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Intervento del Santo Padre al Vertice di Giudici e Magistrati contro il traffico delle persone umane e il crimine organizzato (Vaticano, 3-4 giugno 2016), 03.06.2016


Discorso del Santo Padre

Traduzione in lingua italiana

Traduzione in lingua inglese

Si è aperto oggi in Vaticano il Vertice di Giudici e Magistrati contro il traffico delle persone umane e il crimine organizzato, che la Pontificia Accademia delle Scienze Sociali ha promosso sulla scia dei precedenti incontri con la partecipazione di leader di molte religioni (nel 2014) e di sindaci delle principali capitali e di grandi metropoli (nel 2015).

Questa sera, alle ore 18.30, il Santo Padre Francesco è intervenuto all’incontro di giudici, procuratori e magistrati di molti Paesi riuniti presso la Casina Pio IV, ed ha loro rivolto il discorso che pubblichiamo di seguito:

Discorso del Santo Padre

Buenas tardes. Los saludo cordialmente y renuevo la expresión de mi estima por su colaboración para contribuir al progreso humano y social del que es capaz la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales.

Si me alegro de esta contribución y me complazco con ustedes es también en consideración al noble servicio que pueden ofrecer a la humanidad, ya sea profundizando en el conocimiento de ese fenómeno tan actual, la indiferencia en el mundo globalizado y sus formas extremas, ya sea en las soluciones frente a este reto, tratando de mejorar las condiciones de vida de los más necesitados entre nuestros hermanos y hermanas. Siguiendo a Cristo, la Iglesia está llamada a comprometerse. O sea, no cabe el adagio de la Ilustración, según el cual la Iglesia no debe meterse en política, la Iglesia debe meterse en la gran política porque -cito a Pablo VI- “la política es una de las formas más altas del amor, de la caridad”. Y la Iglesia también está llamada a ser fiel con las personas, aun más cuando se consideran las situaciones donde se tocan las llagas y el sufrimiento dramático, y en las cuales están implicados los valores, la ética, las ciencias sociales y la fe; situaciones en las cuales el testimonio de ustedes como personas y humanistas, unido a la competencia social propia, es particularmente apreciado.

En el curso de estos últimos años no han faltado importantes actividades de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales bajo el vigoroso impulso de su Presidenta, del Canciller y de algunos colaboradores externos de notorio prestigio, a quienes agradezco de corazón. Actividades en defensa de la dignidad y libertad de los hombres y mujeres de hoy y, en particular, para erradicar la trata y el tráfico de personas y las nuevas formas de esclavitud tales como el trabajo forzado, la prostitución, el tráfico de órganos, el comercio de la droga, la criminalidad organizada. Como dijo mi predecesor Benedicto XVI, y lo he afirmado yo mismo en varias ocasiones, éstos son verdaderos crímenes de lesa humanidad que deben ser reconocidos como tales por todos los líderes religiosos, políticos y sociales, y plasmados en las leyes nacionales e internacionales.

El encuentro con los líderes religiosos de las principales religiones que hoy influyen en el mundo global, el 2 de diciembre del 2014, así como la cumbre de los intendentes y alcaldes de las ciudades más importantes del mundo, el 21 de julio del 2015, han manifestado la voluntad de esta Institución en perseguir la erradicación de las nuevas formas de esclavitud. Conservo un particular recuerdo de estos dos encuentros, como también de los significativos seminarios de los jóvenes, todos debidos a la iniciativa de la Academia. Alguno puede pensar que la Academia debe moverse más bien en un ámbito de ciencias puras, de consideraciones más teóricas. Esto responde ciertamente a una concepción ilustrada de lo que debe ser una Academia. Una Academia ha de tener raíces, y raíces en lo concreto, porque sino corre el riesgo de fomentar una reflexión líquida que se vaporiza y no llega a nada. Este divorcio entre la idea y la realidad es evidentemente un fenómeno cultural pasado, más bien de la Ilustración, pero que todavía tiene su incidencia.

Actualmente, inspirada por los mismos deseos, la Academia ha convocado a ustedes, jueces y fiscales de todo el mundo, con experiencia y sabiduría práctica en la erradicación de la trata y tráfico de personas y de la criminalidad organizada. Ustedes han venido aquí representando a sus colegas, con el loable propósito de avanzar en la toma de conciencia cabal de estos flagelos y, consecuentemente, manifestar su insustituible misión frente a los nuevos retos que nos plantea la globalización de la indiferencia, respondiendo a la creciente solicitud de la sociedad y en el respeto de las leyes nacionales e internacionales. Hacerse cargo de la propia vocación quiere decir también sentirse y proclamarse libres. Jueces y fiscales libres ,¿de qué?: de las presiones de los gobiernos, libres de las instituciones privadas y, naturalmente, libres de las “estructuras de pecado” de las que habla mi predecesor san Juan Pablo II, en particular, de la “estructura de pecado”, libres del crimen organizado. Yo sé que ustedes sufren presiones, sufren amenazas en todo esto, y sé que hoy día ser juez, ser fiscal, es arriesgar el pellejo, y eso merece un reconocimiento a la valentía de aquellos que quieren seguir siendo libres en el ejercicio de su función jurídica. Sin esta libertad, el poder judicial de una Nación se corrompe y siembra corrupción. Todos conocemos la caricatura de la justicia, para estos casos, ¿no?: La justicia con los ojos vendados que se le va cayendo la venda y le tapa la boca.

Felizmente, para la realización de este complejo y delicado proyecto humano y cristiano: liberar a la humanidad de las nuevas esclavitudes y del crimen organizado, que la Academia cumple siguiendo mi pedido, se puede contar también con la importante y decisiva sinergia de las Naciones Unidas. Hay una mayor conciencia de esto, una fuerte conciencia. Agradezco que los representantes de las 193 Naciones miembros de la ONU, que hayan aprobado unánimemente los nuevos objetivos del desarrollo sostenible e integral, y en particular la meta 8.7. Esta reza así: “Adoptar medidas inmediatas y eficaces para erradicar el trabajo forzoso, poner fin a las formas modernas de esclavitud y la trata de seres humanos, y asegurar la prohibición y eliminación de las peores formas de trabajo infantil, incluidos el reclutamiento y la utilización de niños soldados, y, a más tardar en 2025, poner fin al trabajo infantil en todas sus formas”. Hasta aquí la resolución. Bien se puede decir que ahora es un imperativo moral para todas las Naciones miembros de la ONU actuar tales objetivos y tal meta.

Para ello, es obligatorio generar un movimiento trasversal y ondular, una “buena onda”, que abrace a toda la sociedad de arriba para abajo y viceversa, desde la periferia al centro y al revés, desde los líderes hacia las comunidades, y desde los pueblos y la opinión pública hasta los más altos estratos dirigenciales. La realización de ello requiere que, como ya lo han hecho los líderes religiosos, sociales y los alcaldes, también los jueces tomen plena conciencia de este desafío, que sientan la importancia de su responsabilidad ante la sociedad, y que compartan sus experiencias y buenas prácticas, y que actúen juntos - importante, en comunión, en comunidad, que actúen juntos - para abrir brechas y nuevos caminos de justicia en beneficio de la promoción de la dignidad humana, de la libertad, la responsabilidad, la felicidad y, en definitiva, de la paz. Sin ceder al gusto por la simetría, podríamos decir que el juez es a la justicia como el religioso y el filósofo a la moral, y el gobernante o cualquier otra figura personalizada del poder soberano es a lo político. Pero solamente en la figura del juez la justicia se reconoce como el primer atributo de la sociedad. Y esto hay que rescatarlo, porque la tendencia, cada vez mayor, es la de licuar la figura del juez a través de las presiones, etcétera, que mencioné antes. Y, sin embargo, es el primer atributo de la sociedad. Sale en la misma tradición bíblica, ¿no es cierto? Moisés necesita instituir setenta jueces para que lo ayuden, que juzguen los casos, el juez a quien se recurre. Y también en este proceso de licuefacción, lo contundente, lo concreto de la realidad afecta a los pueblos. O sea, los pueblos tienen una entidad que les da consistencia, que los hace crecer, y hacer sus propios proyectos, asumir sus fracasos, asumir sus ideales, pero también están sufriendo un proceso de licuefacción, y todo lo que es la consistencia concreta de un pueblo tiende a transformarse en la mera identidad nominal de un ciudadano, y un pueblo no es lo mismo que un grupo de ciudadanos. El juez es el primer atributo de una sociedad de pueblo.

La Academia, convocando a los jueces, no aspira sino a colaborar en la medida de sus posibilidades según el mandato de la ONU. Cabe aquí agradecer a aquellas Naciones que por intermedio de los Embajadores ante la Santa Sede no se han mostrado indiferentes o arbitrariamente críticas, sino que, por el contrario, han colaborado activamente con la Academia en la realización de esta Cumbre. Los Embajadores que no sintieron esta necesidad, o que se lavaron las manos, o que pensaron que no era tan necesario, los esperamos para la próxima reunión.

Pido a los jueces que realicen su vocación y misión esencial: establecer la justicia sin la cual no hay orden, ni desarrollo sostenible e integral, ni tampoco paz social. Sin duda, uno de los más grandes males sociales del mundo de hoy es la corrupción en todos los niveles, la cual debilita cualquier gobierno, debilita la democracia participativa y la actividad de la justicia. A ustedes, jueces, corresponde hacer justicia, y les pido una especial atención en hacer justicia en el campo de la trata y del tráfico de personas y, frente a esto y al crimen organizado, les pido que se defiendan de caer en la telaraña de las corrupciones.

Cuando decimos “hacer justicia”, como ustedes bien saben, no entendemos que se deba buscar el castigo por sí mismo, sino que, cuando caben penalidades, que éstas sean dadas para la reeducación de los responsables, de tal modo que se les pueda abrir una esperanza de reinserción en la sociedad, o sea, no hay pena válida sin esperanza. Una pena clausurada en sí misma, que no dé lugar a la esperanza, es una tortura, no es una pena. En esto yo me baso también para afirmar seriamente la postura de la Iglesia contra la pena de muerte. Claro, me decía un teólogo que en la concepción de la teología medieval y post-medieval, la pena de muerte tenía la esperanza: “se los entregamos a Dios”. Pero los tiempos han cambiado y esto ya no cabe. Dejemos que sea Dios quien elija el momento… La esperanza de la reinserción en la sociedad: “Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante” (san Juan Pablo II, EV, n. 9). Y, si esta delicada conjunción entre la justicia y la misericordia, que en el fondo es preparar para una reinserción, vale para los responsables de los crímenes de lesa humanidad como también para todo ser humano, a fortiori vale sobretodo para las víctimas que, como su nombre indica, son más pasivas que activas en el ejercicio de su libertad, habiendo caído en la trampa de los nuevos cazadores de esclavos. Víctimas tantas veces traicionadas hasta en lo más íntimo y sagrado de su persona, es decir en el amor que ellas aspiran a dar y tener, y que su familia les debe o que les prometen sus pretendientes o maridos, quienes en cambio acaban vendiéndolas en el mercado del trabajo forzado, de la prostitución o de la venta de órganos.

Los jueces están llamados hoy más que nunca a poner gran atención en las necesidades de las víctimas. Son las primeras que deben ser rehabilitadas y reintegradas en la sociedad y por ellas se debe perseguir sin cuartel a los traficantes y “carníferos”. No vale el viejo adagio: son cosas que existen desde que el mundo es mundo. Las víctimas pueden cambiar y, de hecho, sabemos que cambian de vida con la ayuda de los buenos jueces, de las personas que las asisten y de toda la sociedad. Sabemos que no pocas de esas personas son abogados o abogadas, políticos o políticas, escritores brillantes o bien tienen algún oficio exitoso para servir de modo válido al bien común. Sabemos cuán importante es que cada víctima se anime a hablar de su ser víctima como un pasado que superó valientemente siendo ahora un sobreviviente o, mejor dicho, una persona con calidad de vida, con dignidad recuperada y libertad asumida. Y en este asunto de la reinserción quisiera trasmitir una experiencia empírica, a mí me gusta, cuando voy a una ciudad, visitar las cárceles – ya he visitado varias - y es curioso, sin desmerecer a nadie, pero como impresión general he visto que las cárceles cuyo director es una mujer van mejor que aquellas cuyo director es un hombre. Esto no es feminismo, es curioso. La mujer tiene en esto de la reinserción un olfato especial, un tacto especial, que sin perder energías, recoloca a las personas, las reubica, algunos lo atribuyen a la raíz de la maternalidad. Pero es curioso, lo paso como experiencia personal, vale la pena repensarlo. Y aquí, en Italia, hay un alto porcentaje de cárceles dirigidas por mujeres, muchas mujeres jóvenes, respetadas y que tienen buen trato con los presos. Otra experiencia que tengo es que en las audiencias de los miércoles no es raro que venga un grupo de reclusos - de tal cárcel, de tal otra -, traídos por el director o la directora, y estén ahí. O sea, son todos gestos de reinserción.

Ustedes están llamados a dar esperanza en el hacer la justicia. Desde la viuda que pide justicia insistentemente (Lc 18,1-8), hasta las víctimas de hoy, todas ellas alimentan un anhelo de justicia como esperanza de que la injusticia que atraviesa este mundo no sea lo último, no tenga la última palabra.

Tal vez puede ayudar el aplicar, según las modalidades propias de cada país, de cada continente y de cada tradición jurídica, la praxis italiana de recuperar los bienes mal habidos de los traficantes y delincuentes para ofrecerlos a la sociedad y, en concreto, para la reinserción de las víctimas. La rehabilitación de las víctimas y su reinserción en la sociedad, siempre realmente posible, es el mayor bien que podemos hacer a ellas mismas, a la comunidad y a la paz social. Claro, es duro el trabajo, no termina con la sentencia, termina después procurando que haya un acompañamiento, un crecimiento, una reinserción, una rehabilitación de la víctima y del victimario.

Si hay algo que atraviesa las bienaventuranzas evangélicas y el protocolo del juicio divino con el que todos seremos juzgados, de Mateo c.25, es el tema de la justicia: felices los que tienen hambre y sed de justicia, felices los que sufren por la justicia, felices los que lloran, felices los pacíficos, felices los operadores de paz, benditos de mi Padre los que tratan al más necesitado y pequeño de mis hermanos como a mí mismo. Ellos o ellas – y aquí cabe referirse especialmente a los jueces – tendrán la más alta recompensa: poseerán la tierra, serán llamados y serán hijos de Dios, verán a Dios, y gozarán eternamente junto al Padre.

En este espíritu, me animo a pedirles a jueces, fiscales y académicos que continúen sus trabajos y realicen, dentro de las propias posibilidades y con la ayuda de la gracia, las felices iniciativas que les honran en servicio de las personas y del bien común. Muchas gracias.

[00926-ES.01] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua italiana

Buona sera! Vi saluto cordialmente e rinnovo l’espressione della mia stima per la vostra collaborazione nel contribuire al progresso umano e sociale, finalità della Pontificia Accademia delle Scienze Sociali.

Se mi rallegro di tale contributo e mi compiaccio con voi, è anche in considerazione del nobile servizio che potete offrire all’umanità, sia approfondendo la conoscenza di questo fenomeno così attuale, cioè l’indifferenza nel mondo globalizzato e le sue forme estreme, sia nelle soluzioni per affrontare tale sfida, adoperandovi per migliorare le condizioni di vita dei più bisognosi tra i nostri fratelli e sorelle. Seguendo Cristo, la Chiesa è chiamata a impegnarsi. Ossia, non vale l’adagio illuministico secondo il quale la Chiesa non deve mettersi in politica; la Chiesa deve mettersi nella “grande” politica perché – cito Paolo VI – “la politica è una delle forme più alte dell’amore, della carità”. E La Chiesa è anche chiamata ad essere fedele alle persone, ancor più se si considerano le situazioni in cui si toccano le piaghe e le sofferenze drammatiche, e nelle quali sono coinvolti i valori, l’etica, le scienze sociali e la fede; situazioni nelle quali la vostra testimonianza di persone e umanisti, unita alla vostra specifica competenza sociale, è particolarmente apprezzata.

Nel corso di questi ultimi anni non sono mancate importanti attività della Pontificia Accademia delle Scienze Sociali sotto il forte impulso della sua Presidente, del Cancelliere e di alcuni collaboratori esterni di rinomato prestigio, che ringrazio di cuore. Attività in difesa della dignità e libertà degli uomini e delle donne di oggi e, in particolare, volte a sradicare la tratta e il traffico di persone e le nuove forme di schiavitù come il lavoro forzato, la prostituzione, il traffico di organi, il commercio della droga, la criminalità organizzata. Come ha detto il mio predecessore Benedetto XVI, e come ho affermato io stesso in diverse occasioni, questi sono veri e propri crimini di lesa umanità che devono essere riconosciuti tali da tutte le autorità religiose, politiche e sociali, e sanciti dalle leggi nazionali e internazionali.

L’incontro con i capi religiosi delle principali religioni che oggi influiscono sul mondo globale, il 2 dicembre 2014, come pure il vertice degli amministratori e dei sindaci delle città più importanti del mondo, il 21 luglio 2015, hanno manifestato la volontà di questa Istituzione di perseguire l’eliminazione delle nuove forme di schiavitù. Conservo un particolare ricordo di questi due incontri, come anche dei significativi seminari dei giovani, tutti promossi dall’Accademia. Qualcuno potrebbe pensare che l’Accademia debba muoversi piuttosto in un ambito di scienze pure, di considerazioni più teoriche. Questo risponde certamente ad una concezione illuministica di quello che deve essere un’Accademia. Ma un’Accademia deve avere radici e radici nel concreto, perché altrimenti corre il rischio di sviluppare una riflessione liquida, che si vaporizza e non porta a nulla. Questo divorzio tra l’idea e la realtà è chiaramente è un fenomeno culturale passato, proprio piuttosto dell’Illuminismo, ma che ha ancora la sua incidenza.

Ora, ispirata dai medesimi obiettivi, l’Accademia ha convocato voi, giudici e pubblici ministeri provenienti da tutto il mondo, con esperienza e saggezza pratica nello sradicamento della tratta, del traffico di persone e della criminalità organizzata. Siete venuti in rappresentanza dei vostri colleghi con il lodevole intento di progredire nella piena consapevolezza di tali flagelli e, conseguentemente, di manifestare la vostra insostituibile missione di fronte alle nuove sfide poste dalla globalizzazione dell’indifferenza, rispondendo alla crescente richiesta della società e nel rispetto delle leggi nazionali e internazionali. Farsi carico della propria vocazione significa anche sentirsi e proclamarsi liberi. Giudici e pubblici ministeri liberi: da che cosa? Dalle pressioni dei governi; liberi dalle istituzioni private e, naturalmente, liberi dalle “strutture di peccato” di cui parlava il mio predecessore san Giovanni Paolo II, in particolare liberi da quella “struttura di peccato” che è la criminalità organizzata. Io so che voi siete sottoposti a pressioni, sottoposti a minacce in tutto questo; e so che oggi essere giudici, essere pubblici ministeri significa rischiare la pelle, e questo merita un riconoscimento al coraggio di quelli che vogliono continuare ad essere liberi nell’esercizio delle loro funzione giuridica. Senza questa libertà, il potere giudiziario di una nazione si corrompe e genera corruzione. Tutti conosciamo la caricatura della giustizia, in questi casi: la giustizia con gli occhi bendati: le cade la benda e le tappa la bocca.

Fortunatamente, per la realizzazione di questo complesso e delicato progetto umano e cristiano: liberare l’umanità dalle nuove schiavitù e dal crimine organizzato, progetto che l’Accademia persegue rispondendo alla mia richiesta, si può anche contare sull’importante e decisiva sinergia delle Nazioni Unite. C’è una maggiore coscienza di questo, una forte coscienza. Mi congratulo con i rappresentanti dei 193 Paesi membri dell’ONU, che hanno approvato all’unanimità i nuovi obiettivi dello sviluppo sostenibile e integrale, e in particolare la meta 8.7. Essa recita così: “Adottare misure immediate ed efficaci per sradicare il lavoro forzato, porre fine alle forme moderne di schiavitù e alla tratta di esseri umani, e assicurare il divieto e l’eliminazione delle peggiori forme di lavoro infantile, inclusi il reclutamento e l’utilizzo di bambini soldato, e, al più tardi entro il 2025, porre fine al lavoro infantile in tutte le sue forme”. Fin qui la Risoluzione. Si può ben dire che adesso è un imperativo morale per tutti Paesi membri dell’ONU attuare tali obiettivi e tale meta.

Perciò è necessario generare un moto trasversale e ondulare, una “buona onda”, che abbracci tutta società dall’alto in basso e viceversa, dalla periferia al centro e viceversa, dai capi fino alle comunità, e dai popoli e dall’opinione pubblica fino ai più alti livelli dirigenziali. La realizzazione di questo esige che, come hanno già fatto le autorità religiose e sociali e i sindaci, così anche i giudici prendano piena coscienza di tale sfida, sentano l’importanza della propria responsabilità davanti alla società, condividano le proprie esperienze e buone pratiche e agiscano insieme – è importante, in comunione, in comunità, che agiscano insieme – per aprire spazi e nuove vie di giustizia a vantaggio della promozione della dignità umana, della libertà, della responsabilità, della felicità e, in definitiva, della pace. Senza cedere al gusto della simmetria, potremmo dire che il giudice sta alla giustizia come il religioso e il filosofo alla morale, e come il governante o ogni altra figura che impersona il potere sovrano sta alla politica. Ma solamente nella figura del giudice si riconosce la giustizia come il primo attributo della società. E questo bisogna rivalutarlo, perché la tendenza sempre maggiore è quella di “liquefare” la figura del giudice attraverso le pressioni e quanto ho menzionato prima. E tuttavia è la prima caratteristica della società. Viene già dalla stessa tradizione biblica, non è così? Mosè ha bisogno di istituire 70 giudici perché lo aiutino, che giudichino i casi: il giudice, a cui si ricorre. E anche in questo processo di liquefazione, la realtà decisiva, la realtà concreta riguarda i popoli. Ossia, popoli hanno un’entità che dà loro consistenza, che li fa crescere, avere i propri progetti, farsi carico dei propri fallimenti, dei propri ideali; però stanno anche soffrendo un processo di “liquefazione” e tutto ciò che è la consistenza concreta di un popolo tende a trasformarsi nella mera identità nominale di un cittadino, e un popolo non è la stessa cosa di un gruppo di cittadini. Il giudice è la prima caratteristica di una società di popolo.

L’Accademia, convocando i giudici, non aspira se non a collaborare secondo la misura delle sue possibilità in sintonia con il citato obiettivo dell’ONU. Vanno qui ringraziate quelle nazioni che, tramite gli Ambasciatori presso la Santa Sede, non sono rimaste indifferenti o arbitrariamente critiche, ma al contrario hanno attivamente collaborato con l’Accademia per la realizzazione di questo vertice. Gli Ambasciatori che non hanno sentito questa necessità, o che se ne sono lavati le mani, o hanno pensato che non era poi così necessario, li aspettiamo per la prossima riunione.

Chiedo ai giudici di realizzare la propria vocazione e la propria missione essenziale: stabilire la giustizia, senza la quale non vi è ordine, né sviluppo sostenibile e integrale, né tantomeno pace sociale. Senza dubbio, uno dei più grandi mali sociali del mondo odierno è la corruzione a tutti i livelli, la quale indebolisce qualunque governo, indebolisce la democrazia partecipativa e l’attività giudiziaria. A voi, giudici, spetta il dovere di fare giustizia, e vi chiedo una speciale attenzione per fare giustizia nell’ambito della tratta e del traffico di persone e, di fronte a ciò e al crimine organizzato, vi chiedo di guardarvi dal cadere nella ragnatela delle corruzioni.

Quando diciamo “fare giustizia”, come voi ben sapete, non intendiamo che si debba cercare il castigo per sé stesso, ma che, quando occorrono le pene, queste siano date per la rieducazione dei responsabili, in modo tale che si possa aprire loro una speranza di reinserimento nella società. Ossia, non c’è pena valida senza speranza. Una pena chiusa in sé stessa, che non dia spazio alla speranza, è una tortura, non è una pena. Su questo mi baso anche per affermare seriamente la posizione della Chiesa contro la pena di morte. Certo, mi diceva un teologo che nella concezione della teologia medievale e post-medievale, la pena di morte era legata a una speranza: “li affidiamo a Dio”. Ma i tempi sono cambiati e questo non è più possibile. Lasciamo che sia Dio a scegliere il momento... La speranza del reinserimento nella società: “Neppure l’omicida perde la sua dignità personale e Dio stesso se ne fa garante” (Giovanni Paolo II, Enc. Evangelium vitae, 9). E se questa delicata congiunzione tra giustizia e misericordia, che in fondo è preparare per un reinserimento, vale per i responsabili dei crimini di lesa umanità come anche per ogni essere umano, a fortiori vale per le vittime che, come indica il loro stesso nome, sono più passive che attive nell’esercizio della loro libertà, essendo cadute nella trappola dei nuovi cacciatori di schiavi. Vittime molte volte tradite fin nel più intimo e più sacro della loro persona, cioè nell’amore che esse aspirano a dare e a ricevere, e che la loro famiglia deve loro o che viene loro promesso da pretendenti o mariti, che invece finiscono per venderle sul mercato del lavoro forzato, della prostituzione o della vendita di organi.

I giudici sono chiamati oggi più che mai a porre grande attenzione alle necessità delle vittime. Sono le prime che devono essere riabilitate e reintegrate nella società, e per loro si deve perseguire una lotta senza quartiere ai trafficanti e ai carnefici. Non vale il vecchio adagio: “Sono cose che esistono da che mondo è mondo”. Le vittime possono cambiare e di fatto sappiamo che cambiano vita con l’aiuto di buoni giudici, delle persone che le assistono e di tutta la società. Sappiamo che non poche di queste persone sono avvocati, politici o politiche, scrittori brillanti o hanno qualche ufficio affermato per servire in modo efficace il bene comune. Sappiamo quanto è importante che ogni vittima trovi il coraggio di parlare del suo essere vittima come di un passato che ha superato coraggiosamente essendo ora un sopravvissuto, o, meglio, una persona con qualità di vita, con dignità recuperata e libertà assunta. E su questo tema del reinserimento, vorrei comunicare un’esperienza vissuta. A me piace, quando vado in una città, visitare il carcere. Ne ho visitati diversi… E’ interessante - senza voler offendere nessuno - è un’impressione generale: ho visto che le carceri in cui il direttore è una donna vanno meglio di quelle in cui il direttore è un uomo. Questo non è femminismo! E’ interessante. La donna ha, riguardo al reinserimento, un “fiuto” speciale, una sensibilità speciale che, senza mancare di energia, ricolloca queste persone, le riposiziona. Alcuni attribuiscono questo fatto alla radice della maternità… Ma è interessante, lo lascio come esperienza personale; vale la pensa ripensarlo. E qui in Italia c’è un’alta percentuale di carceri dirette da donne, molte donne giovani, rispettate e che hanno un buon modo di trattare con i detenuti. Un’altra esperienza che ho è che nelle udienze del mercoledì non è raro che venga un gruppo di detenuti – di questo o quel carcere –, accompagnati dal direttore o dalla direttrice, sono lì… Sono tutti gesti di reinserimento.

Voi siete chiamati a dare speranza nel fare la giustizia. Dalla vedova che chiede giustizia insistentemente, di cui parla il Vangelo (Lc 18,1-8), fino alle vittime di oggi, tutte alimentano un’aspirazione alla giustizia, come speranza che l’ingiustizia che attraversa questo mondo non sia l’ultima realtà, non abbia l’ultima parola.

A volte può essere di giovamento applicare, secondo modalità proprie di ogni paese, di ogni continente e di ogni tradizione giuridica, la prassi italiana di recuperare i beni male acquistati dai trafficanti e dai criminali per offrirli alla società e, in concreto, per il reinserimento delle vittime. La riabilitazione delle vittime e il loro reinserimento nella società, sempre realmente possibile, è il bene maggiore che possiamo fare a loro stesse, alla comunità e alla pace sociale. Certo, il lavoro è duro; non finisce con la sentenza, finisce dopo, facendo in modo che ci sia un accompagnamento, una crescita, un reinserimento, una riabilitazione della vittima e del carnefice.

Se c’è una cosa che attraversa le beatitudini evangeliche e il protocollo del giudizio divino con cui tutti saremo giudicati di Matteo 25, è il tema della giustizia: “Beati quelli che hanno fame e sete della giustizia, beati quelli che soffrono per la giustizia, beati quelli che piangono, beati i miti, beati gli operatori di pace”; “Benedetti dal Padre mio quelli che trattano il più bisognoso e il più piccolo dei miei fratelli come me stesso”. Essi o esse – e qui è il caso di riferirci in particolare ai giudici – avranno la ricompensa più grande: possederanno la terra, saranno chiamati e saranno figli di Dio, vedranno Dio, e gioiranno eternamente con il Padre celeste.

In questo spirito, mi permetto di chiedere a giudici, pubblici ministeri e membri dell’Accademia di continuare la loro opera e realizzare, secondo le proprie possibilità e con l’aiuto della grazia, le valide e benemerite iniziative al servizio delle persone e del bene comune. Tante grazie!

[00926-IT.01] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua inglese

Good afternoon! I offer you a cordial greeting and once more I express my appreciation for your efforts to contribute to the human and social progress which the Pontifical Academy of Social Sciences seeks to promote.

My heartfelt appreciation for this contribution also has to do with the noble service you can offer to humanity both by your analysis of the timely topic of indifference and the extreme forms it takes in our globalized world, and by your proposing solutions aimed at improving the living conditions of the poorest of our brothers and sisters. In fidelity to Christ, the Church is committed to meeting this challenge. The Enlightenment slogan that the Church must not be involved in politics has no application here, for the Church must be involved in the great political issues of our day. For, as Pope Paul VI pointed out, “political life is one of the highest forms of charity”. The Church is also called to be faithful to people and their needs, all the more so in situations of deep hurt and dramatic suffering in which values, ethics, social sciences and faith all enter into play. In such situations, your own witness as individuals and humanists, together with your expertise, is particularly valued.

In recent years, the Pontifical Academy of Social Sciences, thanks to the efforts of its President, its Chancellor and a number of prestigious external collaborators – to whom I offer my heartfelt thanks – has engaged in important activities in defence of human dignity and freedom in our day. This has been particularly the case with efforts to eliminate human trafficking and smuggling, as well as new forms of slavery such as forced labour, prostitution, organ trafficking, the drug trade and organized crime. As my predecessor Pope Benedict XVI stated, and I myself have repeated on several occasions, these are true crimes against humanity; they need to be recognized as such by all religious, political and social leaders, and by national and international legislation.

The 2 December 2014 meeting of leaders of the world’s major religions, and the 21 July 2015 summit of mayors and administrators of the world’s major cities, have demonstrated the readiness of the academy to work for the elimination of new forms of slavery. Together with these two meetings, I also think of the important youth symposiums promoted by the Academy. There are those who believe that the Academy would do better to be involved with pure science and theoretical considerations, which would certainly be consonant with an enlightenment vision of the nature of an academy. An academy must have roots, concrete roots; otherwise, it risks encouraging a free-flowing reflection which dissipates and amounts to nothing. The divorce between ideas and reality is clearly a bygone cultural phenomenon, an inheritance of the Enlightenment, but its effects are still felt today.

As with those meetings, the Academy has now brought you together as judges and prosecutors from around the world, in order to contribute your own practical experience and wisdom to the work of eliminating human trafficking, smuggling and organized crime. You have come here, representing your colleagues, for the praiseworthy aim of promoting a clearer awareness of these scourges. In this, you are manifesting your specific mission with regard to the new challenges posed by the globalization of indifference, in response to society's growing concern and in respect for national and international legislation. Taking responsibility for one's proper calling also entails feeling free, and acknowledging oneself as such. But free from what? From pressure by governments, private institutions and, of course, those "structures of sin" referred to by my predecessor John Paul II, particularly that “structure of sin” which is organized crime. I know that you experience pressure and face threats in this regard, and that being a judge or prosecutor today means risking one’s life. The courage of those who strive to maintain freedom in the exercise of their judicial function ought to be recognized. Lacking such freedom, a nation's judiciary is corrupt and corrupting. We all know how justice is caricatured in these cases, don’t we? Justice is blindfolded, but the blindfold keeps falling and covering her mouth.

Happily, in carrying out this complex and delicate human and Christian project of freeing humanity from the new forms of slavery and from organized crime – a project that the Academy has undertaken at my request – we can also count on an important and decisive collaboration with the United Nations. There is a powerful and growing awareness in this regard. I am grateful for the fact that the representatives of the 193 UN member states unanimously approved the new Sustainable Development Goals, and in particular Goal 8.7. That goal is to "take immediate and effective measures to eradicate forced labour, end modern slavery and human trafficking and secure the prohibition and elimination of the worst forms of child labour, including recruitment and use of child soldiers, and by 2025 end child labour in all its forms". We can rightly say that such goals and targets are now a moral imperative for all UN member states.

To this end, there is a need to work together and across boundaries in creating “waves” that can affect society as a whole, from top to bottom and vice versa, moving from the periphery to the centre and back again, from leaders to communities, and from small towns and public opinion to the most influential segments of society. This will call for judges, like religious, social and civic leaders, to take full cognizance of this challenge, acknowledge the importance of their responsibility before society, pool their experiences and best practices, and work together in breaking down barriers and opening new paths of justice for the promotion of human dignity, freedom, responsibility, happiness and, ultimately, peace. Without pressing a metaphor, we could say that judges are to justice as religious leaders and philosophers are to morality, and government leaders and all those who embody sovereign power are to political life. Yet only through the work of judges does justice become seen as the primary mark of life in society. This is a perception that needs to be revived, for there is a growing tendency to dilute the figure of the judge through the sorts of pressure I mentioned above. Yet judges continue to represent the primary attribute of society. This is seen in the biblical tradition, where Moses creates seventy judges to assist him in judging cases; one has recourse to a judge. When the figure of the judge is diluted, the effects are clear on the life of society. Each people possesses an identity that shapes it, enables it to grow and look to the future, to accept failures and uphold its ideals. But peoples today are themselves experiencing a process of weakening, as their specific identity tends to turn into the mere nominal identity of citizenship. A people is not the same as a group of citizens. The judge embodies the first attribute of a society that is a people.

In convening this gathering of judges, the Academy seeks only to cooperate, to the extent of its ability, with the UN’s stated goal. Here I would express my appreciation to those nations whose ambassadors to the Holy See have not shown themselves indifferent or arbitrarily critical, but instead have cooperated actively with the Academy to make this summit possible. It is our hope that those ambassadors who did not see this need, or washed their hands, or did not consider it sufficiently urgent, will join us for the next meeting.

I urge judges to carry out their vocation and their essential mission of establishing that justice without which there can be no order, or sustainable and integral development, or social peace. Undoubtedly, one of the greatest social ills of the world today is corruption at all levels, which weakens any government, participatory democracy itself and the wheels of justice. As judges, you are charged with administering justice. I ask you to be particularly concerned with justice in the areas of human trafficking and smuggling and, in the face of these evils and of organized crime, to avoid becoming entangled into the web of corruption.

As you well know, when we speak of "administering justice", this does not mean seeking punishment as an end in itself. Punishment must rather be directed to the re-education of wrongdoers, offering them hope for their eventual reinstatement in society. In other words, punishment should necessarily include hope. A narrow form of punishment that would exclude hope is torture rather than punishment. Based on this, I would reaffirm the position of the Church against the death penalty. It is true that, as I have been told, medieval and post-medieval theology considered the death penalty to entail hope: “we are handing them over to God”. But times and situations have changed; let us allow God to choose the moment…  With regard to reinstatement in society, I would add that "not even a murderer loses his personal dignity, and God himself pledges to guarantee this" (John Paul II, Evangelium Vitae, 9). This subtle interplay of justice and mercy, with a view to reinstatement, applies to those responsible for crimes against humanity as well as to every human being. It thus applies a fortiori, and in a particular way, to those victims who, as the term itself indicates, are more passive than active in the exercise of their freedom, having fallen into the clutches of today’s new slave masters. All too often these victims are betrayed even in the most private and sacred aspect of their person, that is to say, in the love they aspire to give and receive. Their family owes it to them, and their suitors or husbands promise it, but then sell them into the forced labour and prostitution market, or the organ trade.

Judges are today, more than ever, called to focus on the needs of the victims. Victims are the first in need of rehabilitation and reintegration in society. Human traffickers must be relentlessly prosecuted. The old adage that certain things have been around from the beginning of time is unacceptable. Victims can recover and in fact we know that they can regain control of their lives with the help of good judges, social workers and society as a whole. We know that a good number of them are now lawyers, politicians, brilliant writers, or are successfully employed in service of the common good. We also know how important it is to encourage former victims to talk about their experience as something now courageously put behind them, and how they are survivors, or rather, persons enjoying quality of life, their dignity restored and freedom reclaimed.  While on this subject of reinstatement, I would like to share a personal experience: when I go to a city, I like to visit prisons; I have already visited a number of them. Without wishing to detract from anyone, I would say that my general impression is that prisons run by women are better run. This has nothing to do with feminism, but it is interesting. When it comes to reinsertion, women have a particular, almost natural, knack for putting people in the right place; some might think it is because they are mothers. But it is curious. I mention it as a personal experience which may be worth thinking about. Here in Italy, many prisons are run by women. Many of them are young; they are respected and enjoy a good rapport with the prisoners. Another experience I have is that it is not unusual for wardens to bring groups of prisoners from one prison or another to my Wednesday audiences. These are all gestures of reinstatement.

You are called to give hope and to administer justice. Everyone, from the widow insistently demanding justice (Lk 18:1-8) to today’s victims, longs for justice, trusting that the injustice so present in our world is not final, that it will not have the last word.

It could help to apply, in a way suited to individual countries, continents and legal traditions, the Italian practice of confiscating the ill-gotten gains of traffickers and criminals and destining them to the needs of society and, in particular, to the rehabilitation of victims. Rehabilitating victims and reintegrating them into society, whenever possible, is the greatest good we can do for them, for community and for social peace. Certainly this is no easy task; it must not end with sentencing, but continue by ensuring that victims and victimizers alike receive guidance, opportunities for growth, reinstatement and rehabilitation.

If there is anything characteristic of the Beatitudes and the criteria for God’s judgement found in the Gospel of Matthew (cf. Mt 25), it is the issue of justice. “Blessed are thosewhohunger and thirst for righteousness, those who suffer for justice’s sake, those who mourn, the meek and the peacemakers”. “Blessed by my Father are those who treat the neediest and the least of my brothers and sisters as they would me. They – and here I think especially of judges – will received the greatest reward: they shall inherit the earth, and they shall be called children of God; they shall see God and rejoice for ever with my heavenly Father”.

In this spirit, I encourage all of you, as judges, prosecutors and jurists, to carry on your good work and to pursue, within the limits of your possibilities and the help of God’s grace, worthy initiatives that bring you honour and serve people and the common good. Thank you.

[00926-EN.01] [Original text: Spanish]

[B0399-XX.02]