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CONFERENZA DEL CARDINALE SEGRETARIO DI STATO TARCISIO BERTONE ALL’UNIVERSITÀ DI LA HABANA(CUBA), 26.02.2008


CONFERENZA DEL CARDINALE SEGRETARIO DI STATO TARCISIO BERTONE ALL’UNIVERSITÀ DI LA HABANA(CUBA)

CONFERENZA DEL CARDINALE TARCISIO BERTONE

TRADUZIONE IN  LINGUA ITALIANA

Pubblichiamo di seguito il testo della conferenza che il Cardinale Segretario di Stato Tarcisio Bertone ha pronunciato ieri pomeriggio nell’Aula Magna dell’Università di La Habana sul tema La cultura e i fondamenti etici del vivere umano:

CONFERENZA DEL CARDINALE TARCISIO BERTONE

La cultura y los fundamentos éticos del vivir humano

Magnífico Señor Rector,

Honorables Autoridades,

Señor Cardenal y Señores Obispos,

Ilustres profesores,

Señores representantes del mundo de la cultura,

Señoras y Señores, amigos todos.

Con gratitud por la amable bienvenida que me han dispensado, quisiera comenzar esta tarde recordando con aprecio dos grandes figuras apasionadas por Cuba y vinculadas a este lugar. El primero es el Siervo de Dios Félix Varela, padre de la patria cubana, cuyos restos reposan aquí y del que hoy celebramos el aniversario de su fallecimiento. La segunda es el Siervo de Dios Juan Pablo II, quien habló desde esta misma cátedra hace diez años. Pocos han sabido glosar con tanto acierto la figura del Padre Varela como lo hiciera el Papa Juan Pablo II en el discurso que pronunciara en este mismo lugar. Ambos personajes encarnan un egregio modelo de humanidad, siendo reconocidos unánimemente como hombres de paz y de bien, incluso por aquellos que no comparten sus ideales ni sus creencias. Uno y otro son la confirmación de que no es necesario diluir la propia identidad para entablar un diálogo fecundo y creativo con todos los hombres.

La aventura existencial del Padre Varela nos ofrece el marco ideal en el que situar el tema que se me ha encomendado, –la cultura y los fundamentos éticos del vivir humano–, considerando en particular la cultura cristiana como sustento e inspiración de la ética.

Como es sabido, el joven sacerdote Félix Varela ganó por oposición la primera Cátedra de Constitución, establecida en el Colegio de San Carlos en 1821. Es significativo el modo en que el novel catedrático, en su brillante lección inaugural, definía su cátedra: ésta, decía, debería llamarse más bien, «la Cátedra de la libertad, de los derechos del hombre, de las garantías nacionales,... la fuente de las virtudes cívicas, la base del gran edificio de nuestra felicidad» (Discurso en la inauguración de la cátedra (21.1.1821). Para él, aquella Cátedra le ofreció una ocasión inmejorable para reflexionar sobre el modo de construir una sociedad, sobre los valores que deben fundamentar la convivencia entre los hombres, entre los cuales, la libertad, —«uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos», en palabras de Don Quijote (II, cap. 58)—, ocupa el primer lugar, y junto a ella, los demás derechos del hombre y la rectitud de sus obras. La preocupación por la formación de la juventud fue constante en el Padre Varela, consciente de que no son las leyes las que salvan los pueblos, sino sus virtudes en el orden personal y en su actuación pública. En su visión de una nueva patria cubana, Varela, como antes de él el Padre Agustín Caballero y José Martí después, muestran un catolicismo comprometido con la modernización del país, los derechos del hombre y la libertad. Muestran, en definitiva, que el cristianismo y la modernidad no son incompatibles, sino que se encuentran en la defensa de la dignidad del hombre. Es más, el mundo necesita de esta gran alianza.

José Martí, preclaro cubano, afirmó que «ser cultos es la única manera de ser libres». Esta afirmación me ofrece la posibilidad de examinar ahora, con un poco más de detalle, la relación entre la cultura y los fundamentos éticos de la vida del hombre.

Todos los hombres aprecian la cultura como un bien importante. Pero, ¿por qué la cultura es un bien? Juan Pablo II lo expresó magistralmente cuando recordó que «la cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, "es" más, accede más al "ser"» (Discurso a la UNESCO. 2.6.1980). Por medio de la cultura, en efecto, el ser humano «afina y desarrolla sus múltiples cualidades espirituales y corporales; pretende someter a su dominio, por el conocimiento y el trabajo, el orbe mismo de la tierra; hace más humana la vida social» (Gaudium et Spes, 53). Si la cultura es un bien, debe estar entonces al alcance de todos y no ser un lujo reservado a algunas élites.

La cultura, sin embargo, es algo más que la simple voluntad individual por adquirir nuevos conocimientos. Tiene una fundamental dimensión histórica y comunitaria y se nos presenta como un gran esfuerzo por brindar una visión que dé sentido a toda la vida, abarcando todos sus aspectos. A este respecto, la cultura está siempre marcada por una tensión que la lleva a superarse continuamente a sí misma, en una doble dirección: en sentido horizontal, hacia las demás culturas, enriqueciéndose mutuamente; y en sentido vertical, hacia la trascendencia, hacia la fuente última de la verdad, la belleza y el bien.

Podemos decir, pues, que la cultura es el ethos de un pueblo. Es un modo de comportarse y, a la vez, un ideal normativo, aun cuando no siempre sea vivido y respetado. En este sentido, ethos y ética están estrechamente relacionados, no sólo por su etimología, sino también porque la cultura es el resultado de la praxis del hombre y, a su vez, condición del obrar humano. No hay cultura que no remita a una ética, ni una ética sin referencia a una cultura. Ambas caen o se mantienen unidas.

Una simple observación, sin embargo, pone ante nuestros ojos el fenómeno de la diversidad cultural, uno de los rasgos más característicos de nuestro tiempo, que provoca a veces un saludable cambio de costumbres y obliga a replantearse convicciones consideradas inmutables. Pero puede provocar también una dolorosa pérdida de identidad, con consecuencias difíciles de prever.

Para algunos, la diversidad cultural y de normas de comportamiento conduce inevitablemente a afirmar la inexistencia de una norma moral común y objetiva. A partir de la experiencia de la diversidad se deduce la imposibilidad de normas morales universalmente válidas. El relativismo moral sostiene que una afirmación ética sería verdadera únicamente en el contexto de una cultura determinada. No habría por tanto convicciones ni principios éticos mejores que otros, ni nadie tendría derecho a decir lo que está bien y lo que está mal.

Las tesis del relativismo cultural y del relativismo ético se han visto reforzadas por el desarrollo de la razón moderna, un proceso descrito magistralmente por el Papa Benedicto XVI en su lección en la Universidad de Ratisbona. En extrema síntesis, este proceso ha consistido en la reducción de la razón a la ciencia experimental, que combina la verificación empírica con la formulación matemática. Sólo sería racional entonces aquello que es susceptible de experimentación y formulable matemáticamente. Con ello, sin embargo, las grandes cuestiones de la existencia del hombre, los problemas de la ética y la estética, la metafísica y, sobre todo, el problema de Dios, quedan fuera de toda consideración, porque son pre- o a-científicos (Cf. Discurso en la Universidad de Ratisbona. 12.9.2006).

Ahora bien, este estrechamiento de la razón contemporánea, conduce inevitablemente en el plano ético al subjetivismo de la conciencia. A pesar de los intentos de Kant por mantener una moral universal tras haber descartado la metafísica al afirmar que el único conocimiento racional posible es el de la ciencia, se ha de confinar la moral al ámbito puramente subjetivo: no sería posible hablar de normas morales universalmente cognoscibles. Pero entonces, «el sujeto, basándose en su experiencia, decide lo que considera admisible en el ámbito religioso y la "conciencia" subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética» (Ibid.). La consecuencia es clara: de este modo, el ethos y la religión pierden su capacidad para dar vida a una comunidad y se convierten en un asunto totalmente personal.

El subjetivismo ético llevado hasta el extremo conduce a la situación paradójica de tener que admitir la inmoralidad como moralmente buena. Puesto que no hay modo de determinar lo que está bien y lo que está mal, habría que concluir que todos los comportamientos son igualmente válidos. El sentido común se rebela contra esta conclusión, a la que, sin embargo, se llega necesariamente desde las premisas de partida.

La lógica de este dinamismo lleva a lo que Benedicto XVI ha denominado la dictadura del relativismo. Es decir, ante la imposibilidad de establecer normas comunes, con validez universal para todos, el único criterio que resta para determinar lo que está bien o lo que está mal es el uso de la fuerza, sea la de los votos, sea la de la propaganda o bien la de las armas y la coacción. «Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos» (J. RATZINGER, Homilía en la Misa para elegir Sumo Pontífice. 18.4.2005). A partir de estos presupuestos, resultaría imposible construir o mantener la vida social.

Existe, por tanto, una distinción fundamental, de cuyo reconocimiento depende la subsistencia misma de la comunidad humana. Esta distinción es la línea de demarcación entre el bien y el mal. Sin esta distinción, no queda otra alternativa que el reino de la arbitrariedad.

Es necesario, por tanto, subvertir el axioma del relativismo ético y postular con fuerza la existencia de un orden de verdades que trasciende los condicionamientos personales, culturales e históricos y que conserva validez permanente. Este orden es lo que la filosofía denomina la ley natural. No pretendo entrar ahora en la problemática en torno a este término, sino subrayar únicamente el hecho de que con esta expresión se hace referencia a un orden previo al hombre, que él no se ha dado, que ningún gobierno ha promulgado y que únicamente puede reconocer. Es la constatación de que frente al derecho positivo, que puede ser injusto, tiene que haber un derecho que procede de la naturaleza misma, del propio ser del hombre. Este derecho tiene que ser hallado y constituye el correctivo para el derecho positivo.

La idea de derecho natural presupone un concepto de naturaleza estrechamente asociado al de razón. Presupone la idea de que la naturaleza está permeada de razón, de que hay en ella un logos que el hombre con su razón, participación e imagen del Logos creador, puede reconocer. La ciencia misma, a la que debemos increíbles avances en todos los campos, resultaría imposible sin aceptar una racionalidad en la naturaleza. Más aún, si el mundo es mero producto de lo irracional, nuestra misma libertad es, a la postre, una ilusión.

La ley natural aparece así como una especie de «gramática» trascendente que permite el diálogo entre los pueblos, es decir, un conjunto de reglas de actuación individual y de relación entre las personas en justicia y solidaridad, que está inscrita en las conciencias, en las que se refleja el sabio proyecto de Dios.

La Iglesia no pretende imponer su visión de las cosas a todos los hombres, como si tuviese la exclusiva del discernimiento moral. Sin embargo, no puede renunciar al profundo conocimiento que tiene del hombre y de la sociedad. Ella es experta en humanidad y desea ofrecer respetuosamente su contribución para la creación de la sociedad de los hombres en medio de los que vive.

En este punto, el pensamiento de algunos teóricos, como John Rawls o Jürgen Habermas, ha defendido la necesidad de la contribución de las confesiones religiosas al debate público (Cf. Benedicto XVI, Discurso a la Universidad de la Sapienza, 17 enero 2008; J. HABERMAS, «Vorpolitische Grundlagen des demokratischen Rechtstaates?», en J. Habermas – J. Ratzinger, Dialektik der Säkularisierung, 34). Éstas, en definitiva, desempeñan un papel social no sólo como elementos de integración social, que prestan subsidiariamente servicios sociales a la comunidad, sino también como fuente de saber y conocimiento.

A este respecto, el Papa Juan Pablo II recordaba que el principio de la libertad religiosa entendido en su sentido pleno, es como la prueba de los demás derechos. Y recordaba que, «del mismo modo que se daña a la sociedad cuando se relega la religión a la esfera privada, también la sociedad y las instituciones civiles se empobrecen cuando la legislación -violando la libertad religiosa- promueve la indiferencia religiosa, el relativismo y el sincretismo religioso, quizá incluso justificándolos mediante una comprensión errónea de la tolerancia. Por el contrario, todos los ciudadanos se benefician cuando se respetan las tradiciones religiosas en las que cada pueblo está arraigado y con las que las poblaciones generalmente se identifican de un modo particular» (Discurso a la Asamblea de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa. 10.10.2003).

La objeción que se adivina inmediatamente es que en la sociedad actual, las iglesias y las confesiones religiosas deben limitar su actuación al ámbito puramente personal de los individuos que quieran adherirse a ellas, pero no tendrían algún lugar en la constitución de una ética social. El Estado moderno, se afirma, debe estar por encima de las religiones, las cuales, en muchos casos, no son vistas de modo positivo y equilibrado.

La sana laicidad conlleva, naturalmente, la distinción entre religión y política, entre Iglesia y Estado. Creyentes y no creyentes encuentran el fundamento de esta distinción en las mismas palabras del Evangelio, cuando Jesús recordó que había que dar «al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21). Pero esta misma laicidad no puede significar que Dios sea una hipótesis puramente privada o que excluya la religión y la Iglesia de la vida pública. La célebre frase de Hugo Grocio etsi Deus non daretur, interpretada erróneamente como la fundamentación del ordenamiento político «como si Dios no existiese», significaba, para los jusnaturalistas del siglo XVIII, más bien la necesidad de establecer principios que tuviesen validez permanente «aun en la hipótesis de que Dios no existiera», es decir, con validez permanente para todos.

Como contribución de los cristianos a la construcción de la sociedad, el entonces cardenal J. Ratzinger, desde el marco sugestivo de Subiaco, poco antes de ser elegido Sucesor de San Pedro, lanzó al mundo una propuesta que yo me permito hoy evocar ante todos Ustedes: «el intento, radicalizado, de plasmar las vicisitudes humanas prescindiendo completamente de Dios, nos lleva cada vez más al borde del precipicio, a la marginación total del hombre. Deberíamos transformar completamente el axioma de los ilustrados y decir: también quien no fuese capaz de encontrar el camino para aceptar a Dios debería, en cualquier caso, vivir y orientar su vida veluti si Deus daretur, como si Dios existiese. Éste es el consejo que ya Pascal daba a sus amigos no creyentes; y es el consejo que quisiéramos dar a nuestros amigos que no creen. Esta invitación no limita la libertad de nadie y ofrece a todas las vicisitudes de nuestra vida el apoyo y el criterio que necesitan urgentemente» (J. Ratzinger, L’Europa nella crisi delle culture, Subiaco 1 aprile 2005. Ed. Cantagalli, Siena 2005. Edición multilingüe, con el texto español 75-84, aquí, 83).

Llegamos así al final de nuestro recorrido y retomamos la pregunta inicial. ¿Cuál es la contribución de la cultura cristiana al fundamento de una ética del vivir humano?

La respuesta podría ser ésta: presentándose como la religión del logos y del amor, la Iglesia ofrece una sabiduría milenaria, que pone a disposición de todos los pueblos y todas las culturas, convencida además de que es posible un diálogo y un enriquecimiento mutuo. En este sentido, se presenta ante la sociedad como memoria y como recuerdo de la existencia de un fundamento de los valores. Se presenta, en definitiva como testigo de lo imperecedero. Ella, al proponer con respeto su propia visión del hombre y de los valores, contribuye a la creciente humanización de la sociedad. La fe, por tanto, no destruye cultura alguna, sino que coopera a la purificación de todo lo que entorpece la dignidad, los derechos y el desarrollo de las personas y de todo lo que se opone a la humanización de la sociedad. Si en una nación crecen los ambientes y actitudes deshumanizantes, algo está sustancialmente dañado en el ethos de ese pueblo. La fe contribuye además a dar plenitud a todo lo bueno, verdadero y bello, abriendo al hombre a una visión siempre más elevada de sí mismo y de su convivencia en sociedad. Una convivencia sin valores es igual a una cultura sin ética, es una cultura deshumanizada y deshumanizadora que invierte la escala de valores y coloca el mundo al revés.

Precisamente porque toda sociedad digna se basa sobre el principio del valor supremo del hombre, de su responsabilidad ante la historia y ante sus semejantes, necesita el recuerdo permanente de valores perdurables, que existían antes de que él fuese y que seguirán existiendo después.

La sociedad necesita personas que manifiesten con sus vidas la existencia de unos valores fundamentales y dignificantes, necesita testigos que con sus vidas trabajen para recordar a todos los hombres el valor de la conciencia, santuario de Dios en el hombre, y de la verdad.

Los cristianos, mediante figuras como la del Padre Varela y una muchedumbre incontable de audaces personas semejantes a él, no piden más que poder dar testimonio de esta verdad entre sus contemporáneos.

Distinguidas Señoras y Señores, hemos reflexionado sobre la cultura como apoyo e inspiración para la ética. La cuestión es encontrar caminos concretos para que cultura y ética, Iglesia y sociedad, puedan colaborar en la construcción de un mundo más humano, anclado en los grandes valores de nuestra historia: la libertad, la paz, la solidaridad, la justicia y el desarrollo integral de la persona, de todo el hombre y de todos los hombres.

Permítanme que concluya con las palabras finales que el Santo Padre había escrito para su discurso en la Universidad de La Sapienza de Roma, que no pudo pronunciar personalmente por motivos de sobra conocidos.

El Papa, dirigiéndose a los universitarios de Roma, respondía a la pregunta «¿Qué tiene que hacer o qué tiene que decir el Papa en la universidad?». Nosotros podemos parafrasear esta cuestión preguntando «¿Qué tiene que hacer o decir la cultura cristiana como fundamento ético del vivir común?». La respuesta que dio entonces, estimo que conserva toda su validez para nosotros: El Papa, —la Iglesia católica, los cristianos podríamos decir—, «seguramente no debe[n] tratar de imponer a otros de modo autoritario la fe, que sólo puede ser donada en libertad… De acuerdo con la naturaleza intrínseca de su ministerio pastoral, tiene[n] la misión de mantener despierta la sensibilidad por la verdad; invitar una y otra vez a la razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios; y, en este camino, estimularla a descubrir las útiles luces que han surgido a lo largo de la historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz que ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro» (Alocución preparada para la inauguración del año académico en la Universidad La Sapienza de Roma. 17.1.2008).

Muchas gracias a todos.

[00295-04.01] [Texto original: Español]

TRADUZIONE IN  LINGUA ITALIANA

La cultura e i fondamenti etici del vivere umano

Magnifico Signor Rettore,

Onorevoli Autorità,

Signor Cardinale e Signori Vescovi,

Illustri professori,

Signori rappresentanti del mondo della cultura,

Signore e Signori, amici tutti.

Con gratitudine per il cordiale benvenuto che mi avete riservato, desidero iniziare questo pomeriggio ricordando con stima due grandi figure appassionate di Cuba e legate a questo luogo. Il primo è il Servo di Dio Félix Varela, padre della patria cubana, le cui spoglie riposano qui e del quale celebriamo oggi l'anniversario della morte. La seconda è il Servo di Dio Giovanni Paolo II, che ha parlato da questa stessa cattedra dieci anni fa. Pochi hanno saputo delineare così bene la figura di Padre Varela come ha fatto Papa Giovanni Paolo II nel discorso che ha pronunciato in questo stesso luogo. Entrambi i personaggi incarnano un modello egregio di umanità, essendo da riconosciuti come uomini di pace e di bene, anche da quanti non condividono i loro ideali e le loro credenze. Entrambi sono la conferma che non è necessario diluire la propria identità per instaurare un dialogo fecondo e creativo con tutti gli uomini.

L'avventura esistenziale di Padre Varela ci offre l'ambito ideale in cui inserire il tema che mi è stato affidato - la cultura e i fondamenti etici del vivere umano -, considerando in particolare la cultura cristiana come sostegno e ispirazione dell'etica.

Come si sa, il giovane sacerdote Félix Varela ottenne, vincendo un concorso, la prima Cattedra di Costituzione, stabilita nel Collegio di San Carlos nel 1821. È significativo il modo in cui l'esordiente accademico, nella sua brillante lezione inaugurale, definì la sua cattedra: questa, diceva, dovrebbe chiamarsi piuttosto «la Cattedra della libertà, dei diritti dell'uomo, delle garanzie nazionali,... la fonte delle virtù civiche, la base del grande edificio della nostra felicità» (Discorso nell'inaugurazione della Cattedra, 21.1.1821). Quella Cattedra gli offrì la migliore opportunità per riflettere sul modo di costruire una società, sui valori che devono essere alla base della convivenza fra gli uomini, fra i quali la libertà - «uno dei più preziosi doni che hanno dato agli uomini i cieli», con le parole di Don Chisciotte (II, cap. 58) - occupa il primo posto e, accanto ad essa, gli altri diritti dell'uomo e la rettitudine delle loro opere. La preoccupazione per la formazione dei giovani fu una costante in Padre Varela, consapevole che non sono le leggi a salvare i popoli, ma le loro virtù a livello personale e nel loro operato pubblico. Nella loro visione di una nuova patria cubana, Varela e, prima di lui Padre Agustín Caballero, e José Martí dopo, rivelano un cattolicesimo attento alla modernizzazione del Paese, ai diritti dell'uomo e alla libertà. Mostrano, in definitiva, che il cristianesimo e la modernità non sono incompatibili, ma che s'incontrano nella difesa della dignità dell'uomo. E il mondo ha bisogno di questa grande alleanza.

José Martí, cubano illustre, affermò che «essere istruiti è l'unico modo di essere liberi». Questa affermazione mi offre la possibilità di esaminare ora, più dettagliatamente, il rapporto fra la cultura e i fondamenti etici della vita dell'uomo.

Tutti gli uomini apprezzano la cultura come un bene importante. Tuttavia, perché la cultura è un bene? Giovanni Paolo II lo ha spiegato magistralmente quando ha ricordato che «l'educazione consiste in sostanza nel fatto che l'uomo divenga sempre più umano, che possa "essere" di più e non solamente che possa "avere" di più» (Discorso all'UNESCO, 2.6.1980). Per mezzo della cultura, in effetti, l'essere umano «affina ed esplica le molteplici sue doti di anima e di corpo; cerca di ridurre in suo potere il mondo stesso con la conoscenza e il lavoro; rende più umana la vita sociale» (Gaudium et spes, n. 53). Se la cultura è un bene, deve essere allora alla portata di tutti e non essere un lusso riservato ad alcune élites.

La cultura, tuttavia, è più di una semplice volontà individuale di acquisire nuove conoscenze. Possiede una fondamentale dimensione storica e comunitaria e si presenta a noi come un grande sforzo per offrire una visione che dia senso a tutta la vita, comprendendo ogni suo aspetto. A tale proposito, la cultura è sempre caratterizzata da una tensione che la porta a superare continuamente se stessa, in una duplice direzione: in senso orizzontale, verso le altre culture, con un arricchimento reciproco, e in senso verticale, verso la trascendenza, verso la fonte ultima della verità, la bellezza e il bene.

Possiamo dire, quindi, che la cultura è l'ethos di un popolo. È un modo di comportarsi e, al contempo, un ideale normativo, sebbene non sempre vissuto e rispettato. In tal senso, ethos ed etica sono strettamente vincolati, non solo per la loro etimologia, ma anche perché la cultura è il risultato della prassi dell'uomo e insieme condizione dell'operare umano. Non esiste cultura che non rimandi a un'etica, né un'etica senza riferimento a una cultura. Entrambe o si mantengono unite o decadono.

Una semplice osservazione pone tuttavia dinanzi al nostro sguardo il fenomeno della diversità culturale, uno dei tratti più caratteristici del nostro tempo, che provoca a volte un salutare cambiamento di costumi e obbliga a riesaminare convinzioni considerate immutabili. Può però provocare anche una dolorosa perdita d'identità, con conseguenze difficili da prevedere.

Per alcuni, la diversità culturale e delle norme di comportamento porta inevitabilmente ad affermare l'esistenza di una norma morale comune e obiettiva. A partire dall'esperienza della diversità si deduce l'impossibilità di norme morali universalmente valide. Il relativismo morale sostiene che un'affermazione etica sarebbe vera solo nel contesto di una determinata cultura. Non vi sarebbero pertanto convinzioni né principi etici migliori di altri, e nessuno avrebbe diritto di dire ciò che è bene e ciò che è male.

Le tesi del relativismo culturale e del relativismo etico sono state rafforzate dallo sviluppo della ragione moderna, un processo descritto magistralmente da Papa Benedetto XVI nella sua lezione presso l'Università di Ratisbona. In estrema sintesi, questo processo è consistito nella riduzione della ragione a scienza sperimentale, che combina la verifica empirica con la formulazione matematica. Sarebbe razionale allora solo ciò che è suscettibile di sperimentazione e formulabile matematicamente. Tuttavia, le grandi questioni dell'esistenza dell'uomo, i problemi dell'etica e dell'estetica, la metafisica, e soprattutto il problema di Dio, restano fuori da ogni considerazione, in quanto pre-scientifici o ascientifici (cfr Discorso presso l'università di Ratisbona, 12.9.2006).

Ebbene, questo restringimento della ragione contemporanea conduce inevitabilmente sul piano etico al soggettivismo della coscienza. Nonostante i tentativi di Kant di mantenere una morale universale, dopo aver scartato la metafisica, affermando che l'unica conoscenza razionale possibile è quella della scienza, occorre confinare la morale all'ambito puramente soggettivo: non sarebbe possibile parlare di norme morali universalmente conoscibili. Ma allora, «il soggetto decide, in base alle sue esperienze che cosa gli appare religiosamente sostenibile, e la "coscienza" soggettiva diventa in definitiva l'unica istanza etica» (Ibidem). La conseguenza è chiara: in questo modo l'ethos e la religione perdono la propria capacità di dare vita a una comunità e diventano una questione totalmente personale.

Il soggettivismo etico portato all'estremo conduce alla situazione paradossale di dover ammettere l'immoralità come moralmente buona. Visto che non vi è modo di determinare ciò che è bene e ciò che è male, bisognerebbe concludere che tutti i comportamenti sono ugualmente validi. Il senso comune si ribella a questa conclusione, a cui, tuttavia, si giunge necessariamente dalle premesse da cui si parte.

La logica di questo dinamismo porta a quella che Benedetto XVI ha chiamato la dittatura del relativismo. Vale a dire, dinanzi all'impossibilità di stabilire norme comuni, con validità universale per tutti, l'unico criterio che resta per determinare ciò che è bene e ciò che è male è l'uso della forza, sia essa quella dei voti, sia della propaganda o delle armi e della coazione. «Si va costituendo una dittatura del relativismo che non riconosce nulla come definitivo e che lascia come ultima misura sola il proprio io e le sue voglie» (J. Ratzinger, Omelia nella Missa Pro Eligendo Romano Pontifice, 18.4.2005). A partire da questi presupposti, risulterebbe impossibile costruire o mantenere la vita sociale.

Esiste, pertanto, una distinzione fondamentale, dal cui riconoscimento dipende la sussistenza stessa della comunità umana. Questa distinzione è la linea di demarcazione fra il bene e il male. Senza tale distinzione non resta altra alternativa del regno dell'arbitrarietà.

È necessario, quindi, sovvertire l'assioma del relativismo etico e postulare con forza l'esistenza di un ordine di verità che trascende i condizionamenti personali, culturali e storici e che ha una validità permanente. Questo ordine è quello che la filosofia chiama legge naturale. Non intendo affrontare ora la problematica attorno a questo termine, ma sottolineare solo il fatto che con questa espressione si fa riferimento a un ordine previo all'uomo, che egli non si è dato, che nessun governo ha promulgato, e che esso può solo riconoscere. È la constatazione che, di fronte al diritto positivo, il quale può essere ingiusto, deve esserci un diritto che procede dalla natura stessa, dall'essere proprio dell'uomo. Questo diritto deve essere trovato e costituisce il correttivo per il diritto positivo.

L'idea di diritto naturale presuppone un concetto di natura strettamente associato a quello della ragione. Presuppone l'idea che la natura è permeata dalla ragione, che vi è in essa un logos che l'uomo con la sua ragione, partecipazione e immagine del Logos creatore, può riconoscere. La stessa scienza, alla quale dobbiamo incredibili progressi in tutti i campi, risulterebbe impossibile senza accettare una razionalità nella natura. Inoltre, se il mondo è un mero prodotto dell'irrazionale, la nostra stessa libertà è, alla fin fine, un'illusione.

La legge naturale appare così come una sorta di «grammatica» trascendente che permette il dialogo fra i popoli, ossia, un insieme di regole di attuazione individuale e di relazione fra le persone in giustizia e solidarietà, che è inscritta nelle coscienze, nelle quali si riflette il sapiente progetto di Dio.

La Chiesa non intende imporre la sua visione delle cose a tutti gli uomini, come se avesse l'esclusiva del discernimento morale. Non può però rinunciare alla profonda conoscenza che ha dell'uomo e della società. È esperta in umanità e desidera offrire rispettosamente il suo contributo alla creazione della società degli uomini fra i quali vive.

Su questo punto, alcuni teorici, come Jonh Rawis o Jürgen Habermas, hanno difeso la necessità del contributo delle confessioni religiose al dibattito pubblico (cfr Benedetto XVI, Discorso all'Università di La Sapienza, 17 gennaio 2008; J. Habermas, Vorpolitische Grundlagen des demokratischen Rechstaates? in J. Habermas - J. Ratzinger, Dialektik der Säkularisierung, n. 34). Queste, in definitiva, svolgono un ruolo sociale non solo come elementi di integrazione sociale, che prestano sussidiariamente servizi sociali alla comunità, ma anche come fonte di sapere e di conoscenza.

A tale proposito, Papa Giovanni Paolo II ha ricordato che il principio della libertà religiosa inteso nel senso più vasto, è come la prova degli altri diritti: «nello stesso modo in cui la società viene danneggiata quando si relega la religione alla sfera privata, anche la società e le istituzioni civili vengono impoverite quando la legislazione, in violazione della libertà di religione, promuove l'indifferenza religiosa, il relativismo e il sincretismo religioso, forse perfino giustificandoli attraverso una comprensione errata della tolleranza. Al contrario, tutti i cittadini ne traggono beneficio quando vengono apprezzate le tradizioni religiosi nelle quali ogni popolo è radicato e con le quali le popolazioni, generalmente, si identificano in modo particolare» (Discorso ai partecipanti all'Assemblea Parlamentare dell'Organizzazione per la Sicurezza e la Cooperazione in Europa, 10.10.2003).

L'obiezione che s'intuisce immediatamente è che nella società attuale, le Chiese e le confessioni religiose devono limitare il proprio operato all'ambito puramente personale degli individui che desiderano aderire ad esse, ma non avrebbero alcun posto nella costituzione di un'etica sociale. Lo Stato moderno, si afferma, deve essere al di sopra delle religioni, le quali, in molti casi, non sono viste in modo positivo ed equilibrato.

La sana laicità comporta, naturalmente, la distinzione fra religione e politica, fra Chiesa e Stato. Credenti e non credenti trovano il fondamento di questa distinzione nelle parole stesse del Vangelo, quando Gesù ricorda che bisogna dare «a Cesare quello che è di Cesare e a Dio quello che è di Dio» (Mt 22, 21). Questa stessa laicità non può però significare che Dio è un'ipotesi puramente privata ed escludere così la religione e la Chiesa dalla vita pubblica. La celebre frase di Hugo Grocio etsi Deus non daretur, interpretata erroneamente come li fondamento dell'ordinamento politico «come se Dio non esistesse», significò, per i giusnaturalisti del XVIII secolo, il bisogno di stabilire principi che avessero validità permanente, «anche nell'ipotesi in cui Dio non esistesse», ossia con validità permanente per tutti.

Come contributo dei cristiani alla costruzione della società, l'allora Cardinale J. Ratziger, dal suggestivo contesto di Subiaco, poco prima di essere eletto Successore di San Pietro, ha lanciato al mondo una proposta che mi permetto oggi di ricordare a tutti voi: «il tentativo, portato all'estremo, di plasmare le cose umane facendo completamente a meno di Dio ci conduce sempre di più sull'orlo dell'abisso, verso l'accantonamento totale dell'uomo. Dovremmo, allora, capovolgere l'assioma degli illuministi e dire: anche chi non riesce a trovare la via dell'accettazione di Dio dovrebbe comunque cercare di vivere e indirizzare la sua vita veluti si Deus daretur, come se Dio ci fosse. Questo è il consiglio che già Pascal dava agli amici non credenti; è il consiglio che vorremmo dare anche oggi ai nostri amici che non credono. Così nessuno viene limitato nella sua libertà, ma tutte le nostre cose trovano un sostegno e un criterio di cui hanno urgentemente bisogno» (J. Ratzinger, L'Europa nella crisi delle culture, Subiaco, 1 aprile 2005, ed. Cantagalli, Siena 2005. Edizione multilingue, con il testo spagnolo 75-84, qui, 83).

Giungiamo così al termine del nostro percorso e riprendiamo la domanda iniziale. Qual è il contributo della cultura cristiana al fondamento di un'etica del vivere umano?

La risposta potrebbe essere la seguente: presentandosi come la religione del logos e dell'amore, la Chiesa offre una sapienza millenaria, che mette a disposizione di tutti i popoli e di tutte le culture, convinta inoltre che un dialogo e un arricchimento reciproco siano possibili. In tal senso, si presenta dinanzi alla società come memoria e come ricordo dell'esistenza di un fondamento dei valori. Si presenta, in definitiva, come testimone di ciò che non perisce. Proponendo con rispetto la propria visione dell'uomo e dei valori, essa contribuisce alla crescente umanizzazione della società. La fede, pertanto, non distrugge nessuna cultura, bensì coopera alla purificazione di tutto ciò che intorpidisce la dignità, i diritti e lo sviluppo delle persone e di tutto ciò che si oppone all'umanizzazione della società. Se in una nazione crescono gli ambiti e gli atteggiamenti disumanizzanti, qualcosa è sostanzialmente leso nell'ethos di quel popolo. La fede contribuisce inoltre a dare pienezza a tutto ciò che è buono, vero e bello, schiudendo all'uomo una visione più elevata di se stesso e della sua convivenza nella società. Una convivenza senza valori è uguale a una cultura senza etica, è una cultura disumanizzata e disumanizzante che inverte la scala di valori e ribalta il mondo.

Proprio perché ogni autentica società si basa sul principio del valore supremo dell'uomo, della sua responsabilità dinanzi alla storia e dinanzi ai suoi simili, ha bisogno del richiamo permanente ai valori duraturi, che esistevano prima che ogni individuo esistesse e che continueranno a esistere dopo.

La società ha bisogno di persone che rivelino con la loro vita l'esistenza di alcuni valori fondamentali ed edificanti; ha bisogno di testimoni che con la loro esistenza lavorino per ricordare a tutti gli uomini il valore della coscienza, santuario di Dio nell'uomo, e della verità.

I cristiani, mediante figure come quella di padre Varela, e una moltitudine immensa di audaci persone simili a lui, non chiedono altro se non di poter rendere testimonianza di questa verità fra i loro contemporanei.

Distinte Signore e Distinti Signori, abbiamo riflettuto sulla cultura come sostegno e ispirazione per l'etica. La questione è trovare itinerari concreti affinché cultura ed etica, Chiesa e società, possano collaborare per costruire un mondo più umano, ancorato ai grandi valori della nostra storia: la libertà, la pace, la solidarietà, la giustizia e lo sviluppo integrale della persona, di ogni uomo e di tutti gli uomini.

Permettetemi di concludere con le parole finali che il Santo Padre aveva scritto per il suo discorso all'Università La Sapienza di Roma, che non ha potuto pronunciare di persona per motivi più che noti.

Il Papa, rivolgendosi agli universitari di Roma, ha risposto alla domanda: Che cosa ha da fare o da dire il Papa nell'Università?. Noi possiamo paragrafare questa domanda domandandoci: «Che cosa ha da fare o da dire la cultura cristiana come fondamento etico del vivere comune? La risposta che Benedetto XVI ha dato credo conservi tutta la sua validità per noi: Il Papa - la Chiesa cattolica, i cristiani potremmo dire -, «sicuramente non deve cercare d'imporre ad altri in modo autoritario la fede, che può essere solo donata in libertà... In base alla natura intrinseca di questo ministero pastorale, è suo compito mantenere desta la sensibilità per la verità; invitare sempre e di nuovo la ragione a mettersi alla ricerca del vero, del bene, di Dio e, su questo cammino, sollecitarla a scorgere le utili luci sorte lungo la storia della fede cristiana e a percepire così Gesù Cristo come la Luce che illumina la storia e aiuta a trovare la via verso il futuro» (Allocuzione preparata per l'inaugurazione dell'anno accademico nell'Università La Sapienza di Roma, 17.1.2008).

Grazie a tutti.

[00295-01.01] [Testo originale: Spagnolo]

[B0130-XX.01]