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"Instrumentum Laboris" para la segunda sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (octubre de 2024), 09.07.2024

XVI ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL

SÍNODO DE LOS OBISPOS

Cómo ser una Iglesia sinodal misionera

Instrumentum laboris

para la segunda sesión (octubre de 2024)

Índice

Introducción

Tres años de camino

Una herramienta de trabajo para la segunda sesión

Fundamentos

La Iglesia Pueblo de Dios, Sacramento de Unidad

El significado compartido de sinodalidad

La unidad como armonía en las diferencias

Hermanas y hermanos en Cristo: una reciprocidad renovada

Llamada a la conversión y a la reforma

Parte I - Relaciones

En Cristo y en el Espíritu: la iniciación cristiana

Para el Pueblo de Dios: carismas y ministerios

Con los ministros ordenados: al servicio de la armonía

Entre las Iglesias y en el mundo: la concreción de la comunión

Parte II - Itinerarios

Una formación integral y compartida

Discernimiento eclesial para la misión

La articulación de los procesos de toma de decisiones

Transparencia, rendición de cuentas, evaluación

Parte III - Lugares

Territorios que recorrer juntos

Iglesias locales en la Iglesia católica, una y única

Los vínculos que conforman la unidad de la Iglesia

El servicio a la unidad del Obispo de Roma

Conclusión - La Iglesia sinodal en el mundo

SIGLAS

AG CONCILIO VATICANO II, Decreto Ad Gentes (7 de diciembre de 1965)

CD CONCILIO VATICANO II, Decreto Christus Dominus (28 de octubre de 1965)

CIC Codex iuris canonici (25 de enero de 1983)

CTI COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia (2 de marzo de 2018)

DEC SECRETARÍA GENERAL DEL SINODO, Documento para la Etapa Continental (27 de octubre de 2022)

DV CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática Dei Verbum (18 de noviembre de 1965)

EG FRANCISCO, Exh. Evangelii gaudium (24 de noviembre de 2013)

GS CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et Spes (7 de diciembre de 1965)

LG CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen Gentium (21 de noviembre de 1964)

LS FRANCISCO, Carta encíclica Laudato si' (24 de mayo de 2015)

EP FRANCISCO, Constitución Apostólica Praedicate Evangelium (19 de marzo de 2022)

RdS XVI ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SINODO DE OBISPOS, Informe de Síntesis (28 de octubre de 2023)

SC CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium (4 de diciembre de 1963)

UR CONCILIO VATICANO II, Decreto Unitatis Redintegratio (21 de noviembre de 1964)

UUS SAN JUAN PABLO II, Carta Encíclica Ut unum sint (25 de mayo de 1995)

Introducción

Preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte,

un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera;

manjares exquisitos, vinos refinados.

Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos,

el lienzo extendido sobre todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre.

Dios, el Señor, enjugará las lágrimas de todos los rostros,

y alejará del país el oprobio de su pueblo

—lo ha dicho el Señor—.

Is 25:6-8

El profeta Isaías presenta la imagen de un banquete superabundante y exquisito preparado por el Señor en la cima del monte, símbolo de convivencia y comunión, destinado a todos los pueblos. En el momento de volver al Padre, el Señor Jesús confía a sus discípulos la tarea de llegar a todos los pueblos, para servirles un banquete compuesto por un alimento que da plenitud de vida y de alegría. A través de su Iglesia, guiada por su Espíritu, el Señor quiere reavivar la esperanza en el corazón de la humanidad, devolver la alegría y salvar a todos, especialmente a aquellos cuyos rostros están surcados por las lágrimas y que claman a Él en la angustia. Sus gritos llegan a oídos de todos los discípulos de Cristo, hombres y mujeres que caminan por las profundidades de las vicisitudes humanas. Sus gritos son aún más fuertes en este tiempo en que el camino del Sínodo se ha visto acompañado por el estallido de nuevas guerras y conflictos armados, que se suman a los ya de por sí numerosos conflictos que siguen tiñendo de sangre el mundo.

En el corazón del Sínodo 2021-2024. Para una Iglesia sinodal. Comunión, participación, misión hay una llamada a la alegría y a la renovación del Pueblo de Dios en el seguimiento del Señor y en el compromiso al servicio de su misión[1]. La llamada a ser discípulos misioneros se funda en la identidad bautismal común, se arraiga en la diversidad de contextos en los que la Iglesia está presente y encuentra unidad en el único Padre, en el único Señor y en el único Espíritu. Interpela a todos los bautizados, sin excepción: «Todo el Pueblo de Dios es el sujeto del anuncio del Evangelio. En él, todo bautizado es convocado para ser protagonista de la misión porque todos somos discípulos misioneros» (CTI, n. 53). Esta renovación encuentra su expresión en una Iglesia que, reunida por el Espíritu mediante la Palabra y el Sacramento (cf. CD 11), anuncia la salvación que experimenta continuamente, a un mundo hambriento de sentido y sediento de comunión y solidaridad. Es para este mundo para el que el Señor prepara un banquete en su monte.

Practicar la sinodalidad es la forma mediante la cual renovamos hoy nuestro compromiso con esta misión y es una expresión de la naturaleza de la Iglesia. Crecer como discípulos misioneros significa, ante todo, responder a la llamada de Jesús a seguirle, correspondiendo al don que recibimos cuando fuimos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Significa también aprender a acompañarnos mutuamente, como Pueblo de peregrinos en camino a través de la historia hacia un destino común, la Ciudad celestial. Al recorrer este camino, al partir el pan de la Palabra y de la Eucaristía, nos transformamos en lo que recibimos. Comprendemos así que nuestra identidad de Pueblo salvado y santificado posee una dimensión comunitaria ineludible que abarca a todas las generaciones de creyentes que nos han precedido y nos seguirán: la salvación que hay que recibir y testimoniar es relacional, ya que nadie se salva solo. O más bien, empleando las palabras aportadas por una Conferencia Episcopal asiática, vamos tomando conciencia poco a poco de que: «La sinodalidad no es simplemente un objetivo, sino un camino de todos los fieles, que debemos recorrer juntos de la mano[2]. Por eso, comprender su pleno significado requiere tiempo». San Agustín habla de la vida cristiana como una peregrinación solidaria, un caminar juntos «hacia Dios no corremos con pasos, sino con el afecto» (Sermón 306 B, 1), compartiendo una vida hecha de oración, de anuncio y de amor al prójimo.

El Concilio Vaticano II enseña que «todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos» (LG, n. 3). En el corazón del camino sinodal se encuentra el deseo, antiguo y siempre nuevo, de comunicar a todos la promesa y la invitación del Señor, custodiadas en la tradición viva de la Iglesia, a reconocer la presencia del Señor resucitado entre nosotros y a acoger los múltiples frutos de la acción de su Espíritu. La visión de la Iglesia, Pueblo de peregrinos que, en todos los lugares de la tierra, busca la conversión sinodal por amor a su misión, nos guía mientras avanzamos con alegría y esperanza por el camino del Sínodo. Esta visión contrasta crudamente con la realidad de un mundo en crisis, cuyas heridas y desigualdades escandalosas resuenan dolorosamente en el corazón de todos los discípulos de Cristo, impulsándonos a rezar por todas las víctimas de la violencia y de la injusticia y a renovar nuestro compromiso junto a las mujeres y los hombres que, en todas las partes del mundo, se esfuerzan por ser artesanos de la justicia y la paz.

Tres años de camino

Después de la apertura del proceso sinodal los días 9 y 10 de octubre de 2021, las Iglesias locales de todo el mundo, con ritmos diferentes y expresiones multiformes, emprendieron una primera fase de escucha. Pertenecer a la Iglesia significa formar parte del único Pueblo de Dios, constituido por personas y comunidades que viven en tiempos y lugares concretos: la escucha sinodal partió de estas comunidades, pasando después por etapas diocesanas, nacionales y continentales, en un diálogo constante, impulsado por la Secretaría General del Sínodo a través de documentos de síntesis y de trabajo. La circularidad del proceso sinodal es una forma de reconocer y valorizar el arraigo de la Iglesia en una variedad de contextos, al servicio de los vínculos que los unen.

La novedad de esta primera fase fue la experiencia de las Asambleas continentales, que reunieron a las Iglesias locales de una misma área geográfica, invitándolas a aprender a escucharse, a acompañarse en el camino y a discernir juntas los principales retos que plantea, a la realización de la misión, el contexto en el que se encuentran.

La Primera Sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (octubre de 2023) inauguró la segunda fase, acogiendo los frutos de esta escucha para discernir, en la oración y el diálogo, los pasos que el Espíritu nos pide dar. Esta fase continuará hasta la conclusión de la segunda sesión (octubre de 2024), que ofrecerá al Santo Padre el fruto de su trabajo, con vistas a una aplicación concreta más intensa por parte de todas las Iglesias locales

La preparación de la segunda sesión se basa necesariamente en los resultados de la Primera, recogidos en el IdS. Basándose en esto, en consonancia con la circularidad que caracteriza todo el proceso sinodal y de cara a un enfoque preciso para los trabajos de la segunda sesión, se puso en marcha una nueva consulta a las Iglesias locales de todo el mundo, partiendo de una pregunta orientadora: «¿Cómo ser una Iglesia sinodal en misión?». Tal y como explica el documento Hacia octubre de 2024[3]el objetivo de la consulta era «identificar los caminos a seguir y los instrumentos a adoptar en los diferentes contextos y circunstancias, para potenciar la originalidad de cada bautizado y de cada Iglesia en la misión única de anunciar al Señor Resucitado y su Evangelio al mundo de hoy. No se trata, por tanto, de limitarse a un plan de mejoras técnicas o de procedimientos que hagan más eficaces las estructuras de la Iglesia, sino de trabajar en las formas concretas del compromiso misionero al que estamos llamados, en el dinamismo entre unidad y diversidad propio de una Iglesia sinodal».

Las respuestas a la pregunta orientadora, enviadas por la mayoría de las Conferencias Episcopales y sus agrupaciones continentales, por las Iglesias Orientales Católicas, por las diócesis que no forman parte de una Conferencia Episcopal, por los dicasterios de la Curia Romana, por la Unión de Superiores Generales y la Unión Internacional de las Superioras Generales en representación de la vida consagrada, así como los testimonios de experiencias y buenas prácticas recibidos de todo el mundo y las observaciones de casi doscientas realidades internacionales, facultades universitarias, asociaciones de fieles, comunidades e individuos, constituyen la base para la redacción de este Instrumentum laboris de la segunda sesión, enraizándolo en la vida del Pueblo de Dios en todo el mundo.

Estas voces han expresado la gratitud por el camino recorrido, por los esfuerzos que a veces requiere, pero sobre todo al deseo de avanzar. Así se expresa una Conferencia Episcopal de América del Norte: «La gratitud por el camino sinodal es profunda [...]. Siguen existiendo tensiones, que requerirán seguir una línea de reflexión y diálogo, inspirándose en la idea de cultura del encuentro propuesta por el Papa Francisco. Pero estas tensiones no rompen la comunión de la caridad en la Iglesia». También nos recuerdan que aún queda mucho camino por recorrer.

Como en las fases anteriores, se reafirman los frutos de la adopción del método de la conversación en el Espíritu. Por ejemplo, una federación de Conferencias Episcopales señala: «Muchas síntesis procedentes de toda Asia expresan un entusiasmo increíble por la metodología sinodal, que emplea la conversación en el Espíritu como punto de partida del camino. Muchas diócesis y Conferencias Episcopales han introducido este método en sus estructuras, con gran éxito». Este entusiasmo ya se ha traducido en pasos concretos de experimentación de un modo de proceder más sinodal. En una conferencia episcopal europea «se decidió iniciar una fase de experimentación sinodal de cinco años. A nivel nacional, se trata de desarrollar, evaluar y perfeccionar formas de consulta sinodal, de diálogo, de discernimiento, así como procesos de toma de decisiones que articulen la fase de elaboración (decision-making) con la de toma de decisiones (decision-taking). Se tendrán en cuenta las experiencias de las diócesis, así como los desarrollos sinodales en otras partes del mundo y en la Iglesia universal. Nos encontramos al comienzo de un exigente, pero importante camino de aprendizaje». Existe una mayor conciencia sobre el valor de las Iglesias locales y de su camino, de la riqueza de la que son portadoras y de la necesidad de escuchar sus voces. Según la síntesis enviada por una Conferencia Episcopal africana, «ya no se pueden considerar y tratar a las Iglesias locales simplemente como destinatarias del anuncio del Evangelio, que tienen poco o nada que aportar».

A estas aportaciones se sumaron los frutos del Encuentro Internacional “Párrocos para el Sínodo” (Sacrofano, Roma, 28 de abril - 2 de mayo de 2024), que permitió escuchar a los presbíteros comprometidos en la pastoral parroquial. Las síntesis de los grupos de trabajo expresan en primer lugar «la alegría por la posibilidad de escucharse mutuamente: una experiencia enriquecedora, que ha alimentado un profundo sentimiento de comprensión y de respeto hacia las especificidades del contexto de origen de cada uno». Expresan «la necesidad de una nueva comprensión del papel del párroco en una Iglesia sinodal, respetando la variedad de tradiciones en la Iglesia» y la preocupación por no poder llegar a las periferias y a los que viven en los márgenes: «Si la Iglesia quiere ser sinodal, debe escuchar a estas personas»[4].

Del mismo modo, los cinco Grupos de Trabajo constituidos por la Secretaría General del Sínodo e integrados por expertos de diferente procedencia geográfica, género y condición eclesial, ofrecieron materiales para la redacción de este Instrumentum laboris. Ellos trabajaron con un método sinodal orientado a una profundización teológica y canónica de la noción de sinodalidad y de sus implicaciones para la vida de la Iglesia.

A un grupo de expertos, compuesto por obispos, presbíteros, consagrados y consagradas, laicos, hombres y mujeres, teólogos, canonistas y biblistas, procedentes de todos los continentes y de diferentes condiciones eclesiales, se le encomendó la tarea de leer todas las aportaciones y materiales recibidos, articulando las respuestas dadas a la pregunta fundamental, para la redacción de este Instrumentum laboris. Las reflexiones de este grupo, así como las de los cinco grupos de trabajo antes mencionados, confluirán también en el subsidio que acompañará a este Instrumentum laboris, explorando el fundamento teológico de algunos contenidos.

Junto al trabajo emprendido para la preparación de la segunda sesión, dio comienzo también el trabajo de los diez grupos de estudio[5], encargados de profundizar otros temas que surgieron del IdS[6], identificados por el Santo Padre al término de una consulta internacional. Estos grupos de estudio, integrados por pastores y expertos de todos los continentes, siguiendo un método de trabajo sinodal, están constituidos «de común acuerdo entre los Dicasterios competentes de la Curia Romana y la Secretaría General del Sínodo, a la que se confía la coordinación», según el Quirógrafo firmado por el Papa Francisco el 16 de febrero de 2024 y en el espíritu de la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium (art. 33). Deberán completar su estudio antes de junio de 2025, siempre que sea posible, pero deberán presentar un informe de situación a la Asamblea en octubre de 2024. De este modo, sin esperar a la conclusión de la segunda sesión, el Papa Francisco ha incorporado ya algunas de las indicaciones de la Primera Sesión y ha iniciado los trabajos de la fase de implementación, en la forma prevista por la Constitución Apostólica Episcopalis Communio: «Junto al Dicasterio de la Curia Romana competente y, según el tema y las circunstancias, junto a los demás Dicasterios implicados de diversos modos, la Secretaría General del Sínodo promueve por su propia parte la implementación de las orientaciones sinodales aprobadas por el Romano Pontífice» (art. 20, c. 1). Además, de acuerdo con el Dicasterio para los Textos Legislativos, se ha instituido una Comisión de Derecho Canónico al servicio del Sínodo. Por último, aplicando la indicación dada por la Primera Sesión (cf. IdS 16q), el 25 de abril de 2024, el SECAM (Simposio de las Conferencias Episcopales de África y Madagascar) anunció la creación de una Comisión especial para discernir las implicaciones teológicas y pastorales de la poligamia para la Iglesia en África.

Una herramienta de trabajo para la segunda sesión

A través de un camino entretejido de silencio, oración, escucha de la Palabra de Dios, diálogo fraterno y encuentros gozosos, a veces no exentos de dificultades, como Pueblo de Dios hemos madurado una conciencia más profunda de nuestra relación como hermanos y hermanas en Cristo, con la responsabilidad común de ser una comunidad de salvados que proclama al mundo entero, con la palabra y la vida, la belleza del Reino de Dios. Esta identidad no es una idea abstracta, sino una experiencia vivida, entretejida con nombres y rostros. En la preparación de la segunda sesión, y durante sus trabajos, seguimos enfrentándonos a esta pregunta: ¿cómo puede tomar forma concreta la identidad del Pueblo de Dios sinodal en misión en las relaciones, los caminos y los lugares en los que se desarrolla la vida de la Iglesia?

El presente Instrumentum laboris debe servir a este propósito, por eso se aplica también lo que ya se afirmó a este respecto en la Primera Sesión: «no es un documento del Magisterio de la Iglesia, ni el informe de una encuesta sociológica; no ofrece la formulación de indicaciones operativas, de metas y objetivos, ni la elaboración completa de una visión teológica» (n. 10: cf. DEC n. 8). Para comprenderlo, es esencial situarlo en el conjunto del proceso sinodal, ya que está inmerso en la circularidad del diálogo entre las Iglesias, animado y apoyado por el trabajo de la Secretaría General del Sínodo. La Primera Sesión de la Asamblea (2023) recogió los frutos de la doble consulta, local y continental, centrada en la búsqueda de los «signos característicos de una Iglesia Sinodal y sobre las dinámicas de comunión, misión y participación que la caracterizan» (IdS, Introducción). A través de la oración, el diálogo y el discernimiento, ha recogido y plasmado en la IdS las convergencias, los temas a tratar y las propuestas que han surgido del trabajo común. Lo que se desprende es lo que podemos describir como una primera respuesta a la pregunta “Iglesia sinodal, ¿qué dices de ti misma?”. La segunda sesión no retoma dicha cuestión, sino que está llamada a ir más allá, centrándose en su pregunta orientadora: “¿Cómo ser una Iglesia sinodal en misión?”. Sobre otras cuestiones que surgieron durante el camino, el trabajo continúa con otras modalidades, tanto a nivel de las Iglesias locales como en los diez grupos de estudio. Las dos sesiones no pueden separarse, como tampoco pueden oponerse: están en continuidad y, sobre todo, forman parte de un proceso más amplio que, como quedó indicado en la Constitución Apostólica Episcopalis communio, no terminará a finales de octubre de 2024.

Concretamente, este Instrumentum laboris se abre con una sección dedicada a los Fundamentos de la comprensión de la sinodalidad, que vuelve a proponer la conciencia madurada a lo largo del camino y establecida por la Primera Sesión. Le siguen tres Partes estrechamente relacionadas, que iluminan la vida sinodal misionera de la Iglesia desde diferentes perspectivas: I) la perspectiva de las relaciones -con el Señor, entre los hermanos y hermanas y entre las Iglesias-, que sostienen la vitalidad de la Iglesia mucho más radicalmente que sus estructuras; (II) la perspectiva de los caminos que sostienen y alimentan en lo concreto el dinamismo de las relaciones; (III) la perspectiva de los lugares que, contra la tentación de un universalismo abstracto, hablan de la realidad de los contextos en los que se encarnan las relaciones, con su variedad, pluralidad e interconexión, y con su arraigo en el fundamento del que nace la profesión de fe. Cada una de estas secciones será objeto de oración, de intercambio y de discernimiento en uno de los módulos que marcarán los trabajos de la segunda sesión, en la que se invitará a cada uno a «ofrecer la propia aportación como un don para los otros y no como una certeza absoluta» (IdS, Introducción), en un camino que los miembros de la Asamblea están llamados a escribir juntos. Sobre esta base, se redactará un Documento Final, que abarcará todo el proceso realizado hasta ahora, ofreciendo al Santo Padre orientaciones sobre los pasos a seguir y las formas concretas de llevarlo a cabo.

Podemos esperar una profundización de la comprensión compartida de la sinodalidad, un enfoque más amplio sobre las prácticas de una Iglesia sinodal e incluso la propuesta de algunos cambios en el derecho canónico (otros más significativos pueden llegar tras haber asimilado y vivificado mejor la propuesta de fondo), pero ciertamente no la respuesta a todas las preguntas. También porque surgirán otras a lo largo del camino de conversión y de reforma, que la segunda sesión invitará a emprender a toda la Iglesia. Entre los beneficios del proceso desarrollado hasta ahora, cabe destacar sin duda el hecho de que hemos experimentado y aprendido un método con el que abordar las cuestiones juntos, en el diálogo y en el discernimiento. Aún estamos aprendiendo a ser una Iglesia sinodal misionera, pero es una tarea que ya hemos experimentado poder emprender con alegría.

Fundamentos

Esta sección del Instrumentum laboris pretende delinear los fundamentos de la visión de una Iglesia sinodal misionera, invitándonos a profundizar en nuestra comprensión del misterio de la Iglesia. Lo hace sin pretender ofrecer un tratado completo de eclesiología, sino poniéndose al servicio del camino de discernimiento de la asamblea sinodal de octubre de 2024. Responder a la pregunta «¿Cómo ser Iglesia sinodal en misión?» requiere un horizonte en el que situar las reflexiones y las propuestas pastorales y teológicas, orientando un camino que es fundamentalmente un camino de conversión y de reforma. A su vez, los pasos concretos que emprenda la Iglesia permitirán enfocar mejor el horizonte y profundizar en la comprensión de los fundamentos, en una circularidad que caracteriza toda la historia de la Iglesia.

En Cristo, luz de todas las gentes, somos un único Pueblo de Dios, llamado a ser signo e instrumento de la unión con Dios y de la unidad del género humano. Lo hacemos caminando juntos en la historia, viviendo la comunión que se alimenta de la vida trinitaria, promoviendo la participación de todos, con vistas a la misión común. Esta visión está muy arraigada en la tradición viva de la Iglesia. El proceso sinodal ha permitido madurar una conciencia renovada de la misma, que se expresa en las convergencias surgidas durante el camino emprendido en 2021. La primera sesión de la asamblea sinodal (octubre de 2023) las reconoció y las recogió en el IdS, que las relanzó a toda la Iglesia para el proceso de discernimiento que completará la segunda sesión.

La Iglesia Pueblo de Dios, sacramento de unidad

1. Del bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo surge la identidad mística, dinámica y comunitaria del Pueblo de Dios, orientada hacia la plenitud de la vida en la que nos precede el Señor Jesús y hacia la misión de invitar a todos los hombres y mujeres a acoger, con libertad, el don de la salvación (cf. Mt 28,18-19). En el bautismo, Jesús nos reviste de sí mismo, comparte con nosotros su identidad y su misión (cf. Ga 3,27).

2. «Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (LG 9), participando en la comunión trinitaria. En su pueblo y a través de él, Dios realiza y manifiesta la salvación que nos da en Cristo. La sinodalidad está arraigada en esta visión dinámica del Pueblo de Dios con vocación universal a la santidad y a la misión, en peregrinación hacia el Padre, siguiendo las huellas de Jesucristo y animado por el Espíritu Santo. En los diferentes contextos en los que vive y camina, este Pueblo de Dios sinodal y misionero proclama y da testimonio de la Buena Nueva de la salvación; caminando junto a todos los pueblos de la tierra, con sus culturas y sus religiones, dialoga con ellos y los acompaña.

3. El proceso sinodal ha desarrollado una conciencia de lo que significa ser el Pueblo de Dios reunido como «Iglesia de toda raza, lengua, pueblo y nación» (IdS 5), que vive su camino hacia el Reino en contextos y culturas diferentes. El Pueblo de Dios es el sujeto comunitario que atraviesa las etapas de la historia de la salvación, en su camino hacia la plenitud. El Pueblo de Dios no es la suma de los bautizados, sino el “nosotros” de la Iglesia, sujeto comunitario e histórico de la sinodalidad y de la misión, para que todos puedan recibir la salvación preparada por Dios. Integrados en este Pueblo mediante la fe y el bautismo, nos acompañan la Virgen María, «signo de esperanza cierta y de consuelo [para el peregrinante Pueblo de Dios] hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 P 3,10)» (LG 68), los apóstoles, los que han dado la vida por testimoniar su fe, los santos reconocidos y los santos “de la puerta de al lado”.

4. «Cristo es la luz de los pueblos» (LG 1) y esta luz resplandece en el rostro de la Iglesia, que es «en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Como la luna, la Iglesia brilla con luz reflejada: no puede, por tanto, entender su propia misión en un sentido autorreferencial, sino que recibe la responsabilidad de ser el sacramento de los vínculos, de las relaciones y de la comunión con vistas a la unidad de todo el género humano, incluso en nuestra época tan dominada por la crisis de la participación, de sentirse parte de un destino común, y por una concepción a menudo demasiado individualista de la felicidad y, por tanto, de la salvación. En su misión, la Iglesia comunica al mundo el designio de Dios de unir en sí mismo, mediante la salvación, a toda la humanidad. Al hacerlo, no se proclama a sí misma, «sino a Jesucristo como Señor» (2 Cor 4,5). Si no fuera así, perdería su ser, en Cristo, «como sacramento» (cf. LG 1) y, por tanto, su propia identidad y razón de ser. En el camino hacia la plenitud, la Iglesia es el sacramento del Reino de Dios en el mundo.

El significado compartido de sinodalidad

5. Los términos sinodalidad sinodal, derivados de la antigua y constante práctica eclesial de reunirse en sínodo [7], se han comprendido mejor y se han vivido más plenamente gracias a la experiencia de los últimos años. Se han asociado cada vez más al «deseo de una Iglesia más cercana a las personas, menos burocrática, más relacional» (IdS 1b), que sea hogar y familia de Dios. En el transcurso de su primera sesión, la Asamblea alcanzó una convergencia sobre el significado de “sinodalidad”, que está a la base de este Instrumentum laboris. Los diferentes itinerarios, propuestos actualmente y orientados a una mayor profundización, pretenden identificar con mayor claridad la perspectiva católica con respecto a esta dimensión constitutiva de la Iglesia, en un diálogo con las demás tradiciones cristianas que respete las diferencias y peculiaridades de cada una. En su sentido más amplio, «la sinodalidad puede entenderse como el caminar de los cristianos con Cristo y hacia el Reino, junto con toda la humanidad; orientada a la misión, la sinodalidad comporta reunirse en asamblea en los diversos niveles de la vida eclesial, la escucha recíproca, el diálogo, el discernimiento comunitario, la creación del consenso como expresión del hacerse presente el Cristo vivo en el Espíritu y el asumir una corresponsabilidad diferenciada» (IdS 1h).

6. Por tanto, sinodalidad designa «el estilo peculiar que caracteriza la vida y la misión de la Iglesia» (CTI, n. 70), un estilo que parte de la escucha como primera acción de la Iglesia. La fe, que nace de la escucha de la proclamación de la Buena Nueva (cf. Rom 10,17), vive de la escucha: escucha de la Palabra de Dios, escucha del Espíritu Santo, escucha los unos de los otros, escucha de la tradición viva de la Iglesia y de su Magisterio. En las fases del proceso sinodal, la Iglesia experimentó una vez más lo que enseñan las Escrituras: sólo es posible proclamar lo que se ha escuchado.

7. La sinodalidad «debe expresarse en el modo ordinario de vivir y obrar de la Iglesia [...y] se realiza mediante la escucha comunitaria de la Palabra y la celebración de la Eucaristía, la fraternidad de la comunión y la corresponsabilidad y participación de todo el Pueblo de Dios, en sus diferentes niveles y en la distinción de los diversos ministerios y roles, en su vida y en su misión» (ibíd.). El término indica también las estructuras y los procesos eclesiales en los que se expresa la naturaleza sinodal de la Iglesia a nivel institucional y, por último, designa aquellos acontecimientos particulares en los que la Iglesia es convocada por la autoridad competente (cf. ibíd.). Al referirse a la realidad de la Iglesia, la categoría de sinodalidad no se presenta como alternativa a la de comunión. De hecho, en el contexto de la eclesiología del Pueblo de Dios ilustrada por el Concilio Vaticano II, el concepto de comunión expresa la sustancia profunda del misterio y de la misión de la Iglesia, que halla en la celebración de la Eucaristía su fuente y su culminación, es decir, la unión con Dios Trinidad y la unidad entre las personas humanas que se realiza en Cristo mediante el Espíritu Santo. La sinodalidad, en el mismo contexto, «indica la específica forma de vivir y obrar de la Iglesia Pueblo de Dios que manifiesta y realiza en concreto su ser comunión en el caminar juntos, en el reunirse en asamblea y en el participar activamente de todos sus miembros en su misión evangelizadora» (CTI, n. 6).

8. La sinodalidad no supone en modo alguno la devaluación de la autoridad particular y de la tarea específica que Cristo mismo confía a los pastores: los obispos con los presbíteros, sus colaboradores, y el Romano Pontífice como «principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles» (LG 23). Por el contrario, ofrece «el marco interpretativo más adecuado para comprender el mismo ministerio jerárquico» (Francisco, Discurso en la Conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015), invitando a toda la Iglesia, incluidos los que ejercen una autoridad, a una auténtica conversión y reforma.

9. La sinodalidad no es un fin en sí misma, puesto que, al ofrecer la posibilidad de expresar la naturaleza de la Iglesia y valorizar todos los carismas, las vocaciones y los ministerios en la Iglesia, permite a la comunidad de los que «creen y ven a Jesús» (LG 9) anunciar el Evangelio de la manera más adecuada a las mujeres y a los hombres, de cualquier época y lugar, y ser «sacramento visible» (ibíd.) de la unidad salvífica querida por Dios. Sinodalidad y misión están, pues, íntimamente ligadas. Si la segunda sesión se centra en ciertos aspectos de la vida sinodal, lo hace con vistas a una mayor eficacia en la misión. Al mismo tiempo, la sinodalidad es la condición para proseguir el camino ecuménico hacia la unidad visible de todos los cristianos. El grupo de estudio n. 10 se ocupa de la recepción de los frutos del camino ecuménico en las prácticas eclesiales.

La unidad como armonía en las diferencias

10. El dinamismo de la comunión eclesial y, por tanto, de la vida sinodal de la Iglesia encuentra su propio modelo y realización en la liturgia eucarística. En ella, la comunión de los fieles (communio fidelium) es al mismo tiempo la comunión de las Iglesias (communio Ecclesiarum), que se manifiesta en la comunión de los obispos (communio episcoporum)en razón del antiquísimo principio según el cual «la Iglesia está en el obispo y el obispo está en la Iglesia» (San Cipriano, Carta 66.8). El Señor puso al apóstol Pedro (cf. Mt 16,18) y a sus sucesores al servicio de la comunión. En virtud del ministerio petrino, el Obispo de Roma es «el principio y fundamento perpetuo y visible» (LG 23) de la unidad de la Iglesia, expresada en la comunión de todos los fieles, de todas las Iglesias, de todos los obispos. Se manifiesta así la armonía que el Espíritu obra en la Iglesia, Él que es la armonía en persona (cf. San Basilio, Homilía sobre el Salmo 29, 1)

11. A lo largo del proceso sinodal, el deseo de unidad de la Iglesia ha crecido a la par que la conciencia de su diversidad, de la que es portadora. Ha sido precisamente el compartir entre las Iglesias lo que nos ha recordado que no hay misión sin contexto, es decir, sin una conciencia clara de que el don del Evangelio se ofrece a personas y comunidades que viven en tiempos y en lugares concretos, que no están encerradas en sí mismas, sino más bien son portadoras de historias que deben ser reconocidas, respetadas e invitadas a abrirse a horizontes más amplios. Uno de los mayores dones recibidos a lo largo del camino ha sido la oportunidad de encontrar y celebrar la belleza del «rostro pluriforme de la Iglesia» (San Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 40). La renovación sinodal favorece la valorización de los contextos como lugar en los que se hace presente y se realiza la llamada universal de Dios a formar parte de su pueblo, de ese Reino de Dios que es «justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo» (Rom 14,17). De este modo, las diferentes culturas son capaces de captar la unidad que subyace y completa su vibrante pluralidad. La valorización de los contextos, de las culturas y de la diversidad es una clave para crecer como Iglesia sinodal misionera.

12. Del mismo modo, ha crecido la conciencia de la variedad de carismas y vocaciones que el Espíritu Santo suscita constantemente en el Pueblo de Dios. Nace así el deseo de crecer en la capacidad de discernirlos, de comprender sus relaciones dentro de la vida concreta de cada Iglesia y de la Iglesia en su conjunto y, sobre todo, de articularlos para el bien de la misión. Esto significa también reflexionar más profundamente sobre la cuestión de la participación en relación con la comunión y la misión. En todas las fases del proceso surgió el deseo de ampliar las posibilidades de participación y de ejercicio de la corresponsabilidad de todos los bautizados, hombres y mujeres, en la variedad de sus carismas, vocaciones y ministerios. Este deseo apunta en tres direcciones. La primera es la necesidad de “actualizar” la capacidad de anunciar y transmitir la fe con modalidades y medios adecuados al contexto actual. La segunda es la renovación de la vida litúrgica y sacramental, a partir de celebraciones bellas, dignas, accesibles, plenamente participativas, bien inculturadas y capaces de alimentar el impulso hacia la misión. La tercera dirección nace de la tristeza provocada por la falta de participación de tantos miembros del Pueblo de Dios en este camino de renovación eclesial y la fatiga de la Iglesia a la hora de vivir plenamente una sana relacionalidad entre hombres y mujeres, entre generaciones y entre personas y grupos de diferentes identidades culturales y condiciones sociales, en particular, los pobres y excluidos. Esta debilidad en la reciprocidad, en la participación y en la comunión sigue siendo un obstáculo para la plena renovación de la Iglesia en un sentido sinodal misionero.

Hermanas y hermanos en Cristo: una reciprocidad renovada

13. La primera diferencia que encontramos como personas humanas es la que existe entre hombres y mujeres. Nuestra vocación como cristianos es la de honrar esta diferencia donada por Dios viviendo, en el seno de la Iglesia, una reciprocidad relacional dinámica como signo para el mundo. Al reflexionar sobre esta visión en clave sinodal, las aportaciones recogidas en todas las fases evidenciaron la necesidad de dar un reconocimiento más pleno a los carismas, a la vocación y al papel de las mujeres en todos los ámbitos de la vida de la Iglesia como un paso indispensable para promover esta reciprocidad relacional. La perspectiva sinodal evidencia tres puntos de referencia teológicos como guía para el discernimiento: a) la participación se basa en las implicaciones eclesiológicas del bautismo; b) como Pueblo de bautizados, estamos llamados a no enterrar nuestros talentos, sino a reconocer los dones que el Espíritu derrama sobre cada uno para el bien de la comunidad y del mundo; c) respetando la vocación de cada uno, los dones que el Espíritu concede a los fieles se ordenan el uno al otro y la colaboración de todos los bautizados debe practicarse en clave de corresponsabilidad. Nos guía en nuestra reflexión el testimonio de las Sagradas Escrituras: Dios eligió a algunas mujeres para que fueran las primeras en ser testigos y en anunciar la resurrección. En virtud del bautismo, están en condición de plena igualdad, reciben la misma efusión de dones del Espíritu y están llamadas al servicio de la misión de Cristo.

14. En este sentido, el primer cambio que debe realizarse es un cambio de mentalidad: una conversión a una visión de relacionalidad, interdependencia y reciprocidad entre mujeres y hombres, que son hermanas y hermanos en Cristo, con vistas a la misión común. Son la comunión, la participación y la misión de la Iglesia las que sufren las consecuencias de una falta de conversión de las relaciones y de las estructuras. Como afirma la aportación de una Conferencia Episcopal latinoamericana «una Iglesia en la que todos los miembros pueden sentirse corresponsables es también un lugar atractivo y creíble».

15. Las aportaciones de las Conferencias Episcopales reconocen que son numerosos los ámbitos de la vida eclesial abiertos a la participación de las mujeres. Sin embargo, también señalan que estas posibilidades de participación a menudo no se utilizan. Por ello, sugieren que la segunda sesión promueva el conocimiento de estas posibilidades y fomente su posterior desarrollo en el ámbito parroquial, diocesano y de las demás realidades eclesiales, incluidos los puestos de responsabilidad. Piden también que se exploren otras formas ministeriales y pastorales, para expresar mejor los carismas que el Espíritu derrama sobre las mujeres en respuesta a las necesidades pastorales de nuestro tiempo. Como insiste una Conferencia Episcopal latinoamericana: «En nuestra cultura, la presencia del machismo sigue siendo fuerte, mientras que se necesita una participación más activa de la mujer en todos los ámbitos eclesiales. Como afirma el Papa Francisco, su perspectiva es indispensable en los procesos de toma de decisiones y a la hora de asumir roles en las distintas formas de pastoral y misión».

16. De las aportaciones de las Conferencias Episcopales se desprenden solicitudes concretas que deben someterse al examen de la segunda sesión, entre ellas: a) la promoción de espacios de diálogo en la Iglesia, para que las mujeres puedan compartir experiencias, carismas, competencias, intuiciones espirituales, teológicas y pastorales para el bien de toda la Iglesia; b) una participación más amplia de las mujeres en los procesos de discernimiento eclesial y en todas las etapas de los procesos de toma de decisiones (elaboración y toma de decisiones); c) un mayor acceso a cargos de responsabilidad en las diócesis y en las instituciones eclesiásticas, de conformidad con las disposiciones ya existentes; d) un mayor reconocimiento y un firme apoyo a la vida y a los carismas de las mujeres consagradas y a su empleo en puestos de responsabilidad; e) el acceso de las mujeres a cargos de responsabilidad en seminarios, institutos y facultades de teología; f) un incremento en el número de mujeres que desempeñan el papel de juez en los procesos canónicos. En las aportaciones se recoge también el deseo de que se preste atención al uso del lenguaje y de una serie de imágenes tomadas de las Escrituras y de la tradición en la predicación, en la enseñanza, en la catequesis y en la redacción de los documentos oficiales de la Iglesia.

17. Mientras que algunas Iglesias locales piden la admisión de las mujeres al ministerio diaconal, otras reiteran su oposición. Sobre esta cuestión, que no será objeto de los trabajos de la segunda sesión, es bueno que continúe la reflexión teológica, con los tiempos y modalidades adecuados. A su maduración contribuirán los frutos del grupo de estudio n. 5, que tendrá en cuenta los resultados de las dos Comisiones que se han ocupado del tema en el pasado.

18. Muchas de las reivindicaciones expresadas anteriormente se aplican también a los hombres laicos, cuya escasa participación en la vida eclesial es a menudo objeto de quejas. En general, la reflexión sobre el papel de la mujer pone de manifiesto el deseo de un fortalecimiento de todos los ministerios ejercidos por los laicos (hombres y mujeres). También se hace un llamamiento para que los fieles laicos, hombres y mujeres, adecuadamente formados, contribuyan a la predicación de la Palabra de Dios, también durante la celebración de la Eucaristía.

Llamada a la conversión y a la reforma

19. Jesús inició su ministerio público con una llamada a la conversión (cf. Mc 1,15). Es una invitación a reconsiderar la forma de vida personal y comunitaria y a dejarse transformar por el Espíritu. Ninguna reforma puede limitarse únicamente a las estructuras, sino que debe arraigarse en una transformación interior según los «sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5). Para una Iglesia sinodal, la primera conversión es la de la escucha, cuyo redescubrimiento ha sido uno de los mayores frutos del camino recorrido hasta la fecha: en primer lugar, la escucha del Espíritu Santo, que es el verdadero protagonista del Sínodo, y después la escucha recíproca como disposición fundamental para la misión.

20. El estilo sinodal de la Iglesia ofrece muchas sugerencias importantes para la humanidad. En una época caracterizada por desigualdades cada vez mayores, por la creciente desilusión con los modelos tradicionales de gobierno, por el desencanto con respecto al funcionamiento de la democracia y el predominio del modelo de mercado en las relaciones interhumanas y por la tentación de resolver los conflictos recurriendo a la fuerza en lugar del diálogo, la sinodalidad puede ser de inspiración para el futuro de nuestras sociedades. Su atractivo radica en el hecho de que no se trata de una estrategia de gestión, sino de una práctica que hay que vivir y celebrar con gratitud. La forma sinodal de vivir las relaciones es un testimonio social que responde a la profunda necesidad humana de ser acogidos y sentirse reconocidos dentro de una comunidad concreta. Es un reto para el creciente aislamiento de las personas y el individualismo cultural, que incluso la Iglesia ha absorbido a menudo, y nos llama al cuidado mutuo, a la interdependencia y a la corresponsabilidad en favor del bien común. Pero también plantea un reto a un comunitarismo social exagerado que asfixia a las personas y no les permite ser sujetos libres de su propio desarrollo. La voluntad de escuchar a todos, especialmente a los pobres, que promueve el estilo de vida sinodal, contrasta fuertemente con un mundo en el que la concentración de poder excluye a los pobres, a los marginados y a las minorías. La concreción del proceso sinodal ha mostrado hasta qué punto la Iglesia misma necesita crecer en esta dimensión, éste es el objeto del trabajo del grupo de estudio n. 2.

21. En todas las etapas del proceso sinodal resonó con fuerza la necesidad de sanación, reconciliación y restablecimiento de la confianza en el seno de la Iglesia y de la sociedad. Se trata de una directriz fundamental del compromiso misionero del Pueblo de Dios en nuestro mundo, y al mismo tiempo un don que debemos invocar desde lo alto. El deseo de recorrer este camino es en sí mismo un fruto de la renovación sinodal.

Parte I - Relaciones

A lo largo del proceso sinodal y en todas las latitudes surgió la exigencia de una Iglesia que no fuera burocrática, sino capaz de alimentar las relaciones: con el Señor, entre hombres y mujeres, en la familia, en la comunidad, entre los grupos sociales. Sólo una red de relaciones que teja la multiplicidad de las pertenencias es capaz de sostener a los individuos y a las comunidades, de ofrecerles puntos de referencia y orientación y de mostrarles la belleza de la vida según el Evangelio; es en las relaciones, con Cristo, con los demás, en la comunidad, que se transmite la fe.

Como exigencia de la misión, la sinodalidad no debe concebirse como un expediente organizativo, sino que debe vivirse y cultivarse como el conjunto de modalidades mediante las cuales los discípulos de Jesús tejen relaciones solidarias, capaces de corresponder al amor divino que les alcanza continuamente y que están llamados a testimoniar en los contextos concretos en los que se encuentran. Para comprender cómo ser una Iglesia sinodal en misión, es necesario pasar por una conversión relacional, que reoriente las prioridades y la acción de cada uno, especialmente de aquellos cuya tarea es animar las relaciones al servicio de la unidad, en la concreción de un intercambio de dones que libera y enriquece a todos.

En Cristo y en el Espíritu: la iniciación cristiana

22. «La Iglesia peregrina es misionera por su misma naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio salvífico de Dios Padre» (AG 2). El encuentro con Jesús, la adhesión de fe a su persona y la iniciación cristiana introducen en la vida misma de la Trinidad. Al donar el Espíritu Santo, el Señor Jesús hace partícipes de su relación con el Padre a quienes reciben el bautismo. El Espíritu del que Jesús estaba lleno y que le guiaba (cf. Lc 4,1), que le ungió y le envió a proclamar el Evangelio (cf. Lc 4,18), que le resucitó de entre los muertos (cf. Rom 8,11) es el mismo que ungió a los miembros del Pueblo de Dios. Este Espíritu nos hace hijos y herederos de Dios y por él nos dirigimos a Dios llamándole «¡Abba, Padre!» (Gal 4,6; Rom 8,15).

23. Para comprender la naturaleza de una Iglesia sinodal en misión, es indispensable comprender su fundamento trinitario y, en particular, el vínculo inextricable entre la obra de Cristo y la del Espíritu Santo en la historia humana y en la Iglesia: «El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna toda la Iglesia efectúa esa admirable unión de los fieles y los congrega tan íntimamente a todos en Cristo» (UR 2). Por ello, el itinerario de iniciación cristiana de adultos es un contexto privilegiado para comprender la vida sinodal de la Iglesia. Pone de relieve su origen y su fundamento: las relaciones que unen y distinguen a las tres Personas divinas. Con los dones bautismales, el Espíritu Santo nos conforma a imagen de Cristo, sacerdote, profeta y rey, nos hace miembros de su cuerpo, que es la Iglesia, y nos convierte en hijos del único Padre. Recibimos así la llamada a la misión y a la corresponsabilidad de lo que nos une en la Iglesia, una y única. Esos dones tienen una orientación triple e indivisible: personal, comunitaria y misionera. Permiten y comprometen a cada bautizado, hombre o mujer, en la construcción de relaciones fraternas en su propia comunidad eclesial, en la búsqueda de una comunión cada vez más visible y profunda con todos los que comparten el mismo Bautismo y en la proclamación y testimonio del Evangelio.

24. Si la sinodalidad misionera está, por una parte, enraizada en la iniciación cristiana, por otra, debe iluminar el modo en que el Pueblo de Dios vive concretamente el itinerario de iniciación y lo asume, haciéndolo suyo por lo que realmente significa, superando una visión estática e individualista del mismo, no suficientemente vinculada al seguimiento de Cristo y a la vida en el Espíritu, para poder recuperar así su valor dinámico y transformador. En los primeros siglos, al leer en el Génesis que el sexto día Dios dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gen 1,26), los cristianos comprendieron que el dinamismo relacional estaba inscrito en la antropología de la creación. Vieron en la imagen del Hijo encarnado y en la semejanza, la posibilidad gradual de conformación, la manifestación de la aventura benéfica de la libertad de elegir estar con y ser como Cristo. Esta aventura comienza con la escucha de la Palabra de Dios, gracias a la cual el catecúmeno entra progresivamente en el seguimiento de Cristo Jesús. El bautismo está al servicio del dinamismo de la semejanza, razón por la cual no es una acción puntual, encerrada en el momento de su celebración, sino un don que debe ser confirmado, alimentado y puesto en práctica mediante el compromiso de conversión, el servicio a la misión y la participación en la vida comunitaria. De hecho, la iniciación cristiana culmina en la eucaristía dominical, que se repite cada semana, signo del don incesante de la gracia que nos conforma a Cristo y nos hace miembros de su cuerpo y alimento que nos sostiene en el camino de conversión y en la misión.

25. En este sentido, la asamblea eucarística manifiesta y alimenta la vida sinodal misionera de la Iglesia. En la participación de todos los cristianos, en la presencia de los diferentes ministerios y en la presidencia del obispo o del presbítero, se hace visible la comunidad cristiana, en la que se realiza una corresponsabilidad diferenciada de todos por la misión. La liturgia, como «cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC 10), es al mismo tiempo la fuente de la vida sinodal de la Iglesia y el prototipo de todo acontecimiento sinodal, haciendo aparecer «como en un espejo» el misterio de la Trinidad (1 Cor 13,12; cf. DV 7).

26. Es necesario que las propuestas pastorales y las prácticas litúrgicas preserven y hagan cada vez más evidente el vínculo entre el itinerario de iniciación cristiana y la vida sinodal y misionera de la Iglesia, evitando su reducción a instrumento meramente pedagógico o a indicador de una pertenencia puramente social. Deben, en cambio, promover la aceptación del don personal orientado a la misión y a la edificación de la comunidad. Es necesario elaborar las oportunas disposiciones pastorales y litúrgicas en la pluralidad de las situaciones históricas y de las culturas en las que están inmersas las distintas Iglesias locales, teniendo en cuenta también la diferencia entre aquellas en las que la iniciación cristiana implica sobre todo a jóvenes o adultos, y aquellas en las que concierne, sobre todo, si no exclusivamente, a los niños.

Para el Pueblo de Dios: carismas y ministerios

27. «Y hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común» (1 Cor 12,4-7). En el origen de la variedad de los carismas (dones de gracia) y de los ministerios (formas de servicio en la Iglesia con vistas a su misión) se halla la libertad del Espíritu Santo: los concede y trabaja incesantemente para que manifiesten la unidad de la fe y la pertenencia a la Iglesia, una y única, en la variedad de personas, culturas y lugares. Los carismas, incluso los más comunes y difundidos, están destinados a responder a las necesidades de la Iglesia y de su misión (cf. LG 12). Al mismo tiempo, contribuyen eficazmente a la vida de la sociedad, en sus diferentes aspectos. Los carismas son a menudo compartidos y dan lugar a las diferentes formas de vida consagrada y al pluralismo de las agregaciones eclesiales.

28. El ámbito principal en el que están llamados a manifestarse los carismas, de los que es portador cada bautizado, no es la organización de las actividades o de las estructuras eclesiales si no que es en la vida cotidiana, en las relaciones familiares y sociales, en las situaciones más diversas en las que los cristianos, individualmente o de forma asociada, están llamados a hacer florecer los dones de gracia recibidos para el bien de todos. La fecundidad de los carismas, como la de los ministerios, depende de la acción de Dios, de la vocación que Él dirige a cada uno, de la acogida generosa y sabia de los bautizados y del reconocimiento y acompañamiento por parte de la autoridad. Por tanto, en ningún caso pueden interpretarse como propiedad de quienes los reciben y ejercen, ni destinados a su beneficio exclusivo.

29. Como expresión de la libertad del Espíritu a la hora de otorgar sus dones y como respuesta a las necesidades de las comunidades individuales, existe en la Iglesia una variedad de ministerios que pueden ser ejercidos por cualquier bautizado, hombre o mujer. Se trata de servicios no ocasionales, reconocidos por la comunidad y por quienes tienen la responsabilidad de dirigirla. Pueden denominarse ministerios bautismales, para indicar su raíz común (el bautismo) y distinguirlos de los ministerios ordenados, arraigados en el sacramento del orden. Encontramos, por ejemplo, hombres y mujeres que ejercen el ministerio de coordinar una pequeña comunidad eclesial, el ministerio de dirigir momentos de oración (en funerales o de otro tipo), el ministerio extraordinario de la comunión u otros servicios, no necesariamente de naturaleza litúrgica. El ordenamiento canónico latino y el oriental ya prevén que, en determinados casos, los fieles laicos, hombres o mujeres, puedan ser también ministros extraordinarios del bautismo. En el ordenamiento latino, el obispo puede delegar a fieles laicos, hombres o mujeres, la asistencia a los matrimonios. Es útil seguir reflexionando sobre cómo confiar estos ministerios a los laicos de forma más estable. Ésta, debe ir acompañada de la reflexión sobre la promoción de formas más numerosas de ministerialidad laical, también fuera del ámbito litúrgico.

30. En los últimos tiempos, algunas modalidades de servicio, presentes desde hace tiempo en la vida de la Iglesia, han recibido una nueva configuración como ministerios instituidos: el ministerio del lectorado y del acolitado (cf. Carta apostólica en forma de Motu proprio Spiritus Domini, 10 de enero de 2021), que no se limitan al ámbito litúrgico. Ha tomado forma también el ministerio instituido de catequista (cf. Carta apostólica en forma de Motu proprio Antiquum ministerium, 10 de mayo de 2021). Los ministerios instituidos son conferidos por el obispo a hombres y mujeres, una vez en la vida, con un rito específico, tras un discernimiento apropiado y una formación adecuada. Los plazos y las modalidades de su ejercicio deben definirse mediante un mandato de la autoridad legítima. La profundización en algunas cuestiones teológicas y canónicas en torno a formas específicas de ministerialidad eclesial – en particular la cuestión de la necesaria participación de las mujeres en la vida y la dirección de la Iglesia – ha sido encomendada al Dicasterio para la Doctrina de la Fe, en diálogo con la Secretaría General del Sínodo (Grupo de estudio n. 5).

31. Aunque no todos los carismas adoptan una configuración propiamente ministerial, todos los ministerios se basan en carismas otorgados a determinados miembros del Pueblo de Dios, que están llamados a actuar de diferentes maneras para que cada uno en la comunidad pueda participar en la edificación del cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12), en un servicio recíproco. Al igual que los carismas, los ministerios también deben ser reconocidos, promovidos y valorados. El proceso sinodal ha evidenciado en reiteradas ocasiones cómo el discernimiento y la promoción de los carismas y de los ministerios, así como la identificación de las necesidades de las comunidades y de las sociedades a las que están llamadas a responder, debe ser un aspecto sobre el que las Iglesias locales necesitan crecer, dotándose de criterios, herramientas y procedimientos adecuados. El Concilio Vaticano II enseña que es tarea de los pastores reconocer los ministerios y los carismas «de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común» (LG 30). El discernimiento de los carismas y ministerios es una acción propiamente eclesial: para reconocerlos y promoverlos, el obispo está obligado a escuchar la voz de cuantos están implicados: fieles, comunidades, órganos de participación. Para ello, deberán identificarse procedimientos adecuados para los diferentes contextos, procurando siempre alcanzar un consenso real sobre los criterios y los resultados del discernimiento. Las conclusiones del encuentro “Párrocos para el Sínodo” subrayan con fuerza estas necesidades.

32. Nace también la invitación a una mayor confianza en la acción del Espíritu y a un mayor coraje y creatividad a la hora de discernir cómo poner, al servicio de la misión de la Iglesia, los dones recibidos y acogidos, de modo que se ajusten a los diferentes contextos locales. Es precisamente la variedad de los contextos, y por tanto de las necesidades de las comunidades, lo que sugiere que las Iglesias locales, bajo la guía de sus pastores, y sus agrupaciones «en cada gran territorio sociocultural» (AG 22), emprendan con humildad y confianza un discernimiento creativo de los ministerios que deben reconocer, confiar o instituir para responder a las necesidades pastorales y de la sociedad. Por lo tanto, deben definirse los criterios y los medios para llevar a cabo este discernimiento. También debe iniciarse una reflexión sobre la manera de confiar los ministerios bautismales (no instituidos e instituidos), precisando los tiempos y los ámbitos de su ejercicio, en una época en la que las personas se desplazan de un lugar a otro con mayor facilidad.

33. El camino recorrido hasta ahora ha llevado a reconocer que una Iglesia sinodal es una Iglesia que escucha, capaz de acoger y acompañar, de ser percibida como hogar y familia. Se trata de una necesidad que se expresa en todos los continentes y afecta a las personas que, por diferentes razones, están o se sienten excluidas o al margen de la comunidad eclesial, o luchan por encontrar en ella el pleno reconocimiento de su dignidad y de sus dones. Esta falta de acogida les aleja, dificulta su camino de fe y de encuentro con el Señor y priva a la Iglesia de su contribución a la misión.

34. Por tanto, parece sumamente oportuno dar vida a un ministerio de escucha y de acompañamiento reconocido y posiblemente instituido, gracias al cual este rasgo característico de una Iglesia sinodal se pueda experimentar concretamente. Se necesita una “puerta abierta” de la comunidad, por la que pueda entrar la gente sin sentirse amenazada o juzgada. Las formas de ejercer este ministerio deberán adaptarse a las circunstancias locales, según la diversidad de experiencias, estructuras, contextos sociales y recursos disponibles. Esto abre un espacio de discernimiento que deberá articularse a nivel local, también con la participación de las Conferencias Episcopales nacionales o continentales. Sin embargo, la presencia de un ministerio específico no significa reservar el compromiso de la escucha únicamente a los ministros. Al contrario, reviste un carácter profético. Por un lado, pone de relieve el hecho de que la escucha y el acompañamiento son una dimensión ordinaria de la vida de una Iglesia sinodal, que implica de diferentes maneras a todos los bautizados y en la que todas las comunidades están invitadas a crecer; por otro, recuerda que la escucha y el acompañamiento son un servicio eclesial, no una iniciativa personal, cuyo valor se reconoce así. Esta toma de conciencia es un fruto maduro del proceso sinodal.

Con los ministros ordenados: al servicio de la armonía

35. Del proceso sinodal han surgido datos contradictorios sobre el ejercicio del ministerio ordenado en el seno del Pueblo de Dios. Por un lado, se destaca la alegría, el compromiso y la dedicación de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos en el desempeño de su servicio; por otro, han manifestado cierto cansancio, vinculado sobre todo a una sensación de aislamiento, de soledad, de sentirse excluidos de relaciones sanas y duraderas y de sentirse abrumados por la exigencia de dar respuesta a todas las necesidades. Este puede ser uno de los efectos tóxicos del clericalismo. En particular, la figura del obispo suele estar expuesta a un exceso de atribuciones, lo que alimenta expectativas poco realistas con respecto a lo que una persona puede lograr por sí sola.

36. El encuentro “Párrocos para el Sínodo” vinculó este cansancio a la dificultad de obispos y presbíteros a la hora de avanzar verdaderamente juntos en su ministerio compartido. Una comprensión nueva del ministerio ordenado en el horizonte de la Iglesia sinodal misionera representa, por tanto, no sólo una exigencia de coherencia, sino también una oportunidad de liberación de estas fatigas, a condición de que vaya acompañada de una conversión efectiva de las prácticas, que haga perceptible el cambio y los beneficios que de él se derivan a los ministros ordenados y a los demás fieles. Además de afectar a la vida personal de cada uno de los ministros, este camino de conversión implicará una nueva manera de pensar y de organizar la acción pastoral, que tenga en cuenta la participación de todos los bautizados, hombres y mujeres, en la misión de la Iglesia, centrándose sobre todo en la necesidad de hacer emerger, reconocer y animar los diferentes carismas y ministerios bautismales. La pregunta «¿Cómo ser una Iglesia sinodal en misión?» nos impulsa a reflexionar concretamente sobre las relaciones, las estructuras y los procesos que pueden favorecer una visión renovada del ministerio ordenado, pasando de una modalidad piramidal de ejercer la autoridad a una sinodal. En el marco de la promoción de los carismas y ministerios bautismales, puede iniciarse una reasignación de tareas cuyo desempeño no requiera el sacramento del Orden. Un reparto más articulado de las responsabilidades favorecerá también los procesos de toma de decisiones marcados por un estilo más claramente sinodal.

37. En los textos conciliares, el ministerio ordenado se concibe en términos muy precisos como servicio a la Iglesia y para la existencia de la Iglesia. Con su autoridad, el Concilio ha restablecido la forma habitual del ministerio ordenado en la Iglesia antigua, un ministerio que «es ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo vienen llamándose obispos, presbíteros y diáconos» (LG 28). En esta articulación, episcopado y presbiterado corresponden a una participación especial en el sacerdocio de Cristo, pastor y cabeza de la comunidad eclesial, mientras que el diaconado no es «en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio» (LG 29). Los distintos órdenes están orgánicamente relacionados entre sí, en una interdependencia recíproca, en la especificidad de cada uno. Ningún ministro puede considerarse a sí mismo como un individuo aislado al que se le han conferido ciertos poderes; más bien, debe concebirse como partícipe de los dones (munera) de Cristo, conferidos por la ordenación, junto con los demás ministros, en un vínculo orgánico con el Pueblo de Dios del que forma parte. Este pueblo, aunque de manera diferente, participa de esos mismos dones de Cristo en el sacerdocio común fundamentado en el bautismo.

38. El obispo tiene la tarea de presidir una Iglesia, siendo principio visible de unidad en ella y vínculo de comunión con todas las Iglesias. La singularidad de su ministerio conlleva una potestad que es propia, ordinaria e inmediata, potestad que cada obispo ejerce personalmente en nombre de Cristo (cf. LG 27) en la proclamación de la Palabra, en la presidencia de la celebración eucarística y de los demás sacramentos, y en la guía pastoral. Esto no implica su independencia de la porción del Pueblo de Dios que le ha sido encomendada (cf. CD 11), y a la que está llamado a servir en nombre de Cristo Buen Pastor. El hecho de que «en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden» (LG 21) no es la justificación de un ministerio episcopal que tiende a ser “monárquico”, concebido como una acumulación de prerrogativas de las que deriva cualquier otro carisma y ministerio. Por el contrario, se trata de afirmar la capacidad y el deber de reunir y componer en unidad todo don que el Espíritu derrama sobre los bautizados, hombres y mujeres, y sobre las diversas comunidades. De algunos aspectos del ministerio episcopal, entre ellos los criterios de selección de los candidatos al episcopado se ocupa el grupo de estudio n. 7.

39. El ministerio de los presbíteros también debe concebirse y vivirse en un sentido sinodal. En particular, los presbíteros «forman, junto con su Obispo, un solo presbiterio» (LG 28) al servicio de esa porción del Pueblo de Dios que es la Iglesia local (cf. CD 11). Esto requiere que no se considere al obispo como externo al presbiterio, sino como aquel que preside una Iglesia local principalmente guiando al presbiterio, del que forma parte de manera singular, y estando llamado a ejercer un cuidado especial hacia los presbíteros.

40. Obispo y presbíteros son asistidos por los diáconos, en un vínculo de mutua interdependencia de los dos tipos de ministerio para la realización del servicio apostólico. Obispo y presbíteros no son autosuficientes con respecto a los diáconos, y viceversa. Puesto que las funciones de los diáconos son múltiples, como demuestran la tradición, la oración litúrgica y la praxis posterior al Vaticano II, estas han de identificarse en la especificidad de cada Iglesia local. En todo caso, el servicio de cada diácono debe concebirse en armonía y comunión con el de todos los demás diáconos, de acuerdo con la naturaleza del ministerio diaconal y en el marco de referencia de la misión en una Iglesia sinodal.

41. Además de promover la unidad en la Iglesia local, el obispo diocesano o eparquial, asistido por presbíteros y diáconos, es también responsable de las relaciones con las demás Iglesias locales y con toda la Iglesia en torno al Obispo de Roma, en un intercambio recíproco de dones. Parece importante restablecer el vínculo tradicional entre ser obispo y presidir una Iglesia local, restableciendo la correspondencia entre la comunión de los obispos (communio episcoporum) y la comunión de las Iglesias (communio Ecclesiarum).

Entre las Iglesias y en el mundo: la concreción de la comunión

42. La sinodalidad se realiza a través de redes de personas, comunidades, organismos y un conjunto de procesos que permiten un intercambio eficaz de dones entre las Iglesias y un diálogo evangelizador con el mundo. Caminar juntos como bautizados en la diversidad de los carismas, de las vocaciones y de los ministerios, así como en el intercambio de dones entre las Iglesias, es un signo sacramental importante para el mundo actual, que, por una parte, experimenta formas cada vez más intensas de interconexión y, por otra, está inmerso en una cultura mercantil que margina la gratuidad.

43. Según el Concilio, es en virtud de la catolicidad de la Iglesia que «cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia» (LG 13). De ella «se derivan finalmente, entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y ayudas temporales. Los miembros del Pueblo de Dios son llamados a una comunicación de bienes, y las siguientes palabras del apóstol pueden aplicarse a cada una de las Iglesias: “El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 P 4,10)» (ibíd.).

44. Las Conferencias Episcopales desean que los bienes se compartan en un espíritu de solidaridad entre las Iglesias que constituyen la Iglesia católica, una y única, sin ningún afán de dominación ni pretensión de superioridad: la existencia de Iglesias ricas y de Iglesias que viven en condiciones de gran penuria es un escándalo. Por ello, se sugiere que se tomen disposiciones para promover los lazos mutuos y formar redes de apoyo también a nivel de las agrupaciones de Iglesias.

45. Todas las Iglesias locales reciben y dan en la comunión de la única Iglesia. Hay Iglesias que necesitan el apoyo de recursos financieros y materiales; otras que se enriquecen con el testimonio de la fe viva y del servicio amoroso a los más pobres; otras necesitan, sobre todo, la ayuda de los evangelizadores que comparten su vida para comunicar el Evangelio a otros pueblos. En particular, se reconoce y solicita la generosidad de presbíteros, diáconos, consagradas y consagrados, laicos y laicas comprometidos en la misión ad gentes.

46. Las Iglesias locales expresan el deseo de un intercambio de dones espirituales, litúrgicos y teológicos, y también de un mayor testimonio compartido sobre cuestiones sociales de importancia mundial, como el cuidado de la casa común y los movimientos migratorios. A este respecto, una Iglesia sinodal podrá dar testimonio de la importancia de que las soluciones a los problemas comunes se elaboren sobre la base de la escucha de las voces de todos, incluidos especialmente aquellos grupos, comunidades y países que suelen permanecer al margen de los grandes procesos mundiales. Un horizonte especialmente prometedor hoy en día para realizar formas de intercambio de dones y de compromiso coordinado es el de los grandes ámbitos geográficos supranacionales, como la Amazonia, la cuenca del Congo, el Mediterráneo u otros similares.

47. En particular, una Iglesia sinodal está invitada a leer en la perspectiva del intercambio de dones también la realidad de la movilidad humana, que se convierte en una oportunidad de encuentro entre las Iglesias en la concreción de la vida cotidiana de las ciudades y de los barrios, de las parroquias y de las diócesis o eparquías, contribuyendo así a enraizar el camino sinodal en la experiencia vivida por las comunidades. Deberá prestarse especial atención a la posibilidad de encuentro e intercambio de dones entre las Iglesias de tradición latina y las Iglesias católicas orientales de la diáspora, tema sobre el que trabaja el grupo de estudio n. 1.

48. El intercambio de dones entre las Iglesias tiene lugar en contextos marcados por la violencia, la persecución y la falta de libertad religiosa; más aún, algunas Iglesias luchan por su propia supervivencia e invocan la solidaridad de las otras Iglesias, mientras continúan compartiendo sus riquezas, fruto del enfrentamiento constante con la oposición al Evangelio y la persecución que a lo largo de la historia afecta a los discípulos del Señor. Además, el intercambio de dones tiene lugar en un contexto que aún siente los efectos del colonialismo y del neocolonialismo, que no han terminado. Una Iglesia que crece en la práctica de la sinodalidad está invitada a comprender el impacto de estas dinámicas sociales en el intercambio de dones y a buscar su transformación. También forma parte de este compromiso el reconocimiento de que muchas Iglesias son portadoras de una memoria herida y de que es necesario promover vías concretas de reconciliación.

49. La expresión “intercambio de dones” posee un valor importante en las relaciones con otras Iglesias y comunidades eclesiales. San Juan Pablo II aplicó esta idea al diálogo ecuménico: «El diálogo no es sólo un intercambio de ideas. Es siempre de algún modo un “intercambio de dones”» (UUS 28). Además del diálogo teológico, el intercambio de dones tiene lugar en la puesta en común de la oración, por la cual nos abrimos a recibir los dones de tradiciones espirituales distintas de la nuestra. El ejemplo de mujeres y hombres santos de otras Iglesias y comunidades eclesiales es también un don que podemos recibir, incluyendo por ejemplo su memoria en nuestro calendario litúrgico, especialmente la de los mártires. En este espíritu debemos ser generosos, ofreciendo a otros cristianos la oportunidad de peregrinar y rezar en los santuarios y lugares santos custodiados por la Iglesia católica.

50. El diálogo entre las religiones y con las culturas no es ajeno al camino del Sínodo, sino que forma parte de su llamada a vivir relaciones más intensas, por el hecho de que «en todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia» (LG 9; cf. Hch 10,35). Por tanto, el intercambio de dones no se limita a las Iglesias y comunidades eclesiales, porque una auténtica catolicidad amplía el horizonte y pide la voluntad de acoger también aquellos factores de promoción de la vida, de la paz, de la justicia y del desarrollo humano integral presentes en otras culturas y tradiciones religiosas.

Parte II – Itinerarios

Una Iglesia sinodal es una Iglesia relacional, en la que las dinámicas interpersonales forman el tejido de la vida de una comunidad en misión, en un contexto cada vez más complejo. Esta perspectiva no separa, sino que capta los vínculos entre las experiencias, permitiendo aprender de la realidad releída a la luz de la Palabra, de la Tradición, de los testimonios ejemplares, pero también de los errores cometidos.

La Parte II destaca los procesos que garantizan el cuidado y el desarrollo de las relaciones, en particular, la unión con Cristo en vista de la misión, y la armonía de la vida comunitaria, gracias a la capacidad de afrontar juntos los conflictos y las dificultades. Se centra en cuatro ámbitos distintos, pero profundamente entrelazados en la vida de la Iglesia sinodal misionera: la formación, especialmente a la escucha (de la Palabra de Dios, de los hermanos y hermanas y de la voz del Espíritu) y al discernimiento, que lleva al desarrollo de modalidades participativas de toma de decisiones, respetando los diferentes roles, con una circularidad que llega a la transparencia, a rendir cuentas de las responsabilidades recibidas y a una evaluación que relanza el discernimiento para la misión.

Fuente y culmen de este dinamismo es la Eucaristía, que pone en la raíz de las relaciones la gratuidad del amor del Padre, a través del Hijo en el Espíritu. El alimento que sostiene a una Iglesia sinodal misionera es también el contenido de su anuncio al mundo.

Una formación integral y compartida

51. «Preocuparse de la propia formación es la respuesta que todo bautizado está llamado a dar a los dones del Señor, para hacer fructificar los talentos recibidos y ponerlos al servicio de todos» (IdS 14a). Estas palabras del Informe de Síntesis de la Primera Sesión explican por qué la necesidad de formación fue uno de los temas que surgieron con mayor fuerza y universalidad a lo largo del proceso sinodal. Responder a la pregunta «¿Cómo ser una Iglesia sinodal en misión?» requiere, por tanto, dar prioridad a la elaboración de itinerarios de formación coherentes, con especial atención a la formación permanente para todos.

52. Para muchos, la participación en las reuniones sinodales ha sido una oportunidad de formación en la comprensión y la práctica de la sinodalidad, que ha hecho aflorar con fuerza el deseo de comprender mejor el significado de la dignidad bautismal o ese «sentido sobrenatural de la fe» (LG 12) del que el Espíritu hace don al Pueblo de Dios. La primera necesidad es, pues, una formación más profunda en el conocimiento del modo en que el Espíritu actúa en la Iglesia y la guía a lo largo de la historia.

53. No hay misión sin contexto, no hay Iglesia sin arraigo en un lugar preciso, con sus especificidades culturales y sus contingencias históricas. Por eso no es posible elaborar planes de formación en abstracto. Su definición corresponde a las Iglesias locales y a sus agrupaciones. Aquí, por tanto, nos limitamos a indicar algunas orientaciones y características fundamentales de la formación en la perspectiva de la sinodalidad, que han de concretarse, teniendo en cuenta los contextos, las culturas y las tradiciones de los diferentes lugares.

54. Una Iglesia sinodal misionera se funda en la capacidad de escucha, lo que exige reconocer que nadie es autosuficiente en el ejercicio de su misión y que todos tienen algo que ofrecer y algo que aprender de los demás. La formación en la escucha es, por tanto, un primer requisito esencial. La práctica de la conversación en el Espíritu ha permitido experimentar cómo pueden entrelazarse la escucha de la Palabra de Dios y la de los hermanos y hermanas, y cómo esta dinámica abre progresivamente a la escucha de la voz del Espíritu: muchas aportaciones recibidas insisten en la importancia de formarse en este método. En la Iglesia existe una gama diversa de métodos de escucha, diálogo y discernimiento, en función de la diversidad de culturas y tradiciones espirituales. Promover la formación en esta pluralidad de métodos y el diálogo entre ellos en los contextos locales es un objetivo de gran relevancia. Un punto especialmente significativo en esta dirección es la escucha de las personas que experimentan diversos tipos de pobreza y marginación. Muchas Iglesias señalan que no se sienten preparadas para esta tarea y expresan la necesidad de una formación específica. Este es uno de los puntos encomendados a los trabajos del Grupo de Estudio n. 2.

55. El objetivo de la formación en la perspectiva de la sinodalidad misionera es que haya testigos, hombres y mujeres, capaces de asumir la misión de la Iglesia en corresponsabilidad y en cooperación con la fuerza del Espíritu (cf. Hch 1,8). Por tanto, la formación tomará como base el dinamismo de la iniciación cristiana, con el fin de promover la experiencia personal del encuentro con el Señor y, en consecuencia, un proceso de conversión continua de actitudes, relaciones, mentalidad y estructuras. El sujeto de la misión es siempre la Iglesia y cada uno de sus miembros es testigo y anunciador de la salvación debido a esta pertenencia. La Eucaristía, «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11), es el lugar fundamental de formación a la sinodalidad. La familia, como comunidad de vida y amor, es un lugar privilegiado de educación a la fe y a la práctica cristiana. En el entrelazamiento de generaciones, es una escuela de sinodalidad, que invita a cada uno a cuidar de los demás y hace visible que todos, los débiles y los fuertes, los niños, los jóvenes y los ancianos, tienen mucho que recibir y mucho que dar.

56. En una Iglesia sinodal, la formación debe ser integral. De hecho, no pretende únicamente adquirir nociones o competencias, sino promover la capacidad de encuentro, de compartir y de cooperar, de discernir en común. Por tanto, debe interpelar a todas las dimensiones de la persona: intelectual, afectiva y espiritual. No puede ser una formación puramente teórica, sino que incluye experiencias concretas convenientemente acompañadas. Es igualmente importante promover el conocimiento de las culturas en las que viven y trabajan las Iglesias, incluida la cultura digital, tan omnipresente hoy en día, sobre todo entre los jóvenes. El trabajo del Grupo de Estudio n. 3 está dedicado a la cultura digital y a la promoción de una formación adecuada en este campo.

57. Por último, se hizo especial hincapié en la necesidad de una formación común y compartida, en la que participen juntos hombres y mujeres, laicos, consagrados y consagradas, ministros ordenados y candidatos al ministerio ordenado, que les permita crecer en el conocimiento y la estima recíproca y en la capacidad de colaborar. Del mismo modo, se requiere una atención especial a la promoción de la participación de las mujeres en los programas de formación, junto a seminaristas, sacerdotes, religiosos y laicos. También es de crucial importancia su acceso a los roles de docente y formador en las facultades e institutos teológicos y en los seminarios. También se sugiere ofrecer a los obispos, presbíteros y laicos una formación sobre las tareas que las mujeres ya pueden desempeñar en la Iglesia y promover una evaluación del uso real que se hace de estas oportunidades en todos los ámbitos de la vida eclesial: parroquias, diócesis, asociaciones de laicos, movimientos eclesiales, nuevas comunidades, vida consagrada, instituciones eclesiásticas, hasta la Curia Romana. Los trabajos del Grupo de Estudio n. 4 están dedicados a la revisión de la formación de los candidatos al ministerio ordenado (Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis) en una perspectiva sinodal misionera. Una petición procedente de todos los continentes es la de ocuparse de la formación en la predicación. Por último, surge la necesidad de una formación compartida, tanto teórica como práctica, en el discernimiento comunitario dentro de los diferentes contextos locales.

El discernimiento eclesial para la misión

58. El Espíritu único, que suscita una gran variedad de carismas, guía a la Iglesia hacia la plenitud de la vida y de la verdad divina (cf. Jn 10,10; 16,13). Por su presencia y acción continuas, la «Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo» (DV 8). Gracias a la guía del Espíritu, el Pueblo de Dios, en cuanto partícipe de la función profética de Cristo (cf. LG 12), «procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios» (GS 11). Esta tarea eclesial de discernimiento se arraiga en el sensus fidei, animado por el Espíritu Santo, que puede describirse como ese “olfato” o capacidad instintiva del Pueblo de Dios, bajo la guía de los pastores (cf. LG 12), para «encontrar nuevos caminos que el Señor abre a la Iglesia» (Francisco, Discurso con ocasión de la conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015).

59. El discernimiento compromete a quienes participan en él, a nivel personal y todos juntos a nivel comunitario, pidiéndoles que cultiven las disposiciones de libertad interior, de apertura a la novedad y de abandono confiado a la voluntad de Dios, y que se escuchen unos a otros para oír «lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,7). María, con su presencia orante en el corazón de la comunidad apostólica en el Cenáculo (cf. Hch 1,14), es para todos un modelo vivo y una guía generadora de una auténtica espiritualidad sinodal: en la escucha perseverante y responsable de la Palabra y en el discernimiento meditativo de los acontecimientos (cf. Lc 1,26-38; 2,19.51), en la apertura generosa a la acción del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35), en el compartir la acción de gracias por la obra del Señor (cf. Lc 1,39-56) y en el servicio concreto y puntual a todas y cada una de las personas (cf. Jn 2,1-12) que Jesús encomendó a sus cuidados maternales (cf. Jn 19,25-27).

60. Precisamente dado que requiere que cada uno comparta su punto de vista en la perspectiva de la misión común, un proceso de discernimiento articula concretamente comunión, misión y participación. En otras palabras, es una forma de caminar juntos. Por eso es fundamental promover una amplia participación en los procesos de discernimiento, cuidando especialmente la implicación de quienes se encuentran en los márgenes de la comunidad cristiana y de la sociedad.

61. El punto de partida y el criterio de referencia de todo discernimiento eclesial es la escucha de la Palabra de Dios. Las Sagradas Escrituras constituyen el testimonio por excelencia de la comunicación de Dios con la humanidad. Atestiguan que Dios ha hablado a su pueblo y sigue haciéndolo, y presentan distintos canales a través de los cuales se produce esta comunicación. Dios habla a través de la meditación personal de las Escrituras, en la que resuena “algo” del texto bíblico sobre el que se reza. Dios habla a la comunidad en la liturgia, lugar hermenéutico por excelencia de lo que el Señor dice a su Iglesia. Dios habla a través de la Iglesia, que es madre y maestra, a través de su tradición viva y sus prácticas, incluidas las de la piedad popular. Dios sigue hablando a través de los acontecimientos que tienen lugar en el espacio y en el tiempo, siempre que sepamos discernir su significado. De nuevo, Dios se comunica con su Pueblo a través de los elementos del cosmos, cuya existencia misma remite a la acción del Creador y que está lleno de la presencia del Espíritu Santo “que da la vida”. Por último, Dios habla en la conciencia personal de cada uno, que «es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (GS 16). Un auténtico discernimiento no puede descuidar ninguno de estos canales de comunicación.

62. El discernimiento comunitario no es una técnica organizativa, sino una práctica exigente que cualifica la vida y la misión de la Iglesia vivida en Cristo y en el Espíritu Santo. Por eso debe realizarse siempre con la conciencia y la voluntad de estar reunidos en el nombre del Señor Jesús (cf. Mt 18,20), escuchando la voz del Espíritu Santo. Como prometió Jesús, sólo el Espíritu Santo puede conducir a la Iglesia por el camino de la plenitud de la verdad (cf. Jn 16,13) y de la vida, para dispensarlas a un mundo sediento de sentido. El método con el que el Pueblo de Dios vive su camino de anuncio y testimonio del Evangelio tiene aquí sus raíces. Por tanto, es prioritario aprender a practicar a todos los niveles ese arte evangélico que permitió a la comunidad apostólica de Jerusalén sellar el resultado del primer acontecimiento sinodal de la historia de la Iglesia con las palabras: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros» (Hch 15,28). En este espíritu, la práctica de la vida sinodal misionera de la Iglesia en lugares, organismos y acontecimientos concretos, debe recomponerse y reorientarse.

63. Las opciones procesales concretas, en su variedad, deben ser coherentes con las exigencias de la metodología teológica subyacente. También sobre la base de la experiencia del proceso sinodal, es posible identificar algunos elementos clave para el diseño de cualquier procedimiento: a) una vida de oración personal y comunitaria, que incluya la participación en la Eucaristía; b) una preparación personal y comunitaria adecuada, fundada en la escucha de la Palabra de Dios y de la realidad; c) una escucha respetuosa y profunda de la palabra de cada uno; d) la búsqueda de un consenso lo más amplio posible no por intersección (por tanto, a la baja), sino por desbordamiento, tratando de poner de relieve lo que más hace “arder nuestro corazón” (cf. Lc 24,32); e) la formulación del consenso, por parte de quien conduce el proceso y su devolución a todos los participantes, quienes deben confirmar o no si se sienten reconocidos en esa formulación.

64. El discernimiento siempre tiene lugar “con los pies en la tierra”, es decir, dentro de un contexto concreto, cuyas complejidades y peculiaridades deben conocerse lo mejor posible. Por lo tanto, no podrá más que beneficiarse de la aportación que brota del análisis de las distintas ciencias humanas, sociales y administrativas pertinentes para el asunto en cuestión. A la competencia técnica y científica no le corresponde la última palabra –lo que significaría caer en una deriva tecnocrática– sino «dar una base de concreción al camino ético y espiritual que sigue» (LS 15). Será por tanto necesario garantizar que pueda ofrecer su aportación, de la cual no se puede prescindir, sin adquirir un papel dominante sobre las demás perspectivas.

65. En la Iglesia existe una gran variedad de enfoques para el discernimiento y de metodologías consolidadas. Esta variedad es una riqueza: con las adaptaciones adecuadas a los diferentes contextos, todos los enfoques pueden resultar fecundos. Con vistas al bien común, es importante que entablen un diálogo cordial, sin dispersar las especificidades de cada uno y sin un atrincheramiento identitario. La fecundidad de la conversación en el Espíritu, que surgió en todas las etapas del proceso sinodal, nos invita a considerar esta forma peculiar de discernimiento eclesial como particularmente adecuada para el ejercicio de la sinodalidad.

66. En las Iglesias locales es esencial ofrecer oportunidades de formación que difundan y alimenten una cultura del discernimiento, especialmente entre quienes ocupan puestos de responsabilidad. Es igualmente importante cuidar la formación de acompañantes o facilitadores, cuya aportación resulta a menudo crucial para llevar a cabo los procesos de discernimiento. En esta línea se inscribe también el trabajo del grupo de estudio n. 9, dedicado a la preparación de criterios teológicos y metodologías sinodales para un discernimiento compartido de cuestiones doctrinales, pastorales y éticas controvertidas.

La articulación de los procesos de toma de decisiones

67. «En la Iglesia sinodal toda la comunidad, en la libre y rica diversidad de sus miembros, es convocada para orar, escuchar, analizar, dialogar, discernir y aconsejar para que se tomen las decisiones pastorales más conformes con la voluntad de Dios» (CTI, n. 68). Más que una profundización, esta afirmación debe ponerse en práctica. Es difícil imaginar una manera más eficaz de promover una Iglesia sinodal que la participación de todos en los procesos de toma de decisiones. Esta participación tiene lugar sobre la base de una responsabilidad diferenciada que respeta a cada miembro de la comunidad y valora sus capacidades y dones con vistas a la decisión compartida.

68. Para favorecer su aplicación, parece oportuno reflexionar sobre la articulación de los procesos de toma de decisiones. Éste suele incluir una fase de elaboración o instrucción (decision-making, según la terminología inglesa utilizada también en otros idiomas), «mediante un trabajo común de discernimiento, consulta y cooperación» (CTI, n. 69), que informa y apoya la posterior toma de decisiones (decision-taking), que corresponde a la autoridad competente (por ejemplo, en una diócesis o eparquía, al obispo). No hay competencia ni contraste entre las dos fases, sino que, por su articulación, contribuyen a que las decisiones tomadas sean lo más conformes posible con la voluntad de Dios: «La elaboración es una competencia sinodal, la decisión es una responsabilidad ministerial» (ibíd.).

69. En muchos casos, la legislación vigente ya prescribe que, antes de tomar una decisión, la autoridad está obligada a realizar una consulta. Esta consulta eclesial no puede dejar de hacerse y va mucho más allá de la escucha, ya que compromete a la autoridad a no proceder como si no hubiera tenido lugar. La autoridad sigue siendo libre desde el punto de vista jurídico, ya que el dictamen consultivo no es vinculante, pero, si está de acuerdo, no se apartará de él sin una razón convincente (sine praevalenti ratione; CIC, c. 127, § 2, 2°). Si lo hiciera, se aislaría del grupo de los consultados, constituyendo una lesión al vínculo que los une. En la Iglesia, el ejercicio de la autoridad no consiste en la imposición de una voluntad arbitraria, sino que, como ministerio al servicio de la unidad del Pueblo de Dios, constituye una fuerza moderadora de la búsqueda común de lo que el Espíritu requiere.

70. En una Iglesia sinodal, la competencia decisoria del obispo, del Colegio Episcopal y del Romano Pontífice es inalienable, ya que está arraigada en la estructura jerárquica de la Iglesia establecida por Cristo. Sin embargo, no es incondicional: no se puede ignorar una directriz que surja en el proceso consultivo como resultado de un discernimiento correcto, especialmente si lo llevan a cabo los organismos de participación de la Iglesia local. El objetivo del discernimiento eclesial sinodal no es hacer que los obispos obedezcan a la voz del Pueblo, subordinando los primeros al segundo, ni ofrecer a los obispos un expediente para hacer aceptables decisiones ya tomadas, sino conducir a una decisión compartida en obediencia al Espíritu Santo. Una oposición entre consulta y deliberación es, por tanto, inadecuada: en la Iglesia la deliberación tiene lugar con la ayuda de todos, nunca sin que la autoridad pastoral decida en virtud de su cargo. Por esta razón, la fórmula recurrente en el CIC, que habla de un “voto sólo consultivo” (tantum consultivum), disminuye el valor de la consulta y debe corregirse.

71. Corresponde a las Iglesias locales aplicar cada vez más todas las posibilidades de dar vida a procesos de decisión auténticamente sinodales, adecuados a las especificidades de los diferentes contextos. Se trata de una tarea de gran importancia y urgencia, ya que de ella depende en gran medida el éxito de la realización de la fase de implementación del Sínodo. Sin cambios concretos, la visión de una Iglesia sinodal no será creíble y esto alejará a los miembros del Pueblo de Dios que han sacado fuerza y esperanza del camino sinodal. Esto se aplica aún más especialmente a la participación efectiva de las mujeres en los procesos de elaboración y de toma de decisiones, como se pide en muchas de las aportaciones recibidas de las Conferencias Episcopales.

72. Por último, no hay que olvidar que los procesos de consulta, discernimiento comunitario o toma de decisiones sinodales requieren que cuantos participan en éstos, tengan acceso efectivo a toda la información relevante, para que puedan formular su propia opinión con conocimiento de causa. Es responsabilidad de la autoridad que inicia el proceso garantizar que así sea. Unos procesos de toma de decisiones sinodales sólidos requieren un nivel adecuado de transparencia. Del mismo modo, conviene subrayar la delicadeza de la tarea y la especial responsabilidad de quienes expresan su opinión en una consulta.

Transparencia, rendición de cuentas, evaluación

73. Una Iglesia sinodal necesita una cultura y una práctica de la transparencia y la rendición de cuentas (accountability, término inglés utilizado también en otras lenguas), indispensables para promover la confianza mutua necesaria para caminar juntos y ejercer la corresponsabilidad en la misión común. En la Iglesia, el ejercicio de la rendición de cuentas no responde en primer lugar a exigencias de carácter social y organizativo. Su fundamento se encuentra más bien en la naturaleza de la Iglesia como misterio de comunión.

74. En el Nuevo Testamento podemos encontrar prácticas de rendición de cuentas en la vida de la Iglesia primitiva, significativamente relacionadas precisamente con la custodia de la comunión. Un ejemplo es el cap. 11 de los Hechos de los Apóstoles: cuando Pedro regresa a Jerusalén tras haber bautizado a Cornelio, un pagano, «los de la circuncisión le dijeron en son de reproche: “Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos”» (Hch 11, 2-3). Pedro responde con un relato que da cuenta de las razones de sus acciones. Dar cuenta del propio ministerio a la comunidad pertenece a la tradición más antigua, que se remonta a la Iglesia apostólica. La teología cristiana del servicio (stewardship) ofrece un marco en el que comprender el ejercicio de la autoridad y situar la reflexión sobre la transparencia y la rendición de cuentas.

75. En nuestra época, la exigencia de transparencia y rendición de cuentas en la Iglesia y por parte de la Iglesia, se ha impuesto a raíz de la pérdida de credibilidad debida a los escándalos financieros y, sobre todo, a los abusos sexuales y de otro tipo a menores y personas vulnerables. La falta de transparencia y de rendición de cuentas alimenta el clericalismo, que se basa en el supuesto implícito de que los ministros ordenados no tienen que rendir cuentas a nadie por el ejercicio de la autoridad que se les ha conferido.

76. Si la Iglesia sinodal quiere ser acogedora, la rendición de cuentas y la transparencia deben estar en el centro de su acción a todos los niveles y no sólo a nivel de autoridad. Sin embargo, quienes ocupan puestos de autoridad tienen una mayor responsabilidad a este respecto. La transparencia y la rendición de cuentas no se limitan al ámbito de los abusos sexuales y financieros. También deben referirse a los planes pastorales, a los métodos de evangelización y a las modalidades con que la Iglesia respeta la dignidad de la persona humana, por ejemplo, en lo que respecta a las condiciones de trabajo en sus instituciones.

77. Si bien la práctica de la rendición de cuentas a los superiores se ha conservado a lo largo de los siglos, debe recuperarse la dimensión de la rendición de cuentas de la autoridad ante la comunidad. La transparencia debe ser una característica del ejercicio de la autoridad en la Iglesia. Hoy en día, parecen necesarias estructuras y formas de evaluar periódicamente el modo en que se ejercen las responsabilidades ministeriales de todo tipo. La evaluación, entendida en un sentido no moralista, permite a los ministros realizar los ajustes oportunos y favorece su crecimiento y su capacidad de prestar un mejor servicio.

78. Además de observar lo ya previsto en las normas canónicas en materia de criterios y mecanismos de control, corresponde a las Iglesias locales y especialmente a sus agrupaciones (Conferencias Episcopales y Estructuras Jerárquicas Orientales) construir formas y procedimientos eficaces de transparencia y rendición de cuentas, adecuados a la variedad de contextos, partiendo del marco normativo civil, de las expectativas de la sociedad y de la disponibilidad real de competencias en la materia. Sin embargo, incluso allí donde los recursos sean escasos, la Iglesia trabajará por una evolución de su trabajo y de su mentalidad común en la dirección de la transparencia y de una cultura de rendición de cuentas.

79. En particular, en formas adecuadas a los diferentes contextos, parece necesario garantizar al menos: a) un funcionamiento eficaz de los Consejos de Asuntos Económicos; b) la participación efectiva del Pueblo de Dios, en particular de los miembros más competentes, en la planificación pastoral y económica; c) la elaboración y publicación (accesibilidad efectiva) de un balance financiero anual, en la medida de lo posible certificado por auditores externos, que haga transparente la gestión de los bienes y de los recursos financieros de la Iglesia y de sus instituciones; d) un informe anual sobre el rendimiento y desarrollo de la misión, que incluya una ilustración de las iniciativas emprendidas en materia de safeguarding (protección de menores y personas vulnerables) y la promoción del acceso de las mujeres a puestos de autoridad y su participación en los procesos de toma de decisiones; e) procedimientos de evaluación periódica del rendimiento y desarrollo de todos los ministerios y cargos de la Iglesia. Una vez más, se trata de un punto de gran importancia y urgencia para la credibilidad del proceso sinodal y su puesta en práctica.

Parte III - Lugares

La vida sinodal misionera de la Iglesia, las relaciones que la estructuran y los caminos que aseguran su desarrollo, nunca pueden prescindir de la concreción de un “lugar”, es decir, de un contexto y de una cultura. Esta Parte III nos invita a superar una visión estática de los lugares, que los ordena por niveles o grados sucesivos (Parroquia, Zona, Diócesis o Eparquía, Provincia Eclesiástica, Conferencia Episcopal o Estructura Jerárquica Oriental, Iglesia Universal) según un modelo piramidal. En realidad, esto nunca ha sido así: la red de relaciones e intercambio de dones entre las Iglesias siempre ha tenido una forma reticular y no lineal, en el vínculo de unidad del que el Romano Pontífice es el principio y fundamento perpetuo y visible, y la catolicidad de la Iglesia nunca ha coincidido con un universalismo abstracto. Además, en el contexto de una concepción del espacio en constante evolución, restringir la acción de la Iglesia a límites puramente espaciales la aprisionaría en un inmovilismo fatal y en una preocupante repetición pastoral, incapaz de captar a la parte más dinámica de la población, especialmente a los jóvenes. En cambio, los lugares deben situarse en una perspectiva de interioridad mutua, concretarse también en las relaciones entre las Iglesias y en sus agrupaciones dotadas de una unidad de sentido. El servicio de la unidad que compete al Obispo de Roma y al Colegio de los Obispos en comunión con él, debe ajustarse también a este escenario, elaborando las formas institucionales adecuadas para su ejercicio.

Territorios que recorrer juntos

80. «A la Iglesia de Dios que está en Corinto...» (1 Cor 1,2). La proclamación del Evangelio, suscitando la fe en el corazón de los hombres y de las mujeres, hace que se constituya una Iglesia en un determinado lugar. La Iglesia no puede entenderse sin estar arraigada en un lugar y en una cultura y sin las relaciones que se establecen entre lugares y culturas. Destacar la importancia del lugar no significa ceder al particularismo o al relativismo, sino valorar la concreción en la que, en el espacio y en el tiempo, toma forma una experiencia compartida de adhesión a la manifestación del Dios que salva. La dimensión del lugar custodia la pluralidad originaria de las configuraciones de esta experiencia y su arraigo en contextos culturales e históricos específicos. La variedad de las tradiciones litúrgicas, teológicas, espirituales y disciplinarias es la demostración más evidente de cómo esta pluralidad enriquece a la Iglesia y la hace bella. Es la comunión de las Iglesias, cada una con su concreción local, la que manifiesta la comunión de los fieles en la Iglesia, una y única, evitando su disolución en un universalismo abstracto y uniformador.

81. La experiencia del pluralismo de las culturas y de la fecundidad del encuentro y del diálogo entre ellas, es condición de vida de la Iglesia, no una amenaza para su catolicidad. El mensaje de salvación sigue siendo uno y el mismo: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos». (Ef 4,4-6). Este mensaje adopta una forma plural, expresada en la diversidad de pueblos, culturas, tradiciones y lenguas. Tomarse en serio esta pluralidad de formas evita las pretensiones hegemónicas y el riesgo de reducir el mensaje salvífico a una única comprensión de la vida eclesial y de las expresiones litúrgicas, pastorales o morales. El entramado de relaciones en el seno de una Iglesia sinodal, hecho visible en el intercambio de dones entre las Iglesias y garantizado por la unidad del Colegio Episcopal, con el Obispo de Roma a la cabeza, es un baluarte dinámico de una unidad que nunca puede convertirse en uniformidad.

82. Todo ello está llamado hoy a medirse en unas condiciones socioculturales que alteran profundamente la experiencia vivida del arraigo territorial. El lugar ya no puede entenderse en términos puramente geográficos y espaciales, sino que se refiere a la pertenencia a una red de relaciones y a una cultura con un anclaje territorial más dinámico y elástico que en el pasado. Esto no puede dejar de cuestionar las formas organizativas de la Iglesia que se han estructurado sobre la base de una concepción diferente del lugar, y también requiere asumir criterios diferentes, si bien no contradictorios, para encarnar la verdad única en la vida de las personas.

83. Entre los factores de este cambio se encuentra sin duda el fenómeno de la urbanización: hoy, por primera vez en la historia de la humanidad, la mayor parte de la humanidad vive en contextos urbanos y no rurales. La pertenencia territorial se configura de forma diferente en un contexto urbano, donde los límites entre unos lugares y otros tienen un carácter más evidentemente convencional. En las grandes ciudades, bastan unas pocas paradas de metro para cruzar, no sólo los límites de la parroquia, sino también los de la diócesis: un trayecto que muchas personas realizan varias veces en un mismo día. Su vida transcurre habitualmente en diferentes lugares eclesiales.

84. Un segundo factor es el aumento de la movilidad humana, por diferentes motivos, dentro de un mundo globalizado. Refugiados y migrantes constituyen a menudo comunidades vibrantes, incluso en la práctica de la fe, dotando así de una naturaleza plural el lugar en el que se asientan. Al mismo tiempo, mantienen, también gracias a los medios digitales, vínculos y relaciones con su país de origen. Experimentan así una pertenencia local, cultural y lingüística múltiple. Las comunidades de origen por su parte experimentan una reducción de sus miembros, hasta el punto de desaparecer, y al mismo tiempo, una expansión de su tejido relacional a escala mundial. Como señaló la primera sesión del Sínodo, es llamativa a este respecto la situación de algunas Iglesias católicas orientales: con los actuales ritmos de los flujos migratorios, sus miembros en la diáspora podrían llegar a ser más numerosos que los que viven en los territorios canónicos (cf. IdS 6c). En cualquier caso, cada vez será más anacrónico definir su lugar en términos puramente geográficos. Sobre los retos que esto plantea en las relaciones con la Iglesia latina, el Grupo de Estudio n.1 está llamado a reflexionar.

85. Por último, no podemos pasar por alto la difusión de la cultura del entorno digital, especialmente entre los jóvenes. Afecta radicalmente a su experiencia y concepción del espacio y del tiempo, así como a su forma de vivir las actividades de todo tipo, las comunicaciones y las relaciones, e incluso la fe. No es casualidad que la Primera Sesión afirme que «la cultura digital no es tanto un área distinta de la misión, cuanto una dimensión crucial del testimonio de la Iglesia» (IdS 17b). El trabajo del tercero de los diez grupos de estudio está dedicado a este reto.

86. Estas dinámicas de la sociedad y de la cultura piden a la Iglesia que vuelva a reflexionar sobre el sentido de su propia dimensión local, con vistas al bien de la misión. Sin olvidar que la vida se desarrolla siempre en contextos físicos y en culturas concretas, de las que nunca se puede prescindir, es necesario alejarse de una interpretación puramente espacial del lugar: los lugares, también y sobre todo los de la Iglesia, no son sólo espacios, sino ámbitos y redes en los que pueden desarrollarse relaciones, que ofrecen a las personas una oportunidad de arraigo y un apoyo para la misión, que llevarán a cabo dondequiera que se desarrolle su vida. La conversión sinodal de las mentes y de los corazones debe ir acompañada de una reforma sinodal de los lugares eclesiales, llamados a ser caminos por los que avanzar juntos. Esto no significa encerrar la acción pastoral en pertenencias electivas, ya que debe poder encontrar a cada hombre y a cada mujer.

87. Esta reforma debe realizarse sobre la base de la comprensión de la Iglesia como Pueblo santo de Dios, articulada en la comunión de las Iglesias (communio Ecclesiarum)La experiencia vivida nos ha demostrado que poner en marcha el proceso sinodal desde las Iglesias locales no compromete la unidad de toda la Iglesia, sino que expresa la variedad y la universalidad del Pueblo de Dios (cf. LG 22), ni perjudica el ejercicio del ministerio de unidad del Obispo de Roma, sino que lo valora. La Iglesia no se puede concebir partiendo de sus instituciones, sino que éstas, incluso las más importantes, deben repensarse en la lógica del servicio misionero.

88. En razón del servicio del Obispo de Roma como principio visible de unidad de toda la Iglesia y de cada obispo como principio visible de unidad en su Iglesia, el Concilio pudo afirmar que la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, es también un cuerpo de Iglesias, en las cuales y a partir de las cuales existe una Iglesia católica, una y única (cf. LG 23). Este cuerpo se articula: a) en las Iglesias individuales como porciones del Pueblo de Dios, cada una confiada a un obispo; b) en las agrupaciones de Iglesias, en las que las instancias de comunión están representadas sobre todo por los organismos jerárquicos; c) en la Iglesia entera (Ecclesia tota), donde la Iglesia como comunión de Iglesias se expresa por el Colegio de los Obispos reunidos en torno al Obispo de Roma en el vínculo de la comunión episcopal (cum Petro) y jerárquica (sub Petro)La reforma de las instituciones eclesiales debe seguir esta articulación ordenada de la Iglesia.

Iglesias locales en la Iglesia católica, una y única

89. La Iglesia local, en su articulación, es el lugar en el que podemos experimentar más inmediatamente la vida sinodal misionera de toda la Iglesia. Las aportaciones de las Conferencias Episcopales hablan de las parroquias, las comunidades de base y las pequeñas comunidades como ámbitos de comunión y participación en la misión. Como afirmaron los párrocos reunidos en Sacrofano, «los miembros de las parroquias son y se convierten en discípulos misioneros de Jesús, reunidos en su nombre para la oración y el culto, el servicio y el testimonio en tiempos de alegría y de dolor, de esperanza y de lucha». Dios actúa en estas realidades eclesiales. Al mismo tiempo, somos conscientes de que debemos hacer más para aprovechar la gran plasticidad de la parroquia, entendida como comunidad de comunidades, al servicio de la creatividad misionera.

90. Hoy en día, las Iglesias locales se componen también de realidades asociativas y comunitarias que son a la vez expresiones antiguas y nuevas de la vida cristiana. En particular, los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica contribuyen mucho a la vida de las Iglesias locales y a la vivacidad de la acción misionera. Lo mismo ocurre con las asociaciones laicales, los movimientos eclesiales y las Nuevas Comunidades. La pertenencia a la Iglesia se expresa hoy con un número cada vez mayor de formas que no se refieren a una base geográficamente definida, sino a vínculos de tipo asociativo. Esta variedad de formas debe promoverse, teniendo siempre presente la perspectiva misionera y el discernimiento eclesial de lo que el Señor pide en cada contexto particular. La animación de esta múltiple variedad y el cuidado de los vínculos de unidad son competencia específica del obispo diocesano o eparquial. Al Grupo de Estudio n. 6 se le encomendó la tarea de profundizar en estos aspectos.

91. Al igual que en las fases anteriores del proceso sinodal, también durante la consulta para la redacción de este Instrumentum laboris, muchas de las aportaciones recibidas consideran los distintos tipos de Consejos (parroquiales, zonales, diocesanos o eparquiales) como instrumentos esenciales para la planificación, organización, ejecución y evaluación de las actividades pastorales, y señalan la necesidad de valorizarlas. De hecho, se trata de estructuras previstas por la legislación vigente. Con las adaptaciones oportunas, podrían resultar aún más adecuadas para concretar ciertos aspectos de un estilo sinodal, dado que pueden convertirse en sujetos de procesos de discernimiento eclesial y de procesos de toma de decisiones sinodales, así como en lugares para la práctica de la rendición de cuentas y la evaluación de quienes ocupan cargos de autoridad, sin olvidar que éstos, a su vez, deberán rendir cuentas del modo en que desempeñan sus funciones. Se trata, por tanto, de uno de los ámbitos más prometedores sobre los que actuar para alcanzar una rápida aplicación de las orientaciones sinodales y generar así cambios que se podrán percibir rápidamente.

92. Para avanzar en esta dirección, muchas aportaciones señalan la necesidad de intervenir sobre el perfil y el modus operandi de estos órganos. Entre los aspectos más significativos a los que hay que prestar atención se encuentra el modo en que se nombra a los miembros, con el objetivo de garantizar que su composición refleje la de la comunidad de referencia (parroquia o diócesis/parroquia), para contribuir de forma creíble a la promoción de una cultura de transparencia y responsabilidad. Por lo tanto, es necesario que la mayoría de los miembros no sean elegidos por la autoridad (obispo o párroco), sino designados de otra manera, expresando efectivamente la realidad de la comunidad o de la Iglesia local.

93. Debe prestarse la misma atención a la composición de estos órganos, a fin de favorecer una mayor participación de las mujeres, de los jóvenes y de las personas que viven en condiciones de pobreza o marginación. Además, como también se evidenció en la Primera Sesión, es fundamental que estos órganos incluyan a hombres y mujeres comprometidos con el testimonio de la fe en las realidades ordinarias de la vida y de las dinámicas sociales, con una reconocida disposición apostólica y misionera (cf. IdS 18d) y no sólo a personas comprometidas con la organización de la vida y los servicios en el seno de la comunidad. De esta manera, el discernimiento eclesial llevado a cabo por estos órganos se beneficiará de una mayor apertura, capacidad de análisis de la realidad y pluralidad de perspectivas. Por último, muchas aportaciones señalan la conveniencia de que tengan carácter obligatorio aquellos consejos cuya creación, según el derecho actualmente vigente, sea discrecional.

94. Algunas Conferencias Episcopales comparten también experiencias de reforma y buenas prácticas ya existentes, como la creación de redes de consejos pastorales a nivel de comunidades de base, zonas y parroquias, hasta llegar al Consejo Pastoral Diocesano. Como modelo de consulta y de escucha, se propone la celebración de asambleas eclesiales a todos los niveles, sin por ello limitar la consulta únicamente a la Iglesia católica, sino abriéndose a la aportación de otras Iglesias y Comunidades eclesiales y de otras religiones presentes en el territorio y en la sociedad, junto a las cuales camina la comunidad cristiana.

Los vínculos que conforman la unidad de la Iglesia

95. El horizonte de comunión del intercambio de dones, evidenciado en la Parte I, constituye el criterio inspirador de la relación entre las Iglesias. Combina el énfasis en los vínculos que conforman la unidad de la Iglesia con la valoración de las particularidades ligadas al contexto en el que vive cada Iglesia local, con su historia y su tradición. Adoptar un estilo sinodal significa que las Iglesias no deben avanzar necesariamente al mismo ritmo, a la hora de afrontar cualquier cuestión. Al contrario, las diferencias de ritmo pueden valorarse como expresión de una diversidad legítima y como oportunidad para un intercambio de dones y un enriquecimiento recíproco. Para su realización, este horizonte debe encarnarse en estructuras y prácticas concretas. Responder a la pregunta «¿Cómo ser una Iglesia sinodal en misión?» requiere identificarlas y promoverlas.

96. Las estructuras jerárquicas orientales y las Conferencias Episcopales son un instrumento fundamental para crear vínculos y compartir experiencias entre las Iglesias, así como para descentralizar el gobierno y la planificación pastoral. «El Concilio Vaticano II expresó que, de modo análogo a las antiguas Iglesias patriarcales, las Conferencias Episcopales pueden “desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta” (LG 23). Pero este deseo no se realizó plenamente, por cuanto todavía no se ha explicitado suficientemente un estatuto de las Conferencias Episcopales que las conciba como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal» (EG 32). Para ser una Iglesia sinodal en misión, es necesario afrontar esta cuestión.

97. Sobre la base de lo que surgió durante el proceso sinodal, se propone a) reconocer a las Conferencias Episcopales como sujetos eclesiales dotados de autoridad doctrinal, asumiendo la diversidad sociocultural en el marco de una Iglesia polifacética y favoreciendo la valoración de las expresiones litúrgicas, disciplinares, teológicas y espirituales adecuadas a los diferentes contextos socioculturales b) proceder a una evaluación de la experiencia vivida del funcionamiento de las Conferencias Episcopales y de las Estructuras Jerárquicas Orientales, de las relaciones entre los Episcopados y con la Santa Sede, con el fin de identificar las reformas concretas que deben aplicarse; las visitas ad limina, que forman parte del Grupo de Estudio núm. 7, podrían constituir una ocasión propicia para esta evaluación; c) garantizar que todas las diócesis o eparquías estén adscritas a una Provincia Eclesiástica y a una Conferencia Episcopal o Estructura Jerárquica Oriental (cf. CD 40).

98. La experiencia de las Asambleas continentales fue la novedad de la primera fase del proceso sinodal, dando una aplicación más coherente a la indicación conciliar de tomar en serio la peculiaridad «en cada gran territorio sociocultural” en busca de «una acomodación más profunda en todo el ámbito de la vida cristiana» (AG 22). Esta experiencia, así como el camino de las Iglesias en algunas regiones, plantea la cuestión de articular el dinamismo sinodal y colegial mediante expresiones institucionales apropiadas, por ejemplo, asambleas eclesiales y Conferencias Episcopales, a quienes poder encomendar tareas coordinadas de elaboración y toma de decisiones, en un contexto continental o regional. También pueden adoptarse métodos de discernimiento que incluyan a una diversidad de actores eclesiales en los procesos de elaboración de documentos y de toma de decisiones. Además, se propone que el discernimiento pueda incluir también, bajo formas adaptadas a la diversidad de los contextos, espacios de escucha y de diálogo con las instituciones civiles, los representantes de otras religiones, las organizaciones no católicas y la sociedad en general.

99. El deseo de que el diálogo sinodal local no se agote, sino que se prolongue en el tiempo, y la necesidad de una inculturación efectiva de la fe en ámbitos territoriales significativos, conducen a una nueva valoración de la institución de los Concilios Particulares, tanto provinciales como plenarios, cuya celebración periódica ha sido una obligación durante gran parte de la historia de la Iglesia. A partir de la experiencia adquirida en la vía sinodal, se pueden prever formas que articulen una asamblea sólo de obispos y una asamblea eclesial compuesta también por otros fieles (presbíteros, diáconos, consagrados y consagradas, laicos y laicas), delegados por los consejos pastorales de las diócesis o eparquías implicadas, o designados de otro modo para reflejar la variedad de la Iglesia en la región. Por ello, debería reformarse el procedimiento de la recognitio de las conclusiones de los Concilios particulares, a fin de favorecer su oportuna publicación.

El servicio a la unidad del Obispo de Roma

100. Responder a la pregunta «¿Cómo ser una Iglesia sinodal en misión?» exige también revisar la dinámica que une sinodalidad, colegialidad y primacía, para que pueda fortalecer las relaciones entre las instituciones a través de las cuales encuentra una expresión concreta.

101. El proceso sinodal ha demostrado la verdad de la afirmación conciliar de que «dentro de la comunión eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad, protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla» (LG 13). En virtud de esta función, el Obispo de Roma, como principio visible de unidad de toda la Iglesia (cf. LG 23), es el garante de la sinodalidad. A él le corresponde llamar a toda la Iglesia a la acción sinodal, convocando, presidiendo y confirmando los resultados de los Sínodos de los Obispos. Asimismo, debe velar por que la Iglesia crezca en un estilo y en un forma sinodal.

102. La reflexión sobre las formas de ejercicio del ministerio petrino debe realizarse también en la perspectiva de la «saludable descentralización» (EG 16), urgida por el Papa Francisco y solicitada por muchas Conferencias Episcopales. En la formulación que le da la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium, supone «dejar a la competencia de los pastores la facultad de resolver en el ejercicio de “su propio cargo del magisterio” y como pastores las cuestiones que conocen bien y que no afectan a la unidad de doctrina, disciplina y comunión de la Iglesia, actuando siempre con esa corresponsabilidad que es fruto y expresión de ese mysterium communionis específico que es la Iglesia» (PE II, 2).

103. Para proceder en esta dirección, se podría continuar la línea del reciente Motu proprio Competentias quasdam decernere (15 de febrero de 2022), que asigna «algunas competencias, sobre disposiciones del código destinadas a garantizar la unidad de la disciplina de la Iglesia universal, a la potestad ejecutiva de las Iglesias y de las instituciones eclesiales locales, corresponde a la dinámica eclesial de la comunión y valoriza la proximidad» (proemio).

104. Además, la elaboración de la norma canónica también puede ser un lugar para el ejercicio de un estilo sinodal. La acción normativa no se limita al ejercicio de una potestad reconocida a la autoridad, sino que debe considerarse como un verdadero discernimiento eclesial. Aunque por sí sola goza de todas las prerrogativas para legislar, al hacerlo la autoridad podría y debería actuar con método sinodal, a fin de promulgar una norma que sea fruto de una escucha en el Espíritu de una exigencia de justicia.

105. La citada Constitución Apostólica Praedicate Evangelium (ha configurado, en un sentido sinodal y misionero, el servicio que la Curia Romana presta al Obispo de Roma y al Colegio Episcopal. En la lógica de la transparencia y de la rendición de cuentas, deberían preverse formas de evaluación periódica de su trabajo, confiadas a un órgano independiente (como el Consejo de Cardenales y/o un consejo de obispos elegidos por el Sínodo). El Grupo de Estudio n. 8 está dedicado al papel de los representantes pontificios en la perspectiva misionera sinodal y a las modalidades de evaluación de su trabajo.

106. La misma Asamblea de octubre de 2023 indicó la necesidad de proceder a una evaluación de los frutos de la Primera Sesión (cf. IdS 20j), evaluación que no puede prescindir del desarrollo marcado por la Constitución Apostólica Episcopalis communio, que transforma el Sínodo, como acontecimiento puntual, en un proceso eclesial que se extiende en el espacio y en el tiempo. Entre los lugares para practicar la sinodalidad y la colegialidad a nivel de toda la Iglesia, destaca sin duda el Sínodo de los Obispos. Instituido por San Pablo VI como asamblea de obispos convocada para participar, por medio de consejos, en la solicitud del Romano Pontífice por toda la Iglesia, es ahora, bajo la forma del proceso por fases, el ámbito en el que se realiza y puede incentivarse la relación dinámica entre sinodalidad, colegialidad y primacía. Todo el santo Pueblo de Dios, los obispos a quienes se confían sus porciones individuales y el Obispo de Roma como principio de unidad de la Iglesia, participan plenamente en el proceso sinodal, cada uno según su propia función. Esta participación se hace patente en la Asamblea sinodal congregada en torno al Obispo de Roma, que, en su composición, muestra la variedad y universalidad de la Iglesia como «“sacramento de unidad”, es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos» (SC 26).

107. Entre los frutos más significativos del Sínodo 2021-2024 cabe destacar la intensidad del impetu y de la promesa ecuménica que lo caracteriza. Puede ser útil abordar también, bajo esta perspectiva, la cuestión del ejercicio del ministerio petrino, para que se abra «a una situación nueva» (UUS 95). El reciente documento del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, El Obispo de Roma. Primacía y sinodalidad en los diálogos ecuménicos y en las respuestas a la Encíclica “Ut unum sint” ofrece elementos para una mayor profundización. El tema forma parte del Grupo de Estudio n. 10, dedicado a la recepción de los frutos del camino ecuménico en las prácticas eclesiales.

108. La riqueza que representa la participación en la Primera Sesión de los Delegados Fraternos, procedentes de otras Iglesias y Comunidades Eclesiales, nos invita prestar mayor atención a cómo se realiza la sinodalidad en nuestros socios ecuménicos, tanto en Oriente como en Occidente. El diálogo ecuménico es fundamental para desarrollar una comprensión de la sinodalidad y de la unidad de la Iglesia. Sobre todo, nos impulsa a imaginar prácticas sinodales auténticamente ecuménicas, hasta formas de consulta y discernimiento sobre cuestiones de interés compartido y urgente. Lo que fundamenta esta posibilidad es el hecho de que estemos unidos en el único Bautismo, del que brotan la identidad del Pueblo de Dios y el dinamismo de la comunión, la participación y la misión.

Conclusión - La Iglesia sinodal en el mundo

109. En este mundo, cada cosa está conectada y determinada por una búsqueda del otro que nunca desaparece. Todo es una llamada a la relación y un testimonio de que nos somos autosuficientes. El mundo entero, cuando se contempla con una mirada educada por la Revelación cristiana, es signo sacramental de una presencia, que le trasciende y anima, conduciéndole al encuentro con Dios, que se realizará definitivamente en la convivencia de las diferencias, que hallará su plena composición en el banquete escatológico preparado por Dios en su monte.

110. Transformada por el anuncio de la Resurrección, la Iglesia quiere convertirse en un lugar donde se respire y se viva la visión de Isaías, para ser «fortaleza para el débil, fortaleza para el pobre en su aflicción, refugio en la tempestad, sombra contra el calor» (Is 25,4). De este modo abre su corazón al Reino. Cuando los miembros de la Iglesia se dejan guiar por el Espíritu del Señor hacia horizontes que antes no habían vislumbrado, experimentan una alegría inconmensurable. En su belleza, humildad y sencillez, ésta es la conversión permanente del estilo de la Iglesia que el proceso sinodal nos invita a emprender.

111. La encíclica Fratelli tutti nos presenta la llamada a reconocernos como hermanas y hermanos en Cristo resucitado, proponiéndonos esto no como un estatus, sino como un estilo de vida. La encíclica subraya el contraste entre el tiempo en que vivimos y la visión de la convivencia preparada por Dios. El velo, el humor sombrío y las lágrimas de nuestro tiempo son el resultado de un aislamiento cada vez mayor, de la creciente violencia y polarización de nuestro mundo y del desarraigo de las fuentes de la vida. Este Instrumentum laboris se interroga y nos interroga sobre cómo ser una Iglesia sinodal misionera, cómo comprometernos en una escucha y un diálogo profundos, cómo ser corresponsables a la luz del dinamismo de nuestra vocación bautismal personal y comunitaria, cómo transformar las estructuras y los procesos para que todos puedan participar y compartir los carismas que el Espíritu derrama sobre cada uno para el bien común y cómo ejercer el poder y la autoridad como servicio. Cada una de estas preguntas es un servicio a la Iglesia y, a través de su acción, a la posibilidad de curar las heridas más profundas de nuestro tiempo.

112. El profeta Isaías termina su oráculo con un himno de alabanza que debemos retomar a una voz: «Aquí está nuestro Dios. Esperábamos en él y nos ha salvado. Este es el Señor en quien esperamos. Celebremos y gocemos con su salvación» (Is 25,9). Como Pueblo de Dios, ¡unámonos a esta alabanza, como peregrinos de la esperanza, sigamos avanzando por el camino sinodal hacia los que aún esperan el anuncio de la Buena Nueva de la salvación!

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[1] A menos que se especifique lo contrario o si se deduce claramente del contexto claramente que no es así, en el texto del Instrumentum laboris el término “Iglesia” indica “la Iglesia católica, una y única” (LG 23), mientras que el plural “Iglesias” indica las Iglesias locales en las que existe y por las que existe.

[2] Aquí, y en todas las que siguen, las citas de las Conferencias Episcopales y de sus agrupaciones continentales proceden de las síntesis enviadas a la Secretaría General del Sínodo al término de la consulta a las Iglesias locales, que tuvo lugar entre finales de 2023 y la primera mitad de 2024.

[3] Difundido por la Secretaría General del Sínodo el 11 de diciembre de 2023 y disponible en www.synod.va.

[4] A este respecto, véase el documento ¿Cómo ser una Iglesia sinodal en misión? Cinco perspectivas para profundizar teológicamente con vistas a la segunda sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, publicado por la Secretaría General del Sínodo el 14 de marzo de 2024 y disponible en www.synod.va.

[5] A este respecto, se puede consultar al documento Grupos de Estudio sobre las cuestiones surgidas en la Primera Sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, a profundizar en colaboración con los Dicasterios de la Curia Romana. Pistas de trabajo, difundido también el 14 de marzo de 2024 y disponible en www.synod.va.

[6] Los temas que se desprenden del Informe de Síntesis de la Primera Sesión y que se asignaron a los diez Grupos de Estudio son:

1. Algunos aspectos referentes a las relaciones entre las Iglesias católicas orientales y la Iglesia latina (IdS 6).

2. La escucha del grito de los pobres (IdS 4 y 16).

3. La misión en el espacio digital (IdS 17).

4. La revisión de la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis en perspectiva sinodal misionera (IdS 11).

5. Algunas cuestiones teológicas y canónicas en torno a formas ministeriales específicas (RdS 8 y 9).

6. La revisión, en perspectiva sinodal y misionera, de los documentos sobre las relaciones entre Obispos, Vida Consagrada, Agregaciones eclesiales (IdS 10).

7. Algunos aspectos de la figura y del ministerio del Obispo (en particular: los criterios de selección de los candidatos al episcopado, la función judicial del Obispo, la naturaleza y el desarrollo de las visitas ad limina Apostolorum) en una perspectiva sinodal misionera (IdS 12 y 13).

8. El rol de los Representantes Pontificios desde una perspectiva sinodal misionera (IdS 13).

9. Criterios teológicos y metodologías sinodales para un discernimiento compartido de cuestiones doctrinales, pastorales y éticas controvertidas (IdS 15).

10. La recepción de los frutos del camino ecuménico en la praxis eclesial (IdS7).

[7] El término “sínodo” en las tradiciones de las Iglesias orientales y occidentales se refiere a instituciones y acontecimientos que, a lo largo del tiempo, han adoptado diferentes formas, implicando una pluralidad de sujetos. En su variedad, todas estas formas están unidas por el hecho de reunirse para dialogar, discernir y decidir.