La audiencia general ha tenido lugar esta mañana a las 9.15 horas en el Patio de San Dámaso del Palacio Apostólico.
El Papa, continuando el ciclo de catequesis sobre la oración, centró su meditación en tres obstáculos que la dificultan: "La distracción, la sequedad y la acidía" (Lectura, Lc 21,34-36)
Después de resumir su catequesis en varios idiomas, el Santo Padre saludó a los fieles. La audiencia general concluyó con el rezo del Pater Noster y la bendición apostólica.
Catequesis del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Siguiendo las líneas del Catecismo,
en esta catequesis nos referimos a la experiencia vivida de la oración,
tratando de mostrar algunas dificultades muy comunes, que deben ser
identificadas y superadas. Rezar no es fácil: hay muchas dificultades
que vienen en la oración. Es necesario conocerlas, identificarlas y
superarlas.
El primer problema que se presenta a quien reza es la distracción (cfr. CIC, 2729).
Tú empiezas a rezar y después la mente da vueltas, da vueltas por todo
el mundo; tu corazón está ahí, la mente está ahí… la distracción de la
oración. La oración convive a menudo con la distracción. De hecho, a la
mente humana le cuesta detenerse durante mucho tiempo en un solo
pensamiento. Todos experimentamos este continuo remolino de imágenes y
de ilusiones en perenne movimiento, que nos acompaña incluso durante el
sueño. Y todos sabemos que no es bueno dar seguimiento a esta
inclinación desordenada.
La lucha por conquistar y mantener la concentración no se refiere
solo a la oración. Si no se alcanza un grado de concentración suficiente
no se puede estudiar con provecho y tampoco se puede trabajar bien. Los
atletas saben que las competiciones no se ganan solo con el
entrenamiento físico sino también con la disciplina mental: sobre todo
con la capacidad de estar concentrados y de mantener despierta la
atención.
Las distracciones no son culpables, pero deben ser combatidas. En el
patrimonio de nuestra fe hay una virtud que a menudo se olvida, pero que
está muy presente en el Evangelio. Se llama “vigilancia”. Y Jesús lo
dice mucho: “Vigilad. Rezad”. El Catecismo
la cita explícitamente en su instrucción sobre la oración (cfr. n.
2730). A menudo Jesús recuerda a los discípulos el deber de una vida
sobria, guiada por el pensamiento de que antes o después Él volverá,
como un novio de la boda o un amo de un viaje. Pero no conociendo el día
y ni la hora de su regreso, todos los minutos de nuestra vida son
preciosos y no se deben perder con distracciones. En un instante que no
conocemos resonará la voz de nuestro Señor: en ese día, bienaventurados
los siervos que Él encuentre laboriosos, aún concentrados en lo que
realmente importa. No se han dispersado siguiendo todas las atracciones
que les venían a la mente, sino que han tratado de caminar por el camino
correcto, haciendo el bien y haciendo el proprio trabajo. Esta es la
distracción: que la imaginación da vueltas, vueltas, vueltas… Santa
Teresa llamaba a esta imaginación que da vueltas, vueltas en la oración,
“la loca de la casa”: es una como una loca que te hace dar vueltas,
vueltas… Tenemos que pararla y enjaularla, con la atención
Un discurso diferente se merece el tiempo de la aridez. El Catecismo
lo describe de esta manera: «El corazón está desprendido, sin gusto por
los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el
momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a
Jesús en su agonía y en el sepulcro» (n. 2731). La aridez nos hace
pensar en el Viernes Santo, en la noche y el Sábado Santo, todo el día:
Jesús no está, está en la tumba; Jesús está muerto: estamos solos. Y
este es el pensamiento-madre de la aridez. A menudo no sabemos cuáles
son las razones de la aridez: puede depender de nosotros mismos, pero
también de Dios, que permite ciertas situaciones de la vida exterior o
interior. O, a veces, puede ser un dolor de cabeza o un dolor de hígado
que te impide entrar en la oración. A menudo no sabemos bien la razón.
Los maestros espirituales describen la experiencia de la fe como un
continuo alternarse de tiempos de consolación y de desolación; momentos
en los que todo es fácil, mientras que otros están marcados por una gran
pesadez. Muchas veces, cuando encontramos un amigo, decimos. “¿Cómo
estás?” – “Hoy estoy decaído”. Muchas veces estamos “decaídos”, es decir
no tenemos sentimientos, no tenemos consolaciones, no podemos más. Son
esos días grises... ¡y los hay, muchos, en la vida! Pero el peligro está
en tener el corazón gris: cuando este “estar decaído” llega al corazón y
lo enferma… y hay gente que vive con el corazón gris. Esto es terrible:
¡no se puede rezar, no se puede sentir la consolación con el corazón
gris! O no se puede llevar adelante una aridez espiritual con el corazón
gris. El corazón debe estar abierto y luminoso, para que entre la luz
del Señor. Y si no entra, es necesario esperarla con esperanza. Pero no
cerrarla en el gris.
Después, algo diferente es la acedia, otro defecto, otro
vicio, que es una auténtica tentación contra la oración y, más en
general, contra la vida cristiana. La acedia es «una forma de aspereza o
de desabrimiento debidos a la pereza, al relajamiento de la ascesis, al
descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón» (CIC, 2733). Es uno de los siete “pecados capitales” porque, alimentado por la presunción, puede conducir a la muerte del alma.
¿Qué hacer entonces en esta sucesión de entusiasmos y abatimientos?
Se debe aprender a caminar siempre. El verdadero progreso de la vida
espiritual no consiste en multiplicar los éxtasis, sino en el ser
capaces de perseverar en tiempos difíciles: camina, camina, camina… Y si
estás cansado, detente un poco y vuelve a caminar. Pero con
perseverancia. Recordemos la parábola de san Francisco sobre la perfecta
leticia: no es en las infinitas fortunas llovidas del Cielo donde se
mide la habilidad de un fraile, sino en caminar con constancia, incluso
cuando no se es reconocido, incluso cuando se es maltratado, incluso
cuando todo ha perdido el sabor de los comienzos. Todos los santos han
pasado por este “valle oscuro” y no nos escandalicemos si, leyendo sus
diarios, escuchamos el relato de noches de oración apática, vivida sin
gusto. Es necesario aprender a decir: “También si Tú, Dios mío, parece
que haces de todo para que yo deje de creer en Ti, yo sin embargo sigo
rezándote”. ¡Los creyentes no apagan nunca la oración! Esta a veces
puede parecerse a la de Job, el cual no acepta que Dios lo trate
injustamente, protesta y lo llama a juicio. Pero, muchas veces, también
protestar delante de Dios es una forma de rezar o, como decía esa
viejecita, “enfadarse con Dios es una forma de rezar, también”, porque
muchas veces el hijo se enfada con el padre: es una forma de relación
con el padre; porque lo reconoce “padre”, se enfada…
Y también nosotros, que somos mucho menos santos y pacientes que Job,
sabemos que finalmente, al concluir este tiempo de desolación, en el
que hemos elevado al Cielo gritos mudos y muchos “¿por qué?”, Dios nos
responderá. No olvidar la oración del “¿por qué?”: es la oración que
hacen los niños cuando empiezan a no entender las cosas y los psicólogos
la llaman “la edad del por qué”, porque el niño pregunta al padre:
“Papá, ¿por qué…? Papá, ¿por qué…? Papá, ¿por qué…?” Pero estemos
atentos: el niño no escucha la respuesta del padre. El padre empieza a
responder y el niño llega con otro por qué. Solamente quiere atraer
sobre sí la mirada del padre; y cuando nosotros nos enfadamos un poco
con Dios y empezamos a decir por qué, estamos atrayendo el corazón de
nuestro Padre hacia nuestra miseria, hacia nuestra dificultad, hacia
nuestra vida. Pero sí, tened la valentía de decir a Dios: “Pero ¿por
qué…?” Porque a veces, enfadarse un poco hace bien, porque nos hace
despertar esta relación de hijo a Padre, de hija a Padre, que nosotros
debemos tener con Dios. Y también nuestras expresiones más duras y más
amargas, Él las recogerá con el amor de un padre, y las considerará como
un acto de fe, como una oración.
Saludos en español
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En estos días de
preparación a la Solemnidad de Pentecostés, pidamos al Señor que nos
envíe los dones del Espíritu Santo para poder perseverar en nuestra vida
de oración con humildad y alegría, superando las dificultades con
sabiduría y constancia. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.