Esta mañana, en el Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre Francisco recibió en audiencia a la Comunidad de los Penitenciarios Vaticanos con ocasión del 250° aniversario de la entrega a los Frailes Menores Conventuales del Ministerio de las Confesiones en la Basílica de San Pedro.
Publicamos a continuación el discurso que el Papa dirigió a los presentes en la audiencia:
Discurso del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, Eminencia, buenos días.
Saludo al padre Vincenzo Cosatti y a todos ustedes. Me alegra encontrarlos con ocasión del 250° aniversario de la encomienda a los Frailes Menores Conventuales del ministerio de las confesiones en la Basílica de San Pedro (cf. Clemente XIV, Motu proprio Miserator Dominus, 10 agosto 1774). Lo ha hecho Clemente XIV, puede que una de las cosas buenas que ha hecho. Pero, pobrecillo, las otras las hizo por inspiración de este hermano vuestro, Bontempi, que creo está todavía en el infierno [ríen], pero no estoy seguro. Cuando murió Clemente XIV, Bontempi fue a refugiarse en la Embajada de España, porque tenía miedo. Pasados algunos meses, cuando llegó la paz, fue al General y le dijo: “Padre General, traigo aquí tres bulas. Lo primero [que pido a cambio] es que pueda tener dinero —¡franciscano! —; lo segundo, que pueda vivir fuera de la comunidad; y lo tercero, que pueda viajar donde quiera”. Y el General, un sabio conventual, tomó las bulas y le dijo: “Pero, querido hermano, a usted le falta una” —“¿Cuál, Padre?”. “La que asegure la salvación de tu alma”. Esto es histórico, porque él había engañado al Papa Ganganelli con todas estas cosas, Bontempi era un pícaro.
La basílica de San Pedro es visitada cada día por más de cuarenta mil personas. ¡Cada día! Gran parte viene desde lejos y debe afrontar viajes, gastos y largas filas para poder llegar hasta allí; otros vienen por turismo, la mayoría. Pero muchos de ellos vienen a rezar ante la tumba del primero de los apóstoles, para confirmar su fe y su comunión con la Iglesia, y confiar al Señor intenciones valiosas, o para cumplir las promesas que hicieron. Otros, incluso de credos diferentes, entran allí “como turistas”, atraídos por la belleza, la historia, la fascinación por el arte. Pero en todos existe, consciente o inconscientemente, una única y gran búsqueda: la búsqueda de Dios, Belleza y Bondad eterna, cuyo anhelo reside y palpita en cada corazón de hombre y de mujer que vive en este mundo. El deseo de Dios.
Y la presencia de ustedes en ese contexto es importante. Para los fieles y los peregrinos, porque les permite encontrar al Señor de la misericordia en el sacramento de la Reconciliación. Queridos hermanos, perdonar todo, todo, todo. Háganlo siempre. Perdonar todo. Nosotros estamos para perdonar, otros estarán para pelear. Y para todos los demás [visitantes], porque les da el testimonio de que la Iglesia los acoge ante todo como comunidad de salvados, de perdonados, que creen, esperan y aman iluminados y sostenidos por la ternura de Dios. Detengámonos por tanto un momento a reflexionar sobre el ministerio que llevan adelante, destacando tres aspectos particulares: la humildad, la escucha y la misericordia.
Primero: la humildad. Nos la enseña el apóstol Pedro, discípulo perdonado, que llega a derramar su sangre en el martirio después de haber llorado humildemente por sus propios pecados (cf. Lc 22,56-62). Él nos recuerda que todo apóstol —y todo penitenciario— lleva el tesoro de la gracia que distribuye en una vasija de barro, «para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios» (2 Co 4,7). Por eso, queridos hermanos, para ser buenos confesores, primero hagámonos «nosotros penitentes en busca de perdón» (Bula Misericordiae vultus, 17), difundiendo bajo las bóvedas imponentes de la Basílica Vaticana el perfume de una oración humilde, que implora e impetra piedad.
Segundo: la escucha. Para todos, y especialmente para los jóvenes y para los pequeños. Es el testimonio de Pedro pastor, que camina en medio de su grey y que crece en la escucha del Espíritu a través de la voz de los hermanos (cf. Hch 10,34-48). Escuchar no es, de hecho, sólo oír lo que las personas dicen, sino ante todo acoger sus palabras como don de Dios para la propia conversión, dócilmente, como arcilla en manos del alfarero (cf. Is 64,7). A este respecto, nos hará bien no olvidar nunca que «escuchando realmente al hermano en el coloquio sacramental, nosotros escuchamos a Jesús mismo, pobre y humilde; […] nos convertimos en auditores de la Palabra» (Discurso a los participantes en el XXIX Curso sobre el fuero interno organizado por la Penitenciaría Apostólica, 9 marzo 2018), y que sólo así podemos esperar ofrecerles el servicio más grande, el de ponerlos «en contacto con Jesús» (ibíd.). Escuchar, no preguntar mucho; no hacer de psiquiatras, por favor. Escuchar, escuchar siempre, con mansedumbre. Y cuando ves que hay un penitente que comienza a tener un poco de dificultad, porque se avergüenza, decir “lo he entendido”; no he entendido nada, pero he comprendido; Dios lo ha comprendido y eso es lo importante. Esto me lo enseñó un gran cardenal penitenciario: “he entendido”, el Señor lo ha comprendido. Pero, por favor, no hacer de psiquiatras, cuanto menos hables mejor es; escucha, consuela y perdona. Tú estás ahí para perdonar.
Por último, el tercer aspecto: la misericordia. Como dispensadores del perdón de Dios, es importante ser “hombres de misericordia”, hombres alegres, generosos, dispuestos a comprender y a consolar, con las palabras y las actitudes. También aquí Pedro nos vale de ejemplo, con sus discursos impregnados de perdón (cf. Hch 3,12-20). El confesor —vasija de barro, como hemos dicho—, tiene una única medicina para derramar sobre las llagas de los hermanos: la misericordia de Dios. Esos tres aspectos de Dios: cercanía, misericordia y compasión. El confesor debe ser cercano, misericordioso y compasivo. Cuando un confesor comienza a preguntar… No, estás haciendo de psiquiatra, detente, por favor. Esto lo enseñaba san Leopoldo Mandić, a quien le gustaba repetir: «¿Por qué deberíamos humillar más a las almas que vienen a postrarse a nuestros pies? ¿No están ya demasiado humilladas? ¿Acaso Jesús ha humillado al publicano, a la adúltera, a la Magdalena?», y agregaba: «Y si el Señor me reprochase mi demasiada largueza le podría decir: “Señor bendito, este mal ejemplo me lo habéis dado vos, muriendo en la cruz por las almas, impulsado por vuestra divina caridad”» (cf. Lorenzo da Fara, Leopoldo Mandic. L'umanità la santità, Velar, 1989). ¡Que el Señor nos conceda la gracia de repetir las mismas palabras!
Algunas veces conté la historia de ese capuchino que es confesor en Buenos Aires —no sé si a ustedes se la he contado—, lo hice cardenal no esta vez, sino la anterior. Tiene 96 años y sigue confesando; yo iba con él, perdona todo. Una vez vino a decirme que tenía miedo de perdonar demasiado. “¿Y qué haces?”, le dije yo. “Voy ante el Señor y le digo: Señor, ¿me perdonas? Disculpame, pero he perdonado demasiado. Pero mira que has sido tú quien me ha dado el mal ejemplo”. Perdonar siempre, todo y sin preguntar muchas cosas. ¿Y si no entiendo? Dios entiende, tú sigue adelante. Que sientan la misericordia.
Queridos hermanos, gracias por su servicio, por su asiduidad y paciencia, por su fidelidad. Mi confesor murió hace algunos meses, voy a confesarme con ustedes en San Pedro. Lo hacen bien. Gracias por ser, en el corazón de la Iglesia, ministros de la presencia sacramental de Dios amor. Sigan así su ministerio: con humildad —yo soy peor que tú—, con escucha, sin tantas preguntas, y con misericordia.
Por favor, no se olviden de rezar por mí. Y cada vez que vaya con ustedes, se comprende, me perdonen.