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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL VII CONGRESO MUNDIAL
DE LA PASTORAL DE MIGRANTES

Sala Clementina
Viernes 21 de noviembre de 2014

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Señores cardenales,
queridos hermanos obispos y sacerdotes,
queridos hermanos y hermanas:

Os acojo con agrado al final de este Congreso. Saludo al presidente, cardenal Vegliò, y le agradezco las amables palabras de introducción. Doy una fraternal bienvenida a los delegados de las otras Iglesias y Comunidades. A cada uno deseo expresarle mis sinceros sentimientos de aprecio y gratitud por el compromiso y la solicitud hacia los hombres y mujeres que también hoy emprenden el «viaje de la esperanza» por los caminos de la emigración. Gracias por lo que hacéis. Os aseguro mi cercanía espiritual a vosotros y a todos aquellos a quienes tratáis de ayudar.

El Documento final de vuestro Congreso anterior, hace cinco años, afirmaba que «la emigración… es también una invitación a imaginar un futuro diferente que persiga el desarrollo del género humano en su totalidad, incluyendo a cada ser humano con su potencial espiritual y cultural y su contribución a un mundo más equitativo, marcado por la solidaridad mundial y el pleno respeto de la dignidad humana y de la vida» (n. 3). Hoy, a pesar del desarrollo logrado y de las situaciones, a veces penosas e incluso dramáticas que se han verificado, la emigración sigue siendo aún una aspiración a la esperanza. Sobre todo en las zonas deprimidas del planeta, en las que la falta de trabajo impide la realización de una existencia digna a las personas y a sus familias, es fuerte el impulso a buscar un futuro mejor en otro lugar, incluso con el riesgo de desilusiones y fracasos, provocados en gran parte por la crisis económica que, en diferente medida, afecta a todos los países del mundo.

Vuestro Congreso ha enfocado las dinámicas de la cooperación y del desarrollo en la pastoral de las emigraciones. Habéis analizado, ante todo, los factores que causan las emigraciones, en particular las desigualdades, la pobreza, el incremento demográfico, la necesidad creciente de empleo en algunos sectores del mercado del trabajo, las calamidades causadas por el cambio climático, las guerras y la persecuciones, el deseo de las nuevas generaciones de moverse para buscar nuevas oportunidades. Además, el nexo entre cooperación y desarrollo evidencia, por un lado, los diferentes intereses de los Estados y de los emigrantes, y, por otro, las oportunidades que podrían derivar para unos y otros. En efecto, los países que acogen sacan ventaja del empleo de los inmigrantes para las necesidades de la producción y del bienestar nacional, a menudo limitando también el vacío producido por la crisis demográfica. A su vez, los países de los cuales parten los emigrantes registran una cierta atenuación del problema de la escasez de empleo y, sobre todo, se benefician de las remesas que ayudan a las necesidades de las familias que permanecen en la patria. En fin, los emigrantes pueden realizar el deseo de un futuro mejor para sí mismos y para sus propias familias. Sabemos que a los beneficios mencionados también se suman algunos problemas. En los países de proveniencia de los emigrantes se verifican, entre otras cosas, el empobrecimiento debido a la pérdida de las mejores «inteligencias», la fragilidad de niños y muchachos que crecen sin uno o sin ambos padres, y el riesgo de ruptura de los matrimonios por la ausencia prolongada. En las naciones que los acogen, como contrapartida, vemos dificultades de inserción en tejidos urbanos ya problemáticos, así como dificultades de integración y de respeto de las convenciones sociales y culturales que encuentran allí. Al respecto, los agentes pastorales desempeñan un papel valioso de invitación al diálogo, a la acogida y a la legalidad, de mediación con las personas del lugar de llegada. En cambio, en los países de origen la cercanía a las familias y a los jóvenes con padres emigrantes puede atenuar las consecuencias negativas de su ausencia.

Pero vuestra reflexión ha querido ir más allá para captar las implicaciones de la solicitud pastoral de la Iglesia en el encuentro entre cooperación, desarrollo y emigración. Por lo demás, precisamente aquí la Iglesia tiene una palabra fuerte que decir. En efecto, la comunidad cristiana está continuamente comprometida en la acogida de los emigrantes y en compartir con ellos los dones de Dios, en particular el don de la fe. Promueve proyectos de evangelización y acompañamiento de los emigrantes durante todo su viaje, partiendo del país de origen, a través de los países de tránsito, hasta el país de acogida, con particular atención en responder a sus exigencias espirituales mediante la catequesis, la liturgia y la celebración de los Sacramentos.

Por desgracia, los emigrantes viven a menudo situaciones de desilusión, de desánimo y de soledad y, añadiría, de marginación. En efecto, el trabajador emigrante se encuentra en tensión entre el desarraigo y la integración. También aquí la Iglesia trata de ser lugar de esperanza: elabora programas de formación y sensibilización; habla en defensa de los derechos de los emigrantes; ofrece asistencia, incluso material, sin exclusión, para que cada uno sea tratado como hijo de Dios. En el encuentro con los emigrantes, es importante adoptar una perspectiva integral, capaz de valorar sus potencialidades en vez de considerarlos sólo un problema que hay que afrontar y resolver. El auténtico derecho al desarrollo concierne a cada hombre y a todos los hombres, con una visión integral. Esto requiere que se establezcan, para todos, niveles mínimos de participación en la vida de la comunidad humana. Es muy necesario que esto se verifique en la comunidad cristiana, en la que nadie es extranjero y, por consiguiente, todos merecen acogida y apoyo.

La Iglesia, además de ser una comunidad de fieles que reconoce a Jesucristo en el rostro del prójimo, es madre sin confines y sin fronteras. Es madre de todos y se esfuerza por alimentar la cultura de la acogida y de la solidaridad, en la que nadie es inútil, está fuera de lugar o hay que descartar. Lo recordé en el Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado de este año: «El fundamento de la dignidad de la persona no está en los criterios de eficiencia, de productividad, de clase social, de pertenencia a una etnia o grupo religioso, sino en el ser creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27) y, más aún, en el ser hijos de Dios; cada ser humano es hijo de Dios. En él está impresa la imagen de Cristo». Él es Cristo. Por eso los emigrantes, con su misma humanidad, aun antes que con sus valores culturales, ensanchan el sentido de la fraternidad humana. Al mismo tiempo, su presencia es un llamamiento a la necesidad de erradicar las desigualdades, las injusticias y los abusos. De este modo, los emigrantes pueden convertirse en compañeros en la construcción de una identidad más rica para las comunidades que los hospedan, así como para las personas que los acogen, estimulando el desarrollo de sociedades inclusivas, creativas y respetuosas de la dignidad de todos.

Queridos hermanos y hermanas: Os expreso de nuevo mi gratitud por el servicio que prestáis a la Iglesia, a vuestras comunidades y a las sociedades de las que formáis parte. Invoco sobre vosotros la protección de la Madre de Dios y de san José, que experimentaron la dureza del exilio en Egipto. Asegurándoos mi oración, os pido por favor que recéis por mí, y de corazón os bendigo. Gracias.

 


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