La
audiencia general de esta mañana ha tenido lugar, a las 9,15, en la
Biblioteca del Palacio Apostólico Vaticano. El Papa,
continuando el ciclo de catequesis sobre la oración
se ha centrado en el argumento “La
Virgen María mujer orante” (Lectura: Lc
2,39, 40.51). Después de
resumir su catequesis en diversas lenguas, el Santo Padre ha saludado
a los fieles en diversos idiomas. La audiencia general ha terminado
con el rezo del Pater Noster y la bendición apostólica.
Catequesis
del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro camino de catequesis sobre la oración, hoy encontramos
a la Virgen María, como mujer orante. La Virgen rezaba. Cuando el
mundo todavía la ignora, cuando es una sencilla joven prometida con
un hombre de la casa de David, María reza. Podemos imaginar a la
joven de Nazaret recogida en silencio, en continuo diálogo con Dios,
que pronto le encomendaría su misión. Ella está ya llena de gracia
e inmaculada desde la concepción, pero todavía no sabe nada de su
sorprendente y extraordinaria vocación y del mar tempestuoso que
tendrá que navegar. Algo es seguro: María pertenece al gran grupo
de los humildes de corazón a quienes los historiadores oficiales no
incluyen en sus libros, pero con quienes Dios ha preparado la venida
de su Hijo.
María no dirige autónomamente su vida: espera que Dios tome las
riendas de su camino y la guíe donde Él quiere. Es dócil, y con su
disponibilidad predispone los grandes eventos que involucran a Dios
en el mundo. El Catecismo
nos recuerda su presencia constante y atenta en el designio amoroso
del Padre y a lo largo de la vida de Jesús (cfr. CCE,
2617-2618).
María está en oración, cuando el arcángel Gabriel viene a
traerle el anuncio a Nazaret. Su “he aquí”, pequeño e inmenso,
que en ese momento hace saltar de alegría a toda la creación, ha
estado precedido en la historia de la salvación de muchos otros “he
aquí”, de muchas obediencias confiadas, de muchas disponibilidades
a la voluntad de Dios. No hay mejor forma de rezar que ponerse como
María en una actitud de apertura, de corazón abierto a Dios:
“Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú
quieras”. Es decir, el corazón abierto a la voluntad de Dios. Y
Dios siempre responde. ¡Cuántos creyentes viven así su oración!
Los que son más humildes de corazón, rezan así: con la humildad
esencial, digamos así; con humildad sencilla: “Señor, lo que Tú
quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras”. Y estos rezan así,
no enfadándose porque los días están llenos de problemas, sino
yendo al encuentro de la realidad y sabiendo que en el amor humilde,
en el amor ofrecido en cada situación, nos convertimos en
instrumentos de la gracia de Dios. Señor, lo que Tú quieras, cuando
Tú quieras y como Tú quieras. Una oración sencilla, pero es poner
nuestra vida en manos del Señor: que sea Él quien nos guíe. Todos
podemos rezar así, casi sin palabras.
La oración sabe calmar la inquietud: pero, nosotros somos
inquietos, siempre queremos las cosas antes de pedirlas y las
queremos en seguida. Esta inquietud nos hace daño, y la oración
sabe calmar la inquietud, sabe transformarla en disponibilidad.
Cuando estoy inquieto, rezo y la oración me abre el corazón y me
vuelve disponible a la voluntad de Dios. La Virgen María, en esos
pocos instantes de la Anunciación, ha sabido rechazar el miedo, aun
presagiando que su “sí” le daría pruebas muy duras. Si en la
oración comprendemos que cada día donado por Dios es una llamada,
entonces agrandamos el corazón y acogemos todo. Se aprende a decir:
“Lo que Tú quieras, Señor. Prométeme solo que estarás presente
en cada paso de mi camino”. Esto es lo importante: pedir al Señor
su presencia en cada paso de nuestro camino: que no nos deje solos,
que no nos abandone en la tentación, que no nos abandone en los
momentos difíciles. Ese final del Padre Nuestro es así: la gracia
que Jesús mismo nos ha enseñado a pedir al Señor.
María acompaña en oración toda la vida de Jesús, hasta la
muerte y la resurrección; y al final continúa, y acompaña los
primeros pasos de la Iglesia naciente (cfr. Hch 1,14). María
reza con los discípulos que han atravesado el escándalo de la cruz.
Reza con Pedro, que ha cedido al miedo y ha llorado por el
arrepentimiento. María está ahí, con los discípulos, en medio de
los hombres y las mujeres que su Hijo ha llamado a formar su
Comunidad. ¡María no hace el sacerdote entre ellos, no! Es la Madre
de Jesús que reza con ellos, en comunidad, como una de la comunidad.
Reza con ellos y reza por ellos. Y, nuevamente, su oración precede
el futuro que está por cumplirse: por obra del Espíritu Santo se ha
convertido en Madre de Dios, y por obra del Espíritu Santo, se
convierte en Madre de la Iglesia. Rezando con la Iglesia naciente se
convierte en Madre de la Iglesia, acompaña a los discípulos en los
primeros pasos de la Iglesia en la oración, esperando al Espíritu
Santo. En silencio, siempre en silencio. La oración de María es
silenciosa. El Evangelio nos cuenta solamente una oración de María:
en Caná, cuando pide a su Hijo, para esa pobre gente, que va a
quedar mal en la fiesta. Pero, imaginemos: ¡hacer una fiesta de boda
y terminarla con leche porque no había vino! ¡Eso es quedar mal! Y
Ella, reza y pide al Hijo que resuelva ese problema. La presencia de
María es por sí misma oración, y su presencia entre los discípulos
en el Cenáculo, esperando el Espíritu Santo, está en oración. Así
María da a luz a la Iglesia, es Madre de la Iglesia. El Catecismo
explica: «En la fe de su humilde esclava, el don de Dios encuentra
la acogida que esperaba desde el comienzo de los tiempos» (CCE,
2617).
En la Virgen María, la natural intuición femenina es exaltada
por su singular unión con Dios en la oración. Por esto, leyendo el
Evangelio, notamos que algunas veces parece que ella desaparece, para
después volver a aflorar en los momentos cruciales: María está
abierta a la voz de Dios que guía su corazón, que guía sus pasos
allí donde hay necesidad de su presencia. Presencia silenciosa de
madre y de discípula. María está presente porque es Madre, pero
también está presente porque es la primera discípula, la que ha
aprendido mejor las cosas de Jesús. María nunca dice: “Venid, yo
resolveré las cosas”. Sino que dice: “Haced lo que Él os diga”,
siempre señalando con el dedo a Jesús. Esta actitud es típica del
discípulo, y ella es la primera discípula: reza como Madre y reza
como discípula.
«María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba
en su corazón» (Lc 2,19). Así el evangelista Lucas retrata
a la Madre del Señor en el Evangelio de la infancia. Todo lo
que pasa a su alrededor termina teniendo un reflejo en lo más
profundo de su corazón: los días llenos de alegría, como los
momentos más oscuros, cuando también a ella le cuesta comprender
por qué camino debe pasar la Redención. Todo termina en su corazón,
para que pase la criba de la oración y sea transfigurado por ella.
Ya sean los regalos de los Magos, o la huida en Egipto, hasta ese
tremendo viernes de pasión: la Madre guarda todo y lo lleva a su
diálogo con Dios. Algunos han comparado el corazón de María con
una perla de esplendor incomparable, formada y suavizada por la
paciente acogida de la voluntad de Dios a través de los misterios de
Jesús meditados en la oración. ¡Qué bonito si nosotros también
podemos parecernos un poco a nuestra Madre! Con el corazón abierto a
la Palabra de Dios, con el corazón silencioso, con el corazón
obediente, con el corazón que sabe recibir la Palabra de Dios y la
deja crecer con una semilla del bien de la Iglesia.
Saludos en español
Saludo
cordialmente a los fieles de lengua española. Que a imitación de la
Virgen María y por su intercesión, el Señor nos dé la gracia de
comprender en la oración que cada día que Él nos concede es una
ocasión para acoger la voluntad del Padre,para
cumplirla
con un corazón lleno del amor de Dios y bien dispuesto al servicio
de los hermanos. Que el Señor los bendiga a todos.