Sala Stampa

www.vatican.va

Sala Stampa Back Top Print Pdf
Sala Stampa


Viaggio Apostolico di Sua Santità Francesco in Canada – Santa Messa nel Commonwealth Stadium, 26.07.2022


Santa Messa nel Commonwealth Stadium di Edmonton

Omelia del Santo Padre

Traduzione in lingua italiana

Traduzione in lingua francese

Traduzione in lingua inglese

Traduzione in lingua tedesca

Traduzione in lingua portoghese

Traduzione in lingua polacca

Traduzione in lingua araba

Questa mattina, lasciato il St. Joseph Seminary, il Santo Padre Francesco si è recato in auto al Commonwealth Stadium di Edmonton.

Al Suo arrivo, il Papa ha compiuto alcuni giri in papamobile tra i fedeli anche nell’adiacente Clarke Stadium e alle ore 10.15 (18.15 ora di Roma) ha presieduto la Celebrazione Eucaristica nella Festa dei Santi Gioacchino ed Anna, genitori della Beata Vergine Maria, alla presenza di circa 50.000 fedeli.

Dopo la proclamazione del Vangelo, il Santo Padre ha pronunciato l’omelia.

Al termine della Santa Messa, l’Arcivescovo di Edmonton, S.E. Mons. Richard William Smith, ha rivolto un indirizzo di saluto e di ringraziamento al Santo Padre. Quindi Papa Francesco è rientrato in auto al St. Joseph Seminary.

Pubblichiamo di seguito l’omelia che il Papa ha pronunciato nel corso della Santa Messa:

Omelia del Santo Padre

Hoy es la fiesta de los abuelos de Jesús; el Señor ha querido que nos reuniéramos en gran número precisamente en esta ocasión tan querida para ustedes, como para mí. En la casa de Joaquín y Ana, el pequeño Jesús conoció a sus mayores y experimentó la cercanía, la ternura y la sabiduría de sus abuelos. Pensemos también en nuestros abuelos y reflexionemos sobre dos aspectos importantes.

El primero. Somos hijos de una historia que hay que custodiar. No somos individuos aislados, no somos islas, nadie viene al mundo desconectado de los demás. Nuestras raíces, el amor que nos esperaba y que recibimos cuando vinimos al mundo, los ambientes familiares en los que crecimos, forman parte de una historia única que nos ha precedido y nos ha generado. No la elegimos nosotros, sino que la recibimos como un regalo; y es un regalo que estamos llamados a custodiar. Porque, como nos lo ha recordado el libro del Eclesiástico, somos «la descendencia» de los que nos han precedido, somos su «rica herencia» (Si 44,11). Una herencia que, más allá de las proezas o de la autoridad de unos, de la inteligencia o de la creatividad de otros en el canto o en la poesía, tiene su centro en la justicia, en ser fieles a Dios y a su voluntad. Y eso es lo que nos han transmitido. Para aceptar de verdad lo que somos y cuánto valemos, tenemos que hacernos cargo, de aquellos de quienes descendemos, aquellos que no pensaron sólo en sí mismos, sino que nos transmitieron el tesoro de la vida. Estamos aquí gracias a nuestros padres, pero también gracias a nuestros abuelos, que nos hicieron experimentar que somos bienvenidos en el mundo. A menudo fueron ellos los que nos amaron sin reservas y sin esperar nada de nosotros; nos tomaron de la mano cuando teníamos miedo, nos tranquilizaron en la oscuridad de la noche, nos alentaron cuando a plena luz del día tuvimos que decidir sobre nuestra vida. Gracias a nuestros abuelos recibimos una caricia de parte de la historia; aprendimos que la bondad, la ternura y la sabiduría son raíces firmes de la humanidad. Muchos de nosotros hemos respirado en la casa de los abuelos la fragancia del Evangelio, la fuerza de una fe que tiene sabor de hogar. Gracias a ellos descubrimos una fe familiar, una fe doméstica; sí, es así, porque la fe se comunica esencialmente así, se comunica “en lengua materna”, se comunica en dialecto, se comunica a través del afecto y el estímulo, el cuidado y la cercanía.

Esta es nuestra historia que hay que custodiar, la historia de la que somos herederos; somos hijos porque somos nietos. Los abuelos imprimieron en nosotros el sello original de su forma de ser, dándonos dignidad, confianza en nosotros mismos y en los demás. Ellos nos transmitieron algo que dentro de nosotros nunca podrá ser borrado y, al mismo tiempo, nos han permitido ser personas únicas, originales, libres. Precisamente de nuestros abuelos aprendimos que el amor jamás es una imposición, nunca despoja al otro de su libertad interior. De esta manera, Joaquín y Ana amaron a María y amaron a Jesús; y así es cómo María amó a Jesús, con un amor que nunca lo asfixió ni lo retuvo, sino que lo acompañó a abrazar la misión para la que había venido al mundo. Tratemos de aprender esto como individuos y como Iglesia: no oprimir nunca la conciencia de los demás, no encadenar jamás la libertad de los que tenemos cerca y, sobre todo, no dejar nunca de amar y respetar a las personas que nos precedieron y nos han sido confiadas, tesoros preciosos que custodian una historia más grande que ellos mismos.

Custodiar la historia que nos ha generado —nos dice el Libro del Eclesiástico— significa no empañar “la gloria” de nuestros antepasados, no perder su recuerdo, no olvidarnos de la historia que dio a luz nuestra vida, acordarnos siempre de aquellas manos que nos acariciaron y nos tuvieron en sus brazos. Porque es en esta fuente donde encontramos consuelo en los momentos de desánimo, luz en el discernimiento, valor para afrontar los desafíos de la vida. Pero también custodiar la historia que nos ha generado significa volver siempre a esa escuela donde aprendimos y vivimos el amor. Ante las decisiones que tenemos que tomar hoy, significa preguntarnos qué harían los mayores más sabios que hemos conocido si estuvieran en nuestro lugar, qué nos aconsejan o nos aconsejarían nuestros abuelos y bisabuelos.

Queridos hermanos y hermanas, preguntémonos, entonces, ¿somos hijos y nietos que sabemos custodiar la riqueza que hemos recibido? ¿Recordamos las buenas enseñanzas que hemos heredado? ¿Hablamos con nuestros mayores, nos tomamos el tiempo para escucharlos? En nuestras casas, cada vez más equipadas, cada vez más modernas y funcionales, ¿sabemos cómo habilitar un espacio digno para conservar sus recuerdos, un lugar especial, un pequeño santuario familiar que, a través de imágenes y objetos amados, nos permita también elevar nuestros pensamientos y oraciones a quienes nos han precedido? ¿Hemos conservado la Biblia o el rosario de nuestros antepasados? Rezar por ellos y en unión con ellos, dedicar tiempo a recordarlos, conservar su legado. En la niebla del olvido que asalta nuestros tiempos vertiginosos, hermanos y hermanas, es necesario cuidar las raíces, y así es cómo crece el árbol, así se construye el futuro. Reflexionamos ahora sobre un segundo aspecto: además de ser hijos de una historia que hay que custodiar, somos artesanos de una historia que hay que construir. Cada uno de nosotros puede reconocer lo que es, con sus luces y sus sombras, según el amor que ha recibido o le ha faltado. El misterio de la vida humana es este: todos somos hijos de alguien, fuimos generados y formados por alguien, pero cuando nos hacemos adultos, estamos también llamados a generar, a ser padres, madres y abuelos de alguien más. Así, pues, viendo a la persona en que nos hemos convertido, ¿qué queremos de nosotros mismos? Los abuelos de los que procedemos, los mayores que soñaron, esperaron y se sacrificaron por nosotros, nos plantean una pregunta fundamental: ¿qué tipo de sociedad queremos construir? Hemos recibido tanto de manos de los que nos han precedido, ¿qué queremos dejar en herencia a nuestra posteridad? ¿Una fe viva o una fe al “agua de rosas”, una sociedad basada en el beneficio individual o basada en la fraternidad, un mundo en paz o un mundo en guerra, una creación devastada o un hogar todavía acogedor?

Y no olvidemos que este movimiento da vida, pues va desde las raíces hasta las ramas, las hojas y las flores y los frutos del árbol. La verdadera tradición se expresa en esta dimensión vertical: de abajo para arriba. Tengamos cuidado de no caer en la caricatura de la tradición, que no se mueve en una línea vertical —de las raíces al fruto— sino en una línea horizontal —adelante-atrás— que nos lleva a la cultura del “retroceso” como refugio egoísta; y que no hace más que encasillar el presente y preservarlo en la lógica del “siempre se hizo así”.

En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús dice a los discípulos que son dichosos porque pueden ver y oír lo que tantos profetas y justos desearon ver y oír (cf. Mt 13,16-17). Efectivamente, muchos creyeron en la promesa de Dios de la venida del Mesías, le prepararon el camino, anunciaron su llegada. Sin embargo, ahora que el Mesías ha llegado, los que pueden verlo y oírlo están llamados a acogerlo y a anunciarlo.

Hermanos y hermanas, esto también vale para nosotros. Nuestros predecesores nos transmitieron una pasión, una fuerza y un anhelo, un fuego que nos corresponde reavivar; no se trata de custodiar cenizas, sino de reavivar el fuego que ellos encendieron. Nuestros abuelos y nuestros mayores deseaban ver un mundo más justo, más fraternal, más solidario, y lucharon por darnos un futuro. Ahora, nos toca a nosotros no decepcionarlos. Nos toca hacernos cargo de esta tradición que recibimos, porque la tradición es la fe viva de nuestros muertos. Por favor, no la convirtamos en tradicionalismo, que es la fe muerta de los vivientes, como dijo un pensador. Respaldados por ellos, por nuestros mayores, que son nuestras raíces, nos corresponde a nosotros dar fruto. Nosotros somos las ramas que deben florecer y producir nuevas semillas en la historia. Así pues, hagámonos una pregunta concreta. Ante la historia de la salvación a la que yo pertenezco y frente a quienes me han precedido y amado, ¿qué hago? Si tengo un papel único e insustituible en la historia, ¿qué huella estoy dejando en mi camino; qué estoy haciendo, qué estoy dejando a los que me siguen; qué estoy dando de mí? Muchas veces la vida se mide por el dinero que se gana, por la carrera que se realiza, por el éxito y la consideración que se recibe de los demás. Pero estos no son criterios generativos. La pregunta es: ¿estoy generando, estoy generando vida? ¿Estoy difundiendo en la historia un amor nuevo y renovado? ¿Anuncio el Evangelio allí donde vivo, sirvo a alguien gratuitamente, como hicieron conmigo los que me precedieron? ¿Qué estoy haciendo por mi Iglesia, por mi ciudad, por mi sociedad? Hermanas y hermanos, es fácil criticar, pero el Señor no quiere que seamos sólo críticos con el sistema, no quiere que seamos cerrados, no quiere que seamos “de los que retroceden”, de los que se echan atrás, como dijo el autor de la carta a los Hebreos (cf. Hb 10,39), sino nos quiere artesanos de una historia nueva, tejedores de esperanza, constructores de futuro, artífices de paz.

Que Joaquín y Ana intercedan por nosotros. Que nos ayuden a custodiar la historia que nos ha generado y a construir una historia generadora. Que nos recuerden la importancia espiritual de honrar a nuestros abuelos y mayores, de sacar provecho de su presencia para construir un futuro mejor. Un futuro en el que no se descarte a los mayores porque funcionalmente “no son necesarios”; un futuro que no juzgue el valor de las personas sólo por lo que producen; un futuro que no sea indiferente hacia quienes, ya adelante en la edad, necesitan más tiempo, escucha y atención; un futuro en el que no se repita la historia de violencia y marginación que sufren nuestros hermanos y hermanas indígenas. Es un futuro posible si, con la ayuda de Dios, no rompemos el vínculo con los que nos han precedido y alimentamos el diálogo con los que vendrán después de nosotros: jóvenes y mayores, abuelos y nietos, juntos. Vayamos adelante juntos, soñemos juntos. Y no olvidemos el consejo de Pablo a su discípulo Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela” (cf. 2 Tm 1,5).

[01126-ES.02] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua italiana

Oggi è la festa dei nonni di Gesù; il Signore ha voluto che ci incontrassimo così numerosi proprio in questa occasione tanto cara a voi, come a me. Nella casa di Gioacchino e Anna il piccolo Gesù ha conosciuto i suoi anziani e ha sperimentato la vicinanza, la tenerezza e la saggezza dei nonni. Pensiamo anche noi ai nostri nonni e riflettiamo su due aspetti importanti.

Il primo: siamo figli di una storia da custodire. Non siamo individui isolati, non siamo isole, nessuno viene al mondo slegato dagli altri. Le nostre radici, l’amore che ci ha atteso e che abbiamo ricevuto venendo al mondo, gli ambienti familiari in cui siamo cresciuti, fanno parte di una storia unica, che ci ha preceduti e generati. Non l’abbiamo scelta noi, ma ricevuta in dono; ed è un dono che siamo chiamati a custodire. Perché, come ci ha ricordato il Libro del Siracide, siamo «i posteri» di chi ci ha preceduto, siamo la loro «preziosa eredità» (Sir 44,11). Un’eredità che, al di là delle prodezze o dell’autorità di alcuni, dell’intelligenza o della creatività di altri nel canto o nella poesia, ha il suo centro nella giustizia, nell’essere fedeli a Dio e alla sua volontà. E questo ci hanno trasmesso. Per accogliere veramente chi siamo e quanto siamo preziosi, abbiamo bisogno di assumere in noi coloro da cui discendiamo, coloro che non hanno pensato solo a sé stessi, ma ci hanno trasmesso il tesoro della vita. Siamo qui grazie ai genitori, ma anche grazie ai nonni che ci hanno fatto sperimentare di essere benvenuti nel mondo. Sono stati spesso loro ad amarci senza riserve e senza attendere qualcosa da noi: loro ci hanno presi per mano quando avevamo paura, rassicurati nel buio della notte, incoraggiati quando alla luce del sole dovevamo affrontare le scelte della vita. Grazie ai nonni abbiamo ricevuto una carezza da parte della storia che ci ha preceduto: abbiamo imparato che il bene, la tenerezza e la saggezza sono radici salde dell’umanità. Nella casa dei nonni in tanti abbiamo respirato il profumo del Vangelo, la forza di una fede che ha il sapore di casa. Grazie a loro abbiamo scoperto una fede familiare, una fede domestica; sì, è così, perché la fede si comunica essenzialmente così, si comunica “in dialetto”, si comunica attraverso l’affetto e l’incoraggiamento, la cura e la vicinanza.

Questa è la nostra storia da custodire, la storia di cui siamo eredi: siamo figli perché siamo nipoti. I nonni hanno impresso in noi il timbro originale del loro modo di essere, dandoci dignità, fiducia in noi stessi e negli altri. Essi ci hanno trasmesso qualcosa che dentro di noi non potrà mai cancellarsi e, allo stesso tempo, ci hanno permesso di essere persone uniche, originali e libere. Così, proprio dai nonni abbiamo appreso che l’amore non è mai una costrizione, non priva mai l’altro della sua libertà interiore. Gioacchino e Anna hanno amato così Maria e hanno amato Gesù; e Maria ha amato così Gesù, con un amore che non lo ha mai soffocato né trattenuto, ma lo ha accompagnato ad abbracciare la missione per cui era venuto nel mondo. Cerchiamo di imparare questo come singoli e come Chiesa: mai opprimere la coscienza dell’altro, mai incatenare la libertà di chi ci sta di fronte e, soprattutto, mai mancare di amore e di rispetto per le persone che ci hanno preceduto e ci sono affidate, tesori preziosi che custodiscono una storia più grande di loro.

Custodire la storia che ci ha generato – ci dice ancora il Libro del Siracide – significa non offuscare “la gloria” degli antenati: non smarrirne la memoria, non dimenticarci della storia che ha partorito la nostra vita, ricordarci sempre di quelle mani che ci hanno accarezzato e tenuto in braccio, perché è a questa fonte che troviamo consolazione nei momenti di sconforto, luce nel discernimento, coraggio per affrontare le sfide della vita. Ma custodire la storia che ci ha generato significa anche tornare sempre a quella scuola, dove abbiamo appreso e vissuto l’amore. Significa, di fronte alle scelte da prendere oggi, domandarci che cosa farebbero al nostro posto gli anziani più saggi che abbiamo conosciuto, che cosa ci consigliano o ci consiglierebbero i nostri nonni e bisnonni.

Cari fratelli e sorelle, chiediamoci allora: siamo figli e nipoti che sanno custodire la ricchezza ricevuta? Facciamo memoria dei buoni insegnamenti ereditati? Parliamo con i nostri anziani, dedichiamo tempo per ascoltarli? E ancora, nelle nostre case, sempre più equipaggiate, moderne e funzionali, sappiamo ricavare uno spazio degno per conservare i loro ricordi, un luogo apposito, un piccolo sacrario familiare che, attraverso immagini e oggetti cari, ci permetta anche di elevare il pensiero e la preghiera a chi ci ha preceduto? Abbiamo conservato la Bibbia e il rosario dei nostri antenati? Pregare per loro e in unione con loro, dedicare tempo a fare memoria, custodire l’eredità: nella nebbia della dimenticanza che assale i nostri tempi vorticosi, fratelli e sorelle, è fondamentale prendersi cura delle radici. È così che cresce l’albero, è così che si costruisce il futuro.

Giungiamo così a riflettere su un secondo aspetto: oltre che figli di una storia da custodire siamo artigiani di una storia da costruire. Ciascuno può riconoscere di essere quel che è, con le sue luci e le sue ombre, a seconda dell’amore che ha ricevuto o che gli è mancato. Il mistero della vita umana è questo: siamo tutti figli di qualcuno, generati e plasmati da qualcuno, ma diventando adulti siamo anche chiamati a essere generativi, padri, madri e nonni di qualcun altro. E dunque, guardando alla persona che siamo oggi, che cosa vogliamo fare di noi stessi? I nonni da cui proveniamo, gli anziani che hanno sognato, sperato e si sono sacrificati per noi, ci rivolgono un interrogativo fondamentale: che società vogliamo costruire? Abbiamo ricevuto tanto dalle mani di chi ci ha preceduto: che cosa vogliamo lasciare in eredità ai nostri posteri? Una fede viva o “all’acqua di rose”, una società fondata sul profitto dei singoli o sulla fraternità, un mondo in pace o in guerra, un creato devastato o una casa ancora accogliente?

E non dimentichiamo che questo movimento che dà vita va dalle radici ai rami, alle foglie, ai fiori, ai frutti dell’albero. La vera tradizione si esprime in questa dimensione verticale: dal basso verso l’alto. Stiamo attenti a non cadere nella caricatura della tradizione, che non si muove in una linea verticale – dalle radici ai frutti – ma in una linea orizzontale – avanti/indietro – che ci porta alla cultura dell’ “indietrismo” come rifugio egoistico; e che non fa altro che incasellare il presente e conservarlo nella logica del “si è sempre fatto così”.

Nel Vangelo che abbiamo ascoltato, Gesù dice ai discepoli che sono beati perché possono vedere e ascoltare ciò che tanti profeti e giusti hanno soltanto potuto desiderare (cfr Mt 13,16-17). Molti, infatti avevano creduto nella promessa di Dio sulla venuta del Messia, avevano preparato la strada per Lui, e ne avevano annunciato l’arrivo. Ora che il Messia è giunto, però, quanti possono vederlo e ascoltarlo sono chiamati ad accoglierlo e annunciarlo.

Fratelli e sorelle, questo vale anche per noi. Coloro che ci hanno preceduto ci hanno trasmesso una passione, una forza e un anelito, un fuoco che tocca a noi ravvivare; non si tratta di custodire delle ceneri, ma di ravvivare il fuoco che essi hanno acceso. I nostri nonni e i nostri anziani hanno desiderato vedere un mondo più giusto, più fraterno, più solidale e hanno lottato per darci un futuro. Ora, tocca a noi non deluderli. Tocca a noi farci carico di questa tradizione che abbiamo ricevuto, perché la tradizione è la fede viva dei nostri morti. Per favore, non trasformiamola in tradizionalismo, che è la fede morta dei vivi, come ha detto un pensatore. Sostenuti da loro, dai nostri padri, che sono le nostre radici, tocca a noi portare frutto. Siamo noi i rami che devono fiorire e immettere semi nuovi nella storia. E allora, facciamoci una domanda concreta: di fronte alla storia di salvezza a cui appartengo e di fronte a chi mi ha preceduto e amato, io che cosa faccio? Ho un ruolo unico e insostituibile nella storia: che traccia sto lasciando dietro al mio cammino, che cosa sto facendo, cosa sto lasciando a chi mi segue, che cosa sto dando di me? Tante volte si misura la vita in base ai soldi che si guadagnano, alla carriera che si realizza, al successo e alla considerazione che si ricevono dagli altri. Ma questi non sono criteri generativi. La questione è: sto generando? Sto generando vita? Sto immettendo nella storia un amore nuovo e rinnovato? Sto annunciando il Vangelo dove mi trovo a vivere, sto servendo qualcuno gratuitamente, come chi mi ha preceduto ha fatto con me? Che cosa faccio per la mia Chiesa, per la mia città e la mia società? Fratelli e sorelle, è facile criticare, ma il Signore non ci vuole solo critici del sistema, non ci vuole chiusi, non vuole che siamo “indietristi”, di quelli che si tirano indietro, come dice l’autore della Lettera agli Ebrei (cfr 10,39), ma vuole che siamo artigiani di una storia nuova, tessitori di speranza, costruttori di futuro, operatori di pace.

Gioacchino e Anna intercedano per noi: ci aiutino a custodire la storia che ci ha generato e a costruire una storia generativa. Ci ricordino l’importanza spirituale di onorare i nostri nonni e i nostri anziani, di fare tesoro della loro presenza per costruire un avvenire migliore. Un avvenire dove gli anziani non vengono scartati perché funzionalmente “non servono più”; un avvenire che non giudichi il valore delle persone solo da quanto producono; un avvenire che non sia indifferente verso chi, ormai avanti con l’età, ha bisogno di più tempo, ascolto e attenzione; un avvenire in cui per nessuno si ripeta la storia di violenza ed emarginazione subita dai nostri fratelli e sorelle indigeni. È un avvenire possibile se, con l’aiuto di Dio, non spezziamo il legame con chi ci ha preceduto e alimentiamo il dialogo con chi verrà dopo di noi: giovani e anziani, nonni e nipoti, insieme. Andiamo avanti insieme, sogniamo insieme e non dimentichiamo il consiglio di Paolo al suo discepolo Timoteo: “Ricordati di tua madre e di tua nonna” (cfr 2 Tm 1,5).

[01126-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua francese

Aujourd’hui, c’est la fête des grands-parents de Jésus et le Seigneur a voulu que nous nous rencontrions si nombreux, précisément en cette occasion aussi chère à vous qu’à moi. Dans la maison de Joachim et Anne, le petit Jésus a connu ses ancêtres et a fait l’expérience de la proximité, de la tendresse et de la sagesse de ses grands-parents. Pensons aussi à nos grands-parents et réfléchissons à deux aspects importants.

Le premier: nous sommes les enfants d’une histoire à préserver. Nous ne sommes pas des individus isolés, nous ne sommes pas des îles, personne ne vient au monde séparé des autres. Nos racines, l’amour qui nous a attendus et que nous avons reçu en venant au monde, les milieux familiaux dans lesquels nous avons grandi, font partie d’une histoire unique qui nous a précédés et engendrés. Nous ne l’avons pas choisie, mais reçue comme don; et c’est un don que nous sommes appelés à préserver. Car, comme nous l’a rappelé le Livre du Siracide, nous sommes «la postérité» de ceux qui nous ont précédés, nous sommes leur «bel héritage» (Si 44, 11). Un héritage qui, au-delà des prouesses ou de l’autorité de certains, de l’intelligence ou de la créativité des autres dans le chant ou la poésie, a son centre dans la justice dans la fidélité à Dieu et à sa volonté. Et cela nous a été transmis. Pour accueillir vraiment qui nous sommes et à quel point nous sommes précieux, nous devons prendre en charge ceux dont nous descendons, ceux qui n’ont pas seulement pensé à eux-mêmes, mais qui nous ont transmis le trésor de la vie. Nous sommes ici grâce aux parents, mais aussi grâce aux grands-parents qui nous ont fait expérimenter d’être les bienvenus au monde. Ce sont eux qui souvent nous ont aimés sans réserve et sans rien attendre de nous: ils nous ont pris par la main lorsque nous avions peur, rassurés dans l’obscurité de la nuit, encouragés lorsqu’au soleil nous devions affronter les choix de la vie. Grâce aux grands-parents, nous avons reçu une caresse de l’histoire qui nous a précédés: nous avons appris que le bien, la tendresse et la sagesse sont des racines solides de l’humanité. Dans la maison des grands-parents, nous sommes nombreux à avoir respiré, en plus de tout cela, le parfum de l’Évangile, d’une foi qui a le goût de la maison. Grâce à eux, nous avons découvert une foi familiale, une foi domestique; oui, c’est ainsi, parce que la foi se communique essentiellement ainsi, elle se communique "en dialecte", elle se communique à travers l’affection et l’encouragement, le soin et la proximité.

Telle est notre histoire qu’il faut préserver, l’histoire dont nous sommes héritiers: nous sommes des enfants parce que nous sommes des petits-enfants. Les grands-parents ont imprimé en nous le cachet original de leur manière d’être, en nous donnant la dignité, la confiance en nous-mêmes et dans les autres. Ils nous ont transmis quelque chose qui ne pourra jamais s’effacer en nous et, en même temps, ils nous ont permis d’être des personnes uniques, originales, libres. Ainsi, avons-nous appris précisément des grands-parents que l’amour n’est jamais une contrainte, il ne prive jamais l’autre de sa liberté intérieure. C’est de cette manière que Joachim et Anne ont aimé Marie et ont aimé Jésus; et c’est de cette manière que Marie a aimé Jésus, avec un amour qui ne l’a jamais étouffé ni retenu, mais qui l’a accompagné pour embrasser la mission pour laquelle il était venu dans le monde. Essayons d’apprendre cela en tant qu’individus et en tant qu’Église: ne jamais opprimer la conscience de l’autre, ne jamais enchaîner la liberté de ceux que nous avons en face de nous et, surtout, ne jamais manquer d’amour et de respect pour les personnes qui nous sont confiées, ces trésors précieux qui conservent une histoire plus grande qu’eux.

Préserver l’histoire qui nous a engendrés – nous dit encore le Livre du Siracide – signifie ne pas obscurcir “la gloire” des ancêtres: ne pas en perdre la mémoire, ne pas oublier l’histoire qui a donné naissance à notre vie, nous rappeler toujours de ces mains qui nous ont caressés et tenus dans les bras, parce que c’est à cette source que nous trouvons une consolation dans les moments de découragement, une lumière dans le discernement, un courage pour affronter les défis de la vie. Mais préserver l’histoire qui nous a engendrés signifie aussi revenir toujours à cette école où nous avons appris et vécu l’amour. Cela signifie, face aux choix à faire aujourd’hui, nous demander ce que feraient à notre place les personnes âgées les plus sages que nous avons connues, ce que nos grands-parents et nos arrière-grands-parents nous conseillent ou nous conseilleraient.

Chers frères et sœurs, demandons-nous donc: sommes-nous des enfants et des petits-enfants qui savent garder la richesse reçue? Faisons-nous mémoire des bons enseignements hérités? Parlons-nous avec nos personnes âgées, prenons-nous le temps de les écouter? Et encore, dans nos maisons, toujours plus équipées, modernes et fonctionnelles, savons-nous créer un espace digne pour conserver leurs souvenirs, un lieu réservé, un petit sanctuaire familial qui, à travers des images et des objets chers, nous permette aussi d’élever notre pensée et notre prière vers ceux qui nous ont précédés? Avons-nous conservé la Bible ou le chapelet de nos ancêtres? Prier pour eux et en union avec eux, consacrer du temps à faire mémoire, préserver l’héritage. Dans le brouillard de l’oubli qui envahit notre époque mouvementée, frères et sœurs, il faut prendre soin des racines, et c’est ainsi que l’arbre grandit, c’est ainsi que l’avenir se construit.

Réfléchissons maintenant à un second aspect: en plus d’être fils d’une histoire à préserver, nous sommes artisans d’une histoire à construire. Chacun peut se reconnaître pour ce qu’il est, avec ses lumières et ses ombres, selon l’amour qu’il a reçu ou qui lui a manqué. Le mystère de la vie humaine est celui-ci: nous sommes tous enfants de quelqu’un, engendrés et façonnés par quelqu’un, mais en devenant adultes, nous sommes aussi appelés à être des personnes qui donnent la vie, des pères, des mères et des grands-parents de quelqu’un d’autre. Et donc, en regardant la personne que nous sommes aujourd’hui, que voulons-nous faire de nous-mêmes? Les grands-parents dont nous provenons et les personnes âgées qui ont rêvé, espéré et se sont sacrifiés pour nous, nous posent une question fondamentale: quelle société voulons-nous construire? Nous avons tant reçu des mains de ceux qui nous ont précédés: que voulons-nous laisser en héritage à notre postérité ? Une foi vivante ou une foi “à l’eau de rose”, une société fondée sur le profit des individus ou sur la fraternité, un monde en paix ou un monde en guerre, une création dévastée ou une maison encore accueillante?

Et n’oublions pas que ce mouvement qui donne vie, va des racines aux branches, aux feuilles, aux fleurs et aux fruits de l’arbre. La vraie tradition s’exprime dans cette dimension verticale: de bas en haut. Prenons garde à ne pas tomber dans la caricature de la tradition, qui ne se meut pas en ligne verticale – des racines aux fruits – mais en ligne horizontale – en avant/en arrière – qui nous conduit à la culture du “recul” comme en un refuge égoïste; et qui ne fait rien d’autre que ranger le présent dans une boîte et le conserver dans la logique du “on a toujours fait ainsi”.

Dans l’Évangile que nous avons entendu, Jésus dit aux disciples qu’ils sont bienheureux parce qu’ils peuvent voir et entendre ce que beaucoup de prophètes et de justes ont seulement pu désirer (Mt 13, 16-17). Beaucoup, en effet, avaient cru à la promesse de Dieu concernant la venue du Messie, ils lui avaient préparé le chemin, avaient annoncé son arrivée. Mais maintenant que le Messie est arrivé, ceux qui peuvent le voir et l’écouter sont appelés à l’accueillir et à l’annoncer.

Frères et sœurs, cela vaut aussi pour nous. Ceux qui nous ont précédés nous ont transmis une passion, une force et un désir, un feu qu’il nous appartient de raviver; il ne s’agit pas de garder des cendres, mais de raviver le feu qu’ils ont allumé. Nos grands-parents et nos personnes âgées ont désiré voir un monde plus juste, plus fraternel et plus solidaire, et ils ont lutté pour nous donner un avenir. Maintenant, il nous revient de ne pas les décevoir. Il nous revient de prendre en charge cette tradition que nous avons reçue, parce que la tradition est la foi vivante de nos morts. S’il vous plaît, ne la transformons pas en traditionalisme, qui est la foi morte des vivants, comme l’a dit un penseur. Soutenus par eux, par nos pères, qui sont nos racines, c’est à nous de porter du fruit. Nous sommes les branches qui doivent fleurir et introduire de nouvelles graines dans l’histoire. Et alors, posons-nous une question concrète: face à l’histoire du salut à laquelle j’appartiens et face à ceux qui m’ont précédé et aimé, moi, qu’est-ce que fais? J’ai un rôle unique et irremplaçable dans l’histoire: quelle trace je laisse derrière moi, qu’est-ce que je fais, qu’est-ce que je laisse à ceux qui me suivent, qu’est-ce que je donne de moi? Très souvent, on mesure la vie en fonction de l’argent qu’on gagne, de la carrière qu’on réalise, du succès et de la considération que l’on reçoit des autres. Mais ce ne sont pas des critères féconds. La question est: est-ce que je donne la vie? Est-ce que je donne la vie? Est-ce que j’introduis dans l’histoire un amour nouveau et renouvelé? Est-ce que j’annonce l’Évangile là où je vis, suis-je au service de quelqu’un gratuitement, comme ceux qui m’ont précédé l’ont fait pour moi? Qu’est-ce que je fais pour mon Église, ma ville et ma société? Frères et sœurs, il est facile de critiquer, mais le Seigneur ne veut pas que nous soyons seulement ceux qui critiquent le système, il ne veut pas que nous soyons fermés, il ne veut pas que nous soyons “ceux qui reculent”, ceux qui abandonnent, comme le dit l’auteur de la Lettre aux Hébreux (cf. He 10, 39), mais il veut que nous soyons des artisans d’une histoire nouvelle, des tisseurs d’espérance, des constructeurs d’avenir, des artisans de paix.

Que Joachim et Anne intercèdent pour nous: qu’ils nous aident à préserver l’histoire qui nous a engendrés et à construire une histoire féconde. Qu’ils nous rappellent l’importance spirituelle d’honorer nos grands-parents et nos anciens, de mettre à profit leur présence pour construire un avenir meilleur. Un avenir où les personnes âgées ne sont pas rejetées parce qu’elles “ne servent plus” de manière fonctionnelle; un avenir qui ne juge pas la valeur des personnes seulement par ce qu’elles produisent; un avenir qui ne soit pas indifférent à ceux qui, désormais plus âgés, ont besoin de plus de temps, d’écoute et d’attention; un avenir où l’histoire de violence et de marginalisation subie par nos frères et sœurs autochtones ne se répète pour personne. C’est un avenir possible si, avec l’aide de Dieu, nous ne rompons pas le lien avec ceux qui nous ont précédés et si nous alimentons le dialogue avec ceux qui viendront après nous: jeunes et personnes âgées, grands-parents et petits-enfants, ensemble. Allons de l’avant ensemble, rêvons ensemble. Et n’oublions pas le conseil de Paul à son disciple Timothée: “Souviens-toi de ta mère et de ta grand-mère” (cf. 2 Tm 1, 5).

[01126-FR.02] [Texte original: Espagnol]

Traduzione in lingua inglese

Today we celebrate the feast of the grandparents of Jesus. The Lord has gathered all of us together precisely on this occasion, so dear to you and to me. It was in the home of Joachim and Anne that the child Jesus came to know his older relatives and experienced the closeness, tender love and wisdom of his grandparents. Let us think about our own grandparents, and reflect on two important things.

First: we are children of a history that needs to be preserved. We are not isolated individuals, islands. No one comes into this world detached from others. Our roots, the love that awaited us and welcomed us into the world, the families in which we grew up, are part of a unique history that preceded us and gave us life. We did not choose that history; we received it as a gift, one that we are called to cherish, for, as the Book of Sirach reminds us, we are “descendants” of those who went before us; we are their “inheritance” (Sir 44:11). An inheritance that, quite apart from any claim to prestige or authority, intelligence or creativity in song or poetry, is centred on righteousness, on fidelity to God and his will. This is what they passed on to us. In order to accept who we really are, and how precious we are, we need to accept as part of ourselves the men and women from whom we are descended. They did not simply think about themselves, but passed on to us the treasure of life. We are here thanks to our parents, but also thanks to our grandparents, who helped us feel welcome in the world. Often they were the ones who loved us unconditionally, without expecting anything back. They took us by the hand when we were afraid, reassured us in the dark of night, encouraged us when in the full light of day we faced important life decisions. Thanks to our grandparents, we received a caress from the history that preceded us: we learned that goodness, tender love and wisdom are the solid roots of humanity. It was in our grandparents’ homes that many of us breathed in the fragrance of the Gospel, the strength of a faith which makes us feel at home. Thanks to them, we discovered that kind of “familiar” faith, a domestic faith. Because that is how faith is fundamentally passed on, at home, through a mother tongue, with affection and encouragement, care and closeness.

This is our history, to which we are heirs and which we are called to preserve. We are children because we are grandchildren. Our grandparents left a unique mark on us by their way of living; they gave us dignity and confidence in ourselves and others. They bestowed on us something that can never be taken from us and that, at the same time, allows us to be unique, original and free. From our grandparents we learned that love is never forced; it never deprives others of their interior freedom. That is the way Joachim and Anne loved Mary and Jesus; and that is how Mary loved Jesus, with a love that never smothered him or held him back, but accompanied him in embracing the mission for which he had come into the world. Let us try to learn this, as individuals and as a Church. May we learn never to pressure the consciences of others, never to restrict the freedom of those around us, and above all, never to fail in loving and respecting those who preceded us and are entrusted to our care. For they are a precious treasure that preserves a history greater than themselves.

The Book of Sirach also tells us that preserving the history that gave us life does not mean obscuring the “glory” of our ancestors. We should not lose their memory, nor forget the history that gave birth to our own lives. We should always remember those whose hands caressed us and who held us in their arms; for in this history we can find consolation in moments of discouragement, a light to guide us, and courage to face the challenges of life. Yet preserving the history that gave us life also means constantly returning to that school where we first learned how to love. It means asking ourselves, when faced with daily choices, what the wisest of the elders we have known would do in our place, what advice our grandparents and great-grandparents would have given us.

So, dear brothers and sisters, let us ask ourselves: are we children and grandchildren capable of safeguarding this treasure that we have inherited? Do we remember the good teachings we have received? Do we talk to our elders, and take time to listen to them? And, in our increasingly well-equipped, modern and functional homes, do we know how to set aside a worthy space for preserving their memory, a special place, a small family memorial which, through precious pictures and objects, allows us to remember in prayer those who went before us? Have we kept their Bible, their rosary beads? In the fog of forgetfulness that overshadows our turbulent times, it is essential, brothers and sisters, to take care of our roots, to pray for and with our forebears, to dedicate time to remember and guard their legacy. This is how a family tree grows; this is how the future is built.

Let us now think of the second important thing. In addition to being children of a history that needs to be preserved, we are authors of a history yet to be written. Each of us can recognize ourselves for who and what we are, marked by both light and shadows, and by the love that we did or did not receive. This is the mystery of human life: we are all someone’s children, begotten and shaped by another, but as we become adults, we too are called to give life, to be a father, mother or grandparent to someone else. Thinking about the people we are today, what do we want to do with ourselves? The grandparents who went before, the elderly who had dreams and hopes for us, and made great sacrifices for us, ask us an essential question: what kind of a society do we want to build? We received so much from the hands of those who preceded us. What do we, in turn, want to bequeath to those who come after us? “Rose water”, that is a diluted faith, or a living faith? A society founded on personal profit or on fraternity? A world at war or a world at peace? A devastated creation or a home that continues to be welcoming?

Let us not forget that the life-giving sap travels from the roots to the branches, to the leaves, to the flowers, and then to the fruit of the tree. Authentic tradition is expressed in this vertical dimension: from the bottom up. We need to be careful lest we fall into a caricature of tradition, which is not vertical – from roots to fruits – but horizontal – forwards and backwards. Tradition conceived in this way only leads us to a kind of “backwards culture”, a refuge of self-centredness, which simply pigeonholes the present, trapping it within the mentality that says, “We’ve always done it this way”.

In the Gospel we just heard, Jesus tells the disciples that they are blessed because they can see and hear what so many prophets and righteous people could only hope for (cf. Mt 13:16-17). Many people had believed in God’s promise of the coming Messiah, had prepared the way for him and had announced his arrival. But now that the Messiah has arrived, those who can see and hear him are called to welcome him and proclaim his presence in our midst.

Brothers and sisters, this also applies to us. Those who preceded us have passed on to us a passion, a strength and a yearning, a flame that it is up to us to reignite. It is not a matter of preserving ashes, but of rekindling the fire that they lit. Our grandparents and our elders wanted to see a more just, fraternal and solidary world, and they fought to give us a future. Now, it is up to us not to let them down. It is up to us to take on the tradition received, because that tradition is the living faith of our dead. Let us not transform it into “traditionalism”, which is the dead faith of the living, as an author once said. Sustained by those who are our roots, now it is our turn to bear fruit. We are the branches that must blossom and spread new seeds of history. Let us ask ourselves, then, a few concrete questions. As part of the history of salvation, in the light of those who went before me and loved me, what is it that I must now do? I have a unique and irreplaceable role in history, but what mark will I leave behind me? What am I passing on to those who will come after me? What am I giving of myself? Often we measure our lives on the basis of our income, our type of career, our degree of success and how others perceive us. Yet these are not life-giving criteria. The real question is: am I giving life? Am I ushering into history a new and renewed love that was not there before? Am I proclaiming the Gospel in my neighbourhood? Am I freely serving others, the way those who preceded me did for me? What am I doing for our Church, our city, our society? Brothers and sisters, it is easy to criticize, but the Lord does not want us to be mere critics of the system, or to be closed and “backwards-looking”, as says the author of the Letter to the Hebrews (cf. 10: 39). Rather, he wants us to be artisans of a new history, weavers of hope, builders of the future, peacemakers.

May Joachim and Anne intercede for us. May they help us to cherish the history that gave us life, and, for our part, to build a life-giving history. May they remind us of our spiritual duty to honour our grandparents and our elders, to treasure their presence among us in order to create a better future. A future in which the elderly are not cast aside because, from a “practical” standpoint, they are “no longer useful”. A future that does not judge the value of people simply by what they can produce. A future that is not indifferent to the need of the aged to be cared for and listened to. A future in which the history of violence and marginalization suffered by our indigenous brothers and sisters is never repeated. That future is possible if, with God’s help, we do not sever the bond that joins us with those who have gone before us, and if we foster dialogue with those who will come after us. Young and old, grandparents and grandchildren, all together. Let us move forward together, and together, let us dream. Also, let us not forget Paul’s advice to his disciple Timothy: Remember your mother and your grandmother (cf. 2 Tim 1:5).

[01126-EN.02] [Original text: Spanish]

Traduzione in lingua tedesca

Heute ist das Fest der Großeltern Jesu; der Herr hat gewollt, dass wir uns zu diesem Anlass, der euch und mir sehr am Herzen liegt, zahlreich begegnen. Im Haus von Joachim und Anna hat der kleine Jesus seine älteren Verwandten kennengelernt und die Nähe, Zärtlichkeit und Weisheit der Großeltern erfahren. Denken auch wir an unsere Großeltern und betrachten wir zwei wichtige Aspekte.

Erstens: Wir sind Kinder einer Geschichte, die es zu hüten gilt. Wir sind keine isolierten Individuen, wir sind keine Inseln, niemand kommt losgelöst von den anderen auf die Welt. Unsere Wurzeln, die Liebe, die uns erwartet und die wir erhalten haben, als wir auf die Welt gekommen sind, das familiäre Umfeld, in dem wir aufgewachsen sind, sind Teil einer einzigartigen Geschichte, die uns vorausgegangen und uns hervorgebracht hat. Wir haben sie uns nicht ausgesucht, sondern als Geschenk empfangen; und es ist ein Geschenk, das wir gerufen sind zu hüten. Denn, so wie uns das Buch Jesus Sirach erinnert hat: wir sind »die Nachkommen« derer, die uns vorausgegangen sind, wir sind ihr »gutes Erbe« (Sir 44,11). Ein Erbe, das abgesehen von der Tapferkeit oder der Autorität von einigen, der Intelligenz oder der Kreativität in Gesang oder Dichtung von anderen, sein Zentrum in der Gerechtigkeit hat, in der Treue zu Gott und zu seinem Plan. Und genau das haben sie an uns weitergegeben. Um wirklich zu begreifen, wer wir sind und wie wertvoll wir sind, müssen wir diejenigen in uns aufnehmen, von denen wir abstammen, die nicht nur an sich selbst gedacht haben, sondern uns den Schatz des Lebens weitergegeben haben. Dass wir hier sind, verdanken wir unseren Eltern, aber auch unseren Großeltern, die uns spüren ließen, dass wir in der Welt willkommen sind. Oft waren sie es, die uns vorbehaltlos geliebt haben, ohne etwas von uns zu erwarten: Sie haben uns an die Hand genommen, wenn wir Angst hatten, sie haben uns in der Dunkelheit der Nacht beruhigt, sie haben uns ermutigt, wenn wir uns im Tageslicht den Entscheidungen des Lebens stellen mussten. Dank unserer Großeltern haben wir von der Geschichte, die uns vorausging, eine liebevolle Geste empfangen: Wir haben gelernt, dass das Gute, die Zärtlichkeit und die Weisheit feste Wurzeln der Menschheit sind. Viele von uns haben im Haus der Großeltern den Duft des Evangeliums eingeatmet, die Kraft eines Glaubens, der nach Heimat schmeckt. Dank ihnen haben wir einen familiären, einen heimischen Glauben entdeckt; ja, so ist das, denn der Glaube wird im Wesentlichen auf diese Weise vermittelt, er wird „im Dialekt“ vermittelt, er wird durch Zuneigung und Ermutigung, durch Fürsorge und Nähe vermittelt.

Dies ist unsere Geschichte, die wir hüten müssen, die Geschichte, deren Erben wir sind: Wir sind Kinder, weil wir Enkelkinder sind. Die Großeltern haben uns das ursprüngliche Siegel ihrer Lebensweise eingeprägt, indem sie uns Würde und Vertrauen in uns selbst und in andere gegeben haben. Sie haben uns etwas weitergegeben, was in uns niemals ausgelöscht werden kann, und gleichzeitig haben sie uns ermöglicht, einzigartige, eigenständige und freie Personen zu sein. So haben wir gerade von unseren Großeltern gelernt, dass Liebe niemals ein Zwang ist, dass sie den anderen niemals seiner inneren Freiheit beraubt. Auf diese Weise haben Joachim und Anna Maria geliebt und haben Jesus geliebt; und so hat Maria Jesus geliebt, mit einer Liebe, die ihn nie erstickte oder zurückhielt, sondern ihn begleitete, um die Sendung zu erfüllen, für die er in die Welt gekommen war. Lernen wir dies als Einzelne und als Kirche: Unterdrücken wir niemals das Gewissen der anderen, fesseln wir niemals die Freiheit unseres Gegenübers, und lassen wir es vor allem niemals an Liebe und Respekt für die Menschen fehlen, die uns vorausgegangen und uns anvertraut sind: Denn sie sind kostbare Schätze, die eine Geschichte hüten, die größer ist als sie selbst.

Die Geschichte, die uns hervorgebracht hat, zu bewahren, bedeutet - so sagt uns das Buch Jesus Sirach - den „Ruhm“ unserer Vorfahren nicht auszulöschen: das Gedenken an sie nicht zu verlieren, die Geschichte nicht zu vergessen, von der her unser Leben entstanden ist, uns immer an die Hände zu erinnern, die uns gestreichelt und die Arme, die uns gehalten haben, denn aus dieser Quelle finden wir Trost in Momenten der Entmutigung, Licht in der Unterscheidung, Mut, um die Herausforderungen des Lebens zu meistern. Aber die Geschichte, die uns hervorgebracht hat, zu bewahren, bedeutet auch, immer wieder in die Schule zurückzukehren, in der wir die Liebe erlernt und erlebt haben. Es bedeutet, dass wir uns bei den Entscheidungen, die wir heute zu treffen haben, fragen, was die weisesten älteren Menschen, die wir kennengelernt haben, an unserer Stelle tun würden, was unsere Großeltern und Urgroßeltern uns raten oder raten würden zu tun.

Liebe Brüder und Schwestern, fragen wir uns also: Sind wir Kinder und Enkelkinder, die den Reichtum, den wir erhalten haben, zu schätzen wissen? Erinnern wir uns an die guten Lehren, die wir vermittelt bekommen haben? Sprechen wir mit unseren älteren Menschen, nehmen wir uns die Zeit, ihnen zuzuhören? Und gelingt es uns, in unseren immer besser ausgestatteten, modernen und funktionalen Häusern einen würdigen Platz für ihr Andenken zu schaffen, einen besonderen Ort, ein kleines Familienheiligtum, das uns durch Bilder und liebgewonnene Gegenstände auch die Möglichkeit gibt, unsere Gedanken und Gebete für die zu erheben, die uns vorausgegangen sind? Haben wir die Bibel und den Rosenkranz unserer Vorfahren aufbewahrt? Für sie beten und mit ihnen verbunden sein, sich Zeit nehmen, um zu gedenken, das Erbe bewahren: Im Nebel des Vergessens, der unsere hektische Zeit überfällt, Brüder und Schwestern, ist es wichtig, für die Wurzeln Sorge zu tragen. So wächst der Baum, so wird die Zukunft erbaut.

Damit kommen wir zu einem zweiten Aspekt: Wir sind nicht nur Kinder einer Geschichte, die es zu hüten gilt, sondern auch Handwerker einer Geschichte, die es aufzubauen gilt. Jeder von uns kann erkennen, dass er so ist, wie er ist, mit all seinen hellen und dunklen Seiten, ausgehend von der Liebe, die er erhalten oder nicht erhalten hat. Das Geheimnis des menschlichen Lebens besteht darin, dass wir alle Kinder von jemandem sind, von jemandem gezeugt und geformt; doch wenn wir erwachsen werden, sind auch wir dazu berufen, fruchtbar zu sein, Väter, Mütter und Großeltern von jemand anderem zu werden. Wenn wir also die Person betrachten, die wir heute sind, was wollen wir dann mit uns selbst anfangen? Die Großeltern, von denen wir abstammen, die älteren Menschen, die geträumt, gehofft und sich für uns aufgeopfert haben, stellen uns eine grundlegende Frage: Welche Art von Gesellschaft wollen wir aufbauen? Wir haben so viel von denen erhalten, die uns vorangegangen sind: Was wollen wir unseren Nachkommen als Erbe hinterlassen? Einen lebendigen oder einen oberflächlichen, verwässerten Glauben, eine Gesellschaft, die auf individuellem Profit oder auf Geschwisterlichkeit basiert, eine Welt in Frieden oder im Krieg, eine verwüstete Schöpfung oder ein einladendes Zuhause?

Und vergessen wir nicht, dass diese lebensspendende Bewegung von den Wurzeln zu den Zweigen, zu den Blättern, zu den Blüten und zu den Früchten des Baumes geht. Wahre Tradition drückt sich in dieser vertikalen Dimension aus: von unten nach oben. Hüten wir uns davor, in die Karikatur der Tradition zu verfallen, die sich nicht in einer vertikalen Linie - von den Wurzeln zu den Früchten - bewegt, sondern in einer horizontalen Linie - vorwärts/rückwärts -, die uns zur Kultur der „Rückwärtsgewandtheit“ als egoistischem Zufluchtsort führt; und die nichts anderes tut, als die Gegenwart einzukapseln und sie mit der Logik des „das wurde schon immer so gemacht“ aufzubewahren.

Im Evangelium, das wir gehört haben, sagt Jesus den Jüngern, dass sie selig sind, weil sie sehen und hören können, was so viele Propheten und Gerechte nur ersehnen konnten (vgl. Mt 13,16-17). Denn viele hatten an die Verheißung Gottes vom Kommen des Messias geglaubt, hatten ihm den Weg bereitet und seine Ankunft angekündigt. Nun aber, da der Messias gekommen ist, sind diejenigen, die ihn sehen und hören können, dazu aufgerufen, ihn aufzunehmen und ihn zu verkünden.

Brüder und Schwestern, das gilt auch für uns. Diejenigen, die uns vorangegangen sind, haben uns eine Leidenschaft, eine Kraft und eine Sehnsucht weitergegeben, ein Feuer, das wir neu entfachen müssen; es geht nicht darum, Asche zu hüten, sondern das Feuer, das sie entzündet haben, neu zu entfachen. Unsere Großeltern und ältere Menschen wünschten sich eine gerechtere, geschwisterlichere und solidarischere Welt und kämpften dafür, dass wir eine Zukunft haben. Jetzt liegt es an uns, sie nicht zu enttäuschen. Es liegt an uns, diese Tradition, die wir erhalten haben, weiterzuführen, denn die Tradition ist der lebendige Glaube unserer Toten. Bitte, verwandeln wir sie nicht in Traditionalismus, welcher der tote Glaube der Lebenden ist, wie ein Denker sagte. Gestützt auf sie, unsere Väter und Mütter, die unsere Wurzeln sind, liegt es an uns, Früchte zu tragen. Wir sind die Zweige, die aufblühen und in der Geschichte neue Samen säen müssen. Stellen wir uns also eine konkrete Frage: Was tue ich vor der Heilsgeschichte, zu der ich gehöre, und angesichts derer, die mir vorausgegangen sind und die mich lieben? Ich habe eine einzigartige und unersetzliche Rolle in der Geschichte: Welche Spuren hinterlasse ich, was tue ich, was hinterlasse ich denen, die nach mir kommen, was gebe ich von mir? So oft messen wir das Leben an dem Geld, das wir verdienen, an der Karriere, die wir machen, an dem Erfolg und der Anerkennung, die wir von anderen erhalten. Aber das sind keine fruchtbringenden Kriterien. Die Frage ist: Bringe ich Frucht? Erzeuge ich Leben? Bringe ich eine neue und erneuerte Liebe in die Geschichte ein? Verkünde ich das Evangelium dort, wo ich lebe, diene ich jemandem ohne Gegenleistung, so wie es meine Vorfahren mit mir getan haben? Was tue ich für meine Kirche, meine Stadt und meine Gesellschaft? Brüder und Schwestern, es ist leicht, Kritik zu üben, aber der Herr möchte nicht, dass wir nur Kritiker des Systems sind, er möchte nicht, dass wir verschlossen sind, dass wir rückwärtsgewandt sind, einer von denen, die zurückweichen, wie der Schreiber des Hebräerbriefes sagt (vgl. 10,39), sondern er will, dass wir Handwerker einer neuen Geschichte, Hoffnungsträger, Erbauer der Zukunft, Friedensstifter sind.

Joachim und Anna mögen für uns eintreten: Mögen sie uns helfen, die Geschichte, die uns hervorgebracht hat, zu hüten und eine fruchtbringende Geschichte aufzubauen. Mögen sie uns an die geistliche Bedeutung erinnern, unsere Großeltern und älteren Menschen zu ehren und ihre Anwesenheit zu schätzen, um eine bessere Zukunft aufzubauen. Eine Zukunft, in der ältere Menschen nicht beiseitegeschoben werden, weil sie funktional gesehen „nicht mehr gebraucht werden“; eine Zukunft, in der der Wert eines Menschen nicht nur danach beurteilt wird, wie viel er produziert; eine Zukunft, in der diejenigen, die im fortgeschrittenen Alter mehr Zeit, Gehör und Aufmerksamkeit brauchen, nicht gleichgültig sind; eine Zukunft, in der sich die Geschichte der Gewalt und Ausgrenzung, die unsere indigenen Brüder und Schwestern erlitten haben, für niemanden wiederholt. Es ist eine Zukunft, die möglich ist, wenn wir mit Gottes Hilfe die Verbindung zu denen, die uns vorausgegangen sind, nicht zerreißen und den Dialog mit denen, die nach uns kommen werden, pflegen: Jung und Alt, Großeltern und Enkel, gemeinsam. Schreiten wir gemeinsam voran, träumen wir gemeinsam und vergessen wir nicht den Rat des Paulus an seinen Schüler Timotheus: „Erinnere dich an deine Mutter und deine Großmutter“ (vgl. 2 Tim 1,5).

[01126-DE.02] [Originalsprache: Spanisch]

Traduzione in lingua portoghese

Hoje é a festa dos avós de Jesus; o Senhor quis que nos encontrássemos em tão grande número precisamente nesta ocasião muito querida tanto para vós como para mim. Na casa de Joaquim e Ana, o pequenito Jesus conheceu os idosos da sua família e experimentou a proximidade, a ternura e a sabedoria dos avós. Pensemos, também nós, nos nossos avós e reflitamos sobre dois aspetos importantes.

O primeiro: somos filhos duma história que devemos guardar. Não somos indivíduos isolados, não somos ilhas; ninguém vem ao mundo desligado dos outros. As nossas raízes, o amor com que fomos aguardados e que recebemos ao vir ao mundo, os ambientes familiares onde crescemos, fazem parte duma única história, que nos precedeu e gerou. Não a escolhemos nós, mas recebemo-la de prenda; é uma prenda que somos chamados a guardar. Pois, como nos lembrou o livro de Ben Sira, somos «a posteridade» de quem nos precedeu, somos a sua «rica herança» (cf. Sir 44, 11). Uma herança cujo centro, mais do que nas proezas ou na autoridade de uns, na inteligência ou na criatividade do canto e da poesia de outros, está na justiça, na fidelidade a Deus e à sua vontade. E isto no-lo transmitiram. Para acolher verdadeiramente quem somos e quão preciosos somos, precisamos de assumir em nós aqueles de quem descendemos, aqueles que não pensaram só em si mesmos, mas transmitiram-nos o tesouro da vida. Estamos aqui graças aos pais, mas também graças aos avós que nos fizeram experimentar ser bem-vindos no mundo. Muitas vezes foram eles a amar-nos sem reservas e sem nada esperar de nós: tomaram-nos pela mão quando tínhamos medo, tranquilizaram-nos na escuridão da noite, encorajaram-nos quando, à luz do sol, devíamos enfrentar as opções da vida. Graças aos nossos avós, recebemos uma carícia da parte da história que nos precedeu: aprendemos que o bem, a ternura e a sabedoria são raízes sólidas da humanidade. Na casa dos avós, muitos de nós respiramos o perfume do Evangelho, a força duma fé que tem o sabor de casa. Graças a eles, descobrimos uma fé familiar, uma fé doméstica; sim, porque é deste modo que se comunica essencialmente a fé: comunica-se «em dialeto», comunica-se através do afeto e do encorajamento, da solicitude e da proximidade.

Esta é a nossa história que se deve guardar, a história de que somos herdeiros: somos filhos, porque somos netos. Os avós imprimiram em nós o cunho original do seu modo de ser, dando-nos dignidade, confiança em nós e nos outros. Transmitiram-nos algo que não poderá jamais ser cancelado dentro de nós e, ao mesmo tempo, permitiram-nos ser pessoas únicas, originais e livres. Assim, foi precisamente dos avós que aprendemos que o amor nunca é constrição, nunca priva o outro da sua liberdade interior. Joaquim e Ana amaram Maria e Jesus assim; e Maria amou assim Jesus, com um amor que nunca O sufocou nem tolheu, mas encaminhou a fim de abraçar a missão para que veio ao mundo. Procuremos aprender isto seja como indivíduos, seja como Igreja: nunca oprimir a consciência do outro, nunca acorrentar a liberdade de quem está à nossa frente e sobretudo nunca faltar ao amor e respeito pelas pessoas que nos precederam e estão confiadas, tesouros preciosos que guardam uma história maior do que eles.

E o livro de Ben Sira diz-nos ainda que, guardar a história que nos gerou, significa não ofuscar a «glória» dos antepassados: não perder a sua memória, não nos esquecermos da história que deu à luz a nossa vida, recordarmo-nos sempre daquelas mãos que nos acarinharam e seguraram nos braços, porque é nesta fonte que encontramos consolação nos momentos de desânimo, luz no discernimento, coragem para enfrentar os desafios da vida. Mas guardar a história que nos gerou significa também voltar sempre àquela escola, onde aprendemos e vivemos o amor. Significa perguntar-nos, perante as decisões que devemos tomar hoje, que fariam no nosso lugar os idosos mais sábios que conhecemos, que nos aconselham ou aconselhariam os nossos avós e bisavós.

Queridos irmãos e irmãs, perguntemo-nos então: Somos filhos e netos que sabemos guardar a riqueza recebida? Recordamos os bons ensinamentos herdados? Falamos com os nossos idosos, reservamos tempo para os escutar? E ainda: nas nossas casas, cada vez melhor equipadas, modernas e funcionais, sabemos preparar um espaço digno para conservar as suas recordações, um lugar próprio, um pequeno Oratório familiar que nos permita, através de imagens e objetos queridos, elevar também o pensamento e a oração por quem nos precedeu? Conservamos a Bíblia e o terço dos nossos antepassados? Devemos rezar por eles e em união com eles, dedicar tempo a repassá-los na memória, guardar a herança: na bruma do esquecimento que invade os nossos tempos vertiginosos, irmãos e irmãs, é fundamental cuidar das raízes. É assim que cresce a árvore; é assim que se constrói o futuro.

Chegamos assim ao segundo aspeto, sobre o qual queremos refletir: além de filhos duma história a guardar, somos artesãos duma história a construir. Cada um pode reconhecer aquilo que é, com as suas luzes e sombras, conforme o amor que recebeu ou que lhe faltou. O mistério da vida humana é este: todos somos filhos de alguém, gerados e plasmados por alguém, mas, uma vez tornados adultos, somos também chamados a ser geradores, pais, mães e avós de outrem. Por conseguinte, olhando para a pessoa que somos hoje, que queremos fazer de nós mesmos? Os avós de quem descendemos, os idosos que sonharam, esperaram e se sacrificaram por nós, lançam-nos uma pergunta fundamental: Que sociedade queremos construir? Recebemos tanto das mãos de quem nos precedeu, que queremos deixar em herança à nossa posteridade? Uma fé viva ou uma fé tipo «água de colónia», uma sociedade fundada no lucro dos indivíduos ou na fraternidade, um mundo em paz ou em guerra, uma criação devastada ou uma casa ainda acolhedora?

E não nos esqueçamos de que este movimento que dá vida sobe das raízes para os ramos, as folhas, as flores, os frutos da árvore. A verdadeira tradição expressa-se nesta dimensão vertical: de baixo para o alto. Tenhamos cuidado para não cair numa caricatura da tradição, que não se moveria numa linha vertical – das raízes para os frutos –, mas numa linha horizontal – da frente para trás – que nos leva à cultura do «retrogradismo» como um refúgio egoísta e que se limita a encaixar o presente, conservá-lo na lógica do «sempre se fez assim».

No Evangelho que ouvimos, Jesus diz aos discípulos que são bem-aventurados porque podem ver e ouvir o que muitos profetas e justos só puderam desejar (cf. Mt 13, 16-17). Com efeito muitos acreditaram na promessa de Deus sobre a vinda do Messias, prepararam-Lhe o caminho, anunciaram a sua chegada. Mas, agora que o Messias chegou, quantos O podem ver e ouvir são chamados a acolhê-Lo e anunciá-Lo.

Irmãos e irmãs, isto vale também para nós. Aqueles que nos precederam transmitiram-nos uma paixão, uma força e um anseio, um fogo que nos cabe reavivar; não se trata de guardar cinzas, mas reavivar o fogo que eles acenderam. Os nossos avós e os nossos idosos desejaram ver um mundo mais justo, mais fraterno e mais solidário, e lutaram para nos dar um futuro. Agora, a nós, cabe não os dececionar. Cabe-nos cuidar dessa tradição que recebemos, porque a tradição é a fé viva dos nossos mortos. Por favor, não a transformemos em tradicionalismo que, como disse um pensador, é a fé morta dos vivos. Sustentados por eles, pelos nossos idosos, que são as nossas raízes, toca-nos a nós dar fruto. Somos nós os ramos que devem florescer e introduzir sementes novas na história. Coloquemo-nos, pois, uma pergunta concreta: Eu, perante a história de salvação a que pertenço e face a quem me precedeu e amou, que faço? Tenho um papel único e insubstituível na história… que rasto estou a deixar para trás no meu caminho, que estou a fazer, que estou a deixar para quem me segue, que estou a dar de mim? Muitas vezes avalia-se a vida com base no dinheiro que se ganha, na carreira que se faz, no sucesso e consideração que se recebem dos outros. Mas estes não são critérios geradores. O problema é: que estou a gerar? Estou a gerar vida? Estou introduzindo na história um novo e renovado amor? Estou a anunciar o Evangelho onde estou a viver, estou a servir alguém gratuitamente, como fez comigo quem me precedeu? Que faço pela minha Igreja, pela minha cidade e a sociedade? Irmãos e irmãs, é fácil criticar, mas o Senhor não nos quer apenas críticos do sistema, não nos quer fechados, não nos quer «retrógrados», do número daqueles que se voltam para trás, como diz o autor da Carta aos Hebreus (cf. 10, 39) mas quer que sejamos artesãos duma história nova, tecelões de esperança, construtores do futuro, operadores de paz.

Joaquim e Ana intercedam por nós! Ajudem-nos a guardar a história que nos gerou e a construir uma história geradora. Que eles nos lembrem a importância espiritual de honrar os nossos avós e os nossos idosos, aprender com a sua presença para construir um futuro melhor: um futuro onde os idosos não sejam descartados porque «já não são de utilidade»; um futuro que não julgue o valor das pessoas só pelo que produzem; um futuro que não seja indiferente com quem, já em idade avançada, precisa de mais tempo, escuta e solicitude; um futuro onde, para ninguém, se repita a história de violência e marginalização sofrida pelos nossos irmãos e irmãs indígenas. É um futuro possível se, com a ajuda de Deus, não quebrarmos o vínculo com quem nos precedeu e alimentarmos o diálogo com quem virá depois de nós: jovens e idosos, avós e netos, em conjunto. Avancemos juntos, sonhemos juntos. E não esqueçamos o conselho de Paulo ao seu discípulo Timóteo: «Recorda-te da tua mãe e da tua avó» (cf. 2 Tim 1, 5).

[01126-PO.02] [Texto original: Espanhol]

Traduzione in lingua polacca

Dzisiaj obchodzone jest święto dziadków Jezusa; Pan zechciał, abyśmy się tak licznie spotkali właśnie z tej okazji, tak drogiej zarówno wam, jak i mnie. W domu Joachima i Anny mały Jezus poznawał swoich przodków i doświadczył bliskości, czułości i mądrości dziadków. Pomyślmy i my o naszych dziadkach i zastanówmy się nad dwoma ważnymi aspektami.

Pierwszy: jesteśmy dziećmi historii, której należy strzec. Nie jesteśmy odizolowanymi jednostkami, nie jesteśmy wyspami, nikt nie przychodzi na świat w oderwaniu od innych. Nasze korzenie, miłość, która na nas czekała i którą otrzymaliśmy przychodząc na świat, środowiska rodzinne, w których wzrastaliśmy, są częścią wyjątkowej historii, która nas poprzedziła i zrodziła. My nie wybraliśmy jej, ale otrzymaliśmy jako dar, i jest to dar, do którego strzeżenia jesteśmy powołani. Jesteśmy bowiem – jak przypomina nam Księga Syracha – „potomstwem” tych, którzy odeszli przed nami, jesteśmy ich „dobrym dziedzictwem” (Syr 44, 11). Dziedzictwem, które niezależnie od osiągnięć czy autorytetu jednych, inteligencji lub kreatywności drugich, wyrażanej w pieśni lub poezji, ma swoje centrum w sprawiedliwości, w byciu wiernym Bogu, Jego woli. I to właśnie nam przekazali. Aby naprawdę przyjąć to, kim jesteśmy i jak cenni jesteśmy, musimy przyswoić sobie tych, od których się wywodzimy, tych, którzy nie myśleli jedynie o sobie, ale przekazali nam skarb życia. Jesteśmy tu dzięki naszym rodzicom, ale także dzięki naszym dziadkom, dzięki którym doświadczyliśmy, że jesteśmy na świecie upragnieni. To oni często kochali nas bez ograniczeń i niczego od nas nie oczekując: brali nas za rękę, gdy się baliśmy, dodawali otuchy w mrokach nocy, zachęcali, gdy za dnia musieliśmy stawić czoła życiowym wyborom. Dzięki naszym dziadkom doświadczyliśmy czułości dziejów, które nas poprzedziły: nauczyliśmy się, że dobroć, łagodność i mądrość to solidne korzenie człowieczeństwa. W domu dziadków, wielu z nas oddychało wonią Ewangelii, mocą wiary, która ma posmak domu. Dzięki nim odkryliśmy wiarę rodzinną, wiarę domową; tak, jest tak, ponieważ wiara jest zasadniczo przekazywana w ten sposób, jest przekazywana „w dialekcie”, jest przekazywana poprzez uczucia i zachętę, troskę i bliskość.

To jest nasza historia, której trzeba strzec, historia, której jesteśmy spadkobiercami: jesteśmy dziećmi, ponieważ jesteśmy wnukami. Dziadkowie odcisnęli na nas oryginalne piętno swojego sposobu bycia, dając nam poczucie godności i zaufanie do samych siebie i do innych. Przekazali nam coś, czego nigdy nie uda się z nas wymazać, a jednocześnie pozwolili nam być osobami wyjątkowymi, oryginalnymi i wolnymi. Tak więc właśnie od naszych dziadków nauczyliśmy się, że miłość nigdy nie jest przymusem, że nie pozbawia drugiego człowieka jego wewnętrznej wolności. Tak właśnie Joachim i Anna kochali Maryję i kochali Jezusa; i tak właśnie Maryja kochała Jezusa, miłością, która nigdy Go nie tłumiła ani nie zatrzymywała, ale towarzyszyła Mu w podejmowaniu misji, dla której przyszedł na świat. Starajmy się uczyć tego siebie jako jednostki i jako Kościół: nigdy nie uciskajmy sumienia innych, nigdy nie krępujmy wolności tych, którzy stają przed nami, a przede wszystkim niech nigdy nie zabraknie nam miłości i szacunku dla osób, które nas poprzedziły i są nam powierzone, będących cennymi skarbami, które strzegą historii większej niż one same.

Strzec historii, która nas zrodziła – mówi nam znowu Księga Syracha – oznacza nie przysłonić „chwały” naszych przodków: nie zatracić pamięci o nich, nie zapomnieć o historii, która zrodziła nasze życie, zawsze pamiętać o tych dłoniach, które nas pieściły i trzymały w ramionach, ponieważ to jest źródło, z którego czerpiemy pociechę w chwilach zniechęcenia, światło w rozeznawaniu, odwagę, by stawiać czoła wyzwaniom życia. Ale strzec historii, która nas zrodziła, oznacza również nieustanne powracanie do tej szkoły, w której uczyliśmy się i żyliśmy miłością. Oznacza to, że w obliczu wyborów, przed którymi dziś stajemy, pytamy siebie, co na naszym miejscu zrobiliby najmądrzejsi starsi, których poznaliśmy, co radzą nam lub co doradzaliby nam nasi dziadkowie i pradziadkowie.

Drodzy bracia i siostry, zadajmy sobie zatem pytanie: czy jesteśmy dziećmi i wnukami, które umieją strzec otrzymane bogactwo? Czy pamiętamy o dobrych lekcjach, które otrzymaliśmy w spadku? Czy rozmawiamy z naszymi starszymi, czy poświęcamy czas na ich wysłuchanie? Ponadto, czy w naszych coraz lepiej wyposażonych, nowoczesnych i funkcjonalnych domach potrafimy wygospodarować godną przestrzeń dla zachowania ich wspomnień, specjalne miejsce, małą rodzinną świątynię, która poprzez obrazy i drogie przedmioty pozwala nam również wznieść nasze myśli i modlitwy do tych, którzy nas poprzedzili? Czy zachowaliśmy Biblię i różaniec naszych przodków? Modlitwa za nich i w jedności z nimi, poświęcenie czasu na pamięć, zachowanie spuścizny: w mgle zapomnienia, która spowija nasze zawirowane czasy; bracia i siostry, fundamentalnym jest troszczyć się o korzenie. W ten sposób rośnie drzewo, tak buduje się przyszłość.

I tak dochodzimy do refleksji nad drugim aspektem: oprócz tego, że jesteśmy dziećmi historii, której należy strzec, jesteśmy budowniczymi historii, którą należy konstruować. Każdy może odkryć kim tak naprawdę jest, ze swoimi blaskami i cieniami, w zależności od miłości, jaką otrzymał lub której mu zabrakło. Tajemnica ludzkiego życia jest następująca: wszyscy jesteśmy czyimiś dziećmi, przez kogoś zrodzonymi i ukształtowanymi, ale kiedy stajemy się dorośli, jesteśmy również powołani do bycia płodnymi ojcami, matkami i dziadkami kogoś innego. Patrząc więc na osobę, którą jesteśmy dzisiaj, zadajmy sobie pytanie: co chcemy uczynić z nami samymi? Dziadkowie, od których się wywodzimy, starsi, którzy marzyli, mieli nadzieję i poświęcili się dla nas, zadają nam fundamentalne pytanie: jakie społeczeństwo chcemy zbudować? Jakże wiele otrzymaliśmy z rąk tych, którzy odeszli przed nami: co chcemy pozostawić w spadku naszym potomnym? Żywą wiarę czy „powierzchowną”, społeczeństwo oparte na zysku jednostek, czy na braterstwie, świat żyjący w pokoju czy w wojnie, zdewastowane stworzenie czy dom, który nadal jest gościnny?

I nie zapominajmy, że ten życiodajny ruch przebiega od korzeni do gałęzi, do liści, do kwiatów, do owoców drzewa. Prawdziwa tradycja wyraża się w tym wertykalnym wymiarze: od dołu ku górze. Uważajmy, aby nie popaść w karykaturę tradycji, która nie porusza się w linii pionowej – od korzeni do owoców – ale w linii poziomej – na przód/wstecz – która prowadzi nas do kultury „cofania się” jako szukania samolubnego schronienia, i która nie robi nic innego, jak tylko szufladkuje teraźniejszość i unieruchamia ją w logice „zawsze tak robiono”.

W Ewangelii, której wysłuchaliśmy, Jezus mówi uczniom, że są błogosławieni, ponieważ mogą widzieć i słyszeć to, czego tak wielu proroków i sprawiedliwych mogłoby tylko pragnąć (por. Mt 13, 16-17). Wielu bowiem uwierzyło w Bożą obietnicę przyjścia Mesjasza, przygotowało Mu drogę i zapowiedziało Jego przyjście. Teraz jednak, gdy Mesjasz przyszedł, ci, którzy mogą Go zobaczyć i usłyszeć, są wezwani do przyjęcia i głoszenia Go.

Bracia i siostry, dotyczy to również nas. Ci, którzy poprzedzili nas, przekazali nam pasję, siłę i tęsknotę, ogień, którego ponowne rozpalenie należy do nas; nie chodzi o strzeżenie popiołów, ale o rozniecenie na nowo ognia, który oni zapalili. Nasi dziadkowie i starsi pragnęli zobaczyć świat bardziej sprawiedliwy, braterski i zjednoczony i walczyli o zapewnienie nam przyszłości. Teraz kolej na nas, oby ich nie zawieść. Do nas należy podjęcie tej tradycji, którą otrzymaliśmy, ponieważ tradycja jest żywą wiarą naszych zmarłych. Proszę, nie zamieniajmy jej w tradycjonalizm, który jest martwą wiarą żywych, jak to powiedział pewien myśliciel. Wspierani przez nich, przez naszych ojców, mając w nich swoje korzenie, mamy za zadanie wydawać owoce. Jesteśmy gałęziami, które muszą rozkwitnąć i wydać nowe nasiona w historii. Zatem postawmy sobie jedno konkretne pytanie: co czynię w obliczu historii zbawienia, do której należę, i wobec tych, którzy mnie poprzedzili i mnie umiłowali? Mam wyjątkową i niezastąpioną rolę w dziejach: jaki ślad zostawiam po sobie, co czynię, co zostawiam tym, którzy idą po mnie, co z siebie daję? Często mierzy się życie zarobionymi pieniędzmi, osiągniętą karierą, sukcesem i poważaniem u innych. Ale to nie są kryteria życiodajne. Pytanie brzmi: czy rodzę życie? Rodzę życie? Czy wnoszę w historię miłość nową i odnowioną? Czy głoszę Ewangelię tam, gdzie żyję, czy służę komuś bezinteresownie, jak czynili to ci, którzy byli przede mną? Co robię dla mojego Kościoła, dla mojego miasta i mojego społeczeństwa? Bracia i siostry, łatwo jest krytykować, ale Pan nie chce, abyśmy byli tylko krytykami systemu, nie chce, abyśmy byli zamknięci, nie chce, byśmy byli „indietrystami”, tymi, którzy się cofają, jak mówi autor Listu do Hebrajczyków (por. 10, 39), ale chce, abyśmy byli rzemieślnikami nowej historii, tkaczami nadziei, budowniczymi przyszłości, wprowadzającymi pokój.

Niech Joachim i Anna wstawiają się za nami: niech pomogą nam strzec dziejów, które nas zrodziły i budować życiodajną historię. Niech przypominają nam o duchowym znaczeniu oddawania czci naszym dziadkom i naszym starszym i doceniania ich obecności, by budować lepszą przyszłość; taką, w której osoby starsze nie są odrzucane jako funkcjonalnie „już niepotrzebne”; przyszłość, która nie ocenia wartości ludzi tylko na podstawie tego, ile produkują; przyszłość, która nie jest obojętna na tego, który teraz, w zaawansowanym wieku, potrzebuje więcej czasu, słuchania i uwagi; przyszłość, w której dla nikogo nie powtarza się historia przemocy i marginalizacji, jakiej doświadczyli nasi bracia i siostry spośród rdzennej ludności. Jest to przyszłość możliwa, jeśli z Bożą pomocą nie zerwiemy więzi z tymi, którzy nas poprzedzili i jeśli będziemy pielęgnować dialog z tymi, którzy przyjdą po nas: razem, jako młodzi i starsi, dziadkowie i wnuki. Idźmy razem naprzód, wspólnie snujmy marzenia i nie zapominajmy rady św. Pawła skierowanej do jego ucznia Tymoteusza: „Pamiętaj o swojej matce i swojej babci” (por. 2 Tm 1, 5).

[01126-PL.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua araba

الزيارة الرسوليّة إلى كندا

عظة قداسة البابا فرنسيس

في تذكار القدّيس يواكيم والقدّيسة حنّة

في ”ملعب الكومنولث“ (Commonwealth Stadium) في إدمونتون

الثلاثاء 26 تموز/يوليو 2022

اليوم هو عيد أجداد يسوع، وقد أراد الرّبّ يسوع منّا أن نلتقي اليوم كثيرين، وعلى وجه التّحديد، في هذه المناسبة العزيزة عليكم، كما هي بالنسبة لي. في بيت يواكيم وحنّة، التقى يسوع الصّغير بأجداده المتقدّمين بالسّنّ واختبر قربهم وحنانهم وحكمتهم. لنفكّر نحن أيضًا في أجدادنا ولنتأمّل في جانبَين مهمَين.

الجانب الأوّل: نحن أبناء تاريخ يجب أن نحافظ عليه. نحن لسنا أفرادًا منعزلين، ولسنا جزرًا، ولا أحد يأتي إلى العالم بمعزل عن الآخرين. جذورنا، الحبّ الذي انتظرنا والذي وجدناه عندما جئنا إلى العالم، والبيئات العائليّة التي نشأنا فيها، هي جزء من تاريخ فريد سبقنا وفيه وُلِدنا. لم نختَرْه نحن، بل قبلناه هبةً، وهي هبة نحن مدعوّون إلى أن نحافظ عليها. لأنّنا، كما يذكّرنا سفر يشوع بن سيراخ، نحن ”ذرية“ من سبقونا، نحن "الميراث الصَّالِح" (يشوع بن سيراخ 44، 11). ميراث يتعدى بسالة البعض أو نفوذهم، وذكاء البعض الآخر وإبداعهم في الأغنيّة أو الشّعر، إنّه ميراث مركزه البِرّ، والإخلاص لله، ولمشيئته. هذا ما نقلوه إلينا. وحتى نقبل حقًا ما نحن، وكم نحن عزيزون، يجب أن نتحمّل هؤلاء الذين انحدرنا منهم، أولئك الذين لم يفكّروا في أنفسهم فحسب، بل نقلوا إلينا كنز الحياة. نحن هنا بفضل الوالدين، ولكن أيضًا بفضل الأجداد الذين جعلونا نختبر بأنّه مرحَّبٌ بنا في العالم. كانوا هم غالبًا من أحبّونا دون تحفظ ودون أن يتوقعوا شيئًا منا: لقد أخذوا بيدنا عندما كنا خائفين، ومنحونا الاطمئنان في ظلام الليل، وشجّعونا عندما كان علينا في وضح النهار مواجهة خيارات الحياة. بفضل أجدادنا، تلقينا لطف التاريخ الذي سبقنا: تعلّمنا أنّ الخير والحنان والحكمة هي جذور إنسانيّة راسخة. في بيت الأجداد، تنفّس الكثير منّا عبق الإنجيل، وقوّة الإيمان الذي صار مذاقه مثل مذاق البيت. بفضلهم اكتشفنا إيمانًا عائليًا مألوفًا؛ نعم، هذا صحيح، لأنّ الإيمان يتمّ توصيله بشكل أساسيّ بهذه الطريقة، يتمّ توصيله ”باللغة واللهجة المحليّة“، ويتمّ توصيله من خلال الموّدة والتّشجيع والرعايّة والقرب.

هذا هو تاريخنا الذي يجب أن نحافظ عليه، التاريخ الذي نحن ورثة له: نحن أبناء لأنّنا أحفاد. لقد طبع الأجداد فينا الطابع الأصلي لأسلوبهم في الحياة، ومنحونا الكرامة والثقة بأنفسنا وبالآخرين. ونقلوا إلينا شيئًا لا يمكن محوه في داخلنا، وفي الوقت نفسه، سمحوا لنا بأن نكون أشخاصًا فريدين وأصليّين وأحرارًا. وهكذا فقد تعلّمنا بالتّحديد من أجدادنا أنّ الحبّ لا يمكن أن يكون إكراهًا، ولا حرمانًا للآخر من حريته الداخليّة. أحبّ يواكيم وحنّة مريم بهذه الطريقة وأحبا يسوع؛ وقد أحبّت مريم يسوع بهذه الطريقة أيضًا، أحبّته بحبّ لم يخنقه قط ولم يقيِّده (عندها في البيت)، بل رافقته ليقبل الرّسالة التي جاء من أجلها إلى العالم. لنحاول أن نتعلّم هذا كأفراد وككنيسة: لا نضطهد أبدًا ضمير الآخر، ولا نقيّد أبدًا حرية من هم أمامنا، وقبل كلّ شيء، لا نفقد أبدًا الحبّ والاحترام للأشخاص الذين سبقونا والموكولين إلينا، فهم كنوز ثمينة يحافظون على تاريخ أكبر منهم.

أن نحافظ على التاريخ الذي وَلَدَنا - لا يزال سفر يشوع بن سيراخ يقول لنا - يعني عدم التعتيم على ”مجد“ الأسلاف: ألّا نضيّع ذكراهم، وألّا ننسى التاريخ الذي منحنا الحياة، وأن نتذكّر دائمًا تلك الأيدي التي لاطفتنا وأمسكت بنا بين ذراعيها، لأنّنا عند هذا الينبوع نجد العزاء في لحظات الإحباط ، والنور للتمييز بين الأمور، والشّجاعة لمواجهة تحديّات الحياة. وأن نحافظ على التاريخ الذي وَلَدَنا يعني أيضًا أن نعود دائمًا إلى تلك المدرسة، حيث تعلّمنا وعشنا الحبّ. وهذا يعني، أمام الخيارات التي يتعيّن علينا اتخاذها يوميًا، أن نسأل أنفسنا: ماذا يفعل كبارنا الذين عرفناهم بحكمتهم، لو كانوا محلّنا، وبماذا ينصحنا، وبماذا كان ينصحنا أجدادنا وأجداد أجدادنا؟

أيّها الإخوة والأخوات الأعزّاء، لنسأل أنفسنا إذن: هل نحن أبناء وأحفاد نعرف كيف نحافظ على الغنى الذي نلناه؟ هل نتذكّر التّعاليم الصّالحة التي ورثناها؟ هل نتحدّث مع كبار السّنّ، وهل نخصّص وقتًا للإصغاء إليهم؟ وأيضًا، في بيوتنا، التي صارت مجهّزة بكلّ ما يلزم، وبالوسائل العصريّة والعمليّة، هل نعرف أن نخصّص مساحة مناسبة للحفاظ على ذكرياتهم، مكانًا خاصًّا، مَقْدِسًا عائليًّا صغيرًا يتيح لنا أيضًا، من خلال الصّور والأشياء العزيزة، أن نرفع أفكارنا وصلواتنا مِن أجل مَن سبقونا؟ هل حافظنا على الكتاب المقدّس لأسلافنا ومسبحتهم الورديّة؟ الصّلاة من أجلهم والاتحاد معهم، وتخصّيص وقت للذكريات، والمحافظة على الميراث. في ضباب النسيان الذي يسيطر على أوقاتنا العاصفة، أيّها الإخوة والأخوات، من الضّروريّ الاهتمام بالجذور. هكذا تنمو الشجرة، وهكذا يُبنى المستقبل.

وهكذا نصل إلى التفكير في جانب ثان: إلى جانب كوننا أبناء تاريخ يجب أن نحافظ عليه، نحن صنّاعُ تاريخ يجب بناؤه. يمكن لكلّ واحد أن يعرف نفسه، ما هو، بما فيه من أضواء وظلال، وبحسب الحبّ الذي وجده أو افتقده. سرّ الحياة البشريّة يكمن في هذا: نحن جميعًا أبناء لوالدين، وَلدونا وكوّنونا، وعندما نصير بالغين، نحن أيضًا مدعوّون إلى أن نكون مولّدين للحياة، وآباء وأمهات وأجدادًا لكائن آخر. لذا، بالنظر إلى الشّخص الذي هو نحن اليوم، ماذا نريد أن نفعل مع أنفسنا؟ الأجداد الذين انحدرنا منهم، والكبار في السّنّ الذين حلِموا وأملوا وضحّوا بأنفسهم من أجلنا، يوجّهون إلينا سؤالًا جوهريًّا: أيّ مجتمع نريد أن نبني؟ قبِلنا نحن الشّيء الكثير من الذين سبقونا: والآن ماذا نريد نحن أن نورث أجيالنا القادمة؟ إيمانًا حيًّا أم إيمانًا ”بماء الورد“، ومجتمعًا مؤسّسًا على منفعة الأفراد أم على الأخوّة، وعالمًا يسوده السّلام أم الحرب، وخليقة محطّمة أم بيتًا لا يزال يستقبل؟

ولا ننسَ أنّ حركة الحياة تسير من الجذور إلى الأغصان، وإلى الأوراق، وإلى الأزهار، وإلى ثمار الشّجرة. التقلّيد الحقيقيّ يسير في الاتجاه العموديّ: من الأسفل إلى الأعلى. لنكن متنبّهين لعدم الوقوع في كاريكاتير التقلّيد، الذي لا يسير في الخط العمودي - من الجذور إلى الثمار – بل يتحرّك في خط أفقي – من الأمام/للخلف - مما يقودنا إلى ثقافة ”التخلّف“ كملاذ للأنانيّة. وكلّ ما يفعله هو تجميد الحاضر، ونبقى في منطق: ”هكذا كانوا دائمًا يعملون“.

في الإنجيل الذي أصغينا إليه، قال يسوع للتلاميذ إنّهم طوباويون لأنّهم يستطيعون أن يُبصروا ويسمعوا ما لم يستطع الكثير من الأنبياء والصِدِّيقين أن يتَمَنَّوا (راجع متى 13، 16-17). في الواقع، آمن هؤلاء بوعد الله بمجيء المسيح، وأعدّوا الطّريق له وبشّروا بقدومه. الآن وقد جاء المسيح، على أية حال، أولئك الذين يستطيعون أن يبصروه ويسمعوه مدعوّون إلى قبوله والتبشير به.

أيّها الإخوة والأخوات، هذا ينطبق علينا أيضًا. الذين سبقونا نقلوا إلينا حبًّا وقوّة وتوقًا ونارًا علينا إحياؤها. ليست مهمتنا المحافظة على الرّماد، بل علينا إحياء النار التي أشعلوها. كان أجدادنا وكبارنا يرغبون في رؤية عالم أكثر عدلًا وأكثر أخوّة وأكثر تضامنًا، وقد كافحوا من أجل أن يعطونا مستقبلًا. الآن، علينا ألّا نخيِّب آمالهم. وعلينا أن نتولى مسؤوليّة هذا التقليد الذي قبلناه منهم، لأنّ التقليد هو إيمان أمواتنا الحيّ. من فضلكم، لا تحَولوه إلى تقليد جاف، أي إلى إيمان الأحياء الميّت، كما قال أحد المفكّرين. آباؤنا هم جذورنا وسندنا، وعلينا الآن أن نؤتي ثمرًا. نحن الفروع التي يجب أن تُزهر وأن تضع بذورًا جديدة في التاريخ. لذا، لنسأل أنفسنا سؤالًا عمليًّا: أمام تاريخ الخلاص الذي أنتمي إليه، وأمام أولئك الذين سبقوني وأحبّوني، ماذا أفعل؟ لدي دور فريد في التاريخ ولا أحد يقوم به محلي: أي أثر أترك خلفي على الطريق، وماذا أفعل، وماذا أترك لمن يتبعني، وماذا أعطي من نفسي؟ في كثير من الأحيان تقاس الحياة بالمال الذي نكسبه، أو الوظيفة التي نصل إليها، والنجاح والتقدّير الذي نلقاه من الآخرين. لكن هذه ليست معايير مولِّدة للحياة. السّؤال هو: هل أنا صانع للحياة؟ هل أُدخل حبًّا جديدًا ومتجدّدًا في التاريخ؟ هل أُعلن الإنجيل حيث أَعيش، وهل أَخدُم أحدًا ما بمجانيّة، كما فعل معي من سبقوني؟ ماذا أفعل من أجل كنيستيّ ومدينتيّ ومجتمعيّ؟ أيّها الإخوة والأخوات، من السّهل الانتقاد، لكن الرّبّ يسوع لا يريدنا فقط أن نكون منتقدين للنظام، ولا يريدنا أن نكون منغلقين، ولا يريدنا أن نكون ”متأخرين“، مثل هؤلاء الذين ينسحبون، كما يقول مؤلّف الرّسالة إلى العبرانيّين (راجع 10، 39)، بل يريدنا أن نكون صنّاع تاريخ جديد، ونسّاجي أمل، وبناة مستقبل، وصانعي سلام.

ليشفَعْ القدّيسان يواكيم وحنّة من أجلنا: ليساعدانا لنحافظ على التاريخ الذي وُلِدْنا فيه، ولنبني تاريخًا يُولِّد الحياة. ليذكّرانا بالأهميّة الروحيّة لتكريم أجدادنا وكبارنا، ولتقدّير حضورهم لبناء مستقبل أفضل. مستقبل لا يُهمَل فيه كبار السّنّ لأنّه من الناحيّة العمليّة ”لم يعد لنا حاجة إليهم“؛ مستقبل لا يحكم على قيمة الناس فقط بما يُنتجون؛ مستقبل ليس غير مكترث لأولئك الذين تقدّموا في العمر ويحتاجون إلى مزيد من الوقت والإصغاء إليهم والاهتمام بهم؛ مستقبل لن يكرّر فيه أحدٌ تاريخ العنف والتهميش الذي عانى منه إخوتنا وأخواتنا من السّكان الأصليّين. إنّه مستقبلٌ ممكنٌ إن لم نقطع، بعون الله، الروابط مع أولئك الذين سبقونا، وإن عزّزنا الحوار مع أولئك الذين سيأتون بعدنا: الشّباب والكبار في السّنّ، الأجداد والأحفاد، معًا. لنمضِ قُدُمًا معًا، ولنحلم معًا ولا ننسَ نصيحة بولس لتلميذه طيموتاوس: ”تذكّر أمّك وجدتك“ (راجع 2 طيموتاوس 1، 5).

[01126-AR.02] [Testo originale: Spagnolo]

[B0558-XX.02]