DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
CON OCASIÓN DE LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL
DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
Sala Clementina
Viernes 23 de enero de 2015
Queridos jueces, oficiales, abogados
y colaboradores del Tribunal apostólico de la Rota romana:
Os saludo cordialmente, comenzando por el Colegio de prelados auditores, con su decano, monseñor Pio Vito Pinto, a quien agradezco las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro. A todos os expreso mis mejores deseos para el Año judicial que inauguramos hoy.
En esta ocasión, quiero reflexionar sobre el contexto humano y cultural en el que se forma la intención matrimonial.
Está claro que la crisis de valores en la sociedad no es un fenómeno reciente. El beato Pablo VI, hace ya cuarenta años, dirigiéndose precisamente a la Rota romana, condenaba las enfermedades del hombre moderno, «a veces vulnerado por un relativismo sistemático que lo induce a las elecciones más fáciles de la situación, de la demagogia, de la moda, de la pasión, del hedonismo, del egoísmo, de manera que, exteriormente, intenta impugnar la “autoridad de la ley”, e interiormente, casi sin percatarse, sustituye el imperio de la conciencia moral con el capricho de la conciencia psicológica» (Discurso, 31 de enero de 1974: AAS 66 [1974], p. 87). En efecto, el abandono de una perspectiva de fe desemboca inexorablemente en un falso conocimiento del matrimonio, que no deja de tener consecuencias para la maduración de la voluntad nupcial.
Ciertamente, el Señor, en su bondad, concede que la Iglesia se alegre por las numerosas familias que, sostenidas y alimentadas por una fe sincera, realizan, con el esfuerzo y la alegría de cada día, los bienes del matrimonio, aceptados con sinceridad en el momento del matrimonio y vividos con fidelidad y tenacidad. Pero la Iglesia conoce también el sufrimiento de muchos núcleos familiares que se disgregan, dejando detrás de sí los escombros de relaciones afectivas, proyectos y expectativas comunes. El juez está llamado a realizar su análisis judicial cuando existe la duda de la validez del matrimonio, para establecer si hay un vicio de origen en el consentimiento, sea directamente por defecto de intención válida, sea por déficit grave en la comprensión del matrimonio mismo, de tal modo que determine la voluntad (cf. canon 1099). En efecto, la crisis del matrimonio es a menudo, en su raíz, crisis de conocimiento iluminado por la fe, es decir, por la adhesión a Dios y a su designio de amor realizado en Jesucristo.
La experiencia pastoral nos enseña que hoy existe un gran número de fieles en situación irregular, en cuya historia ha tenido una fuerte influencia la generalizada mentalidad mundana. En efecto, existe una especie de mundanidad espiritual, «que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 93), y que lleva a perseguir, en lugar de la gloria del Señor, el bienestar personal. Uno de los frutos de dicha actitud es «una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos» (ibídem, n. 94). Es evidente que, para quien sigue esta actitud, la fe carece de su valor orientativo y normativo, dejando el campo libre a las componendas con el propio egoísmo y con las presiones de la mentalidad actual, que ha llegado a ser dominante a través de los medios de comunicación.
Por eso el juez, al ponderar la validez del consentimiento expresado, debe tener en cuenta el contexto de valores y de fe —o de su carencia o ausencia— en el que se ha formado la intención matrimonial. De hecho, el desconocimiento de los contenidos de la fe podría llevar a lo que el Código define error que determina a la voluntad (cf. canon 1099). Esta eventualidad ya no debe considerarse excepcional, como en el pasado, justamente por el frecuente predominio del pensamiento mundano sobre el magisterio de la Iglesia. Semejante error no sólo amenaza la estabilidad del matrimonio, su exclusividad y fecundidad, sino también la orientación del matrimonio al bien del otro, el amor conyugal como «principio vital» del consentimiento, la entrega recíproca para constituir el consorcio de toda la vida. «El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 66), impulsando a los contrayentes a la reserva mental sobre la duración misma de la unión, o su exclusividad, que decaería cuando la persona amada ya no realizara sus expectativas de bienestar afectivo.
Por lo tanto, quiero exhortaros a un mayor y apasionado compromiso en vuestro ministerio, como garantía de unidad de la jurisprudencia en la Iglesia. ¡Cuánto trabajo pastoral por el bien de tantas parejas y de tantos hijos, a menudo víctimas de estas situaciones! También aquí se necesita una conversión pastoral de las estructuras eclesiásticas (cf. ibídem, n. 27), para ofrecer el opus iustitiae a cuantos se dirigen a la Iglesia para aclarar su propia situación matrimonial.
Vuestra difícil misión, como la de todos los jueces en las diócesis, es esta: no encerrar la salvación de las personas dentro de las estrecheces de la juridicidad. La función del derecho se orienta a la salus animarum, a condición de que, evitando sofismas lejanos de la carne viva de las personas en dificultad, ayude a establecer la verdad en el momento del consentimiento, es decir, si fue fiel a Cristo o a la mentirosa mentalidad mundana. Al respecto, el beato Pablo VI afirmó: «Si la Iglesia es un designio divino —Ecclesia de Trinitate—, sus instituciones, aun siendo perfectibles, deben constituirse con el propósito de comunicar la gracia divina y favorecer, según los dones y la misión de cada una, el bien de los fieles, finalidad esencial de la Iglesia. Dicha finalidad social, la salvación de las almas, la salus animarum, sigue siendo la finalidad suprema de las instituciones, del derecho, de las leyes» (Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de derecho canónico, 17 de septiembre de 1973: Communicationes 5 [1973], p. 126).
Es útil recordar cuanto prescribe la instrucción Dignitas connubii en el número 113, en conformidad con el canon 1490 del Código de derecho canónico, sobre la presencia necesaria de personas competentes en cada tribunal eclesiástico para dar consejo solícito sobre la posibilidad de introducir una causa de nulidad matrimonial; al mismo tiempo, también se requiere la presencia de patronos estables, retribuidos por el mismo tribunal, que ejerzan la función de abogados. Al desear que en cada tribunal estén presentes estas figuras para favorecer un acceso real de todos los fieles a la justicia de la Iglesia, me agrada destacar que un importante número de causas en la Rota romana tienen patrocinio gratuito en favor de partes que, por las condiciones económicas difíciles en las que se encuentran, no pueden procurarse un abogado. Este es un punto que quiero poner de relieve: los sacramentos son gratuitos. Los sacramentos nos dan la gracia. Y un proceso matrimonial tiene que ver con el sacramento del matrimonio. ¡Cómo quisiera que todos los procesos fueran gratuitos!
Queridos hermanos, os renuevo a cada uno mi agradecimiento por el bien que hacéis al pueblo de Dios sirviendo a la justicia. Invoco la ayuda divina sobre vuestro trabajo, y de corazón os imparto la bendición apostólica.
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