Index   Back Top Print

[ ES ]

PAPA FRANCISCO

Canta y camina

Misas matutinas en la capilla de la Domus Sanctae Marthae
 del 10 de mayo al 22 de mayo de 2013

 

Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 21, viernes 24 de mayo de 2013

La Domus Sanctae Marthae, donde reside el Papa Francisco en el Vaticano, acogió a otro huésped de excepción del 9 al 13 de mayo: Su Santidad Tawadros II, Papa de Alejandría y Patriarca de la Sede de San Marcos, jefe de la Iglesia ortodoxa copta de Egipto. Y en la capilla, en la misa que abre cada día, el Obispo de Roma quiso hablar de la alegría, expresando su estado de ánimo justamente por la llegada de Tawadros II «un hermano que viene a visitar a la Iglesia de Roma para hablar, para recorrer juntos un tramo de camino». De este modo la alegría centró la homilía del 10 de mayo, inspirada en un pasaje del Evangelio de san Lucas (Lc 24, 50-53): trata de la Ascensión del Señor y relata que los discípulos «regresaron a Jerusalén llenos de alegría. El don que Jesús les había dado —explicó el Papa— no era una cierta nostalgia», sino «alegría», que llena desde dentro, que es «como una unción del Espíritu», que «se encuentra en la seguridad de que Jesús está con nosotros y con el Padre». La alegría es una virtud de los grandes, «de aquellos grandes que —precisó el Santo Padre— están por encima de las mezquindades, de las pequeñeces humanas, que no se involucran en las pequeñas cosas internas de la comunidad, de la Iglesia; miran siempre hacia el horizonte». Y la alegría es una virtud del camino. «San Agustín decía: ¡Canta y camina!», recordó el Papa. «El cristiano canta con alegría y camina, y lleva esta alegría», aunque «se encuentra también algunas veces escondida en la cruz»; «pero canta y camina», «sabe alabar a Dios como los apóstoles después de la Ascensión de Jesús».

De hecho el Papa invitó, en la Eucaristía del 11 de mayo (Jn 16, 23-28), a un «éxodo», porque lo necesario es salir de nosotros mismos e ir al encuentro de los hermanos necesitados, de los enfermos, los ignorantes, los pobres, los explotados. Porque es ahí donde reconocemos las llagas de Jesús, que aún están presentes en la tierra. Más aún: la oración auténtica es un «salir de nosotros mismos hacia el Padre en nombre de Jesús —aclaró el Pontífice—, es un éxodo de nosotros mismos» que se realiza «precisamente con la intercesión de Jesús, que ante el Padre le muestra sus llagas». Todo esto nos «da confianza, nos da la valentía de rezar», porque, como escribía el apóstol Pedro, «sus heridas nos han curado». Éste es «el nuevo modo de rezar: con la confianza», con la «valentía que nos da la certeza de que Jesús está ante el Padre» y le muestra sus llagas; pero también con la humildad para reconocer y encontrar las llagas de Jesús en sus hermanos necesitados. Ésta es nuestra oración en la caridad», reafirmó el Santo Padre.

Y aunque sea, en cierto modo, el desconocido de nuestra fe, el Espíritu Santo es quien nos recuerda todo lo que enseñó Jesús. En la misa del 13 de mayo (Hch 19, 1-8), el Papa Francisco insistió en que Jesús dice a los apóstoles: «Os enviaré el Espíritu Santo: Él os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he dicho». «Pensemos en esto último: el Espíritu Santo es Dios, pero es Dios activo en nosotros —constató el Pontífice—, quien hace recordar, quien despierta la memoria. El Espíritu Santo nos ayuda a hacer memoria».

Días de prólogo de Pentecostés, el Papa indicó, comentando las lecturas del 14 de mayo (Hch 1, 15-17, 20-26; Jn 15, 9-17), que en este tiempo de espera del Espíritu Santo se hace presente el concepto del amor. De ahí su alerta y su exhortación: el egoísmo no conduce a ninguna parte. El amor, en cambio, libera. Por ello quien es capaz de vivir la propia vida como «un don entregado a los demás» no quedará nunca solo y no experimentará «el drama de la conciencia aislada», presa fácil de ese «Satanás mal pagador» siempre «listo a engañar» a quien elige su camino.

Otra alerta lanzó el Santo Padre el 15 de mayo (Hch 20, 28-38; Jn 17, 11-19) cuando habló de obispos y sacerdotes que se dejan vencer por la tentación del dinero y de la vanidad, del afán de hacer carrera; de pastores se convierten en lobos «que comen la carne de sus propias ovejas». No usó medias tintas el Papa Francisco para referirse a este comportamiento. Para superar estas «auténticas tentaciones» obispos y sacerdotes deben rezar, pero necesitan también de la oración de los fieles. Porque como evidencia la relación entre Pablo y los fieles de Éfeso, la relación del obispo con su pueblo está «hecha de amor y de ternura».

Precisamente el Papa relanzó —el 16 de mayo (Hch 22, 30; 23, 6-11)— el ejemplo del Apóstol Pablo, que pasaba «de una batalla campal a otra». Así, los creyentes no deben refugiarse «en una vida tranquila» o en componendas: hoy en la Iglesia hay demasiados «cristianos de salón» —lamentó el Santo Padre—, «tibios», para quienes siempre está «todo bien», pero que no tienen ardor apostólico. En su homilía, por lo tanto, un fuerte llamamiento a la misión —no sólo en las tierras lejanas, sino también en las ciudades—. Y ello conscientes de que el celo apostólico «viene del conocimiento de Jesucristo». Como el encuentro que tuvo Pablo con el Señor, no con un conocimiento intelectual, científico —que es importante porque nos ayuda—, sino con el conocimiento primero, el del corazón, el del encuentro personal». Es lo que impulsaba a Pablo a seguir adelante, a anunciar a Jesús. A pesar de las contrariedades. Así, con su testimonio de la verdad, el cristiano debe «incomodar» a «nuestras estructuras cómodas», observó el Papa.

En cambio, los encuentros del Apóstol Pedro con Jesús fueron protagonistas de su homilía del 17 de mayo (Hch 25, 13-21; Jn 21, 15-19). La constatación del Pontífice: ser pecadores no es el problema; lo es no arrepentirse de haber pecado, no sentir vergüenza por lo que se ha hecho. Jesús —destacó— «entrega su rebaño a un pecador», Pedro. «Pecador, pero no corrupto», precisó inmediatamente. «El Señor nos hace madurar a través de muchos encuentros con Él —explicó—, incluso con nuestras debilidades, cuando las reconocemos; con nuestros pecados. Él es así, y la historia de este hombre [Pedro], que se dejó modelar a través de numerosos encuentros con Jesús, nos sirve a todos nosotros, porque estamos en el mismo camino, siguiendo a Jesús para vivir el Evangelio. Pedro es un grande, pero no porque sea doctor en esto o porque sea bueno por haber hecho esto otro... No: es un grande, es noble, tiene un corazón noble, y esta nobleza le conduce al llanto, le lleva al dolor, a la vergüenza, pero también a acoger su trabajo de apacentar el rebaño».

Jesús hablaba mucho con Pedro y con todos los demás, así como los apóstoles hablaban entre ellos y con los demás; pero era «un diálogo de amor», recordó el Obispo de Roma el 18 de mayo (Jn 21, 20-25). Una realidad que contrapuso a los cristianos entre quienes se da el mal hábito de «despellejarse» unos a otros con las palabras, las desinformaciones y la calumnia. «Las críticas —afirmó— son destructivas en la Iglesia». Después de los «cristianos de salón», están los «cristianos criticones», objeto de esta nueva alerta del Papa.

Que tampoco dudó en alertar de que incluso en el corazón del hombre de fe se alberga «algo de incredulidad». El relato del evangelio de Marcos (9, 14-29), el 20 de mayo, dio pie al Papa Francisco para subrayar que los milagros siguen existiendo, pero para consentir al Señor que los realice es necesaria una oración valiente, capaz de superar esa incredulidad, con una oración que debe «poner la carne en el asador», implicar nuestra persona y comprometer toda nuestra vida.

Al día siguiente, 21 de mayo (Mc 9, 30-37), en su homilía retomó una clave que ya había expresado en otras ocasiones: el verdadero poder es el servicio. «La lucha por el poder en la Iglesia —subrayó el Pontífice— no es cuestión de estos días. Comenzó allá, precisamente con Jesús: mientras el Señor hablaba de la Pasión, los discípulos pensaban en discutir sobre quién de ellos era el más importante». Pero en la óptica del Evangelio «la lucha por el poder en la Iglesia no debe existir. O, si queremos, que exista la lucha por el verdadero poder, es decir, el que Él, con su ejemplo, nos enseñó: el poder del servicio. Como hizo Él, que vino no para ser servido, sino para servir. Y su servicio fue precisamente un servicio de cruz: Él se abajó, hasta la muerte, con muerte de cruz, por nosotros; para servirnos, para salvarnos».

Y el Señor redimió a todos con la sangre de Cristo, a «todos, no sólo a los católicos», insistió el Obispo de Roma el 22 de mayo (Mc 9, 38-40). «Es esta sangre que nos hace hijos de Dios», a cuya imagen fuimos creados. Y si «Él hace el bien, todos nosotros tenemos en el corazón este mandamiento: Haz el bien y no hagas el mal. Todos», cualquiera que sea el credo que profese. Pensar que no todos pueden hacer el bien es una cerrazón, «un muro —advirtió el Santo Padre— que nos conduce a la guerra» y «a lo que algunos pensaron en la historia: matar en nombre de Dios». Y esto «es una blasfemia». En cambio, cada hombre no sólo puede, sino que debe hacer el bien, porque lleva en su interior este mandato. Es también «un hermoso camino hacia la paz». Si cada uno hace su parte de bien, y lo hace hacia los demás, «nos encontramos haciendo el bien». Y así, construimos la «cultura del encuentro; y tenemos gran necesidad de ello».

 


Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana