AUDIENCIA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS SEMINARISTAS DE LA ARCHIDIÓCESIS DE AGRIGENTO
Sala del Consistorio
Sábado, 24 de noviembre de 2018
Discurso improvisado por el Santo Padre
Discurso entregado por el Santo Padre
Hay un discurso preparado, con el ícono de los discípulos de Emaús, que podéis leer en casa tranquilos y meditarlo en paz. Se lo doy al rector. Me sentiré más cómodo hablando espontáneamente.
En ese discurso, la última palabra era la “misión”. Me ha gustado mucho lo que dijo el rector sobre el horizonte de Albania. Porque la misión, es verdad, es algo que el Espíritu nos impulsa a salir, salir, salir siempre; pero si no hay un horizonte apostólico, existe el peligro de cometer errores y salir no para llevar un mensaje sino para “pasear”, es decir, salir mal. En lugar de ir por un camino de esfuerzo, de salir de uno mismo, es meterse en un laberinto, donde no se consigue encontrar el camino, o equivocarse de camino. “¿Cómo puedo estar seguro de que mi salida apostólica es la que el Señor quiere, la que el Señor quiere de mí, tanto en la formación como después?”. ¡Ahí está el obispo! El obispo es el que en nombre de Dios dice: “Este es el camino”. Puedes ir al obispo y decir: “Siento esto”, y él discernirá si es ese o no. Pero en última instancia, quien da la misión es el obispo. ¿Por qué digo esto? No se puede vivir el sacerdocio sin una misión. El obispo no solo asigna una tarea: “Ocúpate de esta parroquia”, como el director de un banco asigna tareas a los empleados. No, el obispo da una misión: “Santifica a esa gente, lleva Cristo a esa gente”. Es otro nivel. Por eso es importante el diálogo con el obispo: Aquí quería yo llegar, al diálogo con el obispo.
El obispo debe conoceros tal y como sois: cada uno tiene su propia personalidad, su propia manera de sentir, su propia manera de pensar, sus propias virtudes, sus propios defectos... El obispo es un padre: es un padre que ayuda a crecer, es un padre que prepara para la misión. Y cuanto más conozca el obispo al sacerdote, menos peligro habrá de cometer errores en la misión que dará. No se puede ser un buen sacerdote sin un diálogo filial con el obispo. Esto es algo no negociable, como a alguien le gusta decir. “No, yo soy un empleado de la Iglesia”. Te has equivocado. Aquí hay un obispo, no una asamblea donde se negocia el puesto. Hay un padre que hace la unidad: Jesús quiso que estuvieran así las cosas. Un padre que hace la unidad. Es hermoso cuando Pablo escribe a Tito, a Tito que dejó en Creta para “arreglar” las cosas. Y habla de las virtudes de los presbíteros, del obispo y de los laicos, también de los diáconos. Pero deja al obispo para arreglar: arreglar en el Espíritu, que no es lo mismo que arreglar el organigrama. La Iglesia no es un organigrama. Es cierto que a veces usamos un organigrama para ser más funcionales, pero la Iglesia va más allá del organigrama, es otra cosa: es la vida, la vida “arreglada” en el Espíritu Santo.
¿Y quién está en el lugar del padre? El obispo. No es el dueño de la compañía, el obispo, no. No es el dueño. No es el que manda: “Aquí mando yo”, algunos obedecen, otros hacen como si obedecieran y otros no hacen nada. No, el obispo es el padre, es fecundo; él es quien genera la misión. Esta palabra misión, que he elegido, está cargada, cargada con la voluntad de Jesús, está cargada con el Espíritu Santo. Por lo tanto, os pido por favor que, desde el Seminario, aprendáis a ver en el obispo al padre que ha sido puesto allí para ayudaros a crecer, a avanzar y para acompañaros en los momentos de vuestros apostolado: en los momentos hermosos, en los momentos malos, pero para acompañaros siempre. En los momentos de éxito, en los momentos de las derrotas que siempre tendréis en la vida, todos... Esto es algo muy, muy importante.
Otra cosa, la del barro del alfarero. Me ha gustado elegir a Jeremías. Él dice: cuando la vasija no sale bien, el alfarero vuelve a hacerla... Mientras la vasija se hace y hay algo que va mal, hay tiempo para arreglarlo todo y comenzar de nuevo; Pero una vez cocida... Por favor, dejad que os formen. Lo que piden los formadores no es por capricho. Si no estáis de acuerdo, hablad de ello. Pero sed hombres, no niños, hombres, valientes, y decidle al rector: “No estoy de acuerdo con esto, no lo entiendo”. Esto es importante, decir lo que sientes. Así se puede formar tu personalidad, para ser verdaderamente una vasija llena de gracia. Pero si te callas y no hablas, si no dices cuales son tus dificultades, si no cuentas tus ansias apostólicas y todo lo que quieras, un hombre que se calla, una vez “cocido”, no se puede cambiar. Y toda la vida es así. Es cierto que a veces no es agradable que el alfarero intervenga con decisión, pero es por vuestro bien. Dejad que os formen, dejad que os formen. Antes de la cocción, porque así saldréis bien.
Y luego, otras dos cosas. ¿Cuál es la espiritualidad del clero diocesano? Como decía aquel sacerdote a los religiosos: “ Yo tengo la espiritualidad de la congregación religiosa que fundó San Pedro”. ¿Cuál es la espiritualidad del clero diocesano? Es la diocesanidad. La diocesanidad tiene tres direcciones, tres relaciones. La primera es la relación con el obispo, pero ya he hablado suficientemente de ello. La primera relación: no se puede ser un buen sacerdote diocesano sin la relación con el obispo. La segunda: la relación en el presbiterio. La amistad entre vosotros. Es cierto que no se puede ser amigo íntimo de todos, porque no somos iguales, pero buenos hermanos, sí, que se quieren. ¿Y cuál es la señal de que en un presbiterio hay hermandad, hay fraternidad? ¿Cuál es la señal? Cuando no se chismorrea. Los chismes, el chismorreo son la plaga del presbiterio. Si tú tienes algo contra él, díselo a la cara. Díselo de hombre a hombre. Pero no hables por detrás: ¡eso no es de hombres! No digo de hombres espirituales; no, no es de hombres. Cuando no se chismorrea en un presbiterio, cuando esa puerta está cerrada, ¿qué sucede? Bueno, hay algo de ruido, en las reuniones se dicen las cosas a la cara, “¡No estoy de acuerdo!”; se levanta algo la voz... ¡Pero como hermanos! En casa, los hermanos nos peleábamos así. Pero en la verdad. Y luego, preocuparse de los hermanos, quererse. “Sí, padre, pero Usted sabe, ese me resulta antipático...”. Pero yo también encuentro a muchos que me caen antipáticos y yo caeré antipático a algún otro; esto es algo natural en la vida, pero el nivel de nuestra consagración nos lleva a otra cosa, a ser armoniosos, en armonía. Esta es una gracia que debéis pedir al Espíritu Santo. Esa frase de San Basilio, que algunos dicen que no era de San Basilio, en el Tratado del Espíritu Santo: “Ipse harmonia est”, Él es armonía. Parece un poco extraño, porque con los carismas —todos vosotros sois diferentes— el Espíritu Santo forma por así decirlo, un desorden: todos diferentes. Pero luego tiene el poder de hacer de ese desorden un orden más rico, con muchos carismas diferentes que no anulan la personalidad de cada uno. El Espíritu Santo es el que hace la unidad: la unidad en el presbiterio.
La relación con el obispo, la relación entre vosotros. Signo negativo: el chismorreo. Nada de chismes. Signo positivo: decirse las cosas con claridad, discutir, incluso enfadarse, pero esto es saludable, esto es de hombres. El chismorreo es de cobardes.
La relación con el obispo, la relación entre vosotros y la tercera: la relación con el pueblo de Dios. Somos llamados por el Señor para servir al Señor en el pueblo de Dios. Aún más, ¡nos han sacado del pueblo de Dios! ¡Esto ayuda mucho! El recuerdo, el de Amós, cuando dice: “Tú eres un profeta...”. ¿Yo? ¡Pero que profeta! Me sacaron del rebaño, era pastor... Cada uno de nosotros ha sido sacado del pueblo de Dios, fue elegido y no debemos olvidar de dónde venimos. Porque muchas veces, cuando nos olvidamos de esto, caemos en el clericalismo y olvidamos el pueblo del que venimos. Por favor, no os olvidéis de mamá, de papá, de la abuela, del abuelo, de la aldea, de la pobreza, de las dificultades de las familias: ¡no os olvidéis! El Señor os ha sacado de allí, del pueblo de Dios. Porque con esto, con esta memoria, sabréis cómo hablar al pueblo de Dios, cómo servir al pueblo de Dios. El sacerdote que viene del pueblo y no se olvida que lo eligieron del pueblo, de la comunidad cristiana, al servicio del pueblo. “Pero no, se me ha olvidado, ahora me siento algo superior a todos...”. El clericalismo, queridos, es nuestra perversión más fea. El Señor os quiere pastores, pastores del pueblo gente, no clérigos de Estado.
Esta es la espiritualidad [del sacerdote diocesano]: la relación con el obispo, la relación entre ustedes y el contacto, la relación con el pueblo de Dios en la memoria — de dónde vengo — y en el servicio, a dónde voy. ¿Y cómo se puede avanzar aquí? Con la vida espiritual. Tenéis un padre espiritual: abrid vuestro corazón a vuestro padre espiritual. Y él os enseñará a rezar, la oración; cómo amar a Nuestra Señora...: no os olvidéis de esto, porque ella está siempre cerca de la vocación de cada uno de vosotros. El coloquio con el padre espiritual. Que no es un inspector de la conciencia, es alguien que, en nombre del obispo, os ayuda a crecer. La vida espiritual.
Gracias por vuestra visita. Me olvidé de traer un folleto que quería daros, pero se lo mandaré al obispo, para cada uno de vosotros. Y rezad por mí, yo rezaré por vosotros. No os olvidéis de esto: la espiritualidad del clero diocesano. ¡Ánimo!
Discurso entregado por el Santo Padre
Queridos hermanos:
Os doy la bienvenida y os agradezco esta visita. Doy las gracias en particular al vuestro rector también por sus palabras de introducción.
En el breve tiempo de este encuentro me gustaría daros algunas sugerencias para la reflexión personal y comunitaria, que tomo del reciente Sínodo de los jóvenes.
En primer lugar, el icono bíblico: el evangelio de los discípulos de Emaús. Me gustaría dejaros este icono, porque ha guiado todo el trabajo del último Sínodo y puede continuar inspirando vuestro camino. Y camino es precisamente la primera palabra clave: Jesús resucitado nos encuentra en el camino, que es al mismo tiempo la carretera, es decir la realidad en la que cada uno de nosotros está llamado a vivir, y es el camino interior, el camino de la fe y de la esperanza, que tiene momentos de luz y momentos de oscuridad. Aquí, en el camino, el Señor nos encuentra, nos escucha y nos habla.
En primer lugar, nos escucha. Esta es la segunda palabra clave: escuchar. Nuestro Dios es Palabra, y al mismo tiempo es silencio que escucha. Jesús es la Palabra que se ha hecho escucha, aceptación de nuestra condición humana. Cuando aparece junto a los dos discípulos camina con ellos, escuchándolos, e incluso animándoles a expresar lo que llevan dentro, su esperanza y su decepción. Esto, en vuestra vida de seminario, significa que el primer puesto lo ocupa el diálogo con el Señor hecho de escucha recíproca: Él me escucha y yo le escucho. Ninguna farsa. Ninguna máscara.
Esta escucha del corazón en la oración nos enseña a ser personas capaces de escuchar a los demás, a convertirnos, si Dios quiere, en sacerdotes que ofrecen el servicio de escucha —y ¡cómo se necesita!—; y nos enseña a ser cada vez más, Iglesia a la escucha, comunidad que sabe escuchar. Vosotros lo vivís ahora, especialmente en contacto con los jóvenes, encontrándoles, escuchándoles, invitándoles a expresarse ... Pero esto se aplica a toda la vida pastoral: como Jesús, la Iglesia es enviada al mundo para escuchar el grito de la humanidad, que es a menudo un grito silencioso, a veces reprimido, sofocado.
Camino; escucha; la tercera palabra es discernimiento. El seminario es lugar y tiempo de discernimiento. Y esto requiere acompañamiento, como hace Jesús con los dos discípulos y con todos sus discípulos, especialmente con los Doce. Los acompaña con paciencia y sabiduría, y les enseña a seguir la verdad, desenmascarando las falsas expectativas que albergan en sus corazones. Con respeto y con decisión, como buen amigo y también como buen médico, que a veces tiene que usar el bisturí. Tantos problemas que ocurren en la vida de un sacerdote se deben a una falta de discernimiento durante los años del seminario. No todos y no siempre, pero tantos. Es normal, lo mismo pasa en el matrimonio: algunas cosas que no se abordaron antes pueden convertirse en problemas más adelante. Jesús no finge con los dos de Emaús, no es evasivo, no remueve el problema: los llama “insensatos y tardos de corazón” (Lc 24,25), porque no creen en los profetas. Y les abre la mente a las Escrituras, y más tarde, en la mesa, les abre los ojos a su nueva Presencia en el signo del pan partido.
El misterio de la vocación y del discernimiento es una obra maestra del Espíritu Santo, que requiere la colaboración del joven que ha sido llamado y del adulto que lo acompaña.
Sabemos que la cuarta palabra es misión; y el Sínodo de la Juventud ha resaltado enormemente la dimensión sinodal de la misión: ir juntos al encuentro de los demás. Los dos de Emaús regresan juntos a Jerusalén y sobre todo se unen a la comunidad apostólica que, por el poder del Espíritu, se vuelve totalmente misionera. Este subrayado es importante, porque la tentación de ser buenos misioneros individuales está siempre al acecho. Ya de seminaristas se puede caer en esta tentación: sentirse inteligentes, porque uno es brillantes en la predicación, o en la organización de eventos, o en las bellas ceremonias, y así sucesivamente. Con demasiada frecuencia, nuestro enfoque ha sido individual, más que colegial, fraternal. Y así, el presbiterio y la pastoral diocesana cuentan tal vez con espléndidos individuos pero con poco testimonio de comunión, de colegialidad. Gracias a Dios se está mejorando en este aspecto, obligados también por la escasez de sacerdotes, pero la comunión no se hace por obligación, hay que creer y ser dóciles al Espíritu.
Queridos hermanos, aquí están las sugerencias que os dejo, todas contenidas en el ícono evangélico de los discípulos de Emaús: caminar; escuchar; discernir; ir juntos. Pido al Señor y a la Virgen María que os acompañen, os bendigo y rezo por vosotros. Y vosotros, por favor, acordaos de rezar por mí.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 24 de noviembre de 2018.
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