DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO DE
RESPONSABLES NACIONALES DE LA PASTORAL DE MIGRACIONES,
ORGANIZADO POR EL CONSEJO DE CONFERENCIAS EPISCOPALES DE EUROPA (CCEE)
Sala Clementina
Viernes, 22 de septiembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas:
Os recibo con alegría con ocasión de vuestro encuentro y agradezco al cardenal presidente las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Quiero daros las gracias de todo corazón por vuestros esfuerzos en los últimos años a favor de tantos hermanos y hermanas migrantes y refugiados que están llamando a las puertas de Europa en busca de un lugar más seguro y una vida más digna. Frente los flujos migratorios masivos, complejos y variados, que han puesto en crisis las políticas migratorias adoptadas hasta ahora y los medios de protección sancionados por los convenios internacionales, la Iglesia tiene la intención de permanecer fiel a su misión: la de «amar a Jesucristo, adorarlo y amarlo, especialmente en los más pobres y desamparados; entre éstos, están ciertamente los emigrantes y los refugiados» (Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2015: Enseñanzas II, 2 [2014], 200).
El amor maternal de la Iglesia para estos hermanos y hermanas pide manifestarse concretamente en todas las fases de la experiencia migratoria desde la salida hasta el viaje, desde la llegada hasta el regreso, de manera que todos los órganos de las iglesias locales situados a lo largo de la ruta sean protagonistas de una única misión, cada uno según sus propias posibilidades. Reconocer y servir al Señor en estos miembros de su «pueblo en camino» es una responsabilidad compartida por todas las Iglesias particulares en la profusión de un esfuerzo constante, coordinado y eficaz.
Queridos hermanos y hermanas, no os oculto mi preocupación por los signos de intolerancia, discriminación y xenofobia que existen en diferentes regiones de Europa. A menudo están motivados por la desconfianza y el miedo hacia el otro, al diferente, al extranjero.
Me preocupa todavía más la triste constatación de que nuestras comunidades católicas en Europa no están exentas de estas reacciones de defensa y de rechazo, justificadas por un no mejor especificado «deber moral» de preservar la identidad cultural y religiosa original.
La Iglesia se ha extendido a todos los continentes gracias a la «migración» de los misioneros que estaban convencidos de la universalidad del mensaje de salvación de Jesucristo, destinado a los hombres y mujeres de todas las culturas. En la historia de la Iglesia no han faltado tentaciones de exclusivismo y atrincheramiento cultural, pero el Espíritu Santo siempre nos ha ayudado a superarlas, asegurando una apertura constante hacia el otro, considerada como una verdadera oportunidad de crecimiento y enriquecimiento. El Espíritu, estoy seguro, nos ayuda también hoy a mantener una actitud de apertura confiada, que nos permite superar cualquier barrera, saltar cualquier muro. En mi escucha constante de las Iglesias particulares en Europa, he percibido un profundo malestar frente a la llegada masiva de inmigrantes y refugiados. Ese malestar debe ser reconocido y entendido a la luz de un momento histórico marcado por la crisis económica, que ha dejado heridas profundas. Ese malestar, además, también se ha visto agravado por la cantidad y la composición de los flujos migratorios, por una falta sustancial de preparación de las sociedades de acogida y de políticas nacionales y comunitarias a menudo inadecuadas.
Pero el malestar también es indicativo de los límites del proceso de unificación europea, de los obstáculos con los que se debe medir la aplicación real de la universalidad de los derechos humanos, de los muros contra los que se estrella el humanismo integral, que constituye uno de los frutos más hermosos de la civilización europea. Y para los cristianos todo esto debe interpretarse, más allá del inmanentismo laicista, en la lógica de la centralidad de la persona humana creada por Dios, única e irrepetible.
Desde una perspectiva puramente eclesiológica, la llegada de tantos hermanos y hermanas en la fe ofrece a las iglesias en Europa una nueva oportunidad de realizar plenamente su catolicidad, un elemento constitutivo de la Iglesia que confesamos en el Credo cada domingo. Por otra parte, en los últimos años, muchas Iglesias locales en Europa se han enriquecido con la presencia de inmigrantes católicos, que han traído sus devociones y su entusiasmo litúrgico y apostólico. Desde una perspectiva misionológica, los flujos migratorios contemporáneos constituyen una nueva «frontera» misionera, una ocasión privilegiada para anunciar a Jesucristo y su Evangelio sin moverse del propio ambiente, de dar un testimonio concreto de la fe cristiana en la caridad y en el profundo respeto por otras expresiones religiosas.
El encuentro con los migrantes y refugiados de otras confesiones y religiones es un terreno fértil para el desarrollo de un diálogo ecuménico e interreligioso sincero y enriquecedor.
En mi Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado del próximo año destaqué que la respuesta pastoral a los desafíos de la migración contemporánea se debe articular en torno a cuatro verbos: acoger, proteger, promover, integrar. El verbo acoger se traduce después en otros verbos como ampliar los medios legales y seguros de entrada, proporcionar un primer alojamiento adecuado y decoroso, y garantizar a todos la seguridad personal y el acceso a los servicios básicos. El verbo proteger se especifica al ofrecer información cierta y certificada antes de la salida, defender los derechos fundamentales de los migrantes y refugiados, independientemente de su estatus migratorio, y al defender a los más vulnerables, que son los niños y las niñas.
Promover significa esencialmente asegurar las condiciones para el desarrollo humano integral de todos, migrantes y autóctonos. El verbo integrar se traduce en abrir espacios de encuentro intercultural, en favorecer el enriquecimiento mutuo y en promover programas de ciudadanía activa. En el mismo mensaje mencionaba la importancia de los Pactos Globales, que los Estados se han comprometido a elaborar y aprobar a finales de 2018. La Sección Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral ha preparado 20 puntos de acción que las Iglesias locales están invitadas a utilizar, completar y profundizar en su pastoral: estos puntos se basan en las «buenas prácticas» que caracterizan la respuesta tangible de la Iglesia a las necesidades de los migrantes y refugiados. Los mismos puntos son útiles para el diálogo que las diferentes instituciones eclesiásticas puedan tener con sus gobiernos en vista de los Pactos Globales. Os invito, queridos directores, a conocer estos puntos y a promoverlos en vuestras Conferencias Episcopales.
Los mismos puntos de acción conforman también un paradigma articulado de los cuatro verbos mencionados anteriormente, un paradigma que podría servir como metro de estudio o de verificación de las praxis pastorales en las Iglesias locales, de cara a una actualización cada vez más oportuna y enriquecedora. Que la comunión en la reflexión y la acción sea vuestra fuerza, porque cuando se está solo, los obstáculos parecen mucho más grandes. Que vuestra voz sea siempre puntual y profética, y, sobre todo, esté precedida por una obra coherente y basada en los principios de la doctrina cristiana.
Os renuevo mi agradecimiento por vuestro gran esfuerzo en el contexto de una pastoral migratoria tan compleja cuanto de candente actualidad y os aseguro mi oración. Y también vosotros, por favor no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.
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