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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo 14 de agosto de 2016

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (Lc 12, 49-53) forma parte de las enseñanzas de Jesús dirigidas a sus discípulos a lo largo del camino de subida hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en la cruz. Para indicar el objetivo de su misión, Él se sirve de tres imágenes: el fuego, el bautismo y la división. Hoy deseo hablar de la primera imagen: el fuego.

Jesús la narra con estas palabras: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (v. 49). El fuego del cual habla Jesús es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Este –el fuego– es una fuerza creadora que purifica y renueva, quema toda miseria humana, todo egoísmo, todo pecado, nos transforma desde dentro, nos regenera y nos hace capaces de amar. Jesús desea que el Espíritu Santo estalle como el fuego en nuestro corazón, porque sólo partiendo del corazón el incendio del amor divino podrá extenderse y hacer progresar el Reino de Dios. No parte de la cabeza, parte del corazón. Y por eso Jesús quiere que el fuego entre en nuestro corazón. Si nos abrimos completamente a la acción de este fuego que es el Espíritu Santo, Él nos donará la audacia y el fervor para anunciar a todos a Jesús y su confortante mensaje de misericordia y salvación, navegando en alta mar, sin miedos.

Cumpliendo su misión en el mundo, la Iglesia —es decir, todos los que somos la Iglesia— necesita la ayuda del Espíritu Santo para no ser paralizada por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarse a caminar dentro de confines seguros. Estas dos actitudes llevan a la Iglesia a ser una Iglesia funcional, que nunca arriesga. En cambio, la valentía apostólica que el Espíritu Santo enciende en nosotros como un fuego nos ayuda a superar los muros y las barreras, nos hace creativos y nos impulsa a ponernos en marcha para caminar incluso por vías inexploradas o incómodas, dando esperanzas a cuantos encontramos. Con este fuego del Espíritu Santo estamos llamados a convertirnos cada vez más en una comunidad de personas guiadas y transformadas, llenas de comprensión, personas con el corazón abierto y el rostro alegre. Hoy más que nunca se necesitan sacerdotes, consagrados y fieles laicos, con la atenta mirada del apóstol, para conmoverse y detenerse ante las minusvalías y la pobreza material y espiritual, caracterizando así el camino de la evangelización y de la misión con el ritmo sanador de la proximidad.

Es precisamente el fuego del Espíritu Santo que nos lleva a hacernos prójimos de los demás, de los necesitados, de tantas miserias humanas, de tantos problemas, de los refugiados, de aquellos que sufren.

En este momento, pienso también con admiración sobre todo en los numerosos sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, por todo el mundo, se dedican a anunciar el Evangelio con gran amor y fidelidad, no pocas veces a costa de sus vidas. Su ejemplar testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita burócratas y diligentes funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de llevar a todos la confortante palabra de Jesús y su gracia. Este es el fuego del Espíritu Santo. Si la Iglesia no recibe este fuego o no lo deja entrar en sí, se convierte en una Iglesia fría o solamente tibia, incapaz de dar vida, porque está compuesta por cristianos fríos y tibios. Nos hará bien, hoy, tomarnos cinco minutos y preguntarnos: ¿Cómo está mi corazón? ¿Es frío? ¿Es tibio? ¿Es capaz de recibir este fuego? Dediquemos cinco minutos a esto. Nos hará bien a todos.

Y pidamos a la Virgen María que rece con nosotros y por nosotros al Padre celeste, para que infunda sobre todos los creyentes el Espíritu Santo, fuego divino que enciende los corazones y nos ayuda a ser solidarios con las alegrías y los sufrimientos de nuestros hermanos. Que nos sostenga en nuestro camino el ejemplo de san Maximiliano Kolbe, mártir de la caridad, de quien hoy celebramos la fiesta: que él nos enseñe a vivir el fuego del amor por Dios y por el prójimo.


Después del Ángelus:

Queridos hermanos y hermanas:

Saludo con afecto a todos vosotros, romanos y peregrinos presentes.

Hoy también tengo la alegría de saludar a algunos grupos de jóvenes: ante todo a los scouts llegados de París. Así como a los jóvenes llegados a Roma, de peregrinación a pie o en bicicleta desde Bisuschio, Treviso, Solarolo, Macherio, Sovico, Vall’Alta di Bergamo y a los seminaristas del seminario menor de Bergamo.

Os repito, también a vosotros, las palabras que han sido el tema del gran encuentro de Cracovia: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos encontrarán la misericordia». ¡Esforzaos en perdonar siempre y tened un corazón compasivo!

Saludo también a las asociaciones del proyecto «Cartoline in bicicletta».

A todos os deseo un feliz domingo y un buen almuerzo.

Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí.

¡Adiós!

 



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