DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE REPÚBLICA DOMINICANA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"
Jueves 28 de mayo de 2015
Queridos hermanos en el Episcopado:
Reciban mi más cordial bienvenida con motivo de la visita ad limina Apostolorum. Confío que estos días de reflexión y oración ante las tumbas de los santos Pedro y Pablo sean para ustedes fuente de renovación y sirvan para cultivar los lazos de comunión eclesial para responder a las exigencias de una acción conjunta y coordinada en la promoción del progreso espiritual y material de la porción del Pueblo de Dios que se les ha confiado. Agradezco las amables palabras que Monseñor Gregorio Nicanor Peña Rodríguez, Obispo de Nuestra Señora de la Altagracia en Higüey y Presidente de la Conferencia Episcopal Dominicana, me ha dirigido en nombre de todos.
Los comienzos de la evangelización en el continente americano traen siempre a la memoria el suelo dominicano que recibió en primer lugar el rico depósito de la fe, que los misioneros llevaron con fidelidad y anunciaron con constancia. Su efecto se sigue percibiendo hoy por los valores cristianos que animan la convivencia y en las diversas obras sociales a favor de la educación, la cultura y la salud. Por lo demás, la Iglesia en República Dominicana cuenta con numerosas parroquias vivas, con un nutrido grupo de fieles laicos comprometidos y un número consistente de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Damos gracias al Señor por lo que ya se ha realizado y se está realizando en cada una de sus Iglesias locales.
Hoy la Iglesia que sigue caminando en esas queridas tierras con sus hijos en la búsqueda de un futuro feliz y próspero, se encuentra con los grandes desafíos de nuestro tiempo que afectan la vida social y eclesial, y especialmente a las familias. Por eso me gustaría hacerles un llamado a acompañar a los hombres, a reforzar la fe y la identidad de todos los miembros de la Iglesia.
El matrimonio y la familia atraviesan una seria crisis cultural. Pero eso no quiere decir que hayan perdido importancia, sino que se siente más su necesidad. La familia es el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia, a perdonar y a experimentar el perdón, y donde los padres transmiten a sus hijos los valores y singularmente la fe. El matrimonio, «visto como una mera forma de gratificación afectiva», deja de ser un «aporte indispensable» a la sociedad (cf. Evangelii gaudium, 66). En este próximo Jubileo de la Misericordia, no desfallezcan en el trabajo de la reconciliación matrimonial y familiar, como bien de la convivencia pacífica: «Es urgente una amplia catequización sobre el ideal cristiano de la comunión conyugal y de la vida familiar, que incluya una espiritualidad de la paternidad y la maternidad. Es necesario prestar mayor atención pastoral al papel de los hombres como maridos y padres, así como a la responsabilidad que comparten con sus esposas respecto al matrimonio, la familia y la educación de los hijos» (Ecclesia in America, 46). Sigamos presentando la belleza del matrimonio cristiano: «casarse en el Señor» es un acto de fe y amor, en el que los esposos, mediante su libre consentimiento, se convierten en transmisores de la bendición y la gracia de Dios para la Iglesia y la sociedad.
Les invito a dedicar tiempo y a atender a los sacerdotes, a cuidar a cada uno de ellos, a defenderlos de los lobos que también atacan a los pastores. El clero dominicano se distingue por su fidelidad y coherencia de vida cristiana. Que su compromiso en favor de los más débiles y necesitados les ayude a superar la mundana tendencia hacia la mediocridad. Que en los seminarios no se descuide la formación humana, intelectual y espiritual que asegure un encuentro verdadero con el Señor, sin dejar de cultivar la entrega pastoral y una madurez afectiva que haga a los seminaristas idóneos para abrazar el celibato sacerdotal y capaces de vivir y trabajar en comunión. «No se pueden llenar los seminarios con cualquier tipo de motivaciones, y menos si éstas se relacionan con inseguridades afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias humanas o bienestar económico» (Evangelii gaudium, 107).
La atención pastoral y caritativa de los inmigrantes, sobre todo a los provenientes de la vecina Haití, que buscan mejores condiciones de vida en territorio dominicano, no admite la indiferencia de los pastores de la Iglesia. Es necesario seguir colaborando con las autoridades civiles para alcanzar soluciones solidarias a los problemas de quienes son privados de documentos o se les niega sus derechos básicos. Es inexcusable no promover iniciativas de fraternidad y paz entre ambas naciones, que conforman esta bella Isla del Caribe. Es importante saber integrar a los inmigrantes en la sociedad y acogerlos en la comunidad eclesial. Les agradezco que estén cerca de ellos y de todos los que sufren, como gesto de la amorosa solicitud por el hermano que se siente solo y desamparado, con quien Cristo se identificó.
Sé de sus esfuerzos y preocupaciones por afrontar adecuadamente los graves problemas que afectan a nuestros pueblos, tales como el tráfico de drogas y de personas, la corrupción, la violencia doméstica, el abuso y la explotación de menores o la inseguridad social. Desde la íntima conexión que existe entre evangelización y promoción humana, toda acción de la Iglesia Madre ha de buscar y cuidar el bien de los más desfavorecidos. Todo lo que se haga en este sentido acrecentará la presencia del Reino de Dios que ha traído Jesucristo, al mismo tiempo que da credibilidad a la Iglesia y relevancia a la voz de sus pastores.
La Misión Continental, impulsada por el Documento de Aparecida, y el Tercer Plan Nacional de Pastoral han de ser dos motores de la actividad conjunta entre las Iglesias locales. Pero tengan presente que no es suficiente tener planes bien formulados y celebraciones festivas sino permean la vida cotidiana de nuestras gentes.
Por eso, es indispensable que el laicado dominicano, que se percibe tan presente en las obras de evangelización a nivel nacional, diocesano, parroquial y comunitario, no descuide su formación doctrinal y espiritual, y reciba un apoyo constante, para que sea capaz de dar testimonio de Cristo penetrando en aquellos ambientes donde muchas veces los Obispos, los sacerdotes y religiosos no llegan. También es necesario que la pastoral de los jóvenes reciba una atención cuidadosa para que no se dejen distraer de la confusión de los anti-valores que busca desbordar hoy a la juventud.
Sin contar con la orientación que los padres y la Iglesia quieren dar a la formación de las nuevas generaciones, las leyes civiles tienden a sustituir la enseñanza de la religión en la escuela por una educación del hecho religioso de naturaleza multiconfesional o por una mera ilustración de ética y cultura religiosa. No puede faltar en quienes están empeñados en este servicio y en esta misión educativa una actitud vigilante y valiente para que se pueda dar en todas las escuelas una educación conforme a los principios morales y religiosos de las familias (cf. Gravissimum educationis 7). Es importante ofrecer a los niños y jóvenes la enseñanza catequética conforme a la verdad que hemos recibido de Cristo, Palabra del Padre.
Finalmente, para concluir, y teniendo presente la hermosura y colorido de los paisajes de la bella República Dominicana, invito a todos a renovar el compromiso por la conservación y el cuidado del medio ambiente. La relación del hombre con la naturaleza no debe ser gobernada por la codicia, por la manipulación ni por la explotación desmedida, sino que debe conservar la armonía divina entre las criaturas y lo creado para ponerlas al servicio de todos y de las futuras generaciones.
Hermanos, les pido, por favor, que lleven a los queridos hijos e hijas quisqueyanos el afectuoso saludo del Papa, que los confía a la intercesión de Nuestra Señora de la Altagracia, a quien contemplan en el misterio de su maternidad divina. Les pido que recen por mí y les imparto de corazón la Bendición Apostólica.
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