. Por su parte, la Iglesia Católica quiere participar plenamente en el compromiso de la protección de la casa común. No tiene soluciones preestablecidas que proponer y no ignora las dificultades de las cuestiones técnicas, económicas y políticas que están en juego, ni todos los esfuerzos que este compromiso conlleva. Pero quiere actuar concretamente donde sea posible, y sobre todo quiere formar conciencias para favorecer una conversión ecológica profunda y duradera, que es la única que puede responder a los importantes desafíos que enfrentamos.
En relación con esta conversión ecológica, quisiera compartir con vosotros el modo en que las convicciones de fe ofrecen a los cristianos una gran motivación para la protección de la naturaleza, así como de los hermanos más frágiles, porque estoy seguro de que la ciencia y la fe, que aportan diferentes aproximaciones a la realidad, pueden entrar en un diálogo intenso y productivo para ambas. (cf. Enc. Laudato si', 62).
La Biblia nos enseña que el mundo no nació del caos o del azar, sino de una decisión de Dios que lo llamó y siempre lo llama a la existencia, por amor. El universo es bello y bueno, y contemplarlo nos permite vislumbrar la infinita belleza y bondad de su Autor. Cada criatura, incluso la más efímera, es objeto de la ternura del Padre, que le da un lugar en el mundo. El cristiano no puede sino respetar la obra que el Padre le ha confiado, como un jardín para cultivar, para proteger, para que crezca según sus posibilidades. Y si el hombre tiene derecho a utilizar la naturaleza para sus propios fines, no puede considerarse en modo alguno como su propietario o como un déspota, sino sólo como el administrador que tendrá que rendir cuentas de su gestión. En este jardín que Dios nos ofrece, los seres humanos están llamados a vivir en armonía en la justicia, la paz y la fraternidad, el ideal evangélico propuesto por Jesús (cf. LS 82). Y cuando la naturaleza se considera únicamente como un objeto de lucro e interés —una visión que consolida el arbitrio del más fuerte— entonces se rompe la armonía y se producen graves desigualdades, injusticias y sufrimientos.
San Juan Pablo II afirmaba «No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado» (Centesimus annus, 38). Así, pues, todo está conectado. Es la misma indiferencia, el mismo egoísmo, la misma codicia, el mismo orgullo, la misma pretensión de ser el amo y el déspota del mundo lo que lleva a los seres humanos, por una parte, a destruir las especies y a saquear los recursos naturales, por otra, a explotar la miseria, a abusar del trabajo de las mujeres y de los niños, a abrogar las leyes de la célula familiar, a no respetar más el derecho a la vida humana desde la concepción hasta el fin natural.
Por lo tanto, «Si la crisis ecológica es una eclosión o una manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad, no podemos pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el ambiente sin sanar todas las relaciones básicas del ser humano» (LS, 119). Así que no habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano, y mediante la curación del corazón humano es cómo se puede esperar curar al mundo de su malestar social y ambiental.
Queridos amigos, os animo nuevamente en vuestros esfuerzos para proteger el medio ambiente. Mientras que las condiciones del planeta pueden parecer catastróficas y ciertas situaciones aparentan incluso ser irreversibles, nosotros los cristianos no perdemos la esperanza, porque tenemos los ojos puestos en Jesucristo. El es Dios, el Creador en persona, que vino a visitar su creación y a habitar entre nosotros (cf. LS, 96-100), para curarnos, para restablecer la armonía que hemos perdido, la armonía con nuestros hermanos y la armonía con la naturaleza. «Él no nos abandona, no nos deja solos, porque se ha unido definitivamente a nuestra tierra, y su amor siempre nos lleva a encontrar nuevos caminos» (LS, 245).
Pido a Dios que os bendiga. Y os pido, por favor, que recéis por mí.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 3 de septiembre de 2020.
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