Esta mañana, en el Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre Francisco ha recibido en audiencia a los participantes en la Conferencia promovida por el Dicasterio para las Causas de los Santos, sobre el tema: «No hay amor más grande. El martirio y el ofrecimiento de la vida», que se celebra en el Istituto Patristico Augustinianum de Roma del 11 al 14 de noviembre de 2024.
Discurso del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días, bienvenidos!
Saludo al cardenal Semeraro con los demás superiores del Dicasterio, los oficiales, los consultores, los postuladores y todos ustedes que han participado en la Conferencia sobre el tema del martirio y el ofrecimiento de la vida. La Conferencia tuvo como Palabra guía la de Jesús en el Evangelio de Juan: «no hay amor más grande que este: dar la vida por los amigos» (Jn 15,13). Y no hace falta un milagro para beatificar a un mártir. El martirio es suficiente... así ahorramos tiempo... y papeleo y dinero (risas). Y esto de dar la vida por los amigos es una Palabra que siempre infunde consuelo y esperanza. En efecto, en la noche de la Última Cena, el Señor habla del don de sí mismo que se consumaría en la cruz. Sólo el amor puede dar razón de la cruz: un amor tan grande que asumió todo pecado y lo perdona, entra en nuestro sufrimiento y nos da la fuerza para soportarlo, entra incluso en la muerte para vencerla y salvarnos. En la Cruz de Cristo está todo el amor de Dios, está su inmensa misericordia.
Para ser santo no sólo se requiere el esfuerzo humano o el compromiso personal con el sacrificio y la renuncia. En primer lugar, debemos dejarnos transformar por el poder del amor de Dios, que es más grande que nosotros y nos hace capaces de amar incluso más allá de lo que creíamos ser capaces. No es casualidad que el Vaticano II, a propósito de la vocación universal a la santidad, hable de la «plenitud de la vida cristiana» y de la «perfección de la caridad», capaces de suscitar «un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena» (Constitución dogmática Lumen Gentium, 40).
Esta perspectiva ilumina también su trabajo por las causas de los santos, un servicio valioso que ofrece la Iglesia, para que nunca le falte el signo de la santidad vivida y siempre actual.
Durante la Conferencia reflexionaron sobre dos formas de santidad canonizada: la del martirio y la del ofrecimiento de la propia vida. Desde la antigüedad, los creyentes en Jesús tenían en gran estima a quienes habían pagado en persona, con su propia vida, su amor a Cristo y a la Iglesia. Hicieron de sus tumbas lugares de culto y oración. Se reunían, el día de su nacimiento al cielo, para estrechar los lazos de una fraternidad que en Cristo resucitado trasciende los límites de la muerte, por sangrienta y dolorosa que sea.
En el mártir encontramos los rasgos del discípulo perfecto, que imitó a Cristo negándose a sí mismo y tomando su cruz, y, transformado por su caridad, mostró a todos el poder salvador de su Cruz. Me acuerdo del martirio de aquellos buenos ortodoxos libios: murieron diciendo: «Jesús». «¡Pero padre, eran ortodoxos!». Eran cristianos. Son mártires y la Iglesia los venera como a sus propios mártires... Con el martirio hay igualdad. Lo mismo ocurre en Uganda con los mártires anglicanos. ¡Son mártires! Y la Iglesia los toma como mártires.
En el contexto de las causas de los santos, el sentir común de la Iglesia ha definido tres elementos fundamentales del martirio, que siempre siguen siendo válidos. El mártir es un cristiano que -en primer lugar- para no renegar de su fe, sufre conscientemente una muerte violenta y prematura. Incluso un cristiano no bautizado, que es cristiano de corazón, confiesa a Jesucristo mediante el Bautismo de Sangre. En segundo lugar, el asesinato es perpetrado por un perseguidor, movido por el odio contra la fe u otra virtud vinculada a ella; y en tercer lugar, la víctima asume una actitud inesperada de caridad, paciencia, mansedumbre, a imitación de Jesús crucificado. Lo que cambia, en las distintas épocas, no es el concepto de martirio, sino las formas concretas en que, en un contexto histórico determinado, tiene lugar.
Incluso hoy, en muchas partes del mundo, hay muchos mártires que dan su vida por Cristo. En muchos casos, el cristianismo es perseguido porque, impulsado por su fe en Dios, defiende la justicia, la verdad, la paz y la dignidad de las personas. Esto implica, para quienes estudian los diversos acontecimientos del martirio, que -como enseñó el Venerable Pío XII– «a veces la certeza moral sólo resulta de una cantidad de indicios y pruebas que, tomados individualmente, no equivalen a una verdadera certeza, y sólo cuando se consideran en conjunto ya no dejan al ser humano de sano juicio ninguna duda razonable» (Discorso alla Rota Romana, 1° de octubre de 1942).
En la Bula de Indicción del próximo Jubileo definí el de los mártires como el testimonio más convincente de la esperanza. Por este motivo, en el seno del Dicasterio para las Causas de los Santos, quise crear la Comisión para los Nuevos Mártires - Testigos de la Fe, que, de modo distinto al tratamiento de las causas del martirio, recogiera la memoria de quienes, incluso dentro de las otras confesiones cristianas, fueron capaces de entregar su vida para no traicionar al Señor. Y hay muchos, muchos de las otras confesiones que son mártires.
La experiencia entonces de las Causas de los Santos y la continua confrontación con la experiencia concreta de los creyentes me llevaron, el 11 de julio de 2017, a firmar el motu proprio «Maiorem hac dilectionem», con el que pretendía expresar el sentido común del Pueblo de Dios fiel respecto al testimonio de santidad de quienes, animados por la caridad de Cristo, ofrecieron voluntariamente su vida, aceptando una muerte cierta y a corto plazo. Puesto que se trataba de definir un nuevo camino para las causas de beatificación y canonización, estipulé que debía existir una conexión entre el ofrecimiento de la vida y la muerte prematura, que el Siervo de Dios hubiera ejercido las virtudes cristianas al menos en grado ordinario y que, sobre todo después de su muerte, estuviera rodeado de fama de santidad y de fama de signos.
Lo que distingue a este ofrecimiento de vida, en el que falta la figura del perseguidor, es la existencia de una condición externa, objetivamente evaluable, en la que el discípulo de Cristo se colocó libremente y que conduce a la muerte. Incluso en el testimonio extraordinario de este tipo de santidad resplandece la belleza de la vida cristiana, que sabe hacerse don sin medida, como Jesús en la cruz.
Queridos hermanos y hermanas, les doy las gracias, los animo a proseguir su trabajo por las causas de los santos con pasión, con generosidad. Los encomiendo a la intercesión de la Virgen María y de todos los testigos de Cristo, cuyos nombres están en el libro de la vida. Los bendigo de corazón y por favor les pido que recen por mí. Gracias.