Sala Stampa

www.vatican.va

Sala Stampa Back Top Print Pdf
Sala Stampa


Viaggio Apostolico di Sua Santità Francesco in Canada – Vespri con i Vescovi, i Sacerdoti, i Diaconi, i Consacrati, i Seminaristi e gli Operatori Pastorali presso la Cattedrale di Notre-Dame de Québec, 28.07.2022


Vespri con i Vescovi, i Sacerdoti, i Diaconi, i Consacrati, i Seminaristi e gli Operatori Pastorali presso la Cattedrale di Notre-Dame de Québec

Omelia del Santo Padre

Traduzione in lingua italiana

Traduzione in lingua francese

Traduzione in lingua inglese

Traduzione in lingua tedesca

Traduzione in lingua portoghese

Traduzione in lingua polacca

Traduzione in lingua araba

Questo pomeriggio, il Santo Padre Francesco, ha lasciato l’Arcivescovado, si è trasferito in auto alla Cattedrale di Notre-Dame de Québec dove, alle ore 17.15 (23.15 ora di Roma), ha presieduto la Celebrazione dei Vespri con i Vescovi, i Sacerdoti, i Consacrati, i Seminaristi e gli Operatori Pastorali.

Al Suo arrivo è stato accolto dall’Arcivescovo di Québec, Card. Gérald Cyprien Lacroix, e dal Presidente della Conferenza Episcopale del Canada, S.E. Mons. Raymond Poisson. Quindi insieme hanno raggiunto la Cattedra mentre è stato eseguito un canto.

Dopo un breve saluto del Presidente della Conferenza Episcopale Canadese ha avuto luogo la Celebrazione dei Vespri. Quindi il Papa ha pronunciato l’omelia.

Al termine, l’Arcivescovo di Québec, Card. Gérald Cyprien Lacroix, ha accompagnato Papa Francesco davanti alla tomba di San Francesco de Laval dove hanno sostato in preghiera silenziosa. Erano esposte anche le reliquie di alcuni Santi canadesi.

Il Santo Padre è rientrato poi in auto in Arcivescovado dove ha cenato in privato.

Pubblichiamo di seguito l’omelia che il Papa ha pronunciato nel corso della Celebrazione dei Vespri:

Omelia del Santo Padre

Queridos hermanos obispos, queridos sacerdotes y diáconos, consagradas, consagrados, seminaristas y agentes pastorales: ¡Buenas tardes!

Agradezco a Monseñor Poisson las palabras de bienvenida que me ha dirigido, y los saludo a todos ustedes, especialmente a los que tuvieron que recorrer un camino largo para poder llegar, ¡las distancias en vuestro país son realmente enormes! Por eso, ¡gracias! Estoy contento de encontrarme con ustedes.

Es significativo que nos encontremos en la Basílica de Notre-Dame de Quebec, catedral de esta Iglesia particular, sede primada del Canadá, cuyo primer obispo, san François de Laval, abrió el Seminario en 1663 y durante todo su ministerio se dedicó a la formación de los sacerdotes. De los “ancianos”, es decir, de los presbíteros, nos habló la Lectura breve que hemos escuchado. San Pedro nos ha exhortado: «Apacienten el rebaño de Dios que les ha sido confiado; velen por él, no forzada, sino espontáneamente» (1 P 5,2). Mientras estamos aquí reunidos como Pueblo de Dios, recordemos que Jesús es el Pastor de nuestra vida, que cuida de nosotros porque nos ama verdaderamente. A nosotros, pastores de la Iglesia, se nos pide esa misma generosidad para apacentar el rebaño, para que pueda manifestarse la solicitud de Jesús por todos y su compasión por las heridas de cada uno.

Y precisamente porque somos signo de Cristo, el apóstol Pedro nos exhorta: apacienten el rebaño, guíenlo, no dejen que se pierda mientras ustedes se ocupan de los propios asuntos. Cuídenlo con dedicación y ternura. Y ―agrega― háganlo “espontáneamente”, no de manera forzada, no como un deber, no como religiosos asalariados o funcionarios de lo sagrado, sino con corazón de pastores, con entusiasmo. Si nosotros lo miramos a Él, Buen Pastor, antes que a nosotros mismos, descubriremos que estamos custodiados con ternura y sentiremos la cercanía de Dios. De aquí nace la alegría del ministerio y, antes aún, la alegría de la fe; no de ver lo que nosotros somos capaces de hacer, sino de saber que Dios está cerca, que nos amó primero y nos acompaña cada día.

Esta, hermanos y hermanas, es nuestra alegría; no es una alegría fácil, esa que a menudo nos propone el mundo, ilusionándonos con fuegos artificiales; esta alegría no está ligada a riquezas y seguridades; tampoco está ligada a la persuasión de que en la vida nos irá siempre bien, sin cruces ni problemas. La alegría cristiana, en cambio, está unida a una experiencia de paz que permanece en el corazón incluso cuando estamos rodeados de pruebas y aflicciones, porque sabemos que no estamos solos, sino acompañados de un Dios que no es indiferente a nuestra suerte. Así como cuando el mar está agitado, que en la superficie aparece turbulento y en la profundidad permanece sereno y tranquilo. Esta es la alegría cristiana: un don gratuito, la certeza de sabernos amados, sostenidos, y abrazados por Cristo en cada situación de la vida. Porque es Él quien nos libera del egoísmo y del pecado, de la tristeza de la soledad, del vacío interior y del miedo, dándonos una mirada nueva de la vida, una mirada nueva de la historia: «Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1).

Y entonces sí podemos preguntarnos: ¿cómo va nuestra alegría? ¿Cómo va mi alegría? Nuestra Iglesia, ¿expresa la alegría del Evangelio? En nuestras comunidades, ¿hay una fe que atrae por la alegría que comunica?

Si queremos afrontar estas cuestiones en su raíz, no podemos menos que reflexionar sobre aquello que, en la realidad de nuestro tiempo, hace peligrar la alegría de la fe y amenaza con oscurecerla, poniendo seriamente en crisis la experiencia cristiana. Pensamos entonces inmediatamente en la secularización, que desde hace tiempo ha transformado el estilo de vida de las mujeres y de los hombres de hoy, dejando a Dios casi en el trasfondo, como desaparecido del horizonte. Pareciera que su Palabra ya no es una brújula de orientación para la vida, para las opciones fundamentales, para las relaciones humanas y sociales. Pero debemos hacer rápidamente una aclaración: cuando observamos la cultura en la que estamos inmersos, sus lenguajes y sus símbolos, es necesario estar atentos a no quedar prisioneros del pesimismo y del resentimiento, dejándonos llevar por juicios negativos o nostalgias inútiles. Hay, en efecto, dos miradas posibles respecto al mundo en que vivimos: una la llamaría “mirada negativa” y la otra “mirada que discierne”.

La primera, la mirada negativa, nace con frecuencia de una fe que, sintiéndose atacada, se concibe como una especie de “armadura” para defenderse del mundo. Acusa la realidad con amargura, diciendo: “el mundo es malo, reina el pecado”, y así corre el peligro de revestirse de un “espíritu de cruzada”. Prestemos atención a esto, porque no es cristiano; de hecho, no es el modo de obrar de Dios, el cual ―nos recuerda el Evangelio― «amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,16). El Señor, que detesta la mundanidad, tiene una mirada buena sobre el mundo. Él bendice nuestra vida, dice bien de nosotros y de nuestra realidad, se encarna en las situaciones de la historia no para condenar, sino para hacer brotar la semilla del Reino precisamente ahí donde parecería que triunfan las tinieblas. Si nos detenemos en una mirada negativa, por el contrario, acabaremos por negar la encarnación porque, más que encarnarnos en la realidad, huiremos de ella. Nos cerraremos en nosotros mismos, lloraremos nuestras pérdidas, nos lamentaremos continuamente y caeremos en la tristeza y en el pesimismo: tristeza y pesimismo nunca vienen de Dios. En cambio, estamos llamados a tener una mirada semejante a la de Dios, que sabe distinguir el bien y se obstina en buscarlo, en verlo y en alimentarlo. No es una mirada ingenua, sino una mirada que discierne la realidad.

Para afinar nuestro discernimiento sobre el mundo secularizado, dejémonos inspirar por lo que escribió san Pablo VI, en la Evangelii nuntiandi, exhortación apostólica que todavía hoy tiene vigencia. Para él, la secularización es «un esfuerzo, en sí mismo justo y legítimo, no incompatible con la fe y la religión» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 55), para descubrir las leyes de la realidad y de la misma vida humana dadas por el Creador. Dios, en efecto, no nos quiere esclavos sino hijos, no quiere decidir en nuestro lugar ni oprimirnos con un poder sagrado en un mundo gobernado por leyes religiosas. No, Él nos ha creado libres y nos pide que seamos personas adultas, personas responsables en la vida y en la sociedad. Otra cosa ―distinguía San Pablo VI― es el secularismo, una concepción de vida que separa totalmente del vínculo con el Creador, de modo que se vuelve «superfluo y hasta un obstáculo» y se generan «nuevas formas de ateísmo» sutiles y variadas: «una civilización del consumo, el hedonismo erigido en valor supremo, una voluntad de poder y de dominio, de discriminaciones de todo género» (ibíd.). A nosotros como Iglesia, sobre todo como pastores del Pueblo de Dios, como pastores, como consagradas, como consagrados, diáconos, seminaristas, como agentes de pastoral, a todos nosotros nos toca saber hacer estas distinciones, discernir. Si cedemos a la mirada negativa y juzgamos de modo superficial, corremos el riesgo de transmitir un mensaje equivocado, como si detrás de la crítica sobre la secularización estuviera, por parte nuestra, la nostalgia de un mundo sacralizado, de una sociedad de otros tiempos en la que la Iglesia y sus ministros tenían más poder y relevancia social. Y esta es una perspectiva equivocada.

En cambio, como advierte un gran estudioso de estos temas, el problema de la secularización, para nosotros cristianos, no debe ser la menor relevancia social de la Iglesia o la pérdida de riquezas materiales y privilegios; más bien, esta nos pide que reflexionemos sobre los cambios de la sociedad, que han influido en el modo en el que las personas piensan y organizan la vida. Si nos detenemos en este aspecto, nos damos cuenta de que no es la fe la que está en crisis, sino ciertas formas y modos con los que anunciamos. Por eso, la secularización es un desafío a nuestra imaginación pastoral, es «la oportunidad para recomponer la vida espiritual en nuevas formas y también para nuevas maneras de existir» (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). De este modo, mientras la mirada que discierne nos hace ver las dificultades que tenemos en transmitir la alegría de la fe, a la vez nos estimula a volver a encontrar una nueva pasión por la evangelización, a buscar nuevos lenguajes, a cambiar algunas prioridades pastorales e ir a lo esencial.

Queridos hermanos y hermanas, necesitamos anunciar el Evangelio para dar a los hombres y a las mujeres de hoy la alegría de la fe. Pero este anuncio no se hace principalmente con palabras, sino por medio de un testimonio rebosante de amor gratuito, tal como Dios hace con nosotros. Es un anuncio que pide encarnarse en un estilo de vida personal y eclesial que pueda reavivar el deseo del Señor, infundir esperanza, transmitir confianza y credibilidad. Y sobre esto me permito, en espíritu fraterno, proponerles tres desafíos que ustedes podrán llevar adelante en la oración y en el servicio pastoral.

El primero de los desafíos: dar a conocer a Jesús. En los desiertos espirituales de nuestro tiempo, generados por el secularismo y la indiferencia, es necesario volver al primer anuncio. Lo repito: es necesario volver al primer anuncio. No podemos presumir de comunicar la alegría de la fe presentando aspectos secundarios a quienes todavía no han abrazado al Señor en sus vidas, o bien sólo repitiendo ciertas prácticas, o reproduciendo formas pastorales del pasado. Es necesario encontrar nuevos caminos para anunciar el corazón del Evangelio a cuantos todavía no han encontrado a Cristo. Y esto presupone una creatividad pastoral para llegar a las personas allá donde viven, no esperando que vengan, allá donde viven, descubriendo ocasiones de escucha, de diálogo y de encuentro. Es necesario volver a lo esencial, es necesario volver y al entusiasmo de los Hechos de los Apóstoles, a la belleza de sentirnos instrumentos de la fecundidad del Espíritu hoy. Es necesario volver a Galilea, es la cita de Jesús Resucitado, que vayan a Galilea, para, permítaseme la palabra, recomenzar después del fracaso. Volver a Galilea. Cada uno de nosotros tiene su propia Galilea, la del primer anuncio. Recuperar esa memoria.

Pero para anunciar el Evangelio también es necesario ser creíbles. Y este es el segundo desafío: el testimonio. El Evangelio se anuncia de modo eficaz cuando la vida es la que habla, la que revela esa libertad que hace libres a los demás, esa compasión que no pide nada a cambio, esa misericordia que habla de Cristo sin palabras. La Iglesia en Canadá, después de haber sido herida y desolada por el mal que perpetraron algunos de sus hijos, ha comenzado un nuevo camino. Pienso en particular en los abusos sexuales cometidos contra menores y personas vulnerables, crímenes que requieren acciones fuertes y una lucha irreversible. Yo quisiera, junto con ustedes, pedir nuevamente perdón a todas las víctimas. El dolor y la vergüenza que experimentamos debe ser ocasión de conversión, ¡nunca más! Y, pensando en el camino de sanación y reconciliación con los hermanos y las hermanas indígenas, que la comunidad cristiana no se deje contaminar nunca más por la idea de que existe una cultura superior a otras y que es legítimo usar medios de coacción contra los demás. Recuperemos el ardor misionero de vuestro primer obispo, san François de Laval, que se enfrentó contra todos los que degradaban a los indígenas induciéndolos a consumir bebidas para engañarlos. No permitamos que ninguna ideología enajene y confunda los estilos y las formas de vida de nuestros pueblos para intentar doblegarlos y dominarlos. Que los nuevos progresos de la humanidad sean asimilables en su identidad cultural con las claves de la cultura.

Pero para acabar con esta cultura de la exclusión es necesario que empecemos nosotros: los pastores, que no se sientan superiores a los hermanos y a las hermanas del Pueblo de Dios; que los consagrados vivan la fraternidad y la libertad de la obediencia en comunidad; los seminaristas que se dispongan a ser servidores dóciles y disponibles y los agentes pastorales no conciban su servicio como poder. Se empieza desde aquí. Ustedes son los protagonistas y los constructores de una Iglesia diferente: humilde, afable, misericordiosa, una Iglesia que acompaña los procesos, que trabaja decidida y serenamente en la inculturación, que valora a cada uno y a cada diversidad cultural y religiosa. ¡Demos este testimonio!

Por último, el tercer desafío, la fraternidad. Primero, dar a conocer a Jesús; segundo, el testimonio; tercero, la fraternidad. La Iglesia será testigo creíble del Evangelio cuando sus miembros vivan más la comunión, creando ocasiones y espacios para que quienes se acerquen a la fe encuentren una comunidad acogedora, que sabe escuchar, que sabe entrar en diálogo, que promueve un buen nivel de relaciones. Así decía vuestro santo obispo a los misioneros: «A menudo una palabra amarga, una falta de paciencia, un rostro que rechaza destruirán en un momento lo que se había construido en mucho tiempo» (Instrucciones a los misioneros, 1668).

Se trata de vivir una comunidad cristiana que se convierte de este modo en escuela de humanidad, donde aprender a quererse como hermanos y hermanas, dispuestos a trabajar juntos por el bien común. De hecho, en el centro del anuncio evangélico está el amor de Dios, que transforma y hace capaces de comunión con todos y de servicio hacia todos. Un teólogo de esta tierra escribió: «El amor que Dios nos da desborda en un amor […] que es el que impulsa al buen samaritano a detenerse y hacerse cargo del viajero asaltado por los ladrones. Es un amor que no tiene fronteras, que busca el reino de Dios […] que es universal» (B. Lonergan, “The Future of Christianity”, en A Second Collection: Papers by Bernard F.J. Lonergan S.J., Londres 1974, 154). La Iglesia está llamada a encarnar este amor sin fronteras para construir el sueño que Dios tiene para la humanidad: que todos seamos hermanos. Preguntémonos, ¿cómo va la fraternidad entre nosotros? Los obispos entre ellos y con los sacerdotes, los sacerdotes entre ellos y con el Pueblo de Dios, ¿somos hermanos o rivales divididos en partidos? Y, ¿cómo están nuestras relaciones con los que no son “de los nuestros”, con los que no creen, con los que tienen tradiciones y costumbres diferentes? Este es el camino: promover relaciones de fraternidad con todos, con los hermanos y las hermanas indígenas, con cada hermana y hermano que encontramos, porque en el rostro de cada uno se refleja la presencia de Dios.

Estos son, queridos hermanos y hermanas, solamente algunos desafíos. No olvidemos que sólo podemos llevarlos adelante con la fuerza del Espíritu, que siempre debemos invocar en la oración. Pero no dejemos entrar en nosotros el espíritu del secularismo, pensando que podemos crear proyectos que funcionan por sí mismos y sólo con las fuerzas humanas, sin Dios. Es una idolatría esta, la idolatría de los proyectos sin Dios. Y, por favor, no nos encerremos en el “retroceso”, ¡sigamos adelante con alegría!

Pongamos en práctica estas palabras que dirigimos a san François de Laval:

Tú fuiste el hombre del compartir,

visitando a los enfermos, vistiendo a los pobres,

combatiendo por la dignidad de los pueblos originarios,

sosteniendo a los misioneros cansados,

siempre pronto a tender la mano a los que estaban peor que tú.

Cuántas veces tus proyectos fueron destrozados,

pero siempre, tú los pusiste de nuevo en pie.

Tú habías entendido que la obra de Dios no es de piedra,

y que, en esta tierra de desánimo,

era necesario un constructor de esperanza.

Les agradezco todo lo que hacen, y los bendigo de corazón. Y, por favor, sigan rezando por mí.

[01130-ES.02] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua italiana

Cari fratelli Vescovi, cari sacerdoti e diaconi, consacrate, consacrati e seminaristi, operatori pastorali, buonasera!

Ringrazio Monsignor Poisson per le parole di benvenuto che mi ha rivolto e saluto tutti voi, specialmente quanti hanno dovuto affrontare un bel po’ di strada per arrivare: le distanze nel vostro Paese sono davvero grandi! E quindi, grazie! Sono contento di incontrarvi.

È significativo che ci troviamo nella Basilica di Notre-Dame de Québec, cattedrale di questa Chiesa particolare e sede primaziale del Canada, il cui primo Vescovo, Saint François de Laval, aprì il Seminario nel 1663 e per tutto il suo ministero si occupò della formazione dei preti. Degli “anziani”, cioè dei presbiteri, ci ha parlato la Lettura breve che abbiamo ascoltato. San Pietro ci ha esortati: «Pascete il gregge di Dio che vi è affidato, sorvegliandolo non perché costretti ma volentieri» (1 Pt 5,2). Mentre siamo qui radunati come Popolo di Dio, ricordiamoci che è Gesù il Pastore della nostra vita, che si prende cura di noi perché ci ama davvero. A noi, pastori della Chiesa, è chiesta questa stessa generosità nel pascere il gregge, perché possa manifestarsi la sollecitudine di Gesù per tutti e la sua compassione per le ferite di ciascuno.

E proprio perché siamo segno di Cristo, l’Apostolo Pietro ci esorta: pascete il gregge, guidatelo, non lasciate che si smarrisca mentre vi occupate dei vostri affari. Prendetevene cura con dedizione e tenerezza. E – aggiunge – fatelo “volentieri”, non per forza: non come un dovere, non come stipendiati religiosi o funzionari del sacro, ma con cuore di pastori, con entusiasmo. Se noi guardiamo a Lui buon Pastore prima che a noi stessi, scopriamo di essere custoditi con tenerezza, sentiamo la vicinanza di Dio. Da qui nasce la gioia del ministero, e prima ancora la gioia della fede: non dal vedere ciò che noi siamo capaci di fare, ma dal sapere che Dio è vicino, che ci ha amati per primo e ci accompagna ogni giorno.

Questa, fratelli e sorelle, è la nostra gioia: non una gioia a buon mercato, quella che a volte il mondo ci propone illudendoci con dei fuochi d’artificio; questa gioia non è legata a ricchezze e sicurezze; nemmeno è legata alla persuasione che nella vita ci andrà sempre bene, senza croci e problemi. La gioia cristiana, piuttosto, è unita a un’esperienza di pace che rimane nel cuore anche quando siamo bersagliati da prove e afflizioni, perché sappiamo di non essere soli ma accompagnati da un Dio che non è indifferente alla nostra sorte. Come quando il mare è agitato: in superficie è in tempesta, ma in profondità rimane calmo e pacifico. Ecco la gioia cristiana: un dono gratuito, la certezza di saperci amati, sorretti, abbracciati da Cristo in ogni situazione della vita. Perché è Lui che ci libera dall’egoismo e dal peccato, dalla tristezza della solitudine, dal vuoto interiore e dalla paura, dandoci uno sguardo nuovo sulla vita, uno sguardo nuovo sulla storia: «Con Gesù Cristo sempre nasce e rinasce la gioia» (Evangelii gaudium, 1).

E allora possiamo domandarci: come va la nostra gioia? Come va la mia gioia? La nostra Chiesa esprime la gioia del Vangelo? Nelle nostre comunità c’è una fede che attira per la gioia che comunica?

Se vogliamo affrontare alla radice questi interrogativi, non possiamo fare a meno di riflettere su ciò che, nella realtà del nostro tempo, minaccia la gioia della fede e rischia di oscurarla, mettendo seriamente in crisi l’esperienza cristiana. Viene subito da pensare alla secolarizzazione, che da tempo ha ormai trasformato lo stile di vita delle donne e degli uomini di oggi, lasciando Dio quasi sullo sfondo. Egli sembra scomparso dall’orizzonte, la sua Parola non pare più una bussola di orientamento per la vita, per le scelte fondamentali, per le relazioni umane e sociali. Dobbiamo però fare subito una precisazione: quando osserviamo la cultura in cui siamo immersi, i suoi linguaggi e i suoi simboli, occorre stare attenti a non restare prigionieri del pessimismo e del risentimento, lasciandoci andare a giudizi negativi o a inutili nostalgie. Ci sono infatti due sguardi possibili nei confronti del mondo in cui viviamo: uno lo chiamerei “sguardo negativo”; l’altro “sguardo che discerne”.

Il primo, lo sguardo negativo, nasce spesso da una fede che, sentendosi attaccata, si concepisce come una specie di “armatura” per difendersi dal mondo. Con amarezza accusa la realtà dicendo: “il mondo è cattivo, regna il peccato”, e rischia così di rivestirsi di uno “spirito da crociata”. Stiamo attenti a questo, perché non è cristiano; non è infatti il modo di fare di Dio, il quale – ci ricorda il Vangelo – «ha tanto amato il mondo da dare il Figlio unigenito, perché chiunque crede in lui non vada perduto, ma abbia la vita eterna» (Gv 3,16). Il Signore, che detesta la mondanità e ha uno sguardo buono sul mondo. Egli benedice la nostra vita, dice bene di noi e della nostra realtà, si incarna nelle situazioni della storia non per condannare, ma per far germogliare il seme del Regno proprio là dove sembrano trionfare le tenebre. Se ci fermiamo a uno sguardo negativo, invece, finiremo per negare l’incarnazione, perché fuggiremo la realtà, anziché incarnarci in essa. Ci chiuderemo in noi stessi, piangeremo sulle nostre perdite, ci lamenteremo continuamente e cadremo nella tristezza e nel pessimismo: tristezza e pessimismo non vengono mai da Dio. Siamo chiamati, invece, ad avere uno sguardo simile a quello di Dio, che sa distinguere il bene ed è ostinato nel cercarlo, nel vederlo e nell’alimentarlo. Non è uno sguardo ingenuo, ma uno sguardo che discerne la realtà.

Per affinare il nostro discernimento sul mondo secolarizzato, lasciamoci ispirare da quanto scrisse San Paolo VI nella Evangelii nuntiandi, Esortazione apostolica ancora oggi pienamente attuale: per lui la secolarizzazione è «lo sforzo in sé giusto e legittimo, per nulla incompatibile con la fede o con la religione» (Esort. ap. Evangelii nuntiandi, 55), di scoprire le leggi della realtà e della stessa vita umana poste dal Creatore. Infatti, Dio non ci vuole schiavi, ma figli, non vuole decidere al posto nostro, né opprimerci con un potere sacrale in un mondo governato da leggi religiose. No, Egli ci ha creati liberi e ci chiede di essere persone adulte, persone responsabili nella vita e nella società. Altra cosa – distingueva San Paolo VI – è il secolarismo, una concezione di vita che separa totalmente dal legame con il Creatore, cosicché Dio diventa «superfluo e ingombrante» e si generano «nuove forme di ateismo» subdole e svariate: «la civiltà dei consumi, l’edonismo elevato a valore supremo, la volontà di potere e di dominio, discriminazioni di ogni tipo» (ibid.). Ecco, come Chiesa, soprattutto come pastori del Popolo di Dio, come pastori, come consacrate e come consacrati, come seminaristi e come operatori pastorali, sta a noi saper fare queste distinzioni, discernere. Se cediamo allo sguardo negativo e giudichiamo in modo superficiale, rischiamo di far passare un messaggio sbagliato, come se dietro alla critica sulla secolarizzazione ci fosse da parte nostra la nostalgia di un mondo sacralizzato, di una società di altri tempi nella quale la Chiesa e i suoi ministri avevano più potere e rilevanza sociale. E questa è una prospettiva sbagliata.

Invece, come nota un grande studioso di questi temi, il problema della secolarizzazione, per noi cristiani, non dev’essere la minore rilevanza sociale della Chiesa o la perdita di ricchezze materiali e privilegi; piuttosto, essa ci chiede di riflettere sui cambiamenti della società, che hanno influito sul modo in cui le persone pensano e organizzano la vita. Se ci soffermiamo su questo aspetto, ci accorgiamo che non è la fede a essere in crisi, ma certe forme e modi attraverso cui la annunciamo. E, perciò, la secolarizzazione è una sfida per la nostra immaginazione pastorale, è «l’occasione per la ricomposizione della vita spirituale in nuove forme e per nuovi modi di esistere» (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). Così lo sguardo che discerne, mentre ci fa vedere le difficoltà che abbiamo nel trasmettere la gioia della fede, allo stesso tempo ci stimola a ritrovare una nuova passione per l’evangelizzazione, a cercare nuovi linguaggi, a cambiare alcune priorità pastorali, ad andare all’essenziale.

Cari fratelli e sorelle, c’è bisogno di annunciare il Vangelo per donare agli uomini e alle donne di oggi la gioia della fede. Ma questo annuncio non si dà anzitutto a parole, bensì attraverso una testimonianza traboccante di amore gratuito, come fa Dio con noi. È un annuncio che chiede di incarnarsi in uno stile di vita personale ed ecclesiale che possa far riaccendere il desiderio del Signore, infondere speranza, trasmettere fiducia e credibilità. E su questo mi permetto, in spirito fraterno, di proporvi tre sfide, che potrete portare avanti nella preghiera e nel servizio pastorale.

La prima sfida: far conoscere Gesù. Nei deserti spirituali del nostro tempo, generati dal secolarismo e dall’indifferenza, è necessario ritornare al primo annuncio. Lo ripeto: è necessario ritornare al primo annuncio. Non possiamo presumere di comunicare la gioia della fede presentando aspetti secondari a chi non ha ancora abbracciato il Signore nella vita, oppure soltanto ripetendo alcune pratiche o replicando forme pastorali del passato. Occorre trovare vie nuove per annunciare il cuore del Vangelo a quanti non hanno ancora incontrato Cristo. Ciò presuppone una creatività pastorale per raggiungere le persone là dove vivono, non aspettando che siano loro a venire: là dove vivono, trovando occasioni di ascolto, di dialogo e di incontro. Occorre ritornare all’essenzialità, occorre ritornare all’entusiasmo degli Atti degli Apostoli, alla bellezza di sentirci strumenti della fecondità dello Spirito oggi. Occorre tornare in Galilea. È l’appuntamento con Gesù Risorto: tornare in Galilea per – permettetemi l’espressione – ricominciare dopo il fallimento. Tornare in Galilea. E ognuno di noi ha la propria “Galilea”, quella del primo annuncio. Recuperare questa memoria.

Per annunciare il Vangelo, però, bisogna anche essere credibili. Ed ecco la seconda sfida: la testimonianza. Il Vangelo si annuncia in modo efficace quando è la vita a parlare, a rivelare quella libertà che fa liberi gli altri, quella compassione che non chiede nulla in cambio, quella misericordia che senza parole parla di Cristo. La Chiesa in Canada ha iniziato un percorso nuovo, dopo essere stata ferita e sconvolta dal male perpetrato da alcuni suoi figli. Penso in particolare agli abusi sessuali commessi contro minori e persone vulnerabili, scandali che richiedono azioni forti e una lotta irreversibile. Io vorrei, insieme a voi, chiedere ancora perdono a tutte le vittime. Il dolore e la vergogna che proviamo deve diventare occasione di conversione: mai più! E, pensando al cammino di guarigione e riconciliazione con i fratelli e le sorelle indigeni, mai più la comunità cristiana si lasci contaminare dall’idea che esista una superiorità di una cultura rispetto ad altre e che sia legittimo usare mezzi di coercizione nei riguardi degli altri. Recuperiamo l’ardore missionario del vostro primo Vescovo, Saint François de Laval, che si scagliò contro tutti coloro che degradavano gli indigeni inducendoli a consumare bevande per truffarli. Non permettiamo che alcuna ideologia alieni e confonda gli stili e le forme di vita dei nostri popoli per cercare di piegarli e di dominarli. Che i nuovi progressi dell’umanità siano assimilabili nelle loro identità culturali con le chiavi della cultura.

Ma per sconfiggere questa cultura dell’esclusione occorre che iniziamo noi: i pastori, che non si sentano superiori ai fratelli e alle sorelle del Popolo di Dio; che i consacrati vivano la fraternità e la libertà nell’obbedienza nella comunità; che i seminaristi siano pronti a essere servitori docili e disponibili e che gli operatori pastorali non intendano il loro servizio come potere. Si inizia da qui. Voi siete i protagonisti e i costruttori di una Chiesa diversa: umile, mite, misericordiosa, una Chiesa che accompagna i processi, che lavora decisamente e serenamente all’inculturazione, che valorizza ognuno e ogni diversità culturale e religiosa. Offriamo questa testimonianza!

Infine, la terza sfida: la fraternità. La prima, far conoscere Gesù; la seconda, la testimonianza; la terza, la fraternità. La Chiesa sarà credibile testimone del Vangelo quanto più i suoi membri vivranno la comunione, creando occasioni e spazi perché chiunque si avvicini alla fede trovi una comunità ospitale, che sa ascoltare, che sa entrare in dialogo, che promuove una qualità buona delle relazioni. Così diceva il vostro santo Vescovo ai missionari: «Spesso una parola amara, un’impazienza, un volto che respinge distruggeranno in un momento ciò che è stato costruito in molto tempo» (Istruzioni ai missionari, 1668).

Si tratta di vivere una comunità cristiana che così diventa scuola di umanità, dove si impara a volersi bene come fratelli e sorelle, disposti a lavorare insieme per il bene comune. Al cuore dell’annuncio evangelico, infatti, c’è l’amore di Dio, che trasforma e rende capaci di comunione con tutti e di servizio verso tutti. Un teologo di questa terra ha scritto: «L’amore che Dio ci dona trabocca in amore … È un amore che spinge il buon samaritano a fermarsi e prendersi cura del viandante assalito dai ladri. È un amore che non ha frontiere, che cerca il regno di Dio … e questo regno è universale» (B. Lonergan, “The Future of Christianity”, in A Second Collection: Papers by Bernard F.J. Lonergan S.J., London 1974, 154). La Chiesa è chiamata a incarnare questo amore senza frontiere, per costruire il sogno che Dio ha per l’umanità: essere fratelli tutti. Chiediamoci: come va la fraternità tra di noi? I Vescovi tra loro e con i preti, i preti tra loro e con il Popolo di Dio: siamo fratelli o concorrenti divisi in partiti? E come sono le nostre relazioni con chi non è “dei nostri”, con chi non crede, con chi ha tradizioni e usi diversi? Questa è la via: promuovere relazioni di fraternità con tutti, con i fratelli e le sorelle indigeni, con ogni sorella e fratello che incontriamo, perché nel volto di ognuno si riflette la presenza di Dio.

Queste, cari fratelli e sorelle, sono soltanto alcune sfide. Non dimentichiamo che possiamo portarle avanti solo con la forza dello Spirito, che sempre dobbiamo invocare nella preghiera. Non lasciamo invece entrare in noi lo spirito del secolarismo, pensando di poter creare progetti che funzionano da soli e con le sole forze umane, senza Dio. È un’idolatria, questa, idolatria dei progetti senza Dio. E, mi raccomando, non chiudiamoci nell’“indietrismo” ma andiamo avanti, con gioia!

Mettiamo in pratica queste parole che rivolgiamo a Saint François de Laval:

Sei stato l’uomo della condivisione, visitando i malati,

vestendo i poveri, lottando per la dignità delle popolazioni originarie,

sostenendo i missionari sfiniti,

sempre pronto a tendere la mano a chi stava peggio di te.

Quante volte i tuoi progetti sono stati abbattuti!

Ogni volta tu li hai rimessi in piedi.

Avevi capito che l’opera di Dio non è di pietra

e che in questa terra di scoraggiamento

c’era bisogno di un costruttore di speranza.

Vi ringrazio per tutto quello che fate e vi benedico di cuore. E per favore, continuate a pregare per me.

[01130-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua francese

Chers frères Évêques, chers prêtres et diacres, consacrées, consacrés et séminaristes, agents pastoraux, bonsoir !

Je remercie Mgr Poisson pour ses paroles de bienvenue à mon égard, et je vous salue tous, en particulier ceux qui ont dû parcourir un long chemin pour venir ici : les distances dans votre pays sont vraiment grandes! Merci! Je suis heureux de vous rencontrer.

Il est significatif que nous nous trouvions dans la Basilique Notre-Dame de Québec, la cathédrale de cette Église particulière et le siège primatial du Canada, dont le premier évêque, Saint François de Laval, a ouvert le Séminaire en 1663 et s'est dédié tout au long de son ministère à la formation des prêtres. La brève lecture que nous avons entendue nous a parlé des "anciens", c'est-à-dire des presbytres. Saint Pierre nous a exhortés : «soyez les pasteurs du troupeau de Dieu qui se trouve chez vous; veillez sur lui, non par contrainte mais de plein gré» (1 P 5, 2). Alors que nous sommes réunis ici en tant que Peuple de Dieu, rappelons-nous que c’est Jésus le Berger de nos vies, qui prend soin de nous parce qu'il nous aime vraiment. Il nous est demandé, à nous les pasteurs de l'Église, cette même générosité dans la conduite du troupeau, afin que se manifeste la sollicitude de Jésus pour tous et sa compassion pour les blessures de chacun.

Et c'est précisément parce que nous sommes un signe du Christ que l'apôtre Pierre nous exhorte : paissez le troupeau, guidez-le, ne le laissez pas s'égarer pendant que vous vaquez à vos occupations. Prenez soin de lui avec dévouement et tendresse. Et - ajoute-t-il - faites-le "de plein gré", sans contraintes : pas comme un devoir, pas comme des religieux salariés ou des fonctionnaires du sacré, mais avec un cœur de pasteurs, avec enthousiasme. Si nous nous tournons vers Lui, le Bon Pasteur, avant nous-mêmes, nous découvrons qu’il s'occupe tendrement de nous, nous ressentons la proximité de Dieu. C'est de là que vient la joie du ministère, et avant cela, la joie de la foi : non pas en voyant ce que nous sommes capables de faire, mais en sachant que Dieu est proche, qu'il nous a aimés en premier et qu'il nous accompagne chaque jour.

C'est cela, frères et sœurs, notre joie : pas une joie bon marché, comme celle que le monde nous propose parfois, en nous faisant miroiter des feux d'artifice ; cette joie n'est pas liée aux richesses et aux sécurités ; elle n’est non plus liée à la persuasion que tout se passera toujours bien dans la vie pour nous, sans croix ni problèmes. Au contraire, la joie chrétienne est unie à une expérience de paix qui demeure dans nos cœurs même lorsque nous sommes assaillis par les épreuves et les afflictions, parce que nous savons que nous ne sommes pas seuls mais accompagnés par un Dieu qui n'est pas indifférent à notre sort. Comme lorsque la mer est agitée: en surface, elle est houleuse, mais dans les profondeurs, elle reste calme et paisible. C'est la joie chrétienne: un don gratuit, la certitude de se savoir aimé, soutenu et embrassé par le Christ dans toutes les situations de la vie. Car c'est Lui qui nous libère de l'égoïsme et du péché, de la tristesse de la solitude, du vide intérieur et de la peur, en nous donnant un nouveau regard sur la vie, un nouveau regard sur l’histoire: « Avec Jésus-Christ, la joie naît et renaît toujours » (Evangelii gaudium, n. 1).

Nous pouvons donc nous demander: comment se porte notre joie ? Comment se porte ma joie? Notre Église exprime-t-elle la joie de l'Évangile? Y-a-t-il dans nos communautés une foi qui attire en raison de la joie qu'elle communique?

Si l'on veut s'attaquer à ces questions à la racine, on ne peut s'empêcher de réfléchir à ce qui, dans la réalité de notre temps, menace la joie de la foi et risque de l'obscurcir, mettant sérieusement en crise l'expérience chrétienne. On pense alors immédiatement à la sécularisation, qui a depuis longtemps transformé le mode de vie des femmes et des hommes d'aujourd'hui, laissant Dieu presque au second plan. Il semble avoir disparu de l'horizon, sa Parole ne semble plus être une boussole d'orientation pour la vie, pour les choix fondamentaux, pour les relations humaines et sociales. Nous devons toutefois apporter immédiatement une précision : lorsque nous observons la culture dans laquelle nous sommes immergés, ses langages et ses symboles, nous devons veiller à ne pas rester prisonniers du pessimisme et de l’amertume, en nous laissant aller à des jugements négatifs ou à des nostalgies inutiles. Il existe en fait deux regards possibles sur le monde dans lequel nous vivons: l'un que j'appellerais le "regard négatif", l'autre le "regard de discernement".

Le premier, le regard négatif, naît souvent d'une foi qui, se sentant attaquée, se voit comme une sorte d’"armure" pour se défendre du monde. Elle accuse amèrement la réalité en disant : "le monde est mauvais, le péché règne", et court ainsi le risque de se revêtir d'un "esprit de croisade". Soyons attentifs à cela, car ce n'est pas chrétien ; ce n'est pas non plus la voie de Dieu, qui - nous rappelle l'Évangile – «a tellement aimé le monde qu’il a donné son Fils unique, afin que quiconque croit en lui ne se perde pas, mais obtienne la vie éternelle» (Jn 3, 16). Le Seigneur, qui déteste la mondanité, a un regard bon sur le monde. Il bénit notre vie, il dit du bien de nous et de notre réalité, il s'incarne dans les situations de l'histoire non pas pour condamner, mais pour faire germer la graine du Royaume précisément là où les ténèbres semblent triompher. Au contraire, si nous nous arrêtons à un regard négatif, nous finirons par nier l'incarnation, car nous fuirons la réalité au lieu de nous y incarner. Nous nous refermerons sur nous-mêmes, nous pleurerons sur nos pertes, nous nous plaindrons constamment et nous tomberons dans la tristesse et le pessimisme: tristesse et pessimisme qui ne viennent jamais de Dieu. Au contraire, nous sommes appelés à avoir un regard semblable à celui de Dieu, qui sait discerner le bien et s'obstine à le chercher, à le voir et à le cultiver. Il ne s'agit pas d'un regard naïf, mais d'un regard qui discerne la réalité.

Pour affiner notre discernement sur le monde sécularisé, inspirons-nous de ce qu'a écrit saint Paul VI dans Evangelii nuntiandi, une Exhortation apostolique encore aujourd’hui pleinement actuelle: pour lui, la sécularisation est «l’effort en lui-même juste et légitime, nullement incompatible avec la foi ou la religion» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, n. 55), pour découvrir les lois de la réalité et de la vie humaine établies par le Créateur. En effet, Dieu ne veut pas que nous soyons des esclaves, mais des enfants, il ne veut pas décider à notre place, ni nous opprimer avec un pouvoir sacré dans un monde régi par des lois religieuses. Non, Il nous a créés libres et nous demande d'être des personnes adultes, des personnes responsables dans la vie et dans la société. Une autre chose - distinguait saint Paul VI - est le sécularisme, une conception de la vie qui sépare totalement du lien avec le Créateur, de sorte que Dieu devient «superflu et encombrant» et que naissent des «formes nouvelles d'athéisme», sournoises et variées : «une civilisation de consommation, l’hédonisme érigé en valeur suprême, une volonté de puissance et de domination, des discriminations de toute sorte» (ibid.). Ici, en tant qu'Église, surtout en tant que pasteurs du Peuple de Dieu, en tant que pasteurs, en tant que consacrées et consacrés, en tant que séminaristes et en tant qu'agents pastoraux, il nous revient d'être capables de faire ces distinctions, de discerner. Si nous cédons à un regard négatif et jugeons de manière superficielle, nous risquons d'envoyer un message trompeur, comme si derrière la critique de la sécularisation se cachait la nostalgie d'un monde sacralisé, d'une société d'autrefois où l'Église et ses ministres avaient plus de pouvoir et d’importance sociale. Et c'est un point de vue erroné.

Au contraire, comme le fait remarquer un grand spécialiste de ces questions, le problème de la sécularisation, pour nous chrétiens, ne devrait pas être la diminution de l’importance sociale de l'Église ou la perte de richesses matérielles et de privilèges ; il nous demande plutôt de réfléchir aux changements dans la société qui ont influencé la façon dont les gens pensent et organisent la vie. Si nous nous attardons sur ce point, nous nous rendons compte que ce n'est pas la foi qui est en crise, mais certaines formes et manières par lesquelles nous la proclamons. Et donc, la sécularisation est un défi pour notre imagination pastorale, c'est «une opportunité pour la recomposition de la vie spirituelle en de nouvelles formes et de nouvelles façons d'exister» (C. TAYLOR, A Secular Age, Cambridge 2007, p. 437). Ainsi, le regard qui discerne, tout en nous faisant voir les difficultés que nous avons à transmettre la joie de la foi, nous stimule en même temps à retrouver une nouvelle passion pour l'évangélisation, à chercher de nouveaux langages, à changer certaines priorités pastorales et à aller à l'essentiel.

Chers frères et sœurs, il est nécessaire de proclamer l'Évangile pour donner aux hommes et aux femmes d'aujourd'hui la joie de la foi. Mais cette annonce ne se fait pas d'abord par des mots, mais par un témoignage débordant d'amour gratuit, comme Dieu le fait avec nous. C'est une annonce qui demande à être incarnée dans un style de vie personnel et ecclésial capable de raviver le désir du Seigneur, d'insuffler l'espérance, de transmettre la confiance et la crédibilité. Et à ce propos, je me permets, dans un esprit fraternel, de vous proposer trois défis, que vous pourrez poursuivre dans la prière et le service pastoral.

Le premier défi: faire connaître Jésus. Dans les déserts spirituels de notre temps, générés par le sécularisme et l'indifférence, il est nécessaire de revenir à la première annonce. Je le répète: il est nécessaire de revenir à la première annonce. Nous ne pouvons pas prétendre communiquer la joie de la foi en présentant des aspects secondaires à ceux qui n'ont pas encore accueilli le Seigneur dans leur vie, ou en répétant seulement certaines pratiques ou en reproduisant des formes pastorales du passé. Il faut trouver de nouvelles voies pour annoncer le cœur de l'Évangile à ceux qui n'ont pas encore rencontré le Christ. Et cela suppose une créativité pastorale pour rejoindre les gens là où ils vivent, en n’attendant pas qu’ils viennent: là où ils vivent, en trouvant des occasions d'écoute, de dialogue et de rencontre. Il faut revenir au caractère essentiel, à l'enthousiasme des Actes des Apôtres, à la beauté de nous sentir aujourd'hui des instruments de la fécondité de l'Esprit. Il faut retourner en Galilée. C’est le rendez-vous avec Jésus ressuscité: qu’ils aillent en Galilée pour – permettez-moi l’expression – recommencer après l’échec. Revenir en Galilée. Chacun de nous a sa propre "Galilée", celle de la première annonce. Récupérer cette mémoire.

Mais pour annoncer l'Évangile, il faut aussi être crédibles. Et voici le second défi: le témoignage. L'Évangile est annoncé de manière efficace lorsque c'est la vie qui parle, lorsqu'elle révèle cette liberté qui libère les autres, cette compassion qui ne demande rien en retour, cette miséricorde qui, sans paroles, parle du Christ. L’Église au Canada a commencé un nouveau parcours, après avoir été blessée et choquée par le mal perpétré par certains de ses enfants. Je pense en particulier aux abus sexuels commis contre des mineurs et personnes vulnérables, des scandales qui appellent des actions fortes et un combat irréversible. Je voudrais, avec vous, demander à nouveau pardon à toutes les victimes. La douleur et la honte que nous ressentons doivent devenir une occasion de conversion: plus jamais ça! Et, en pensant au parcours de guérison et de réconciliation avec nos frères et sœurs autochtones, que la communauté chrétienne ne se laisse plus jamais contaminer par l'idée qu'il existe une supériorité d'une culture par rapport à une autre et qu’il soit légitime d'utiliser des moyens de coercition contre les autres. Retrouvons l'ardeur missionnaire de votre premier évêque, saint François de Laval, qui fulminait contre tous ceux qui exploitaient les autochtones en les incitant à consommer des boissons pour les arnaquer. Ne permettons à aucune idéologie d'aliéner et de confondre les styles et les modes de vie de nos peuples pour tenter de les soumettre et de les dominer. Que les nouveaux progrès de l’humanité soient assimilables dans leurs identités culturelles avec les clés de la culture.

Mais pour vaincre cette culture de l'exclusion, il faut commencer par nous : les pasteurs, qu’ils ne se sentent pas supérieurs à leurs frères et sœurs du Peuple de Dieu ; que les personnes consacrées vivent la fraternité et la liberté de l’obéissance dans la communauté ; que les séminaristes soient prêts à être des serviteurs dociles et disponibles, et que les agents pastoraux ne comprennent pas leur service comme un pouvoir. Cela commence ici. Vous êtes les protagonistes et les bâtisseurs d'une Église différente : humble, douce, miséricordieuse, une Église qui accompagne les processus, qui travaille avec détermination et sérénité à l'inculturation, qui valorise chacun et chaque diversité culturelle et religieuse. Offrons ce témoignage !

Enfin, le troisième défi : la fraternité. Le premier, faire connaître Jésus; le second, le témoignage; le troisième, la fraternité. L'Église sera un témoin crédible de l'Évangile dans la mesure où ses membres vivront la communion, en créant des occasions et des espaces pour que quiconque s'approche de la foi trouve une communauté accueillante, qui sait écouter, qui sait dialoguer, qui favorise une bonne qualité des relations. Votre saint évêque disait ainsi aux missionnaires : «Souvent, une parole amère, une impatience, un visage de rejet détruiront en un instant ce qui a été construit en beaucoup de temps» (Instructions aux missionnaires, 1668).

Il s’agit de vivre une communauté chrétienne qui devient ainsi une école d'humanité, où l'on apprend à s'aimer comme frères et sœurs, prêts à travailler ensemble pour le bien commun. Au cœur de l'annonce évangélique, en effet, se trouve l'amour de Dieu qui transforme et nous rend capables de communier avec tous et de servir tous. Un théologien de cette terre a écrit: «L'amour que Dieu nous accorde déborde d'amour... C'est un amour qui pousse le bon Samaritain à s'arrêter et à prendre soin du voyageur agressé par des voleurs. C'est un amour qui n'a pas de frontières, qui cherche le royaume de Dieu... et ce royaume est universel» (B. LONERGAN, "The Future of Christianity", in A Second Collection: Papers by Bernard F.J. Lonergan S.J., London 1974, p. 154). L'Église est appelée à incarner cet amour sans frontières, à construire le rêve que Dieu a pour l'humanité : être tous frères. Demandons-nous : comment va la fraternité entre nous ? Les évêques entre eux et avec les prêtres, les prêtres entre eux et avec le peuple de Dieu : sommes-nous des frères ou des concurrents divisés en partis ? Et comment sont nos relations avec ceux qui ne sont pas "des nôtres", avec ceux qui ne croient pas, avec ceux qui ont des traditions et des coutumes différentes ? Voilà le chemin : promouvoir des relations fraternelles avec tous, avec nos frères et sœurs autochtones, avec chaque sœur et frère que nous rencontrons, parce que dans le visage de chacun se reflète la présence de Dieu.

Chers frères et sœurs, ce ne sont là que quelques défis. N'oublions pas que nous ne pouvons seulement les relever qu'avec la puissance de l'Esprit, que nous devons toujours invoquer dans la prière. Par contre, ne laissons pas entrer en nous l'esprit de sécularisme, en pensant que nous pouvons créer des projets qui fonctionnent seuls et avec les forces humaines uniquement, sans Dieu. C’est une idolâtrie, l’idolâtrie des projets sans Dieu. Et, je vous le recommande vivement, ne nous enfermons pas dans le "retour en arrière" mais allons de l'avant, avec joie!

Mettons en pratique ces paroles que nous adressons à saint François de Laval:

Tu as été l’homme du partage, visitant les malades,

habillant les pauvres, luttant pour la dignité des peuples autochtones,

soutenant les missionnaires épuisés,

toujours prêt à tendre la main à ceux qui étaient plus mal en point que toi.

Combien de fois tes projets ont été anéantis!

Chaque fois, tu les as remis sur pied.

Tu avais compris que l’œuvre de Dieu n’est pas de pierre,

et qu’en cette terre de découragement,

il fallait un bâtisseur d’espérance.

Je vous remercie pour tout ce que vous faites, je vous bénis du fond du cœur. Et s’il vous plaît, continuez à prier pour moi.

[01130-FR.02] [Texte original: Espagnol]

Traduzione in lingua inglese

Dear brother Bishops, dear priests and deacons, consecrated men and women, seminarians and pastoral workers, good evening!

I thank Bishop Poisson for his words of welcome and I greet all of you, especially those who had to travel a long way to get here. The distances in your country are truly large! Thank you! I am happy to be here with you!

It is significant that we find ourselves in the Basilica of Notre-Dame de Québec, the Cathedral of this particular Church and primatial see of Canada, whose first Bishop, Saint François de Laval, opened the Seminary in 1663 and devoted his entire ministry to the formation of priests. The brief reading that we have heard spoke to us about the “elders”, that is the presbyters. Saint Peter urged us: “Tend the flock of God that is your charge, not by constraint but willingly” (1 Pt 5:2). Gathered here as the People of God, let us remember that Jesus is the Shepherd of our lives, who cares for us because he truly loves us. We, the Church’s pastors, are asked to show that same generosity in tending the flock, in order to manifest Jesus’ concern for everyone and his compassion for the wounds of each.

Precisely because we are a sign of Christ, the Apostle Peter urges us to tend the flock, to guide it, not to let it go astray while busy about our own affairs. Care for it with devotion and tender love. Peter tells us to do this “willingly”, not perforce, not as a duty, not as “professional” religious personnel, sacred functionaries, but zealously and with the heart of a shepherd. If we look to Christ, the Good Shepherd, before looking to ourselves, we will discover that we are ourselves “tended” with merciful love; we will feel the closeness of God. This is the source of the joy of ministry and above all the joy of faith. It is not about all the things that we can accomplish, but about knowing that God is ever close to us, that he loved us first, and that he accompanies us every day of our lives.

This, brothers and sisters, is our joy. Nor is it a cheap joy, like the one that the world sometimes proposes, dazzling us with fireworks. This joy is not about wealth, comfort and security. It does not even try to persuade us that life will always be good, without crosses and problems. Christian joy is about the experience of a peace that remains in our hearts, even when we are pelted by trials and afflictions, for then we know that we are not alone, but accompanied by a God who is not indifferent to our lot. When seas are rough: the storm is always on the surface but the depths remain calm and peaceful. That is also true of Christian joy: it is a free gift, the certainty of knowing that we are loved, sustained and embraced by Christ in every situation in life. Because he is the one who frees us from selfishness and sin, from the sadness of solitude, from inner emptiness and fear, and gives us a new look at life and history: “With Christ joy is constantly born anew” (Evangelii Gaudium, 1).

So let us ask ourselves a question: How are we doing when it comes to joy? Does our Church express the joy of the Gospel? Is there a faith in our communities that can attract by the joy it communicates?

If we want to go to the root of these questions, we need to reflect on what it is that, in today’s world, threatens the joy of faith and thus risks diminishing it and compromising our lives as Christians. We can immediately think of secularization, which has greatly affected the style of life of contemporary men and women, relegating God, as it were, to the background. God seems to have disappeared from the horizon, and his word no longer seems a compass guiding our lives, our basic decisions, our human and social relationships. Yet we should be clear about one thing. When we consider the ambient culture, and its variety of languages and symbols, we must be careful not to fall prey to pessimism or resentment, passing immediately to negative judgments or a vain nostalgia. There are two possible views we can have towards the world in which we live: I would call one “the negative view”, and the other “the discerning view”.

The first, the negative view, is often born of a faith that feels under attack and thinks of it as a kind of “armour”, defending us against the world. This view bitterly complains that “the world is evil; sin reigns”, and thus risks clothing itself in a “crusading spirit”. We need to be careful, because this is not Christian; it is not, in fact, the way of God, who – as the Gospel reminds us – “so loved the world that he gave his only Son, that whoever believes in him should not perish but have eternal life” (Jn 3:16). The Lord detests worldliness and has a positive view of the world. He blesses our life, speaks well of us and our situation, and makes himself incarnate in historical situations, not to condemn, but to give growth to the seed of the Kingdom in those places where darkness seems to triumph. If we are limited to a negative view, however, we will end up denying the incarnation: we will flee from reality, rather than making it incarnate in us. We will close in on ourselves, lament our losses, constantly complain and fall into gloom and pessimism, which never come from God. We are called, instead, to have a view similar to that of God, who discerns what is good and persistently seeks it, sees it and nurtures it. This is no naïve view, but a view that discerns reality.

In order to refine our discernment of the secularized world, let us draw inspiration from the words written by Saint Paul VI in Evangelii Nuntiandi, an Apostolic Exhortation that remains highly relevant today. He understood secularization as “the effort, in itself just and legitimate and in no way incompatible with faith or religion” (Evangelii Nuntiandi, 55) to discover the laws governing reality and human life implanted by the Creator. God does not want us to be slaves, but sons and daughters; he does not want to make decisions for us, or oppress us with a sacral power, exercised in a world governed by religious laws. No! He created us to be free, and he asks us to be mature and responsible persons in life and in society. Saint Paul VI distinguished secularization from secularism, a concept of life that totally separates a link with the Creator, so that God becomes “superfluous and an encumbrance”, and generates subtle and diverse “new forms of atheism”: “consumer society, the pursuit of pleasure set up as the supreme value, a desire for power and domination, and discrimination of every kind” (ibid). As Church, and above all as shepherds of God’s People, as consecrated men and women, seminarians and pastoral workers, it is up to us to make these distinctions, to make this discernment. If we yield to the negative view and judge matters superficially, we risk sending the wrong message, as though the criticism of secularization masks on our part the nostalgia for a sacralized world, a bygone society in which the Church and her ministers had greater power and social relevance. And this is a mistaken way of seeing things.

Instead, as one of the great scholars of our time has observed, the real issue of secularization, for us Christians, should not be the diminished social relevance of the Church or the loss of material wealth and privileges. Rather, secularization demands that we reflect on the changes in society that have influenced the way in which people think about and organize their lives. If we consider this aspect of the question, we come to realize that what is in crisis is not the faith, but some of the forms and ways in which we present it. Consequently, secularization represents a challenge for our pastoral imagination, it is “an occasion for restructuring the spiritual life in new forms and for new ways of existing” (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). In this way, a discerning view, while acknowledging the difficulties we face in communicating the joy of the faith motivates us, at the same time, to develop a new passion for evangelization, to look for new languages and forms of expression, to change certain pastoral priorities and to focus on the essentials.

Dear brothers and sisters, the Gospel needs to be proclaimed if we are to communicate the joy of faith to today’s men and women. Yet this proclamation is not primarily a matter of words, but of a witness abounding with gratuitous love, for that is God’s way with us. A proclamation that should take shape in a personal and ecclesial lifestyle that can rekindle a desire for the Lord, instil hope and radiate trust and credibility. Here, in a spirit of fraternity, allow me to suggest three challenges that can shape your prayer and pastoral service.

The first challenge is to make Jesus known. In the spiritual deserts of our time, created by secularism and indifference, we need to return to the initial proclamation. I repeat: it is necessary to return to the initial proclamation. We cannot presume to communicate the joy of faith by presenting secondary aspects to those who have not yet embraced the Lord in their lives, or by simply repeating certain practices or replicating older forms of pastoral work. We must find new ways to proclaim the heart of the Gospel to those who have not yet encountered Christ. This calls for a pastoral creativity capable of reaching people where they are living – not waiting for them to come – finding opportunities for listening, dialogue and encounter. We need to return to the simplicity and enthusiasm of the Acts of the Apostles, to the beauty of realizing that we are instruments of the Spirit’s fruitfulness today. We need to return to Galilee. There is our encounter with the Risen Jesus: returning to Galilee is – if you permit me to use the expression – beginning anew after failure. Each one of us has our own “Galilee”, the place of the initial proclamation. We need to rediscover this memory.

In order to proclaim the Gospel, however, we must also be credible. Here is the second challenge: witness. The Gospel is preached effectively when life itself speaks and reveals the freedom that sets others free, the compassion that asks for nothing in return, the mercy that silently speaks of Christ. The Church in Canada has set out on a new path, after being hurt and devastated by the evil perpetrated by some of its sons and daughters. I think in particular of the sexual abuse of minors and vulnerable people, scandals that require firm action and an irreversible commitment. Together with you, I would like once more to ask forgiveness of all the victims. The pain and the shame we feel must become an occasion for conversion: never again! And thinking about the process of healing and reconciliation with our indigenous brothers and sisters, never again can the Christian community allow itself to be infected by the idea that one culture is superior to others, or that it is legitimate to employ ways of coercing others. Let us recover the missionary zeal of your first Bishop, Saint François de Laval, who railed against those who demeaned the indigenous people by inducing them to imbibe strong drink in order then to cheat them. Let us not allow any ideology to alienate or mislead the customs and ways of life of our peoples, as a means of subduing them or controlling them. The advances of humanity should be assimilated into their cultural identities with the keys of culture.

In order to defeat this culture of exclusion, we must begin with ourselves: bishops and priests, who should not feel themselves superior to our brothers and sisters in the People of God; consecrated men and women should live out fraternity and freedom through obedience in the community; seminarians should be ready to be docile and accessible servants; pastoral workers should not understand service as power. This is where we must start. You are key figures and builders of a different Church: humble, meek, merciful, which accompanies processes, labours decisively and serenely in the service of inculturation, and shows respect for each individual and for every cultural and religious difference. Let us offer this witness!

Finally, the third challenge: fraternity. Again, the first is to make Jesus known and the second is witness. The third is fraternity. The Church will be a credible witness to the Gospel the more its members embody communion, creating opportunities and situations that enable all those who approach the faith to encounter a welcoming community, one capable of listening, entering into dialogue and promoting quality relationships. That is what Saint François de Laval told the missionaries: “Often a word of bitterness, an impatient gesture, an irksome look will destroy in a moment what had taken a long time to accomplish” (Instructions to Missionaries, 1668).

We are talking about living in a Christian community that in this way becomes a school of humanity, where all can learn to love one another as brothers and sisters, ready to work together for the common good. Indeed, at the heart of the preaching of the Gospel is God’s love, which transforms us and makes us capable of communion with all and service to all. As a Canadian theologian has written: “The love that God gives us overflows into love... It is a love that prompts the Good Samaritan to stop and take care of the traveller attacked by thieves. It is a love that has no borders, that seeks the kingdom of God... and this kingdom is universal” (B. LONERGAN, ‘The Future of Christianity’, in A Second Collection: Papers by Bernard F.J. Lonergan, S.J., London 1974, 154). The Church is called to embody this love without borders, in order to realize the dream that God has for humanity: for us to be brothers and sisters all. Let us ask ourselves: how are we doing when it comes to practical fraternity between us? Bishops among themselves and with their priests, priests among themselves and with the People of God. Are we brothers, or competitors split into parties? And how about our relationships with those who are not “one of our own”, with those who do not believe, with those who have different traditions and customs? This is the way: to build relationships of fraternity with everyone, with indigenous brothers and sisters, with every sister and brother we meet, because the presence of God is reflected in each of their faces.

These, brothers and sisters, are just a few of the challenges. Let us not forget that we can only meet them with the strength of the Spirit, whom we must always invoke in prayer. Let us not allow the spirit of secularism to enter our midst, thinking that we can create plans that work automatically, and by human effort alone, apart from God. It is idolatry to create plans without God. And, please, let us not close ourselves off by “looking back”, but press forward, with joy!

Let us put into practice these words that we now address to Saint François de Laval:

You were a man for others, who visited the sick,

clothed the poor, defended the dignity of original peoples,

supported the strenuous efforts of the missionaries,

ever ready to reach out to those worse off than yourself.

How many times were your projects frustrated!

Each time, however, you took them up again.

You understood that God does not build in stone,

and that in this land of discouragement,

there was a need for a builder of hope.

I thank you for everything you do, and I bless you from my heart. Please continue to pray for me.

[01130-EN.02] [Original text: Spanish]

Traduzione in lingua tedesca

Liebe Mitbrüder im Bischofsamt, liebe Priester und Diakone, liebe gottgeweihte Frauen und Männer, Seminaristen und pastorale Mitarbeiter, guten Abend!

Ich danke Erzbischof Poisson für die Willkommensworte, die er an mich gerichtet hat, und grüße euch alle, vor allem diejenigen, die einen weiten Weg zurücklegen mussten, um hierher zu kommen: die Entfernungen in eurem Land sind wirklich groß! Daher: danke! Ich freue mich, euch zu treffen.

Es ist bezeichnend, dass wir uns in der Basilika Notre-Dame de Québec befinden, der Kathedrale dieser Teilkirche und dem Primatialsitz Kanadas, dessen erster Bischof, der heilige François de Laval, 1663 das Priesterseminar eröffnete und sich während seiner gesamten Amtszeit um die Ausbildung von Priestern kümmerte. Über die „Ältesten“, also die Priester, sprach die Kurzlesung, die wir gehört haben. Petrus ermahnt uns: »Weidet die euch anvertraute Herde Gottes, nicht gezwungen, sondern freiwillig« (1 Petr 5,2). Während wir hier als Volk Gottes versammelt sind, lasst uns daran denken, dass Jesus der Hirte unseres Lebens ist, der sich um uns kümmert, weil er uns wirklich liebt. Uns, den Hirten der Kirche, wird dieselbe Großzügigkeit beim Hüten der Herde abverlangt, damit die Sorge Jesu für alle und sein Mitgefühl für die Wunden eines jeden sichtbar werden können.

Und gerade weil wir Zeichen Christi sind, ermahnt uns der Apostel Petrus: Weidet die Herde, leitet sie, lasst sie nicht in die Irre gehen, während ihr euren persönlichen Angelegenheiten nachgeht. Sorgt euch mit Hingabe und Zärtlichkeit um sie. Und - so fügt er hinzu - tut es „freiwillig“, nicht gezwungenermaßen: nicht als ein Muss, nicht als bezahlte Geistliche oder Sakralbeamte, sondern mit dem Herzen eines Hirten, mit Begeisterung. Wenn wir auf ihn, den Guten Hirten anstatt zuerst auf uns selbst schauen, entdecken wir, dass wir zärtlich umsorgt werden, spüren wir die Nähe Gottes. Daher rührt die Freude am Dienst und noch davor die Freude am Glauben: nicht, weil wir sehen, was wir selbst schaffen können, sondern weil wir wissen, dass uns Gott nahe ist, dass er uns zuerst geliebt hat und uns jeden Tag begleitet.

Das, liebe Brüder und Schwestern, ist unsere Freude: keine billige Freude, wie sie uns die Welt manchmal vorgaukelt, indem sie uns mit Feuerwerken blendet; unsere Freude ist nicht an Reichtum und Sicherheit gebunden; ebenso wenig ist sie an die Überzeugung geknüpft, dass das Leben immer gut für uns verlaufen wird, ohne Kreuze und Probleme. Die christliche Freude vereint sich vielmehr mit einer Erfahrung des Friedens, der in unserem Herzen bleibt, auch wenn wir von Prüfungen und Bedrängnissen heimgesucht werden, weil wir wissen, dass wir nicht allein sind, sondern von einem Gott begleitet werden, dem unser Schicksal nicht gleichgültig ist. Wie wenn die See rau ist: an der Oberfläche ist es stürmisch, aber in der Tiefe bleibt es ruhig und friedlich. Das ist die christliche Freude: ein ungeschuldetes Geschenk, die Gewissheit, dass wir in jeder Lebenssituation von Christus geliebt, gehalten, umarmt werden. Denn er ist es, der uns von Egoismus und Sünde, von der Traurigkeit der Einsamkeit, von innerer Leere und Angst befreit und uns eine neue Sicht auf das Leben, eine neue Sicht auf die Geschichte schenkt: »Mit Jesus Christus kommt immer – und immer wieder – die Freude« (Evangelii gaudium, 1).

Und so können wir uns fragen: Wie steht es um unsere Freude? Wie steht es um meine Freude? Bringt unsere Kirche die Freude des Evangeliums zum Ausdruck? Gibt es in unseren Gemeinschaften einen Glauben, der durch die Freude, die er vermittelt, anziehend wirkt?

Wenn wir diese Fragen an der Wurzel packen wollen, kommen wir nicht umhin, darüber nachzudenken, was in der Wirklichkeit unserer Zeit die Freude am Glauben bedroht und sie zu verdunkeln droht, und so die christliche Erfahrung in eine ernste Krise führt. Man könnte sofort an die Säkularisierung denken, die den Lebensstil der Frauen und Männer von heute längst verändert hat und Gott gleichsam im Hintergrund lässt. Er scheint vom Horizont verschwunden zu sein, sein Wort scheint kein Orientierungskompass für das Leben, für grundlegende Entscheidungen, für menschliche und soziale Beziehungen mehr zu sein. Wir müssen jedoch sofort eine Klarstellung vornehmen: Wenn wir die Kultur, in die wir eingetaucht sind, ihre Redeweisen und Symbole betrachten, müssen wir uns davor hüten, Gefangene von Pessimismus und Ressentiments zu bleiben und uns zu negativen Urteilen oder nutzloser Nostalgie verleiten zu lassen. Es gibt in der Tat zwei mögliche Blicke auf die Welt, in der wir leben: den einen würde ich den „negativen Blick“ nennen, den anderen den „unterscheidenden Blick“.

Der erste, der negative Blick, rührt oft von einem Glauben her, der sich angegriffen fühlt und sich als eine Art „Rüstung“ sieht, um sich gegen die Welt zu verteidigen. Er klagt die Realität bitter an und sagt: „Die Welt ist böse, es herrscht die Sünde“, und läuft damit Gefahr, sich in einen „Kreuzzugsgeist“ einzuhüllen. Hüten wir uns davor, denn das ist nicht christlich, das ist nicht der Weg Gottes, denn er - wie das Evangelium sagt - »hat die Welt so sehr geliebt, dass er seinen einzigen Sohn hingab, damit jeder, der an ihn glaubt, nicht verloren geht, sondern ewiges Leben hat« (Joh 3,16). Der Herr, der die Weltlichkeit verabscheut, hat einen positiven Blick auf die Welt. Er segnet unser Leben, er sagt, dass wir und unsere Wirklichkeit gut sind, er tritt selbst in die Situationen der Geschichte hinein, nicht um zu verurteilen, sondern um den Samen des Reiches Gottes dort sprießen zu lassen, wo die Dunkelheit zu triumphieren scheint. Wenn wir bei einer negativen Sichtweise stehen bleiben, werden wir hingegen am Ende die Inkarnation verleugnen, weil wir vor der Realität fliehen, anstatt Teil von ihr zu werden. Wir werden uns in uns selbst verschließen, wir werden über unsere Verluste weinen, uns ständig beklagen und in Traurigkeit und Pessimismus verfallen: Traurigkeit und Pessimismus kommen niemals von Gott. Stattdessen sind wir aufgerufen, einen Blick wie Gott zu haben, der das Gute zu erkennen weiß und beharrlich danach sucht, es sieht und nährt. Das ist kein naiver Blick, sondern ein Blick, der die Wirklichkeit unterscheidet.

Um unsere Unterscheidung der säkularisierten Welt zu schärfen, sollten wir uns von dem inspirieren lassen, was der heilige Paul VI. in Evangelii nuntiandi schrieb, einem Apostolischen Lehrschreiben, das heute noch völlig aktuell ist: für ihn ist die Säkularisierung »ein in sich richtiges, berechtigtes und niemals im Widerspruch zum Glauben und zur Religion stehendes Bestreben« (Nr. 55), die vom Schöpfer selbst festgelegten Gesetze der Wirklichkeit und des menschlichen Lebens zu entdecken. Gott will nämlich nicht, dass wir Sklaven, sondern Kinder sind, er will nicht an unserer Stelle entscheiden und uns nicht mit einer sakralen Macht in einer von religiösen Gesetzen beherrschten Welt unterdrücken. Nein, er hat uns frei geschaffen und verlangt von uns, dass wir erwachsene Menschen und verantwortliche Personen im Leben und in der Gesellschaft sind. Etwas anderes ist - so unterschied der heilige Paul VI. - der Säkularismus, eine Lebensauffassung, die uns völlig von unserer Bindung an den Schöpfer trennt, so dass Gott »überflüssig und zu einem Störfaktor« wird und »neue Formen des Atheismus« entstehen, heimtückisch und vielfältig: »eine Zivilisation des Konsums, den sinnenhaften Genuss als den höchsten Wert, den Willen nach Macht und Beherrschung und Diskriminierungen jeglicher Art« (ebd.). Hier ist es an uns als Kirche, besonders als Hirten des Volkes Gottes, als Hirten, als gottgeweihte Frauen und Männer, als Seminaristen und als Laienseelsorger, diese Distinktionen zu treffen, zu unterscheiden. Wenn wir einer negativen Sichtweise nachgeben und oberflächlich urteilen, laufen wir Gefahr, eine falsche Botschaft auszusenden, als ob hinter der Kritik an der Säkularisierung die Sehnsucht nach einer sakralisierten Welt stünde, nach einer Gesellschaft vergangener Zeiten, in der die Kirche und ihre Amtsträger mehr Macht und gesellschaftliche Bedeutung hatten. Und dies ist eine falsche Perspektive.

Wie ein großer Kenner dieser Thematiken feststellt, sollte dagegen das Problem der Säkularisierung für uns Christen nicht darin bestehen, dass die Kirche an gesellschaftlicher Bedeutung verliert oder materiellen Reichtum und Privilegien einbüßt; es fordert uns vielmehr auf, über die Veränderungen in der Gesellschaft nachzudenken, die sich auf die Art und Weise ausgewirkt haben, wie die Menschen denken und ihr Leben gestalten. Wenn wir uns mit diesem Aspekt beschäftigen, erkennen wir, dass nicht der Glaube in der Krise ist, sondern gewisse Formen und Weisen, durch die wir ihn verkünden. Daher ist die Säkularisierung eine Herausforderung an unsere pastorale Vorstellungskraft, sie ist »eine Gelegenheit für die Wiederzusammensetzung des geistlichen Lebens in neuen Formen und neuen Existenzweisen« (Charles Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). Der unterscheidende Blick regt uns also an, während er uns die Schwierigkeiten vor Augen führt, die wir bei der Weitergabe der Glaubensfreude haben, zugleich eine neue Leidenschaft für die Evangelisierung wiederzufinden, neue sprachliche Formen zu suchen, einige pastorale Prioritäten zu ändern und zum Wesentlichen zu gehen.

Liebe Brüder und Schwestern, es ist notwendig, das Evangelium zu verkünden, um den Männern und Frauen von heute die Freude des Glaubens zu vermitteln. Aber diese Verkündigung geschieht nicht in erster Linie mit Worten, sondern durch ein Zeugnis, das von Liebe, die keine Gegenleistung erwartet, überströmt, wie Gott es mit uns tut. Es ist eine Verkündigung, die in einem persönlichen und kirchlichen Lebensstil Gestalt annehmen muss, der die Sehnsucht nach dem Herrn neu entfachen, Hoffnung einflößen, Vertrauen und Glaubwürdigkeit vermitteln kann. Und in diesem Sinne erlaube ich mir, euch in brüderlichem Geist drei Herausforderungen zu unterbreiten, die ihr im Gebet und im pastoralen Dienst voranbringen könnt.

Die erste: Jesus bekannt machen. In den geistlichen Wüsten unserer Zeit, die durch Säkularismus und Gleichgültigkeit entstanden sind, ist es notwendig, zur ersten Verkündigung zurückzukehren. Ich wiederhole: es ist notwendig, zur ersten Verkündigung zurückzukehren. Wir können uns nicht anmaßen, die Freude des Glaubens zu vermitteln, indem wir denjenigen, die den Herrn noch nicht in ihr Leben aufgenommen haben, sekundäre Aspekte präsentieren, oder indem wir nur bestimmte Praktiken wiederholen oder pastorale Formen der Vergangenheit nachahmen. Es müssen neue Wege gefunden werden, um denen, die Christus noch nicht begegnet sind, das Herzstück des Evangeliums zu verkünden. Dies erfordert eine pastorale Kreativität, um auf die Menschen dort zuzugehen, wo sie leben. Wir sollten nicht warten, bis sie kommen: es gilt auf die Menschen zuzugehen, wo sie leben. Wir sollten Gelegenheiten zum Zuhören, zum Dialog und zur Begegnung schaffen. Wir müssen zum Wesentlichen zurückkehren, wir müssen zum Enthusiasmus der Apostelgeschichte zurückkehren, zu der Schönheit, uns als Werkzeuge der Fruchtbarkeit des Geistes im Heute zu fühlen. Es ist nötig nach Galiläa zurückzukehren. Dies ist die Abmachung mit Jesus, dem Auferstandenen: zurückkehren nach Galiläa, um - gestattet mir den Ausdruck - von neuem zu scheitern. Zurückkehren nach Galiläa, und jeder hat sein eigenes „Galiläa“, jenes der ersten Verkündigung. Diese Erinnerung muss man zurückgewinnen.

Um das Evangelium zu verkünden, müssen wir aber auch glaubwürdig sein. Und hier ist die zweite Herausforderung: das Zeugnis. Das Evangelium wird wirksam verkündet, wenn es das Leben ist, das spricht, wenn es die Freiheit offenbart, die andere befreit, das Mitgefühl, das keine Gegenleistung verlangt, die Barmherzigkeit, die ohne Worte von Christus spricht. Die Kirche in Kanada hat sich auf einen neuen Weg begeben, nachdem sie durch das Böse, das einige ihrer Kinder begangen haben, verwundet und erschüttert wurde. Ich denke dabei insbesondere an den sexuellen Missbrauch von Minderjährigen und schutzbedürftigen Personen, Ärgernisse, die ein entschlossenes Handeln und eine unwiderrufliche Bekämpfung erfordern. Ich möchte gemeinsam mit euch alle Opfer erneut um Vergebung bitten. Der Schmerz und die Beschämung, die wir empfinden, müssen zu einer Gelegenheit der Umkehr werden: Nie wieder! Und wenn wir an den Weg der Heilung und Versöhnung mit unseren indigenen Brüdern und Schwestern denken, möge sich die christliche Gemeinschaft nie wieder von der Vorstellung anstecken lassen, dass eine Kultur einer anderen überlegen ist und dass es legitim ist, Zwangsmittel gegen andere einzusetzen. Machen wir uns den missionarischen Eifer eures ersten Bischofs, des heiligen François de Laval, wieder zu eigen, der gegen all jene wetterte, die die Indigenen erniedrigten, indem sie sie zum Konsum von Getränken verleiteten, um sie zu betrügen. Lassen wir nicht zu, dass irgendeine Ideologie die Stile und Lebensweisen unserer Völker entfremdet und verwirrt, um zu versuchen, sie zu beugen und zu beherrschen. Mögen die neuen Fortschritte der Menschheit in ihrer kulturellen Tragweite stets mit den Schlüsseln der Kultur assimilierbar sein.

Aber um diese Kultur der Ausgrenzung zu besiegen, müssen wir damit beginnen: die Hirten, die sich den Brüdern und Schwestern des Gottesvolkes nicht überlegen fühlen dürfen; die Gottgeweihten, die ihre Geschwisterlichkeit und Freiheit im Gehorsam ihrer Gemeinschaft leben sollen; die Seminaristen, dazu bereit, gelehrige und fügsame Diener zu sein, die Laienseelsorger, die ihren Dienst nicht als Macht verstehen mögen. Damit beginnt man. Ihr seid die Protagonisten und Erbauer einer Kirche, die anders ist: demütig, sanftmütig, barmherzig, eine Kirche, die Prozesse begleitet, die entschlossen und heiter an der Inkulturation arbeitet und jeden und jegliche kulturelle und religiöse Unterschiedlichkeit wertschätzt. Geben wir dieses Zeugnis!

Schließlich die dritte Herausforderung: die Geschwisterlichkeit. - Die erste war Christus bekannt machen, die zweite das Zeugnis, die dritte die Geschwisterlichkeit. - Die Kirche wird umso mehr eine glaubwürdige Zeugin des Evangeliums sein, je mehr ihre Mitglieder die Gemeinschaft leben, indem sie Gelegenheiten und Räume schaffen, damit jeder, der sich dem Glauben nähert, eine gastfreundliche Gemeinschaft vorfindet, die zuzuhören und in einen Dialog einzutreten weiß, und die eine gute Qualität der Beziehungen fördert. So sagte euer heiliger Bischof zu den Missionaren: »Oft zerstört ein bitteres Wort, eine Ungeduld, ein abweisendes Gesicht in einem Augenblick, was in langer Zeit aufgebaut wurde« (Anweisungen für die Missionare, 1668).

Es geht darum, in einer christlichen Gemeinschaft zu leben, die so zu einer Schule der Menschlichkeit wird, in der man lernt, einander als Brüder und Schwestern zu lieben, die bereit sind, für das Gemeinwohl zusammenzuarbeiten. Im Mittelpunkt der Verkündigung des Evangeliums steht nämlich die Liebe Gottes, die uns verwandelt und uns zur Gemeinschaft mit allen und zum Dienst an allen befähigt. Ein Theologe dieses Landes schrieb: »Die Liebe, die Gott uns schenkt, fließt in Liebe über ... Es ist eine Liebe, die den barmherzigen Samariter veranlasst, anzuhalten und sich um den von Räubern überfallenen Wanderer zu kümmern. Es ist eine Liebe, die keine Grenzen kennt, die das Reich Gottes sucht ... und dieses Reich ist universal« (B. Longergan, „The Future of Christianity“, in A Second Collection: Papers by Bernard F.J. Lonergan S.J., London 1974, 154). Die Kirche ist aufgerufen, diese grenzenlose Liebe zu verkörpern und den Traum zu verwirklichen, den Gott für die Menschheit hat: alle Geschwister zu sein. Wir sollten uns fragen: Wie steht es um die Geschwisterlichkeit unter uns? Die Bischöfe untereinander und mit den Priestern, die Priester untereinander und mit dem Volk Gottes: Sind wir Geschwister oder Konkurrenten, die in Parteien gespalten sind? Und wie sind unsere Beziehungen zu denen, die nicht „zu uns“ gehören, zu denen, die nicht glauben, zu denen, die andere Traditionen und Bräuche haben? Das ist der Weg: geschwisterliche Beziehungen mit allen zu fördern, mit unseren indigenen Brüdern und Schwestern, mit jeder Schwester und jedem Bruder, dem wir begegnen, denn im Antlitz eines jeden spiegelt sich die Gegenwart Gottes.

Liebe Brüder und Schwestern, dies sind nur einige der Herausforderungen. Vergessen wir nicht, dass wir sie nur mit der Kraft des Geistes voranbringen können, den wir stets im Gebet anrufen müssen. Lassen wir jedoch nicht zu, dass der Geist des Säkularismus in uns eindringt und wir denken, dass wir Projekte schaffen können, die allein und nur mit menschlicher Kraft, ohne Gott, funktionieren. Das ist ein Götzendienst, der Götzendienst der Projekte gegen Gott. Und bitte, verschließen wir uns nicht in eine „Rückwärtsgewandtheit“, sondern gehen wir mit Freude voran!

Lasst uns diese Worte, die wir an den heiligen François de Laval richten, in die Tat umsetzen:

Du warst der Mann des Teilens, der die Kranken besuchte,

die Armen bekleidete und für die Würde der Urbevölkerungen kämpfte.

Du hast die erschöpften Missionare gestützt,

und warst immer bereit, denjenigen die Hand zu reichen, denen es schlechter ging als dir.

Wie oft wurden deine Projekte niedergerissen!

Jedes Mal hast du sie wieder aufgestellt.

Du hast verstanden, dass Gottes Werk nicht aus Stein ist

und dass auf dieser Erde der Entmutigung

es eines Erbauers der Hoffnung bedurfte.

Ich danke euch für alles, was ihr tut, und segne euch von Herzen. Und bitte betet weiterhin für mich.

[01130-DE.02] [Originalsprache: Spanisch]

Traduzione in lingua portoghese

Amados irmãos Bispos, caros sacerdotes e diáconos, consagrados, consagradas e seminaristas, agentes pastorais, boa tarde!

Agradeço a D. Raymond Poisson as palavras de boas-vindas que me dirigiu e saúdo a todos vós, especialmente quantos tiveram de percorrer um longo caminho para chegar: as distâncias no vosso país são verdadeiramente grandes! Por isso, obrigado! Estou feliz por vos encontrar.

É significativo o nosso encontro nesta Basílica de Notre-Dame do Québec, catedral desta Igreja particular e sede primacial do Canadá, cujo primeiro Bispo, São Francisco de Laval, abriu o Seminário em 1633 tendo-se ocupado, durante todo o seu ministério, da formação dos presbíteros. E dos presbíteros, isto é, dos «anciãos» falou-nos a Leitura Breve que acabámos de ouvir. Assim nos exortou São Pedro: «Apascentai o rebanho de Deus que vos foi confiado, governando-o não à força, mas de boa vontade» (1 Ped 5, 2). Enquanto estamos aqui reunidos como Povo de Deus, recordemo-nos de que Jesus é o Pastor da nossa vida, que cuida de nós porque nos ama de verdade. A nós, pastores da Igreja, é pedida esta mesma generosidade no pastoreio do rebanho, para que se possa manifestar a solicitude de Jesus por todos e a sua compaixão pelas feridas de cada um.

E precisamente porque somos sinal de Cristo, o apóstolo Pedro exorta-nos: Apascentai o rebanho, guiai-o, não deixeis que se extravie enquanto vos ocupais dos próprios afazeres. Cuidai dele com dedicação e ternura. E – acrescenta – fazei-o «de boa vontade», e não à força: não como um dever, não como assalariados religiosos ou funcionários do sagrado, mas com coração de pastores, com entusiasmo. Se olharmos mais para Ele, o Bom Pastor, do que para nós mesmos, descobrimos que somos guardados com ternura, sentimos a proximidade de Deus. Daqui nasce a alegria do ministério e, ainda antes, a alegria da fé: não de ver aquilo que somos capazes de fazer, mas de saber que Deus está próximo, que nos amou primeiro e nos acompanha todos os dias.

Esta, irmãos e irmãs, é a nossa alegria: não uma alegria fácil, como aquela que o mundo às vezes nos oferece iludindo-nos com fogos de artifício; esta alegria não está ligada a riquezas nem seguranças; nem sequer está ligada à persuasão de que tudo nos correrá sempre bem na vida, sem cruzes nem problemas. Antes, a alegria cristã está unida a uma experiência de paz, que permanece no coração mesmo quando somos atingidos por dificuldades e aflições, porque sabemos que não estamos sozinhos, mas acompanhados por um Deus que não fica indiferente à nossa sorte. Como quando o mar está agitado: à superfície é tempestuoso, mas em profundidade permanece calmo e tranquilo. Assim é a alegria cristã: um dom gratuito, a certeza de saber que somos amados, sustentados e abraçados por Cristo em cada situação da vida. Porque é Ele que nos liberta do egoísmo e do pecado, da tristeza da solidão, do vazio interior e do medo, dando-nos um olhar novo sobre a vida, um olhar novo sobre a história: «Com Jesus Cristo, renasce sem cessar a alegria» (Francisco, Exort. ap. Evangelii gaudium, 1).

Então podemos interrogar-nos: Como vai a nossa alegria? Como vai a minha alegria? A nossa Igreja expressa a alegria do Evangelho? Nas nossas comunidades, existe uma fé que atrai pela alegria que comunica?

Se quisermos abordar estas questões na sua raiz, não podemos deixar de refletir sobre o que, na realidade do nosso tempo, ameaça a alegria da fé com o risco de a obscurecer, pondo seriamente em crise a experiência cristã. Pensa-se imediatamente na secularização, que já há muito transformou o estilo de vida das mulheres e homens de hoje, deixando Deus quase no último lugar. Parece que Ele desapareceu do horizonte, que a sua Palavra já não se assemelha a uma bússola de orientação para a vida, para as opções fundamentais, para as relações humanas e sociais. Desde já, porém, há que fazer um esclarecimento: quando observamos a cultura em que estamos imersos, as suas linguagens e os seus símbolos, é preciso estarmos atentos para não ficar prisioneiros do pessimismo e do ressentimento, deixando-nos cair em juízos negativos ou em inúteis nostalgias. Com efeito são possíveis dois olhares a respeito do mundo em que vivemos: um, chamá-lo-ia «olhar negativo»; o outro, «olhar que discerne».

O primeiro, o olhar negativo, nasce com frequência duma fé que, sentindo-se atacada, considera-se como uma espécie de «armadura» para se defender do mundo. Com amargura, acusa a realidade dizendo: «O mundo é mau, reina o pecado», e assim corre o risco de se revestir dum «espírito de cruzada». Tenhamos cuidado com isto, porque não é cristão; efetivamente não é o modo como atua Deus, o Qual – assim no-lo recorda o Evangelho – «tanto amou o mundo, que lhe entregou o seu Filho unigénito, a fim de que todo o que n’Ele crê não se perca, mas tenha a vida eterna» (Jo 3, 16). O Senhor, que detesta o mundanismo e tem um olhar bom sobre o mundo. Abençoa a nossa vida, bendiz-nos a nós e à nossa realidade, encarna-Se nas situações da história, não para condenar, mas para fazer germinar a semente do Reino precisamente onde parecem triunfar as trevas. Se, pelo contrário, nos detivermos num olhar negativo, acabaremos por negar a encarnação, porque fugiremos da realidade, em vez de nos encarnarmos nela. Fechar-nos-emos em nós mesmos, choraremos as nossas perdas, lamentar-nos-emos continuamente e cairemos na tristeza e no pessimismo: tristeza e pessimismo que nunca vêm de Deus. Em vez disso, somos chamados a ter um olhar semelhante ao de Deus, que sabe distinguir o bem e é obstinado a procurá-lo, vê-lo e alimentá-lo. Não é um olhar ingénuo, mas um olhar que discerne a realidade.

Para afinar o nosso discernimento sobre o mundo secularizado, deixemo-nos inspirar pelo que escreveu São Paulo VI na Evangelii nuntiandi, Exortação apostólica ainda hoje plenamente atual: para ele, a secularização é «o esforço, em si mesmo justo e legítimo e não absolutamente incompatível com a fé ou com a religião» (Exort. ap. Evangelii nuntiandi, 55), por descobrir as leis da realidade e da própria vida humana estabelecidas pelo Criador. De facto, Deus não nos quer escravos, mas filhos, não quer decidir no nosso lugar, nem oprimir-nos com um poder sacro num mundo governado por leis religiosas. Não! Ele criou-nos livres e pede-nos para sermos pessoas adultas, pessoas responsáveis na vida e na sociedade. Coisa diversa – distinguia São Paulo VI – é o secularismo, uma conceção de vida que separa completamente do vínculo com o Criador, de tal modo que Deus Se torna «supérfluo e embaraçante» e se geram «novas formas de ateísmo», subdolosas e as mais variadas: «uma civilização do consumo, o hedonismo erigido em valor supremo, uma ambição de poder e predomínio, discriminações de todo o género» (Ibidem). Compete-nos a nós, como Igreja e sobretudo como pastores do Povo de Deus, como pastores, como consagradas e consagrados, como seminaristas e como agentes pastorais, saber fazer estas distinções, discernir. Se cedermos ao olhar negativo e julgarmos de forma superficial, arriscamo-nos a fazer passar uma mensagem errada, como se, por trás da crítica da secularização, houvesse da nossa parte a nostalgia dum mundo sacralizado, duma sociedade doutros tempos onde a Igreja e os seus ministros tinham mais poder e relevância social. E esta é uma perspetiva errada.

Ao contrário, como observa um grande estudioso destes temas, o problema da secularização, para nós cristãos, não deve ser o da menor relevância social da Igreja ou da perda de riquezas materiais e privilégios; antes, aquela pede-nos para refletir sobre as mudanças da sociedade, que influíram sobre o modo como as pessoas pensam e organizam a vida. Se nos debruçarmos sobre este aspeto, damo-nos conta de não ser a fé que está em crise, mas certas formas e modos com que a anunciamos. Por isso a secularização é um desafio para a nossa imaginação pastoral, é «a ocasião para a recomposição da vida espiritual em novas formas e para novas maneiras de existir» (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). Assim, o olhar que discerne, ao mesmo tempo que nos mostra as dificuldades que temos na transmissão da alegria da fé, estimula-nos a encontrar uma nova paixão pela evangelização, procurar novas linguagens, mudar algumas prioridades pastorais, ir ao essencial.

Queridos irmãos e irmãs, há necessidade de anunciar o Evangelho, para dar aos homens e mulheres de hoje a alegria da fé. Mas este anúncio não se realiza primariamente por palavras, mas através dum testemunho transbordante de amor gratuito, como Deus faz connosco. É um anúncio que pede para se encarnar num estilo de vida pessoal e eclesial que possa fazer reacender o desejo do Senhor, infundir esperança, transmitir confiança e credibilidade. A propósito disto permiti que vos proponha, com espírito fraterno, três desafios, que podereis desenvolver na oração e no serviço pastoral.

O primeiro desafio: fazer Jesus conhecido. Nos desertos espirituais do nosso tempo, gerados pelo secularismo e pela indiferença, é necessário voltar ao primeiro anúncio. Repito: é necessário voltar ao primeiro anúncio. Não podemos presumir de comunicar a alegria da fé apresentando aspetos secundários a quem ainda não abraçou o Senhor na vida, ou então só repetindo algumas práticas ou copiando formas pastorais do passado. É preciso encontrar novos caminhos para anunciar o coração do Evangelho a quantos ainda não encontraram Cristo. Isto pressupõe uma criatividade pastoral para chegar até às pessoas onde elas vivem, não esperando que sejam elas a vir até nós – lá onde vivem! – encontrando ocasiões de escuta, diálogo e encontro. Precisamos de voltar ao essencial, precisamos de voltar ao entusiasmo dos Atos dos Apóstolos, à beleza de nos sentirmos instrumentos da fecundidade do Espírito hoje. Precisamos de voltar à Galileia. É o encontro com Jesus Ressuscitado: voltar à Galileia para – permiti a expressão – recomeçar depois do fracasso. Voltar à Galileia. E cada um de nós tem a sua própria “Galileia”, aquela do primeiro anúncio. Precisamos de recuperar esta memória.

Mas, para anunciar o Evangelho, é preciso também sermos credíveis. E aqui está o segundo desafio: o testemunho. Anuncia-se o Evangelho de modo eficaz quando é a vida que fala, que revela aquela liberdade que faz livres os outros, aquela compaixão que nada pede em troca, aquela misericórdia que fala de Cristo sem palavras. A Igreja no Canadá começou um percurso novo depois de ter sido ferida e transtornada pelo mal perpetrado por alguns dos seus filhos. Penso em particular nos abusos sexuais cometidos contra menores e pessoas vulneráveis, escândalos que exigem ações fortes e uma luta irreversível. Quero, juntamente convosco, voltar a pedir perdão a todas as vítimas. O pesar e a vergonha que sentimos devem tornar-se ocasião de conversão: que nunca mais aconteçam! E, pensando no caminho de cura e reconciliação com os irmãos e irmãs indígenas, que nunca mais a comunidade cristã se deixe contaminar pela ideia da superioridade duma cultura sobre as outras e da legitimidade de usar meios de coação em relação aos outros. Recuperemos o ardor missionário do vosso primeiro Bispo, São Francisco de Laval, que arremeteu contra todos aqueles que degradavam os nativos, induzindo-os a consumir bebidas para os trufarem. Não permitamos que nenhuma ideologia aliene e confunda os estilos e as formas de vida dos nossos povos procurando demovê-los e dominá-los. Que os novos progressos da humanidade sejam assimiláveis nas suas identidades culturais com as chaves da cultura.

Mas, para derrotar esta cultura da exclusão, é preciso começarmos por nós: que os pastores não se sintam superiores aos irmãos e irmãs do Povo de Deus; que os consagrados vivam a fraternidade e a liberdade na obediência em comunidade; que os seminaristas estejam dispostos a ser servidores dóceis e disponíveis e que os agentes pastorais não vejam o seu serviço como poder. Começa-se daqui. Vós sois os protagonistas e os construtores duma Igreja diferente: humilde, mansa, misericordiosa, uma Igreja que acompanha os processos, que trabalha decidida e serenamente na inculturação, que valoriza cada um e cada diversidade cultural e religiosa. Demos este testemunho!

Finalmente, o terceiro desafio: a fraternidade. Primeiro, fazer Jesus conhecido; segundo, testemunho; terceiro, fraternidade. A Igreja será testemunha tanto mais credível do Evangelho quanto mais os seus membros viverem a comunhão, criando ocasiões e espaços para que toda a pessoa que se aproxima da fé encontre uma comunidade acolhedora, que saiba ouvir, que saiba entrar em diálogo, que promova uma boa qualidade nas relações. Assim dizia o vosso santo Bispo aos missionários: «Muitas vezes uma palavra amarga, uma impaciência, um rosto que repele destruirão num momento aquilo que foi construído durante muito tempo» (Instruções aos Missionários, 1668).

Trata-se de viver numa comunidade cristã que se torne escola de humanidade, onde se aprende a querer-se bem como irmãos e irmãs, dispostos a trabalhar, juntos, pelo bem comum. De facto, no coração do anúncio evangélico, está o amor de Deus, que transforma e torna capaz de comunhão com todos e de serviço a todos. Um teólogo desta terra escreveu: «O amor que Deus nos dá transborda em amor (...). É um amor que impele o bom samaritano a parar e cuidar do viajante assaltado pelos ladrões. É um amor que não tem fronteiras, que busca o reino de Deus (...) e este reino é universal» (B. Lonergan, «The Future of Christianity»: A Second Collection: Papers by Bernard F. J. Lonergan SJ, London 1974, 154). A Igreja é chamada a encarnar este amor sem fronteiras, para construir o sonho que Deus tem para a humanidade: serem todos irmãos. Interroguemo-nos: Como está a fraternidade entre nós? Os Bispos entre si e com os padres, os padres entre si e com o Povo de Deus: somos irmãos ou concorrentes divididos em fações? E como são as nossas relações com quem não é «dos nossos», com quem não crê, com quem possui tradições e usos diferentes? Este é o caminho: promover relações de fraternidade com todos, com os irmãos e irmãs indígenas, com cada irmã e irmão que encontramos, porque, no rosto de cada um, reflete-se a presença de Deus.

Queridos irmãos e irmãs, estes são apenas alguns desafios. Não nos esqueçamos de que só podemos levá-los por diante com a força do Espírito, que sempre devemos invocar na oração. Não deixemos, porém, entrar em nós o espírito do secularismo, pensando que podemos criar projetos que funcionam sozinhos e com as simples forças humanas, sem Deus. Isso é uma idolatria: a idolatria dos projetos sem Deus. E – uma recomendação ainda – não nos fechemos no «retrogradismo», mas avancemos, com alegria!

Ponhamos em prática estas palavras que dirigimos a São Francisco de Laval:

Fostes o homem da partilha, visitando os doentes,

vestindo os pobres, lutando pela dignidade das populações originárias,

apoiando os missionários cansados,

sempre pronto a estender a mão a quem estava pior do que vós.

Quantas vezes os vossos projetos foram derrubados!

Uma vez e outra voltastes a pô-los de pé.

Compreendestes que a obra de Deus não é de pedra,

e que, nesta terra de desânimo,

havia necessidade dum construtor de esperança.

Agradeço-vos tudo o que fazeis e de coração vos abençoo. E por favor, continuai a rezar por mim.

[01130-PO.02] [Texto original: Espanhol]

Traduzione in lingua polacca

Drodzy bracia biskupi, drodzy kapłani i diakoni, kobiety konsekrowane, mężczyźni konsekrowani i seminarzyści, pracownicy duszpasterscy, dobry wieczór!

Dziękuję księdzu biskupowi Poissonowi za słowa powitania skierowane do mnie i pozdrawiam was wszystkich, zwłaszcza tych, którzy musieli przebyć długą drogę, aby tu dotrzeć: odległości w waszym kraju są rzeczywiście wielkie! Zatem, dziękuję! Cieszę się, że was spotykam.

Znamienne jest to, że jesteśmy w bazylice Notre-Dame de Québec. katedrze tego Kościoła partykularnego i prymasowskiej stolicy Kanady, której pierwszy biskup św. Franciszek de Laval, otworzył w 1663 r. seminarium i przez cały czas swojej posługi zajmował się formacją kapłanów. O „starszych”, czyli prezbiterach, mówi wysłuchane przez nas czytanie. Św. Piotr napomina nas: „paście stado Boże, które jest przy was, strzegąc go nie pod przymusem, ale z własnej woli” (1 P 5, 2). Gromadząc się tutaj jako Lud Boży, pamiętajmy, że to Jezus jest Pasterzem naszego życia, który troszczy się o nas, bo nas naprawdę miłuje. Od nas, pasterzy Kościoła, wymaga się takiej samej wielkoduszności w pasterzowaniu trzodzie, aby mogła przejawić się troska Jezusa o wszystkich i Jego współczucie dla ran każdego.

I właśnie dlatego, że jesteśmy znakiem Chrystusa, Apostoł Piotr zachęca: paście stado, prowadźcie je, nie pozwólcie, by się zagubiło, podczas gdy zajmujecie się swoimi sprawami, troszczcie się o nie z oddaniem i czułością. I – dodaje – czyńcie to z „chętnie”, nie na siłę: nie jako obowiązek, nie jako płatni pracownicy religijni czy funkcjonariusze sacrum, ale z sercem pasterzy, z entuzjazmem. Jeśli wpierw, niż na samych siebie, patrzymy na Niego – Dobrego Pasterza – to odkrywamy, że jesteśmy otoczeni czułą opieką, odczuwamy bliskość Boga. Stąd rodzi się radość z posługi, a jeszcze wcześniej radość wiary: nie z tego, że widzimy, co jesteśmy w stanie zrobić, ale z tego, że wiemy, że Bóg jest blisko, że pierwszy nas umiłował i towarzyszy nam każdego dnia.

To, bracia i siostry, jest nasza radość: nie jest to radość tania, taka, jaką proponuje nam czasem świat, łudząc nas fajerwerkami; ta radość nie jest związana z bogactwem i bezpieczeństwem; nawet nie jest związana z przekonaniem, że życie zawsze będzie się nam dobrze układało, bez krzyży i problemów. Radość chrześcijańska łączy się raczej z doświadczeniem pokoju, który pozostaje w naszych sercach nawet wtedy, gdy nękają nas trudne próby i utrapienia, ponieważ wiemy, że nie jesteśmy sami, ale towarzyszy nam Bóg, któremu nasz los nie jest obojętny. Jak wtedy, gdy morze jest wzburzone: na powierzchni jest burza, ale w głębi pozostaje spokojne i ciche. Oto radość chrześcijańska: dar darmo dany, pewność, że w każdej sytuacji życiowej jesteśmy kochani, wspierani i obejmowani przez Chrystusa. Ponieważ to On wyzwala nas od egoizmu i grzechu, od smutku samotności, od wewnętrznej pustki i lęku, dając nam nowe spojrzenie na życie, nowe spojrzenie na historię: „Z Jezusem Chrystusem rodzi się zawsze i odradza radość” (Evangelii gaudium, 1).

Możemy zatem zadać sobie pytanie: jak wygląda nasza radość? Jak wygląda moja radość? Czy nasz Kościół wyraża radość Ewangelii? Czy w naszych wspólnotach jest obecna wiara, która przyciąga za sprawą radości, którą przekazuje?

Jeśli chcemy zmierzyć się z tymi pytaniami, sięgając do ich korzeni, nie możemy nie zastanawiać się nad tym, co w naszych czasach zagraża radości wiary i może tę radość przysłonić, poważnie wprowadzając w kryzys doświadczenie chrześcijańskie. Od razu przychodzi na myśl sekularyzacja, która już dawno przekształciła styl życia dzisiejszych kobiet i mężczyzn, pozostawiając Boga niemal w tle. Wydaje się, że zniknął z horyzontu, Jego słowo nie wydaje się już być kompasem dla życia, dla fundamentalnych decyzji, dla relacji międzyludzkich i społecznych. Musimy jednak od razu dokonać uściślenia: kiedy obserwujemy kulturę, w której jesteśmy zanurzeni, jej języki i symbole, musimy uważać, aby nie pozostać więźniami pesymizmu i rozgoryczenia, otwierając się na negatywne oceny lub bezużyteczne nostalgie. W istocie, istnieją dwa możliwe spojrzenia na świat, w którym żyjemy: jedno nazwałbym „spojrzeniem negatywnym”, drugie „spojrzeniem rozeznającym”.

Pierwsze, spojrzenie negatywne rodzi się często z wiary, która czując się atakowana, postrzega siebie jako swoistą „zbroję” do obrony przed światem. Gorzko oskarża rzeczywistość, mówiąc: „świat jest zły, króluje grzech”, i grozi jej w ten sposób przyobleczenie się w „ducha krucjaty”. Strzeżmy się tego, bo to nie jest chrześcijańskie, to nie jest w istocie sposób działania Boga, który – jak przypomina nam Ewangelia – „tak umiłował świat, że Syna swego Jednorodzonego dał, aby każdy, kto w Niego wierzy, nie zginął, ale miał życie wieczne” (J 3, 16). Pan, który brzydzi się światowością i z dobrocią spogląda na świat. Błogosławi nasze życie, mówi dobrze o nas i naszej rzeczywistości, wciela się w sytuacje dziejowe nie po to, by potępiać, ale po to, by ziarno Królestwa zakiełkowało tam, gdzie zdają się triumfować ciemności. Natomiast, jeśli poprzestaniemy na spojrzeniu negatywnym, to w końcu zaprzeczymy wcieleniu, bo będziemy uciekać od rzeczywistości, zamiast być w niej konkretnie obecnymi. Zamkniemy się w sobie, będziemy opłakiwać nasze straty, ciągle narzekać i popadać w smutek i pesymizm: smutek i pesymizm nigdy nie pochodzą od Boga. Jesteśmy natomiast powołani do tego, by mieć spojrzenie podobne do spojrzenia Boga, który potrafi rozróżniać dobro i nieustępliwie go szuka, dostrzega i pielęgnuje. Nie jest to spojrzenie naiwne, lecz spojrzenie rozeznające rzeczywistość.

Aby wyostrzyć nasze rozeznawanie dotyczące zsekularyzowanego świata, zainspirujmy się tym, co napisał św. Paweł VI w Adhortacji apostolskiej Evangelii nuntiandi, jeszcze dzisiaj w pełni aktualnej: dla niego sekularyzacja to „usiłowanie słuszne i prawowite, wcale nie sprzeczne z wiarą i religią” (Adhort. apost. Evangelii nuntiandi, 55), mające na celu odkrycie praw rzeczywistości i samego życia ludzkiego ustanowionych przez Stwórcę. W istocie, Bóg nie chce, abyśmy byli niewolnikami, ale dziećmi, nie chce za nas decydować, ani uciskać nas władzą sakralną, w świecie rządzonym przez prawa religijne. Nie, stworzył nas wolnymi i prosi, byśmy byli osobami dorosłymi, osobami odpowiedzialnymi w życiu i w społeczeństwie. Czym innym jest – jak rozróżniał to św. Paweł VI – sekularyzm, jako koncepcja życia, która całkowicie oddziela nas od więzi ze Stwórcą, tak że Bóg „staje się zbyteczny, a nawet przeszkadza” i powstają „nowe formy ateizmu”, przebiegłe i różnorodne: „cywilizacja konsumpcyjna, hedonizm podniesiony do rangi najwyższego dobra, wola władzy i panowanie, oraz dyskryminacje wszelkiego typu” (tamże). Tutaj naszym zadaniem jako Kościoła, zwłaszcza jako pasterzy Ludu Bożego, jako pasterzy, jako kobiet konsekrowanych i jako mężczyzn konsekrowanych, jako seminarzystów i jako pracowników duszpasterskich, jest umiejętność dokonywania tych rozróżnień, rozeznawania. Jeśli poddamy się spojrzeniu negatywnemu i będziemy osądzać w sposób powierzchowny, grozi nam wysyłanie niewłaściwego komunikatu, tak jakby za krytyką sekularyzacji kryła się nasza nostalgia za światem zsakralizowanym, za społeczeństwem minionych czasów, w którym Kościół i jego duszpasterze mieli więcej władzy i znaczenia społecznego. A taka perspektywa jest błędna.

Natomiast, jak zauważa pewien wielki badacz tych zagadnień, problemem sekularyzacji, dla nas chrześcijan, nie powinien oznaczać zmniejszenia znaczenia społecznego Kościoła czy utraty bogactw materialnych i przywilejów; wymaga on raczej od nas refleksji nad przemianami w społeczeństwie, które wpłynęły na sposób myślenia i organizowania życia przez osoby. Jeśli zastanowimy się nad tym aspektem, to zdamy sobie sprawę, że to nie wiara przeżywa kryzys, lecz pewne formy i tradycyjne sposoby, przy pomocy których ją głosimy. I dlatego sekularyzacja jest wyzwaniem dla naszej wyobraźni duszpasterskiej, jest „okazją do przebudowy życia duchowego w nowe formy, a także do nowych sposobów życia” (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). Zatem spojrzenie, które rozeznaje, ukazując nam trudności, jakie mamy w przekazywaniu radości wiary, jednocześnie pobudza nas do odnalezienia na nowo nowej pasji ewangelizacyjnej, do poszukiwania nowych języków, do zmiany niektórych priorytetów duszpasterskich, do przejścia do spraw zasadniczych.

Drodzy bracia i siostry, istnieje potrzeba głoszenia Ewangelii, aby dać dzisiejszym mężczyznom i kobietom radość wiary. Ale to głoszenie nie dokonuje się przede wszystkim słowami, lecz poprzez świadectwo przepełnione bezinteresowną miłością, tak jak czyni to Bóg wobec nas. Jest to głoszenie, które wymaga wcielenia w osobistym i eklezjalnym stylu życia, które może na nowo rozpalić pragnienie Pana, zaszczepić nadzieję, przekazać zaufanie i wiarygodność. I w związku z tym, pozwalam sobie – w duchu braterskim – zaproponować wam trzy wyzwania, które możecie realizować w modlitwie i posłudze duszpasterskiej.

Wyzwanie pierwsze: sprawić, by poznawano Jezusa. Na pustyniach duchowych naszych czasów, zrodzonych przez sekularyzm i obojętność, trzeba powrócić do pierwszego przepowiadania. Powtarzam: trzeba powrócić do pierwszego przepowiadania. Nie możemy zakładać, że będziemy przekazywać radość wiary, przedstawiając drugorzędne aspekty tym, którzy jeszcze nie przyjęli Pana w swoim życiu, lub powtarzając tylko pewne praktyki czy powielając formy duszpasterskie z przeszłości. Trzeba znaleźć nowe sposoby głoszenia istoty Ewangelii tym, którzy jeszcze nie spotkali Chrystusa. Wymaga to kreatywności duszpasterskiej, aby dotrzeć do ludzi tam, gdzie żyją, nie czekając, że oni przyjdą: tam, gdzie żyją, znajdując okazje do słuchania, dialogu i spotkania. Trzeba powracać do esencjalności, trzeba powracać do entuzjazmu Dziejów Apostolskich, do piękna odczucia, że jesteśmy dziś narzędziami owocności Ducha Świętego. Trzeba wrócić do Galilei. To jest spotkanie z Jezusem Zmartwychwstałym: wrócić do Galilei aby – pozwolę sobie na takie określenie – zacząć od nowa po porażce. Powrócić do Galilei. A każdy z nas ma swoją „Galileę”, to pierwsze przepowiadanie. Odzyskać to wspomnienie.

Aby głosić Ewangelię, trzeba być jednak także wiarygodnymi. A oto drugie wyzwanie: świadectwo. Ewangelię głosi się skutecznie, kiedy to samo życie przemawia, gdy ukazuje wolność, która wyzwala innych, współczucie, które nie wymaga niczego w zamian, owo miłosierdzie, które bez słów mówi o Chrystusie. Kościół w Kanadzie rozpoczął nowy etap, po tym jak został zraniony i wstrząśnięty złem popełnionym przez niektóre swoje dzieci. Myślę w szczególności o nadużyciach seksualnych popełnianych wobec małoletnich i osób bezbronnych, skandalach, które wymagają zdecydowanych działań i bezustannej walki. Chciałbym wraz z wami jeszcze raz prosić wszystkie ofiary o przebaczenie. Ból i wstyd, które odczuwamy, muszą stać się okazją do nawrócenia: nigdy więcej! I myśląc o drodze uzdrowienia i pojednania z naszymi braćmi i siostrami z ludów rdzennych, niech nigdy więcej wspólnota chrześcijańska nie pozwoli się skazić ideą, że istnieje wyższość jednej kultury nad innymi, i że wolno wobec drugich stosować środki przymusu. Odzyskajmy misyjny zapał waszego pierwszego biskupa, świętego Franciszka de Laval, który oburzał się na tych wszystkich, którzy poniżali tubylców, upajając ich, aby ich oszukać. Nie pozwólmy, aby jakakolwiek ideologia wykluczała i mieszała style i formy życia naszych ludów, próbując je pokonywać i zdominować. Niech nowe zdobycze ludzkości zostaną zasymilowane w ich kulturowej tożsamości za pomocą kluczy kultury.

Ale żeby przezwyciężyć tę kulturę wykluczenia, trzeba być tymi, którzy zaczną: jako pasterze, którzy nie czują się ważniejsi od braci i sióstr z Ludu Bożego; aby osoby konsekrowane przeżywały we wspólnocie braterstwo i wolność w posłuszeństwie; aby seminarzyści byli gotowi do bycia uległymi i dyspozycyjnymi sługami, oraz aby pracownicy duszpasterscy nie traktowali swojej służby jako władzy. Zaczyna się od tego. Jesteście bohaterami i budowniczymi innego Kościoła: pokornego, łagodnego, miłosiernego, Kościoła, który towarzyszy procesom, który zdecydowanie i spokojnie pracuje nad inkulturacją, który docenia każdego i każdą różnorodność kulturową i religijną. Dawajmy temu świadectwo!

Wreszcie trzecie wyzwanie: braterstwo. Pierwsze, poznawanie Jezusa; drugie, świadectwo; trzecie, braterstwo. Kościół będzie tym bardziej wiarygodnym świadkiem Ewangelii, im bardziej jego członkowie będą żyli komunią, tworząc szanse i przestrzenie, aby każdy kto zbliża się do wiary znalazł wspólnotę gościnną, umiejącą słuchać, umiejącą podejmować dialog, krzewiącą dobrą jakość relacji. Oto, co wasz święty biskup powiedział do misjonarzy: „Często gorzkie słowo, niecierpliwość, odrzucająca twarz, zniszczą w jednej chwili to, co było budowane przez długi czas” (Istruzioni ai missionari, 1668).

Chodzi o życie wspólnoty chrześcijańskiej, która w ten sposób staje się szkołą człowieczeństwa, w której można nauczyć się miłowania nawzajem jako bracia i siostry, chętni do współpracy na rzecz dobra wspólnego. W sercu głoszenia ewangelicznego jest bowiem miłość Boga, która przemienia i czyni nas zdolnymi do komunii ze wszystkimi i do służby wszystkim. Pewien teolog tej ziemi napisał: „Miłość, którą obdarza nas Bóg, rozlewa się miłością… Jest to miłość, która każe Dobremu Samarytaninowi zatrzymać się i zaopiekować wędrowcem napadniętym przez zbójców. Jest to miłość, która nie ma granic, która szuka królestwa Bożego... a to królestwo jest powszechne” (B. Lonergan, "The Future of Christianity", w: A Second Collection: Papers by Bernard F.J. Lonergan S.J., Londyn 1974, 154). Kościół jest powołany do ucieleśniania tej miłości bez granic, do budowania tego marzenia, które Bóg żywi wobec ludzkości: aby wszyscy byli braćmi. Zadajmy sobie pytanie: jak wygląda braterstwo między nami? Biskupi między sobą i z kapłanami, kapłani między sobą i z Ludem Bożym: czy jesteśmy braćmi, czy konkurentami podzielonymi na partie? A jak wyglądają nasze relacje z tymi, którzy nie są „z naszych”, z tymi, którzy nie wierzą, z tymi, którzy mają inne tradycje i obyczaje? Droga jest taka: promowanie relacji braterskich ze wszystkimi, z naszymi braćmi i siostrami z ludów rdzennych, z każdą siostrą i bratem, których spotykamy, ponieważ w twarzy każdego z nich odbija się obecność Boga.

To, drodzy bracia i siostry, tylko kilka wyzwań. Nie zapominajmy, że możemy je realizować jedynie w mocy Ducha Świętego, którego zawsze musimy przywoływać w modlitwie. Z drugiej strony nie pozwólmy, aby wstąpił w nas duch sekularyzmu, myśląc, że możemy tworzyć projekty, które działają same z siebie i wyłącznie dzięki ludzkim siłom, bez Boga. To jest bałwochwalstwo, to bałwochwalstwo projektów bez Boga. I pamiętajcie, nie zamykajmy się w „nostalgii za przeszłością”, lecz idźmy naprzód, z radością!

Wprowadźmy w życie te słowa, które kierujemy do świętego Franciszka de Laval:

Byłeś człowiekiem dzielenia się, odwiedzając chorych,

ubierając ubogich, walcząc o godność rdzennych ludów,

wspierając wyczerpanych misjonarzy, zawsze gotowym do udzielenia pomocy tym, którzy czuli się gorzej niż ty.

Ileż razy twoje plany były unicestwiane!

Za każdym razem je odbudowywałeś.

Zrozumiałeś, że dzieło Boże nie jest z kamienia,

i że w tej krainie zniechęcenia

trzeba budowniczego nadziei.

Dziękuję za wszystko, co czynicie i błogosławię Was z całego serca. I proszę, nadal módlcie się za mnie.

[01130-PL.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua araba

الزيارة الرسوليّة إلى كندا

كلمة قداسة البابا فرنسيس

في صلاة الغروب مع الأساقفة والكهنة والشّمامسة والمكرّسين والإكليركيّين والعاملين الرّعويّين

في بازيليكا سيّدة كيبك

الخميس 28 تموز/يوليو 2022

الإخوة الأعزاء الأساقفة، والكهنة والشّمامسة والمكرّسون والمكرّسات والإكليركيّون والعاملون الرعويّون، مساء الخير.

أشكّر المونسنيور بواسون (Poisson) لكلمات الترحيب التي وجّهها إليّ، وأحيّيكم جميعًا، وخصّوصًا الذين توجب عليهم أن يقطعوا مسافات بعيدة ليصلوا إلى هنا: المسافات في بلدكم فعلًا كبيرة. ولهذا، شكرًا. يسرّني أن ألتقي بكم.

لقاؤنا هنا، له معنى ومغزى، في بازيليكا سيّدة كيبك، كاتدرائيّة هذه الكنيسة الخاصّة، والمقر الأسقفي الأوّل في كندا. هنا أوّل أسقف، القدّيس فرانسوا دي لافال، افتتح المدرسة الإكليريكيّة في سنة 1663، واهتّم طيلة خدمته الأسقفيّة بتنشئة الكهنة. القراءة القصيرة التي استمعنا إليها تكلّمت عن الشّيوخ، أي الكهنة. قال لنا القدّيس بطرس: "ارعوا قطيع الله الذي وكل إليكم واحرسوه طوعًا لا كُرهًا" (1 بطرس 5، 2). بينما نجتمع هنا كشعب الله، لنتذكّر أنّ يسوع هو راعي حياتنا، الذي يعتني بنا لأنّه يحبّنا حقًا. نحن، رعاة الكنيسة، مدعوّون إلى هذا الجود نفسه في رعاية القطيع، حتى تظهر عناية يسوع للجميع ورأفته بجراح كلّ واحد منا.

لأنّنا بالتّحديد علامة للمسيح، يحثُّنا الرّسول بطرس: ارعَوْا القطيع، أرشدوه، لا تدَعُوه يضيع بينما تقومون بأشغالكم. اعتنوا به بتفانٍ وحنان. ويضيف: افعلوا ذلك ”طوعًا“، لا كُرهًا: لا كواجب، لا كمؤمنين يتقاضون راتبًا، أو كموظفين للمقدّسات، ولكن بقلب رعاة، بحماس. إن نظرنا إليه، هو الراعي الصّالح، قبل أن ننظر إلى أنفسنا، اكتشفنا أنّه يحرسنا بحنان، وشعرنا بقرب الله. ومن هنا يأتي فرح الخدمة، وقبل ذلك فرح الإيمان: ليس من رؤيتنا لما نقدر القيام به، بل لأنّنا نعرف أنّ الله قريب، وأنّه أحبّنا أوّلًا وهو يرافقنا كلّ يوم.

أيّها الإخوة والأخوات، هذا هو فرحنا: ليس فرحًا سهلًا، مثل الذي يقدّمه لنا العالم أحيانًا فيخدعنا بمثل ألعاب ناريّة اصطناعيّة. ولا هو مرتبط بالمال والتأمينات المختلفة، ولا مرتبط أيضًا بالقناعة أنّ كلّ شيء في الحياة سيكون على ما يرام، بدون صلبان ومشاكل. الفرح المسيحيّ ينغرس في خبرة سلام يبقى في القلب حتى عندما نتعرّض للشدائد والضّيقات، لأنّنا نعلَم أنّنا لسنا وحدنا، بل يرافقنا الله، وهو مهتّم بمصيرنا، كما عندما يكون البحر هائجًا، تكون العاصفة على السّطح، وفي الأعماق هدوء وسلام. هذا هو الفرح المسيحيّ: هبة مجانيّة، ونعرف يقينًا أنّنا محبوبون، يساندنا المسيح ويعانقنا في كلّ مواقف الحياة. لأنّه هو الذي يحرّرنا من الأنانيّة والخطيئة، ومن حزن الوَحدة، ومن الفراغ الداخليّ والخوف، ويمنحنا نظرة جديدة على الحياة والتاريخ: "مع يسوع المسيح، يولد الفرح ويولد من جديد دائمًا" (الإرشاد الرسولي، فرح الإنجيل، 1).

مع هذا، يمكننا أن نسأل أنفسنا: ما هو حال فرحنا؟ ما هو حال فرحي؟ وهل تعبّر كنيستنا عن فرح الإنجيل؟ وهل في جماعاتنا إيمان يجتذب بالفرح الذي يمنحه؟

إن أردنا أن نواجه هذه الأسئلة في جذورها، لا يسعنا إلّا أن نفكّر فيما يهدِّد، في واقع عصرنا، فرح الإيمان، بل يمكن أن بحجبه، ويعرِّض التجربة المسيحية لمحنة كبيرة. أفكِّر فورًا في العلمنة، التي غيّرت منذ زمن طويل أسلوب الحياة لنساء ورجال اليوم، وتركت الله في خلفية الحياة، بل يبدو أنّه اختفى من الأفق، ولم تعد كلمته هي البوصلة التي توجّه الحياة، في الاختيارات الأساسيّة، والعلاقات الإنسانيّة والاجتماعيّة. ومع ذلك، يجب أن نوضّح على الفور: عندما ننظر إلى الثقافة التي نحن غارقون فيها، وإلى لغاتها ورموزها، يجب أن نكون حريصين حتى لا نظلّ أسرى التشاؤم والاستياء، فنسمح لأنفسنا بالذهاب إلى الأحكام السلبيّة أو إلى حنين إلى الماضي لا يفيد. يمكن في الواقع أن ننظر إلى العالم الذي نعيش فيه بنظرتَين: الأولى يمكن أن أسمّيها ”النظرة السلبيّة“، والثانية ”النظرة التي تميِّز“.

الأولى، النظرة السلبيّة، تنشأ في المؤمن من إيمان، إذا شعر بالهجوم، ظنَّ أنّ الإيمان ”دِرعٌ“ للدفاع عن نفسه من العالم. فيشكو الواقع وبمرارة ويقول: ”العالم رديء، والخطيئة تسود“، وبالتالي يوشك أن يرتدي بمثل ”روح صليبيّة“. لنحذر هذا الموقف، لأنّه ليس موقفًا مسيحيًّا. ليست هذه طريقة الله. يقول لنا الإنجيل إنّه "أحب العالم حتى إنّه جاد بابنه الوحيد لكي لا يهلك كلّ من يؤمن به بل تكون له الحياة الأبديّة" (يوحنّا 3، 16). الله يكره روح العالم، لكنّه ينظر إلى العالم برفق. إنّه يبارك حياتنا، ويرانا ويرى واقعنا أمرًا حسَنًا، ويتجسّد في مواقف التاريخ لا للحكم عليها، بل ليغرس ويُنمِيَ بذرة الملكوت حيث يبدو أنّ الظلام ينتصر. إذا توقّفنا عند النظرة السلبيّة، سينتهي بنا الأمر إلى إنكار سرّ التجسّد، لأنّنا سنهرب من الواقع، بدلًا من أن نتجسّد فيه. سننغلق على أنفسنا، ونبكي خسائرنا، وسنشتكي باستمرار، ونقع في الحزن والتشاؤم: الحزن والتشاؤم ليسا من الله. بدل ذلك نحن مدعوّون إلى أن ننظر بنظرة شبيهة بنظرة الله، تميِّز الخير، وتصِرُّ على طلبه ورؤيته وتغذيته. ليست نظرة ساذجة، بل هي نظرة تميِّز الواقع.

لتحسين فهمنا للعالم العلمانيّ، لنستلهم بما كتبه القدّيس بولس السّادس: بالنسبة له، العلمنة هي "جهد في حدّ ذاته صوابي وشرعي، ولا يتعارض في أي حال من الأحوال مع الإيمان أو الدين" (الإرشاد الرسولي،Evangelii nuntiandi ، 55). هي جهد لاكتشاف قوانين واقع الحياة البشريّة نفسها التي وضعها الخالق. في الواقع، الله لا يريدنا عبيدًا، بل أبناء، لا يريد أن يقرّر نيابة عنا، ولا أن يستبد بنا بسلطان مقدّس في عالم تحكمه القوانين الدينيّة. لا، خلقنا أحرارًا ويطلب منّا أن نكون بالغين، أشخاصًا مسؤولين في الحياة وفي المجتمع. ثم يوضِّح القدّيس بولس السّادس ويقول إنّ العلمانيّة شيء آخر. إنّها مفهوم حياة منفصلة تمامًا عن الارتباط بالخالق، حيث يصير الله لنا "غير ضروري ومتعِبًا"ـ ثمّ تولد "أشكال جديدة من الإلحاد"، خفية ومتنوعة: "حضارة الاستهلاك، ومذهب المتعة يُعتَبَر القيمة العليا، وإرادة السّلطة والسّيطرة، والتفرقة بجميع أنواعها" (المرجع نفسه). والآن، بكوننا كنيسة، وأوّلًا، بكوننا رعاة لشعب الله ومكرّسين ومكرّسات وأكليركيّين وعاملين رعويّين، علينا أن نعرف كيف نميِّز بين هذه المفاهيم. إن استسلمنا للنظرة السلبيّة وحكمنا بصورة سطحيّة، فقد نوصِّل الرسالة الخاطئة، كما لو كان لدينا، وراء نقد العلمنة، حنين إلى عالم خاضع للمقدّسات، وإلى مجتمع أزمنة ماضيّة، كان للكنيسة فيه ولخدامها سلطة وأهميّة اجتماعية أكبر. وهذا موقف خاطئ.

بدلًا من ذلك، كما يلاحظ باحث كبير في هذه القضايا، يجب ألّا تكون مشكلة العلمنة، بالنسبة لنا نحن المسيحيّين، هي النقص في أهميّة الكنيسة الاجتماعيّة، أو فقدان ثروات مادية وامتيازات. بل تحمِلُنا بالأحرى على التفكير في تغييرات المجتمع التي أثّرت على طريقة تفكّير الناس وتنظيم حياتهم. إذا ركّزنا على هذا الجانب، فإنّنا ندرك أنّه ليس الإيمان في أزمة، لكن بعض الأشكال والطرق التي نبشّر بها بالإيمان. وبالتالي، فإنّ العلمنة هي تحدٍّ لخيالنا الرعويّ، هي "مناسبة لإعادة بناء الحياة الرّوحيّة في صور جديدة وطرق جديدة للحياة" (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). وهكذا فإنّ النظرة التي تميِّز، تبيِّن لنا الصّعوبات التي نواجّهها في نقل فرح الإيمان، وتحفزنا في الوقت نفسه على إعادة اكتشاف شغف جديد بالبشارة، والبحث عن لغات جديدة، وتغيير بعض الأولويّات الرّعويّة، والذهاب إلى الأساسيّات.

وهكذا، أيّها الإخوة والأخوات الأعزّاء، هناك حاجة للبشارة بالإنجيل لكي نمنح فرح الإيمان لرجال ونساء اليوم. لكن هذه البشارة لا تتّم فقط بالكلام، بل بشهادة تفيض بالحبّ المجانيّ، كما يعمل الله معنا. إنّها بشارة تطلب أن نتجسّد في نمط حياة شخصيّ وكنسيّ يمكن أن يُضرِم من جديد الرّغبة في الرّبّ، ويغرس الأمّل، وينقل الثّقة والمصداقيّة. ولهذا أسمح لنفسي، بروح أخويّة، أن أقترح عليكم ثلاثة تحديّات، يمكن أن تحملوها في الصّلاة وفي الخدمة الرّعويّة.

التحدي الأوّل: التعريف بيسوع. في صحاري زماننا الرّوحيّة، الناتجة عن العلمانيّة واللامبالاة، من الضّروريّ الرّجوع إلى البشارة الأولى. أكرّر ذلك: من الضّروريّ الرّجوع إلى البشارة الأولى. لا يمكن أن ندَّعي نقلَ فرح الإيمان بتقدّيم جوانب ثانويّة إلى الذين لم يعانقوا الرّبّ يسوع بعد في حياتهم، أو فقط بتكرار بعض الممارسات أو بتكرار طرق رعويّة من الماضيّ. من الضّروريّ إيجاد طرق جديدة للبشارة بقلب الإنجيل لكلّ الذين لم يلتقوا مع المسيح بعد. وهذا يفترض إبداعًا رعويًّا للوصول إلى الناس حيث يعيشون، لا أن ننتظر مجيئهم، ولإيجاد فرص للإصغاء والحوار واللقاء. يجب العودة إلى الجوهر وإلى حماس أعمال الرّسل، وإلى جمال الشّعور بأنّنا أدوات لخصوبة عمل الرّوح اليوم. يجب العودة إلى الجليل. إنّه موعد اللقاء مع يسوع القائم من الموت: أن نعود إلى الجليل - اسمحوا لي بالتعبير – أن نبدأ من جديد بعد الفشل. أن نعود إلى الجليل. ولكلّ منّا ”جليل“ خاص به، تلك البشارة الأولى. لنستعِدْ هذه الذاكرة.

لكن، للبشارة بالإنجيل، يجب أيضًا أن نكون صادقين. وهذا هو التّحدي الثاني: الشّهادة. تكون البشارة بالإنجيل فاعلة، عندما تكون الحياة هي التي تتكلّم، والتي تكشف عن الحرّيّة التي تحرّر الآخرين، وهي الشّفقة التي لا تطلب شيئًا في المقابل، والرّحمة التي تتكلّم عن المسيح بدون كلمات. الكنيسة في كندا بدأت مسارًا جديدًا، بعد أن جُرِحَت وذُهِلَت بسبّب الشّرّ الذي ارتكبه بعض من أبنائها. أفكِّر بصورة خاصّة في الاعتداءات الجنسيّة على القاصرين والأشخاص المستضعفين، وفي الشكوك التي تقتضي إجراءات شديدة ومعركة لا رجعة فيها. أودّ معكم أن أطلب الصّفح من جميع الضّحايا. يجب أن يصبح الألم والخجل الذي نشعر به مناسبة للتوبة: يجب ألّا يتكرّر ذلك! وبالنظر إلى مسار الشّفاء والمصالحة مع الإخوة والأخوات من السّكان الأصليّين، يجب ألّا تسمح الجماعة المسيحيّة بعد اليوم أن تتلوَّثَ بفكرة تفوُّق ثقافة على ثقافة أخرى، وأنّه يجوز استخدام وسائل الإكراه مع الغير. لنستعِدْ حماس الرسالة لأسقفكم الأوّل، القدّيس فرانسوا دي لافال، الذي هاجم كلّ الذين كانوا يحُطُّون من قدر السّكان الأصليّين بحملهم على تناول مشروبات تؤذيهم. نحن لا نسمح لأيّة أيديولوجيّة أن تستعبد وتخلط بين أنماط وطرق حياة شعوبنا، لمحاولة إخضاعها والسيطرة عليها.

لكن من أجل هزيمة ثقافة الإقصاء هذه، يجب أن نبدأ نحن الرّعاة، فلا نشعر بأنّنا أعلى من إخوتنا وأخواتنا في شعب الله، والمكرّسون أن يعيشوا الأخوّة والحريّة في الطاعة في الجماعة، والإكليركيّون أن يكونوا على استعداد ليكونوا خدامًا مطيعين ومستعدّين، والعاملون الرعويّون، يجب ألّا يروا في خدمتهم سلطة. من هنا نبدأ. أنتم أشخاص وبناة كنيسة متنوعة: متواضعة، ووديعة، ورحيمة، كنيسة ترافق كلّ الإجراءات، وتعمل بحزم وهدوء على الانثقاف، وتقدّر كلّ واحد وكلّ تنوّع ثقافيّ ودينيّ. لنقدِّمْ هذه الشهادة!

وأخيرًا التّحدي الثالث: الأخُوّة. الأوّل التعريف بيسوع؛ الثاني الشّهادة؛ الثالث الأخوّة. ستكون الكنيسة شاهدًا صادقًا للإنجيل، كلّما ازداد أعضاؤها في حياة الشّركة، فتخلق مناسبات ومساحات لكلّ من يقترب من الإيمان ليجد جماعة مضيافة تعرف أن تستمع وتعرف أن تدخل في حوار، وبهذا تتحسن نوعيّة العلاقات بين الناس. هكذا كان يقول أسقفكم القدّيس للمرسلين: "كلمة مُرّة، نفاد صبر، وجه عابس، قد يدمِّر في لحظةٍ، ما تمَّ بناؤه في مدّة طويلة" (تعليمات للمرسلين، 1668).

إنّها مسألة عيش جماعة مسيحيّة، تصير مدرسة إنسانيّة، حيث يتعلّم المؤمنون أن يحبّوا بعضهم بعضًا كإخوة وأخوات، وهم على استعداد للعمل معًا من أجل الخير العام. في قلب الشّارة الإنجيليّة، في الواقع، توجد محبّة الله، التي تبدِّل وتجعل المؤمن قادرًا على الشّركة مع الجميع، وعلى خدمة الجميع. كتب أحد علماء اللاهوت في هذه الأرض: "إنّ الحبّ الذي يمنحنا إياه الله يفيض محبّة... إنّه الحبّ الذي يدفع السّامري الرّحيم إلى التوقّف والعناية بالمسافر الذي هاجمه اللصّوص. إنّه حبّ بلا حدود، يسعى إلى ملكوت الله... وهذا الملكوت عالمي" (B. Lonergan, “The Future of Christianity”, in A Second Collection: Papers by Bernard F.J. Lonergan S.J., London 1974, 154). الكنيسة مدعوّة إلى تجسيد هذا الحبّ بلا حدود، لبناء حُلم الله للبشريّة: أن يكونوا جميعًا إخوة. لنسأل أنفسنا: ما حال الأخُوّة بيننا؟ الأساقفة فيما بينهم ومع الكهنة، والكهنة فيما بينهم ومع شعب الله: هل نحن إخوة أم متنافسون منقسمون إلى أحزاب؟ وكيف هي علاقاتنا مع الذين ليسوا ”منَّا“، ومع الذين لا يؤمنون، ومع الذين لهم تقاليد وعوائد مختلفة؟ هذه هي الطّريق: تعزيز علاقات الأخُوّة مع الجميع، مع الإخوة والأخوات من السّكان الأصليّين، مع كلّ أخت وأخ نلتقيه، لأنّ حضور الله ينعكس في وجه كلّ واحد.

أيّها الإخوة والأخوات الأعزّاء، هذه فقط بعض التحديّات القليلة. ولا ننسَ أنّنا لا نستطيع أن نواجّهها إلّا بقوّة الرّوح، الذي يجب أن نبتهل إليه دائمًا في الصّلاة. ولا نسمح لروح العلمانيّة بالدخول فينا، معتقدين أنّه يمكننا إنشاء مشاريع تعمل وحدها، وبالقوّة البشريّة فقط، بدون الله. ورجاءً، لا ننغلق على أنفسنا في ”الرجوع إلى الوراء“، بل لنمضِ قُدُمًا فرِحين!

ولنعمل بروح هذه الكلمات التي نوجِّهُها إلى القدّيس فرانسوا دي لافال:

كنتَ رجلَ المشاركة، وزُرْتَ المرضى،

ألبَسْتَ الفقراء، وناضلْتَ من أجل كرامة السّكان الأصليّين،

وساندْتَ المبشِّرين المـُنهَكِين،

كنتَ دائمًا على استعداد لتمُدَّ يدك الى من هو أسوأ حالًا منك.

كم مرّة أُحبِطَتْ مشاريعك!

وفي كلّ مرّة بدأت بها من جديد.

فهمْتَ أنّ عمل الله ليس عملًا من حجر

وأنّه، في أرض الإحباط هذه،

كانت هناك حاجةٌ إلى من يَبنِي الأمّل.

أشكّركم على كلّ ما تعملون وأباركّكم من كلّ قلبي. ومن فضلكم، استمِرّوا بالصّلاة من أجلي.

[01130-AR.02] [Testo originale: Spagnolo]

[B0563-XX.02]