Esta mañana, a las 11,30, en directo streaming, desde la sala "Juan Pablo II" de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, ha tenido lugar la presentación del documento de la Pontificia Academia para la Vida: "La vejez: nuestro futuro. El estado de las personas mayores después de la pandemia".
Han intervenido: S.E. Mons. Vincenzo Paglia, Presidente de la Pontificia Academia para la Vida; Mons. Bruno-Marie Duffè, Secretario del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, y la profesora Etsuo Akiba, docente de la Universidad de Toyama (Japón), académica de Número de la Pontificia Academia para la Vida, conectada desde la ciudad japonesa.
Siguen las intervenciones:
Intervención de S.E. Mons. Vincenzo Paglia
Permitidme, en primer lugar, agradecer al Papa Francisco la institución del "Día mundial de los abuelos y los mayores", que se celebrará cada año el 25 de julio en la fiesta de los santos Joaquín y Ana. Es una invitación a los creyentes para que crezca en ellos y a su alrededor una nueva sensibilidad hacia los abuelos y las personas mayores. Varias veces los últimos pontífices han intervenido para llamar a todos a una nueva atención hacia los ancianos. Basta recordar la Carta a los ancianos de San Juan Pablo II, algunas preciosas intervenciones de Benedicto XVI y el intenso magisterio del Papa Francisco con la inolvidable fiesta de los ancianos en Roma en 2017. El Papa, que no deja de oponerse a esa "cultura del descarte" que lleva al abandono, nos exhorta por todos los medios a cuidar la red de afectos y lazos que unen a las generaciones, para que la familia y la comunidad cristiana sean una casa acogedora para todos, desde los más pequeños hasta los abuelos, y la transmisión de la cultura y la fe entre las generaciones sea fluida y viva.
Con esta nota, la Academia para la Vida pretende subrayar la urgencia de una nueva atención a las personas mayores, que en las últimas décadas han aumentado en número en todas partes. Sin que aumentase, sin embargo, la cercanía a ellos y menos aún la comprensión adecuada de la gran revolución demográfica de estas últimas décadas. La pandemia de COVID-19 -que ha encontrado en los mayores las víctimas más numerosas- ha puesto de manifiesto esta incapacidad de la sociedad contemporánea para atender adecuadamente a sus mayores. Con la pandemia, esa cultura del "descarte" que el Papa Francisco ha recordado repetidamente ha provocado innumerables tragedias que se han abatido sobre los mayores. En todos los continentes, la pandemia ha atacado en primer lugar a los ancianos. El número de muertos es brutal en su crueldad. A día de hoy se habla de más de 2,3 millones de personas mayores fallecidas a causa de Covid-19, la mayoría de ellas mayores de 75 años. Una verdadera "masacre de mayores". Y la mayoría de ellos murió en instituciones para mayores. Los datos de algunos países -Italia, por ejemplo- muestran que la mitad de los mayores víctimas de Covid-19 proceden de institutos y RSA, mientras que sólo el 24% del total de muertes corresponde a mayores y personas de las tercera edad que vivían en casa. En resumen, el 50% de las muertes se produjeron entre los aproximadamente 300.000 huéspedes de residencias de mayores y RSA, mientras que sólo el 24% afectó a los 7 millones de mayores de 75 años que viven en casa. La propia casa, incluso durante la pandemia, con las mismas condiciones, protegía mucho más. Y esto se ha repetido en Europa y en muchas otras partes del mundo. Una investigación de la Universidad de Tel Aviv sobre los países europeos ha puesto de manifiesto la relación directamente proporcional entre el número de camas en las RSA y el número de muertes de mayores. En todos los países la proporción es siempre la misma: a medida que aumenta el número de camas, también aumenta el número de muertes entre la población de edad avanzada. No creo que sea una casualidad. Lo que ha sucedido hace, sin embargo, que no se pueda liquidar la cuestión de la atención a los mayores con una búsqueda inmediata de chivos expiatorios, de culpables individuales. Por otro lado, sería incomprensible un silencio culpable y sospechoso .
Es urgente repensar globalmente la cercanía de la sociedad hacia las personas mayores. Hay mucho que revisar en el sistema de atención y asistencia a las personas mayores. La institucionalización de los ancianos en residencias, en todos los países, no ha garantizado necesariamente mejores condiciones de atención, especialmente para los más débiles. Es necesario un serio replanteamiento no sólo de las residencias para mayores, sino de todo el sistema de atención a la inmensa población de personas mayores que caracteriza a todas las sociedades actuales. El Papa Francisco ha recordado que, de la pandemia, no salimos igual: o somos mejores o peores. Depende de nosotros y de cómo empecemos ya desde ahora a construir el futuro. Esta nota -la tercera que la Academia publica en relación con la pandemia- se propone ayudar a construir un nuevo futuro para las personas mayores en la sociedad.
Es responsabilidad de la Iglesia asumir una vocación profética que señale el amanecer de un tiempo nuevo. No podemos dejar de comprometernos con una visión profunda que guíe el cuidado de la tercera y cuarta edad. Se lo debemos a nuestros mayores, a todos los que lo serán en los próximos años. La civilización de una época se mide por cómo tratamos a los más débiles y frágiles. La muerte y el sufrimiento de los mayores no pueden dejar de representar una llamada a mejorar, a ser diferentes, a hacer más. Se lo debemos a nuestros jóvenes, a los que están empezando su vida: educar a la vida del Evangelio significa también enseñar que la debilidad -incluso la de los mayores- no es una maldición, sino un camino para encontrar a Dios en el rostro de Jesucristo. La fragilidad, con los ojos del Evangelio, puede convertirse en una fuerza y en un instrumento de evangelización.
La Iglesia, maestra de vida, tendrá que reinterpretar cada vez más -en un mundo nuevo y en evolución- su propia vocación de ser modelo y faro para muchas familias y para toda la sociedad, para que los que envejecen sean apoyados y ayudados a permanecer en casa y, de todas formas, a no ser nunca abandonados.
Intervención de Mons. Bruno-Marie Duffè
En su exhortación apostólica "Christus vivit", que siguió al Sínodo sobre los jóvenes, la vocación y el discernimiento, el Santo Padre recordó el testimonio de un joven oyente del Sínodo de Samoa.
Este joven, dice el Santo Padre, habla de la Iglesia como de una " una canoa, en la cual los viejos ayudan a mantener la dirección interpretando la posición de las estrellas, y los jóvenes reman con fuerza imaginando lo que les espera más allá " (Christus vivit n.201).
Esta hermosa comparación de la Iglesia como una canoa puede aplicarse también a la sociedad. Porque si perdemos el consejo de los mayores, para avanzar en el « río », a menudo tumultuoso, de nuestra historia, corremos el riesgo de perder la memoria. Y al perder la memoria, perdemos también la esperanza.[1]
Los ancianos son nuestra memoria y, en esto, paradójicamente, son nuestra esperanza. Si nos basamos en su experiencia y sus descubrimientos, podremos continuar la aventura de la historia de la humanidad. Porque con la memoria, la esperanza es posible. La paradoja es que los antiguos siempre van un paso por delante. Ellos ya han pasado por lo que nosotros estamos pasando. Y pueden decirnos lo que pueden producir algunas de las experiencias que estamos viviendo por primera vez.
Por supuesto, está claro que cada persona viva tiene que seguir su propio camino. Porque, como dice San Agustín, "el camino sólo existe porque lo recorres". El camino es, pues, la parábola de la existencia humana. Pero nunca estamos solos en este camino: los mayores nos pueden aconsejar y los más jóvenes nos pueden animar.
La cultura técnica, que sitúa la eficacia inmediata en el centro del pensamiento y de la vida, nos lleva, a menudo, a abandonar a los mayores, considerados menos "productivos". Hay empresas industriales en las que se considera viejo a alguien con cincuenta años y, a veces, incluso se le despide en favor de una persona más joven y "agresiva"... El individualismo, analizado por el Papa Francisco en su última encíclica "Fratelli tutti", como el pensamiento de un mundo cerrado y egocéntrico, participa de esta cultura en la que no necesitamos a los demás: no necesitamos a los viejos, no necesitamos a los que van más despacio. Los ancianos son, por definición, en esta cultura, "viejos".
Esto tiene una doble consecuencia: las personas mayores, que ya no participan directamente en los procesos de producción económica, dejan de ser una prioridad en nuestra sociedad. Y, en el contexto de una epidemia, se les atiende después de los otros, los "productivos", aunque sean más frágiles. El orden de acceso a la atención sanitaria de emergencia ha demostrado, en más de una ocasión, que no han podido beneficiarse de las terapias de asistencia respiratoria.
La otra cara de esta misma consecuencia es la ruptura del vínculo entre generaciones: los niños y los jóvenes ya no pueden reunirse con los mayores, que son mantenidos en estricto confinamiento. Esto ha provocado a veces trastornos psicológicos en algunos niños o jóvenes que necesitaban ver a sus abuelos. Al igual que los abuelos necesitaban ver a sus nietos, de lo contrario morirían de otro virus, quizá aún más grave: la pena.
Así que podemos decir que la crisis sanitaria generada por la Covid-19 ha sacado a la luz un importante componente de las relaciones sociales. La capacidad de afrontar el reto de la vida -sus incógnitas y alegrías- se basa, en parte, en la inspiración del diálogo entre generaciones. Un diálogo que puede ofrecerse a través de la palabra o del silencio, a través del dibujo que ofrece el niño y que todavía hace soñar al viejo. Por último, por la ternura de sus miradas que se cruzan y se animan.
Sueños y ternura. De eso se trata. Si los ancianos siguen soñando, los jóvenes pueden seguir inventando. Si la mirada del mayor alienta suavemente los proyectos del menor, ambos viven en una esperanza que atraviesa los miedos. Entonces podrán cumplirse las palabras del profeta Joel: "vuestros hijos profetizarán y vuestros ancianos tendrán sueños". Todos los pedagogos y pastores que han llevado a los niños a los mayores saben que los niños nunca han olvidado este encuentro... de un campesino, un pescador, un artista, un inventor, un mendigo de la calle o un religioso en su monasterio. Porque el mayor sólo tiene una cosa que vivir: ofrecer lo que ha descubierto de la vida, para que el niño siga -y siempre- teniendo el gusto de descubrir e inventar la vida.
¿Con qué nos quedaremos de esta terrible experiencia de una enfermedad que ha afectado a todas las edades y a todos los pueblos? Algunos, tras haber vivido el sufrimiento de la separación, vuelven a aprender, en el seno de sus familias, el vínculo de la escucha y el cuidado entre generaciones. Otros guardan en su interior, en íntimo silencio y tristeza, la mirada de no haber hablado más con los que se han ido. Todos entendemos que esta memoria que llevan los ancianos, nos la hacen llegar en la "fragilidad de vasos de barro" -como sugiere el Apóstol San Pablo-.
En el tesoro de la memoria está, en efecto, la fe recibida y ofrecida: ese sabor de la vida eterna que ya ha comenzado. Por eso, las generaciones, al tomarse de la mano, en el gesto del afecto compartido, se ofrecen mutuamente conocimiento y sueños: una esperanza que no puede morir porque es el mismo don de Dios.
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[1] Cf. La sabiduría del tiempo - un diálogo con el Papa Francisco sobre las grandes cuestiones de la vida - editado por Antonio Spadaro, Venecia, 2018) (Christus vivit n.196).
Intervención de la prof. Etsuo Akiba
Una reflexión personal desde Japón: el país más envejecido y con menor natalidad del mundo
Debido a la rápida escalada de la infección desde el pasado mes de diciembre, el número de muertes por Covid-19 ha llegado en Japón a más de 6.000 . Las personas mayores de 60 años representan el 98% de todos los fallecimientos. Ahora, en Tokio, el número de muertes fuera de los hospitales está aumentando drásticamente. Pero los medios de comunicación japoneses no informan de la situación real de la muerte de los ancianos, sus historias particulares, dónde y cómo murieron. El dolor de los nietos y familiares que han perdido a un ser querido no es compartido por el gran público En el trasfondo de la indiferencia de la opinión pública ante la muerte de los ancianos, se encuentra la grave discriminación de quienes padecen enfermedades infecciosas y también la brecha entre generaciones, causada por la aparición de la visión mononuclear de la familia después de la Segunda Guerra Mundial. En la base hay una idea de autodeterminación que surge de una fuerte visión individualista.
En cuanto a las generaciones más jóvenes, la tendencia es aglomerarse en una estrecha área metropolitana central, para vivir y trabajar en un rascacielos. La vida escolar está dominada por una perspectiva educativa no orientada a los valores. Los estudiantes deben esforzarse en una competencia feroz dentro de un círculo cerrado. El acoso en las aulas está muy extendido. Los que no pueden hacer frente a la situación suelen aislarse, a veces durante largos años y, en los peores casos, se suicidan. Hoy, en tiempo de pandemia, el número de suicidios de chicas estudiantes va en aumento. En cuanto a la generación de más edad, la tendencia es trasladarse a los suburbios, para vivir en un apartamento pensado para ellos e independiente de sus hijos. El mayor temor de los ancianos es la agnosia, la incapacidad de reconocer objetos y rostros familiares. La tendencia es redactar una "Nota de Fin", rechazando los cuidados terminales antes de perder la capacidad de autodeterminación. Ambas generaciones no dialogan entre sí. La autodeterminación de cada generación y los esfuerzos de autoayuda son cruciales.
Por otro lado, algunas ciudades de provincia poco pobladas y con habitantes envejecidas, pero afortunadas por la presencia de abundantes recursos naturales, y que mantienen la cultura religiosa tradicional japonesa, han intentado seriamente crear una comunidad regional de ayuda mutua, rechazando la separación entre generaciones. Por ejemplo, la prefectura de Toyama, a lo largo del Mar de Japón, discriminatoriamente llamada "la parte trasera de Japón", donde la nieve es abundante, está promoviendo el "Proyecto de Ciudad Compacta", un proyecto de vinculación intergeneracional en colaboración con nuestra universidad y la industria de la jardinería del paisaje. El "Sistema de asistencia diurna de Toyama", creado por una enfermera jubilada hace 30 años, también se ha convertido en un proyecto nacional. Personas mayores y niños discapacitados conviven en la gran casa tradicional japonesa diseñada para acoger a tres generaciones, con el sostén de los propios miembros de la familia y ayudados por personal de apoyo. Se ha constatado el caso extraordinario de la mejora del estado de los niños con TDAH (trastorno por déficit de atención) en ese tipo de casa.
No sólo a nivel de comunidades regionales, sino a nivel general los japoneses deben creer en la importancia de una visión comunitaria basada en la ética. Para ello debemos superar nuestro trauma, la pérdida de la ética comunitaria japonesa arraigada en el "sintoísmo de Estado", (el uso de las tradiciones populares), antes de la Segunda Guerra Mundial. No para volver a un nacionalismo obtuso, sino para profundizar en nuestras raíces, para reconducir nuestra ética nacional a su origen último, el bien común supremo compartido por todos los seres humanos. La actual guerra mundial contra la Covid-19 es para nosotros una rara oportunidad de salir de la mentalidad solitaria de un país insular y alcanzar una perspectiva cosmopolita. Ahora, el desarrollo de la bioética global, promovida por la Pontificia Academia para la Vida, nos abre a nuestro origen común, al Creador del Universo, y podría ser una poderosa herramienta. Podría ser, incluso, una herramienta para el trabajo misionero. En efecto, es un hecho que no pocos intelectuales se hayan bautizado siendo adultos o ancianos en Japón.
9 de febrero de 2021