VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE TODOS LOS SANTOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCESCO
III Domingo de Cuaresma
Sábado 7 de marzo de 2015
Con ocasión de la fiesta de la Pascua judía, Jesús va a Jerusalén. Al llegar al templo, no encuentra gente que busca a Dios, sino gente que hace sus propios negocios: los mercaderes de animales para la ofrenda de los sacrificios; los cambistas, quienes cambian dinero «impuro» que llevan la imagen del emperador con monedas aprobadas por la autoridad religiosa para pagar el impuesto anual del templo. ¿Qué encontramos nosotros cuando visitamos, cuando vamos a nuestros templos? Dejo la pregunta. El indigno comercio, fuente de ricas ganancias, provoca la enérgica reacción de Jesús. Él volcó los bancos y esparció el dinero por el piso, echó a los vendedores diciéndoles: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2, 16).
Esta expresión no se refiere sólo a los negocios que se realizaban en los patios del templo. Se refiere más bien a un tipo de religiosidad. El gesto de Jesús es un gesto de «limpieza», de purificación, y la actitud que Él desautoriza se la puede sacar de los textos proféticos, según los cuales Dios no soporta un culto exterior hecho de sacrificios materiales y basado en el interés personal (cf. Is 1, 11-17; Jer 7, 2-11). Este gesto es la llamada al culto auténtico, a la correspondencia entre liturgia y vida; una llamada válida para todos los tiempos y también hoy para nosotros. Esa correspondencia entre liturgia y vida. La liturgia no es algo extraño, allá, lejano, y mientras se celebra yo pienso en muchas cosas, o rezo el rosario. No, no. Hay una correspondencia con la celebración litúrgica que luego llevo a mi vida; y en esto se debe aún ir más adelante, se debe aún recorrer mucho camino.
La constitución conciliar Sacrosanctum Concilium define la liturgia como «la primera y más necesaria fuente en la que los fieles beben el espíritu verdaderamente cristiano» (n. 14). Esto significa reafirmar el vínculo esencial que une la vida del discípulo de Jesús y el culto litúrgico. Esto no es ante todo una doctrina que se debe comprender, o un rito que hay que cumplir; es naturalmente también esto pero de otra forma, es esencialmente distinto: es una fuente de vida y de luz para nuestro camino de fe.
Por lo tanto, la Iglesia nos llama a tener y promover una vida litúrgica auténtica, a fin de que pueda haber sintonía entre lo que la liturgia celebra y lo que nosotros vivimos en nuestra existencia. Se trata de expresar en la vida lo que hemos recibido mediante la fe y lo que hemos celebrado (cf. Sacrosanctum Concilium, 10).
El discípulo de Jesús no va a la iglesia sólo para cumplir un precepto, para sentirse bien con un Dios que luego no tiene que «molestar» demasiado. «Pero yo, Señor, voy todos los domingos, cumplo..., tú no te metas en mi vida, no me molestes». Esta es la actitud de muchos católicos, muchos. El discípulo de Jesús va a la iglesia para encontrarse con el Señor y encontrar en su gracia, operante en los sacramentos, la fuerza para pensar y obrar según el Evangelio. Por lo que no podemos ilusionarnos con entrar en la casa del Señor y «encubrir», con oraciones y prácticas de devoción, comportamientos contrarios a las exigencias de la justicia, la honradez o la caridad hacia el prójimo. No podemos sustituir con «honores religiosos» lo que debemos dar al prójimo, postergando una verdadera conversión. El culto, las celebraciones litúrgicas, son el ámbito privilegiado para escuchar la voz del Señor, que guía por el camino de la rectitud y de la perfección cristiana.
Se trata de realizar un itinerario de conversión y de penitencia, para quitar de nuestra vida las escorias del pecado, como hizo Jesús, limpiando el templo de intereses mezquinos. Y la Cuaresma es el tiempo favorable para todo esto, es el tiempo de la renovación interior, de la remisión de los pecados, el tiempo en el que somos llamados a redescubrir el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación, que nos hace pasar de las tinieblas del pecado a la luz de la gracia y de la amistad con Jesús. No hay que olvidar la gran fuerza que tiene este sacramento para la vida cristiana: nos hace crecer en la unión con Dios, nos hace reconquistar la alegría perdida y experimentar el consuelo de sentirnos personalmente acogidos por el abrazo misericordioso de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, este templo fue construido gracias al celo apostólico de san Luis Orione. Precisamente aquí, hace cincuenta años, el beato Pablo vi inauguró, en cierto sentido, la reforma litúrgica con la celebración de la misa en la lengua hablada por la gente. Os deseo que esta circunstancia reavive en todos vosotros el amor por la casa de Dios. En ella encontráis una gran ayuda espiritual. Aquí podéis experimentar, cada vez que queráis, el poder regenerador de la oración personal y de la oración comunitaria. La escucha de la Palabra de Dios, proclamada en la asamblea litúrgica, os sostiene en el camino de vuestra vida cristiana. Os encontráis entre estos muros no como extraños, sino como hermanos, capaces de darse la mano con gusto, porque os congrega el amor a Cristo, fundamento de la esperanza y del compromiso de cada creyente.
A Él, Jesucristo, Piedra angular, nos estrechamos confiados en esta santa misa, renovando el propósito de comprometernos en favor de la purificación y la limpieza interior de la Iglesia edificio espiritual, del cual cada uno de nosotros es parte viva en virtud del Bautismo. Así sea.
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