PAPA FRANCISCO
MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE
Nadie puede juzgarte
Lunes 17 de marzo de 2014
Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 12, viernes 21 de marzo de 2014
¿Quién soy yo para juzgar a los demás? Es la pregunta que debemos hacernos a nosotros mismos para dejar espacio a la misericordia, la actitud precisa para construir la paz entre las personas, las naciones y dentro de nosotros. Y para ser mujeres y hombres misericordiosos es necesario, ante todo, reconocerse pecadores y, luego, ampliar el corazón hasta olvidar las ofensas recibidas.
Precisamente en la misericordia el Papa centró la homilía de la misa del lunes 17 de marzo, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta. Remitiéndose a los pasajes del libro del profeta Daniel (9, 4-10) y del Evangelio de Lucas (6, 36-38), el Santo Padre explicó que «la invitación de Jesús a la misericordia es para acercarnos, para imitar mejor a nuestro Dios Padre: sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso». Pero, reconoció inmediatamente el Pontífice, «no es fácil comprender esta actitud de la misericordia, porque estamos acostumbrados a pasar la cuenta a los demás: tú has hecho esto, ahora debes hacer esto». En pocas palabras, «juzgamos, tenemos esta costumbre, y no somos personas» que dejan «un poco de espacio a la comprensión y también a la misericordia».
«Para ser misericordioso son necesarias dos actitudes», afirmó el Papa. La primera es «el conocimiento de sí mismo». En la primera lectura Daniel relata el momento de la oración del pueblo que confiesa ser pecador ante Dios y dice: «Nosotros hicimos esto, pero tú eres justo. A ti conviene la justicia, a nosotros la vergüenza». Así, explicó el Pontífice comentando el pasaje, «la justicia de Dios ante el pueblo arrepentido se transforma en misericordia y perdón». Y nos interpela también a nosotros, invitándonos a «dejar un poco de espacio a esta actitud». Por lo tanto, el primer paso «para llegar a ser misericordioso es reconocer que hemos hecho muchas cosas no buenas: ¡somos pecadores!». Es necesario saber decir: «Señor, me avergüenzo de esto que hice en mi vida». Porque, incluso si «ninguno de nosotros mató a nadie», hemos cometido, de todos modos, «muchos pecados cotidianos». Es sencillo —pero al mismo tiempo «muy difícil»— decir: «Soy pecador y mi avergüenzo ante Ti y te pido perdón».
«Nuestro padre Adán —afirmó el Papa— nos dio un ejemplo de lo que no se debe hacer». Es él, en efecto, quien culpa a la mujer de haber comido el fruto y se justifica diciendo: «Yo no pequé», es ella «quien me hizo ir por este camino». Pero lo mismo hizo luego Eva, que culpa a la serpiente. En cambio, reafirmó el Santo Padre, es importante reconocer el hecho de haber pecado y necesitar el perdón de Dios. No se deben encontrar excusas y «descargar la culpa sobre los demás». Incluso, continuó el Pontífice, «tal vez el otro me ha ayudado» a pecar, «ha facilitado el camino para hacerlo: pero lo hice yo». Y «si nosotros hacemos esto, cuántas cosas buenas habrá: ¡seremos hombres!». Además, «con esta actitud de arrepentimiento somos más capaces de ser misericordiosos, porque sentimos en nosotros la misericordia de Dios». Tan es así que en el Padrenuestro no rezamos sólo: «perdona nuestros pecados», sino que decimos: «perdona como nosotros perdonamos». En efecto, «si yo no perdono estoy un poco fuera de juego».
La segunda actitud para ser misericordiosos «es ampliar el corazón». Precisamente «la vergüenza, el arrepentimiento, amplía el corazón pequeñito, egoísta, porque deja espacio a Dios misericordioso para perdonarnos». ¿Pero cómo ampliar el corazón? Ante todo, al reconocerse pecadores, no se mira a lo que hicieron los demás. Y la pregunta de fondo es esta: «¿Quién soy yo para juzgar esto? ¿Quién soy yo para criticar sobre esto? ¿Quién soy yo, que hice las mismas cosas o peores?». Por lo demás, «el Señor lo dice en el Evangelio: no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que mediréis se os medirá a vosotros». Esta es la «generosidad del corazón» que el Señor presenta a través de «la imagen de las personas que iban a buscar el trigo y estiraban el delantal para recibir de más». En efecto, «si tienes el corazón amplio, grande, puedes recibir más». Y un «corazón grande no se enreda en la vida de los demás, no condena, sino que perdona y olvida», precisamente como «Dios ha olvidado y perdonado mis pecados».
Para ser misericordiosos es necesario, por lo tanto, invocar al Señor —«porque es una gracia»— y «tener estas dos actitudes: reconocer los propios pecados avergonzándose» y olvidar los pecados y las ofensas de los demás. He aquí que así «el hombre y la mujer misericordiosos tienen un corazón amplio: siempre disculpan a los demás y piensan en los propios pecados». Y si alguien les dice: «¿has visto lo que hizo aquel?», tienen la misericordia de responder: «pero yo ya tengo bastante con lo que hice».
Es este, sugirió el Papa, «el camino de la misericordia que debemos pedir». Si «todos nosotros, los pueblos, las personas, las familias, los barrios, tuviésemos esta actitud —exclamó—, ¡cuánta paz habría en el mundo, cuánta paz en nuestros corazones, porque la misericordia nos conduce a la paz!».
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