Esta mañana, en el Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre Francisco recibió en audiencia a las Superioras y Delegadas de las Carmelitas Descalzas y les dirigió el siguiente discurso:
Discurso del Santo Padre
Buenos días, ¡bienvenidas!
Yo voy a hablar en castellano.
Me alegra encontrarme con ustedes mientras están reunidas para reflexionar juntas y trabajar en la revisión de sus Constituciones, aquellas del 90, las anteriores, que sé yo, trabajen entre ustedes. Es una cita importante que no responde sólo a una necesidad humana al natural devenir de la vida comunitaria; se trata más bien de un “tiempo del Espíritu” que están llamadas a vivir como ocasión de oración y discernimiento. Permaneciendo interiormente abiertas a lo que el Espíritu Santo quiera sugerirles, tienen la tarea de encontrar nuevos lenguajes, nuevos caminos y nuevos instrumentos que impulsen con mayor entusiasmo la vida contemplativa que el Señor les ha llamado a abrazar, de modo que el carisma se conserve —el carisma es el mismo— y que pueda llegar a ser entendido y a atraer muchos corazones, para la gloria de Dios y el bien de la Iglesia. Cuando un Carmelo funciona bien, atrae, atrae, ¿no es cierto? Es como la luz con las moscas, atrae, atrae.
Revisar las Constituciones significa precisamente esto: recoger la memoria del pasado —no hay que renegar de esto— para mirar al futuro. En efecto, ustedes me enseñan que la vocación contemplativa no lleva a custodiar cenizas, sino a alimentar un fuego que arda de manera siempre nueva y pueda dar calor a la Iglesia y al mundo. Por ello, la memoria de la historia de ustedes y de todo lo que a lo largo de los años han hecho acopio las Constituciones, es una riqueza que debe permanecer abierta a las sugerencias del Espíritu Santo, a la perenne novedad del Evangelio, a los signos que el Señor nos da por medio de la vida y de los desafíos humanos, y así se conserva un carisma. No cambia, escucha y se abre a lo que el Señor quiere en cada momento.
Y esto vale en general para todos los institutos de vida consagrada, pero ustedes las claustrales lo experimentan en modo particular, porque viven de lleno la tensión entre la separación del mundo y la inmersión en el mismo. Ustedes, ciertamente, no se refugian en una consolación espiritual intimista o en una oración alejada de la realidad; por el contrario, el suyo es un camino en el que es necesario dejarse afectar por el amor de Cristo hasta unirse a Él, a fin de que este amor impregne toda la existencia y se exprese en cada gesto y en cada acción cotidiana. El dinamismo de la contemplación es siempre un dinamismo de amor, es siempre una escalera que nos eleva a Dios no para separarnos de la tierra, sino para hacérnosla vivir en profundidad, como testigos del amor recibido.
La santa madre lo enseña con su sabiduría y con su fe ardiente. Ella estaba convencida de que la unión mística e interior con la que Dios une el alma a sí, como “sellándola” con su amor, impregna y trasforma toda nuestra vida, sin separarnos de las ocupaciones cotidianas o sugerirnos una fuga en las cosas del espíritu. Teresa afirma que es necesario un tiempo consagrado al silencio y a la oración, que debe ser entendido como fuente del apostolado y de todos aquellos menesteres cotidianos que el Señor nos pide para servir a la Iglesia. Ella, de hecho, afirma: «Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerle siempre consigo, y no le hacer mal hospedaje no le dando de comer. ¿Cómo se lo diera María, sentada siempre a sus pies, si su hermana no le ayudara? Su manjar es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos almas para que se salven y siempre le alaben» (Santa Teresa de Jesús, Las Moradas, VII, IV, 12). Hasta aquí la cita, que ustedes conocen mejor que yo.
De este modo, la vida contemplativa no corre el riesgo de reducirse a una forma de inercia espiritual, que distrae de las responsabilidades de la vida cotidiana —un cura que no conoce a este tipo de mística las llamaba “las monjas soñolientas”, que viven durmiendo—, sino que la vida contemplativa continúa proporcionando la luz interior para el discernimiento. ¿Y qué luz necesitan ustedes para revisar las Constituciones, afrontando los numerosos problemas concretos de los monasterios y de la vida comunitaria? La luz es esta: la esperanza en el Evangelio. Pero siempre arraigado a los padres fundadores, a la madre fundadora y a san Juan.
La esperanza del Evangelio es distinta de las ilusiones fundadas sobre cálculos humanos. Significa abandonarse en Dios, aprender a leer los signos que nos da para discernir el futuro, saber tomar alguna decisión audaz y arriesgada aun cuando en ese momento permanece oculta la meta hacia la que nos va a conducir. Es no confiar solamente en las estrategias humanas, las estrategias defensivas cuando se trata de reflexionar sobre un monasterio que hay que salvar o abandonar, sobre las formas de vida comunitaria, o sobre las vocaciones. Las estrategias defensivas son fruto de una vuelta nostálgica al pasado; eso no funciona, la nostalgia no funciona, la esperanza evangélica va por otro lado, nos da la alegría de la historia vivida hasta hoy, pero nos hace capaces de mirar al futuro, con esas raíces que hemos recibido. Y eso se llama conservar el carisma, la ilusión de andar adelante, y eso sí que funciona.
Miren al futuro. Esto les deseo. Miren al futuro con esperanza evangélica, con los pies descalzos, es decir, con la libertad del abandono en Dios. Miren al futuro con las raíces en el pasado. Y que ese estar totalmente sumergidas en la presencia del Señor les dé siempre la alegría de la fraternidad y del amor recíproco. Que la Virgen las acompañe. De corazón las bendigo a todas ustedes, bendigo sus trabajos en estos días, bendigo sus comunidades, bendigo las monjas del monasterio. Y les pido que sigan rezando por mí, a favor, no en contra.