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Celebración de las Vísperas con motivo del aniversario de la Dedicación de la Basílica Papal de Santa María La Mayor y la Solemnidad de Nuestra Señora de las Nieves, 05.08.2024

Homilía del Santo Padre

Hay dos signos que caracterizan esta celebración: el primero se refiere a la tradicional “nevada”, que tendrá lugar en un momento, durante el Magníficat; el segundo es el icono de la Salus populi romani. Estos dos signos, bien comprendidos, nos pueden ayudar a entender el mensaje de la Palabra de Dios que hemos rezado con los salmos y escuchado en la lectura.

La “nevada”, ¿es solamente algo folclórico o tiene un valor simbólico? Depende de nosotros, de cómo la percibimos y del sentido que le damos. Todos sabemos que esta evoca el fenómeno prodigioso que le indicó al Papa Liberio el lugar donde construir la basílica antigua. Sin embargo, el hecho de que este signo se repita en la solemnidad de hoy, en el interior de la basílica y durante la liturgia, nos invita a una lectura más bien simbólica.

Por eso sugiero que nos dejemos guiar por dos versículos del libro del Eclesiástico que, a propósito de la nieve que Dios hace caer del cielo, nos dice que «el resplandor de su blancura deslumbra los ojos y el espíritu se embelesa al verla caer» (Si 43,18). Aquí, el sabio pone de manifiesto el doble sentimiento que el fenómeno natural produce en el ánimo humano: admiración y asombro. Viendo caer la nieve, “su blancura deslumbra los ojos” y “el espíritu se embelesa”. Y es este dato el que nos orienta en la interpretación del signo de la “nevada”, que se puede comprender como símbolo de la gracia, es decir, de una realidad que une la belleza y la gratuidad. La gracia es algo que nadie puede merecer, ni mucho menos comprarse; sólo se puede recibir como don y, como tal, es de carácter totalmente imprevisible, precisamente como puede serlo una nevada en Roma, en pleno verano. Por eso, la gracia suscita admiración y asombro. No olvidemos estas dos palabras: capacidad de admiración y capacidad de asombro. Y no debemos perder estas dos capacidades, porque son parte de nuestra experiencia de fe.

Y con esta actitud interior, podemos ahora orientar nuestra mirada hacia el segundo signo, que es muy importante. El antiguo icono mariano que, por así decirlo, es la joya de esta basílica. En él la gracia adquiere plenamente su forma cristiana en la imagen de la Virgen Madre con el Niño en brazos. La Santa Madre de Dios. Aquí la gracia aparece en su realidad más concreta, despojada de cualquier revestimiento mitológico, o mágico o espiritualista, que siempre están al acecho en la religión. En el icono está sólo lo esencial: Mujer e Hijo, como en el texto de san Pablo que hemos escuchado hace unos momentos: «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer» (Ga 4,4). Esa Mujer es la llena de gracia, concebida sin pecado, inmaculada como la nieve recién caída. Dios la miró con admiración y asombro —hasta Dios se asombra—, y la escogió como Madre porque es hija de su Hijo: generada en Él antes del tiempo, se convirtió en Madre suya en la plenitud de los tiempos. El Niño sostiene el Libro Santo con el brazo izquierdo, y con el derecho bendice. Y la primera bendecida es ella, la Madre, la Bendita entre todas las mujeres. Su manto negro pone de relieve el vestido dorado de su Hijo, porque sólo en Él habita la plenitud de la divinidad, y ella, con el rostro descubierto, refleja su gloria. Tomémonos un poco de tiempo para ir a ver a la Virgen. Observémosla en silencio, viendo todas estas cosas, contemplando esta imagen que tanto nos santifica a todos. Dispongamos de un poco de tiempo para venir a verla después.  

Por esta razón el pueblo fiel viene a pedirle su bendición a la Santa Madre de Dios, porque ella es la mediadora de la gracia que brota siempre y sólo de Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. De manera particular, durante el año próximo, Año Santo del Jubileo, serán muchísimos los peregrinos que vendrán a esta basílica a pedir la bendición a la Madre. En referencia a eso, hoy nos hemos reunido aquí, como una especie de avanzadilla, e invocamos su intercesión por la ciudad de Roma, nuestra ciudad, y por el mundo entero, especialmente para pedir por la paz; la paz que sólo es verdadera y duradera si parte de corazones arrepentidos y corazones perdonados; el perdón construye la paz, precisamente porque perdonar es la actitud tan noble del Señor, perdonar; la paz que nos viene de la Cruz de Cristo, de su Sangre, la que Él tomó de María y derramó en remisión de los pecados.

Quisiera finalizar dirigiéndome a la Virgen Santa con las palabras de san Cirilo de Alejandría en la conclusión del Concilio de Éfeso: «Dios te salve, María, Madre de Dios, Virgen Madre, Estrella de la mañana, Vaso virginal. Dios te salve, María, Virgen, Madre y Esclava: Virgen, por gracia de Aquél que de ti nació sin menoscabo de tu virginidad; Madre, por razón de Aquél que llevaste en tus brazos […]. Dios te salve, María, la joya más preciosa de todo el orbe; […] Dios te salve, María, lámpara que nunca se apaga, pues de ti ha nacido el Sol de justicia» (Homilía 11: PG 77). Santa Madre de Dios, ruega por nosotros.

Y ahora los invito a todos juntos —veamos si son capaces de hacerlo— todos juntos repitan tres veces: “Te saludo, Santa Madre de Dios”. Todos juntos: “Te saludo, Santa Madre de Dios. Una vez más y más fuerte: “Te saludo, Santa Madre de Dios”.