SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
LVII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pedro
Lunes, 1 de enero de 2024
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Las palabras del apóstol Pablo iluminan el comienzo del nuevo año: «cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Ga 4,4). Impacta la expresión “plenitud del tiempo”. Antiguamente, el tiempo se medía vaciando y llenando unas ánforas; cuando estaban vacías comenzaba un nuevo periodo de tiempo, que terminaba cuando estaban llenas. Esa es la plenitud del tiempo: cuando el ánfora de la historia está colmada, la gracia divina desborda; así pues, Dios se hace hombre y lo hace en el signo de una mujer, María. Ella es el camino elegido por Dios, ella es el punto de llegada de tantas personas y generaciones que, “gota a gota”, han preparado la venida del Señor al mundo. De este modo, la Madre está en el centro del tiempo. Dios se ha complacido de dar un giro a la historia por medio de María, la mujer. Con esta palabra la Escritura nos remite a los orígenes, al Génesis, y nos sugiere que la Madre con el Niño marca una nueva creación, un nuevo comienzo. Por tanto, al principio del tiempo de la salvación está la Santa Madre de Dios, nuestra Madre santa.
Es hermoso entonces que el año comience invocándola; es hermoso que el Pueblo fiel, como antaño en Éfeso —eran valientes esos cristianos— proclame con alegría a la Santa Madre de Dios. Las palabras Madre de Dios expresan, en efecto, la alegre certeza de que el Señor, tierno Niño en brazos de su mamá, se ha unido para siempre a nuestra humanidad, hasta el punto de que esta ya no es sólo nuestra, sino también suya. Madre de Dios: son pocas palabras para confesar la alianza eterna del Señor con nosotros. Madre de Dios: es un dogma de fe, pero es también un “dogma de esperanza”; Dios en el hombre y el hombre en Dios, para siempre. Santa Madre de Dios.
En la plenitud del tiempo el Padre envió a su Hijo nacido de mujer; pero el texto de san Pablo agrega un segundo envío: «Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Ga 4,6). Y también en el envío del Espíritu la Madre es protagonista: el Espíritu Santo desciende sobre ella en la Anunciación (cf. Lc 1,35), después en los inicios de la Iglesia desciende sobre los Apóstoles reunidos en oración con «María, la madre» (Hch 1,14). De esta manera, la acogida de María nos ha traído los dones más grandes; ella ha «hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (Tomás de Celano, Vida segunda, CL, 198: FF 786) y ha permitido que el Espíritu clame en nuestros corazones: “¡Abba!, ¡Papá!”.La maternidad de María es el camino para encontrar la ternura paterna de Dios, el camino más cercano, más directo, más fácil. Este es el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. La Madre, en efecto, nos conduce al principio y al corazón de la fe, que no se trata de una teoría o de un compromiso, sino de un don inmenso, que nos hace hijos amados, moradas del amor del Padre. Por eso, acoger a la Madre en la propia vida no es una elección devota, sino una exigencia de la fe: «Si queremos ser cristianos, debemos ser marianos» (S. Pablo VI, Homilía en Cagliari, 24 abril 1970), es decir, hijos de María.
La Iglesia necesita de María para redescubrir su propio rostro femenino, para asemejarse más a ella que, como mujer, Virgen y Madre, representa su modelo y su figura perfecta (cf. Lumen gentium, 63); para dar espacio a las mujeres y para ser generativa a través de una pastoral hecha de cuidado y solicitud, de paciencia y valentía materna. También el mundo necesita mirar a las madres y a las mujeres para encontrar la paz, para escapar de las espirales de violencia y odio, y volver a tener miradas humanas y corazones que ven. Y toda sociedad necesita acoger el don de la mujer, de cada mujer: respetarla, cuidarla, valorarla, sabiendo que quien lastima a una mujer profana a Dios, nacido de mujer.
María, la mujer, así como fue decisiva en la plenitud del tiempo, también es determinante en la vida de cada uno; porque nadie mejor que la Madre conoce los tiempos y las urgencias de sus hijos. Nos lo nuestra una vez más con otro “comienzo”, el primer signo realizado por Jesús en las bodas de Caná. Allí es precisamente María quien se da cuenta que falta el vino y se dirige a Él (cf. Jn 2,3). Son las necesidades de los hijos las que la mueven a ella, a la Madre, a pedirle a Jesús que intervenga. Y en Caná Jesús dice: «“Llenen de agua estas tinajas”. Y las llenaron hasta el borde» (Jn 2,7). María, que conoce nuestras necesidades, apresura también para nosotros el desbordamiento de la gracia y lleva nuestras vidas hacia la plenitud. Hermanos, hermanas, todos nosotros tenemos carencias, soledades, vacíos que necesitan ser colmados.Cada uno de nosotros conoce los suyos. ¿Quién puede colmarlos sino María, Madre de la plenitud? Cuando estamos tentados de encerrarnos en nosotros mismos, acudimos a ella; cuando no logramos desenredarnos de los nudos de la vida, buscamos refugio en ella. Nuestro tiempo, vacío de paz, necesita de una Madre que vuelva a reunir a la familia humana. Miremos a María para ser constructores de unidad, y hagámoslo con su creatividad de Madre, que cuida de sus hijos, los congrega y los consuela, escucha sus penas y enjuga sus lágrimas. Y miremos ese icono tan tierno de la Virgo lactans [de la Abadía de Montevergine]. Así es la mamá: con cuánta ternura nos cuida y está cerca de nosotros. Nos cuida y está cerca de nosotros.
Confiemos el nuevo año a la Madre de Dios. Consagrémosle nuestra vida. Ella, con ternura, sabrá revelar su plenitud; porque nos conducirá a Jesús, y Jesús es la plenitud del tiempo, de todo tiempo, de nuestro tiempo, del tiempo de cada uno de nosotros. En efecto, como se ha escrito, “no ha sido la plenitud del tiempo lo que hizo que fuera enviado el Hijo de Dios, sino al contrario, el envío del Hijo dio lugar a la plenitud del tiempo” (cf. M. Lutero, Vorlesung über den Galaterbrief 1516-1517, 18). Hermanos y hermanas que este año esté lleno de la consolación del Señor; que este año esté colmado de la ternura materna de María, la Santa Madre de Dios.
Y los invito ahora a proclamar todos juntos, por tres veces: ¡Santa Madre de Dios! Juntos: ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios!¡Santa Madre de Dios!
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