MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL II CONGRESO INTERNACIONAL DE HERMANDADES Y PIEDAD POPULAR
[Sevilla, 4 - 8 de diciembre de 2024]
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Queridos hermanos y hermanas:
A través de estas líneas quisiera unirme a las jornadas de estudio sobre las hermandades y la piedad popular que celebran en esa ciudad de Sevilla, cuna de santos y de un pueblo que vive con fervor las expresiones de su fe hasta hacerlas consustanciales a su tejido social.
Quisiera destacar tres retos que se plantean en vuestro programa, proponiéndolos como un trisagio, una súplica que elevamos a Dios, pidiéndole al Padre la eficacia evangelizadora de nuestro esfuerzo, al Hijo la belleza de nuestro testimonio de vida y al Espíritu Santo un corazón lleno de caridad escondida que nos permita llegar a los hombres, aún de forma silenciosa.
Nuestra vida es un peregrinaje, una continua estación de penitencia que en la feliz expresión de san Manuel González podemos proponer como «un viaje de ida y vuelta, que empieza, el de ida, en Cristo y termina en el pueblo, y empieza en el pueblo, el de vuelta, y termina en Cristo» (Obras completas II, n. 1884). La eficacia evangelizadora de vuestra propuesta está en ese nacer de Cristo, de la fe recibida en familia; de la experiencia de vivir y compartir esa fe en la hermandad; de ese salir unidos a vuestros sacerdotes, desde la parroquia, desde el templo de vuestro titular, hacia la Santa Iglesia Catedral, junto a las demás Hermandades, manifestando ser Pueblo en camino hacia Dios.
Todos distintos y todos unidos, de ahí una sublime belleza. Qué entrañable ver a los niños con sus trajes de niño, haciendo los trabajos de niños: llevar el agua, las cestas del incienso, sintiéndose importantes en lo que hacen, y a la vez anhelando poder crecer, y vestir el traje de los grandes, para poder cargar la cruz, para poder ponerse bajo el manto de su Santísima Madre. La belleza de esta diversidad es también escuela, es camino: san Manuel empezó bailando como seise ante el trono del Corpus Domini y toda su vida de obispo y de santo la dedicó a servirlo.
Por otro lado, su belleza se percibe en esa perfecta unión que nace de la combinación de tantas peculiaridades, ministerios, trabajos, que con tesón y paciencia se van compenetrando. Es sobre todo la belleza de Cristo que nos convoca, nos llama a ser hermanos y nos impulsa a sacar a Cristo a la calle, a llevarlo al pueblo, para que todos puedan contemplar su hermosura. Qué gozo ver caminar el cortejo acompasado por el ritmo de una oración silenciosa, que sobrecoge el corazón de quien lo ve. Sea que uno cargue, o que simplemente acompañe, que lleve un hábito de penitencia, o un rosario, es el mismo fervor, el mismo amor, notas de una misma partitura que sólo juntas trazan un canto de alabanza.
Cuántas lágrimas se derraman en esos momentos, «llorando con Cristo que llora, acompañando a Cristo abandonado, poniendo su corazón muy cerca del Corazón de Cristo» (ídem, n. 1891) hasta parecer diría san Manuel «chiflados», chiflados de amor. Así seguramente les llaman muchos que los ven, pensando que no tiene sentido tal esfuerzo. Pero son locos de amor por Dios, tanto de tocar el corazón de su pueblo, para llevarles a Dios.
Un viaje de vuelta, desde ese pueblo que hemos encontrado en la calle, al que le hemos mostrado la belleza de Jesús, de su Iglesia, de ese amor «chiflado», para volver a Dios. San Manuel nos asegura: «Ay, señores, que el pueblo [...] tiene hambre de verdad, de cariño, de bienestar, de justicia, de cielo y, quizás, sin que se dé cuenta, de Dios» y «las lágrimas de su corazón» (ídem, n. 1900), las desgarradoras lágrimas de su alma, no nos pueden dejar impasibles. Nuestra imaginaria estación de penitencia sigue su camino hasta la Santa Iglesia Catedral, hasta el Sagrario donde el Señor nos espera, ante Él presentamos esos corazones, para que Dios Padre haga crecer la semilla que hemos intentado sembrar. Este Pan vivo es el único que puede saciar el hambre de nuestra sociedad, un Pan que nació para entregarse, para ser consumido, y que desde el altar nos llama para que dialoguemos con Él, para ser nuestro consuelo y nuestro reposo.
Como pueblo en camino, en orden casi marcial, sea llevando su cruz, sea bajo el manto de su bendita Madre, sentimos que somos el campo de Dios, semilla del reino, y es en su presencia que volvemos a nuestras casas, para seguir transparentando ese regocijo, esa belleza, ese amor desbordante, que se comunica a nuestros hijos, a nuestras familias, amigos, vecinos. Es en ese momento íntimo, que pedimos a Jesús que les dé la fuerza de unirse a nosotros en este peregrinaje, de la procesión y de la vida, juntos seguiremos llevando a Cristo, sacándolo a la calle para que entre en todos los corazones.
Queridos hermanos y hermanas, debo confesarles algo, el texto que he propuesto a su meditación de san Manuel González, no habla de devoción, de liturgias públicas o de oración contemplativa. En realidad, habla de la obra social de la Iglesia, del compromiso laical por la trasformación del mundo, de la necesidad de acercar la ternura de Dios a los hombres que sufren en el cuerpo y en el alma. Pero sus palabras reflejan un mismo amor, pues “cargar” el paso del Cristo en la procesión, cargar cada día con la cruz que el Señor nos propone o cargar sobre nuestros hombros al hermano que encontrarnos postrado en el camino, como lo haría el Buen Pastor, es el mismo amor, es la misma caridad escondida que encontramos en el Sagrario de la Santa Iglesia Catedral, y en el de nuestro templo titular. Es ese amor que tomamos de Cristo y llevarnos al pueblo, que traemos a Cristo junto a ese pueblo, en un continuo viaje de ida y vuelta que conforma nuestra existencia terrena. Sea este nuestro deseo y nuestra súplica ante Dios tres veces santo.
Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide, y por favor no se olviden de rezar por mí.
Fraternalmente,
FRANCISCO
Roma, San Juan de Letrán, 9 de mayo de 2024, solemnidad de la Ascensión del Señor.
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