El Santo Padre Francisco se ha asomado a mediodía a la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico para rezar el ángelus con los fieles y peregrinos presentes en la Plaza de San Pedro.
Estas han sido sus palabras antes de la oración mariana:
Antes del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con el relato de la parábola del banquete nupcial, del pasaje evangélico de hoy (cf. Mt 22, 1-14), Jesús perfila el proyecto que Dios ha pensado para la humanidad. El rey que «celebró el banquete de bodas de su hijo» (v.2) es la imagen del Padre que ha preparado para toda la familia humana una maravillosa fiesta de amor y comunión en torno a su Hijo unigénito. Hasta dos veces el rey envía a sus siervos a llamar a los invitados, pero estos rechazan la invitación, no quieren ir a la fiesta porque tienen otras cosas que hacer: el campo, los negocios. Muchas veces también nosotros anteponemos nuestros intereses y las cosas materiales al Señor que nos llama —y nos llama para una fiesta. Pero el rey de la parábola no quiere que la sala esté vacía, porque desea regalar los tesoros de su reino. Dice, pues, a los siervos: «Id a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda» (v.9). Así se comporta Dios: cuando es rechazado, en lugar de rendirse, relanza y manda llamar a todos los que están en los cruces de los caminos, sin excluir a nadie. Nadie está excluido de la casa de Dios.
El término original que utiliza el evangelista Mateo se refiere a los límites de los caminos, es decir, esos puntos donde terminan las calles de la ciudad y comienzan los senderos que conducen al campo, lejos de las zonas habitadas, donde la vida es precaria. A esta humanidad de las encrucijadas es a la que el rey de la parábola envía a sus siervos, con la certeza de encontrar personas dispuestas a sentarse a la mesa. Así, la sala del banquete se llena de “excluidos”, los que están “fuera”, de aquellos que nunca habían parecido dignos de asistir a una fiesta, a un banquete de bodas. Al contrario: el amo, el rey, dice a los mensajeros: “Llamad a todos, buenos y malos. ¡A Todos!”. Dios también llama a los malos. “No, soy malo, he hecho tantas...”.Te llama: “¡Ven, ven, ven!”. Y Jesús iba a almorzar con los publicanos, que eran los pecadores públicos, eran los malos. Dios no tiene miedo de nuestra alma herida por tantas maldades, porque nos ama, nos invita. Y la Iglesia está llamada a ir a las encrucijadas de hoy, es decir, a las periferias geográficas y existenciales de la humanidad, esos lugares marginales, esas situaciones en las que se encuentran acampados y viven fragmentos de humanidad sin esperanza. Se trata de no apoltronarse en las formas cómodas y habituales de evangelización y testimonio de la caridad, y de abrir las puertas de nuestro corazón y de nuestras comunidades a todos, porque el Evangelio no está reservado a unos pocos elegidos. También los que viven al margen, incluso los rechazados y despreciados por la sociedad, son considerados por Dios dignos de su amor. Él prepara su banquete para todos: justos y pecadores, buenos y malos, inteligentes e incultos. Ayer por la tarde logré llamar por teléfono a un anciano sacerdote italiano, misionero de la juventud en Brasil, pero siempre trabajando con los excluidos, con los pobres. Y vive su vejez en paz: quemó su vida con los pobres. Esta es nuestra Madre Iglesia, este es el mensajero de Dios que va a las encrucijadas.
Sin embargo, el Señor pone una condición: llevar el traje de boda. Y volvemos a la parábola. Cuando la sala está llena, llega el rey y saluda a los invitados de última hora, pero ve a uno de ellos sin el traje de boda, esa especie de chal que cada comensal recibía como regalo en la entrada. La gente iba como estaba vestida, como podía estar vestida, no iba con vestidos de gala. Pero a la entrada recibían una especie de chal, un regalo. Ese hombre, al rechazar el regalo, se ha excluido a sí mismo: por lo que el rey no tiene otra opción que echarlo. Este hombre había aceptado la invitación, pero luego decidió que no significaba nada para él: era una persona autosuficiente, no tenía deseos de cambiar o de dejar que el Señor lo cambiase. El traje de boda —ese chal— simboliza la misericordia que Dios nos da gratuitamente, es decir, la gracia. Sin la gracia no se puede dar un paso adelante en la vida cristiana. Todo es gracia. No basta con aceptar la invitación a seguir al Señor, hay que estar dispuestos a un camino de conversión que cambia el corazón. El hábito de la misericordia, que Dios nos ofrece sin cesar, es un don gratuito de su amor, es precisamente la gracia. Y requiere ser acogido con asombro y alegría: “Gracias, Señor, por haberme dado este don”.
Que María Santísima nos ayude a imitar a los siervos de la parábola evangélica y salir de nuestros esquemas y estrechez de miras, anunciando a todos que el Señor nos invita a su banquete, para ofrecernos la gracia que salva, para darnos su don.
Después del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas!
Deseo expresar mi cercanía a las poblaciones afectadas por los incendios que asolan tantas regiones del planeta, así como a los voluntarios y bomberos que arriesgan sus vidas para extinguir los incendios. Pienso en la costa oeste de Estados Unidos, particularmente en California, y también pienso en las regiones centrales de Sudamérica, la zona del Pantanal, Paraguay, las riberas del río Paraná, Argentina. Muchos incendios son provocados por sequías persistentes, pero también existen los provocados por el hombre. Que el Señor sostenga a quienes están sufriendo las consecuencias de estas catástrofes y haga que pongamos atención en preservar la creación.
He apreciado que Armenia y Azerbaiyán acordaran un alto el fuego por razones humanitarias, con miras a alcanzar un acuerdo de paz sustancial. Aunque la tregua resulta demasiado frágil, animo a que se reanude y expreso mi participación en el dolor por la pérdida de vidas humanas, el sufrimiento sufrido, así como la destrucción de hogares y lugares de culto. Rezo e invito a rezar por las víctimas y por todos aquellos cuya vida está en peligro.
Ayer, en Asís, fue beatificado Carlo Acutis, un muchacho de quince años, enamorado de la Eucaristía. No se instaló en una cómoda inmovilidad, sino que comprendió las necesidades de su tiempo, porque en los más débiles veía el rostro de Cristo. Su testimonio indica a los jóvenes de hoy que la verdadera felicidad se encuentra poniendo a Dios primero y sirviéndole en los hermanos, especialmente en los últimos. ¡Un aplauso para el nuevo joven Beato!
Deseo recordar la intención de oración que propuse para este mes de octubre, que dice: “Recemos para que los fieles laicos, especialmente las mujeres, participen más en las instituciones de responsabilidad de la Iglesia”. Porque ninguno de nosotros ha sido bautizado sacerdote ni obispo: todos hemos sido bautizados como laicos y laicas. Los laicos son protagonistas de la Iglesia. Hoy es necesario ampliar los espacios de una presencia femenina más incisiva en la Iglesia, y de una presencia laical, por supuesto, pero enfatizando el aspecto femenino, porque en general las mujeres son apartadas. Debemos promover la integración de las mujeres en los lugares donde se toman las decisiones importantes. Recemos para que, en virtud del bautismo, los fieles laicos, especialmente las mujeres, participen más en las instituciones de responsabilidad en la Iglesia, sin caer en clericalismos que anulan el carisma laical y arruinan también el rostro de la Santa Madre Iglesia.
El próximo domingo 18 de octubre, la Fundación Ayuda a la Iglesia Necesitada promueve la iniciativa "Por la unidad y la paz, un millón de niños rezan el Rosario". Animo esta hermosa manifestación en la que participan niños de todo el mundo, que rezarán especialmente por las situaciones críticas provocadas por la pandemia.
Saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos de varios países: familias, grupos parroquiales, asociaciones y fieles. Os deseo a todos un feliz domingo. Por favor, no olvides de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!