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El Papa Francisco en la presentación de los Escritos del Padre Miguel Ángel Fiorito en la Casa Generalicia de la Compañía de Jesús, 13.12.2019

El Santo Padre Francisco ha acudido esta tarde a la Casa Generalicia de la Compañía de Jesús para la presentación de la obra en cinco volúmenes de los Escritos del Padre Miguel Ángel Fiorito (1916-2005), jesuita y padre espiritual del Papa Francisco, editada por el Padre José Luis Narvaja, S.I., y publicada por La Civiltà Cattolica.

Publicamos a continuación el discurso, con intervenciones añadidas espontáneamente, que el Papa pronunció en el curso de la presentación.

Discurso del Santo Padre

Cuando el padre Spadaro me dio los cinco volúmenes con los Escritos del Maestro Fiorito —como familiarmente lo llamábamos los jesuitas de Argentina y Uruguay—, y habló de una posible presentación de esta edición de La Civiltà Cattolica, preparada por el padre José Luis Narvaja, me nació el deseo de hacerlo en persona. Así se lo expresé espontáneamente: “¿Y por qué no pensar en que la presentación la haga uno de sus discípulos?” “Quién puede ser”, me preguntó. “Yo”, le dije. ¡Y acá estamos!

En su introducción, José Luis profundiza en la figura del padre Fiorito como «Maestro del diálogo». Me gustó ese título porque describe bien al Maestro con una paradoja, porque Fiorito hablaba poco, poniendo de relieve su gran capacidad de escucha —una escucha discernidora—, que es una de las columnas del diálogo.

Me remito, pues, a este estudio preliminar que trata todos los aspectos del diálogo tal como lo practicaba y enseñaba el padre Fiorito: el diálogo entre maestro y discípulos en el espíritu común de la Escuela, el diálogo con los autores y los textos, el diálogo con la historia y con Dios. Le tomo dos puntos que son los que me ayudaron a estructurar esta presentación, extendiendo algunas de las reflexiones que hago en el Prólogo, en el primer volumen.

Un punto es la expresión que usa Fiorito en su artículo sobre «La academia de Platón como Escuela ideal»: «Magister dixerit» («el Maestro diría…»[1]). Ante una nueva dificultad, no prevista como tal en lo que «el Maestro dijo», el buen discípulo, que se siente responsable del valor de la doctrina recibida, sabe ingeniárselas para defenderla y afirma: «el Maestro diría…»[2]

Al releer artículos pensaba qué diría el Maestro en una ocasión como esta. No tanto «qué diría» sino «cómo» lo diría. Aquí me inspiró otra cosa que destaca Narvaja y es que a Fiorito le gustaba considerarse un comentarista, en el sentido preciso de la palabra: uno que «comenta co-pensando (com-mentum); es decir, pensando junto con el (otro) autor[3]».

Lo mío quiere ser hoy, por tanto, un comentario: un pensar con Fiorito, con Narvaja, algunas cosas que me hicieron mucho bien y pueden ayudar a otro. Me muevo con libertad por los textos, ya que esa es la gracia que nos regala el trabajo realizado de editarlos todos juntos y con el aparato crítico adecuado.

¿Qué se preguntaría Fiorito acerca de una edición como esta de sus Escritos? Quizás en primer lugar, si valdría la pena ya que él no es un autor conocido, salvo quizás en un ámbito restringido de estudiosos de San Ignacio. Pero sí creo que estaría de acuerdo en que sus Escritos pueden interesar a los que acompañan espiritualmente y dan los Ejercicios, ya que se trata de gente siempre deseosa de encontrar quién los pueda ayudar de manera práctica a guiar a otros y dar los Ejercicios con más fruto.

Fiorito no hizo mucho por darse a conocer a sí mismo, pero como buen maestro, hizo conocer muchos buenos autores a sus discípulos. Más aún: nos hacía gustar lo mejor de los mejores, eligiendo textos selectos y comentándolos en el Boletín de Espiritualidad de la provincia jesuítica en Argentina que publicaba mensualmente. Era un hombre siempre a la pesca de los signos de los tiempos, atento a lo que el Espíritu dice a la Iglesia para bien de los hombres, en la voz de una gran variedad de autores, actuales y clásicos, y los textos que comentaba respondían a las inquietudes —no solo las del momento, sino también las más hondas— y despertaban propuestas nuevas, creativas. En este sentido, seguir dando a conocer a los que él daba a conocer, le parecería valioso.

Fue en un encuentro con los jesuitas de Myanmar y de Bangladesh que mencioné su nombre, creo que por primera vez. Uno de los jesuitas, un formador, me había preguntado qué modelo proponía para un jesuita joven y me vinieron dos imágenes, una de uno, no muy positiva, la otra en cambio sí y era de Fiorito. “Era un professore di filosofia, preside della Facoltà, ma amava la spiritualità. E insegnava a noi studenti la spiritualità di sant’Ignazio. È stato lui a insegnarci la via del discernimento[4]”. Recuerdo que dije que deseaba mencionarlo allí en Myanmar, porque creía que nunca se hubiera imaginado que su nombre pudiera ser citado en aquellas partes tan lejanas. Menos que menos —imagínense— en un acontecimiento como el de hoy!

Sin embargo, sí estará contento, estoy seguro, de que sus Escritos hayan sido editados por uno de sus discípulos. Y de que sean presentados hoy por otro. El verdadero maestro en sentido evangélico se alegra de que sus discípulos lleguen a ser también ellos maestros y él mismo conserva siempre su condición de discípulo.

Como hace ver Narvaja, fue Fiorito quien nos transmitió ese «espíritu de escuela» en el que «‹la propiedad intelectual tiene sentido comunitario›, pues ‹ningún discípulo se siente tan dueño de la herencia de su maestro, que quiera excluir de ella a los demás. Al contrario, la quiere comunicar, multiplicando los poseedores felices del mismo tesoro espiritual. Más aún, quiere comunicar la misma comunicabilidad». Citaba aquí Fiorito la luminosa expresión de Agustín al respecto, en su «De doctrina Christiana (I 1): ‹Todo objeto que no disminuye cuando se da, mientras se tiene y no se da, no se tiene como debe ser tenido[5]›».

Presentar los Escritos en este recinto de la Curia General es para mí una manera de expresar el agradecimiento que tengo por todo lo que la Compañía de Jesús me ha dado y ha hecho por mí. En la persona del Maestro Fiorito están incluidos tantos jesuitas que fueron mis formadores, y aquí quiero hacer una mención especial a tantos hermanos coadjutores, Maestros con el ejemplo alegre de permanecer siendo simples servidores toda la vida.

Al mismo tiempo es un modo también de agradecer y de animar a tantos hombres y mujeres que, fieles al carisma del acompañamiento espiritual, guían, sostienen y alientan a sus hermanos en esta tarea que en la reciente Carta a los sacerdotes describí como el camino que conlleva “hacer la experiencia de saberse discípulos[6]”. No solo serlo —que ya es tanto— sino también saberlo (reflexionando a menudo sobre esta gracia para sacar provecho, como dice Ignacio en los Ejercicios), porque esta conciencia de que el Señor no enseña ni solo ni desde una cátedra lejana, sino que hace “Escuela” y enseña rodeado de discípulos que a su vez son maestros de otros, vuelve fecunda su Palabra y la multiplica.

Como digo en el Prólogo: “La edición de los Escritos del padre Miguel Ángel Fiorito es motivo de consolación para los que fuimos y somos sus discípulos y nos nutrimos de sus enseñanzas. Son escritos que harán un gran bien a toda la Iglesia”. Así lo creo.

Un poco de historia

Para los jesuitas argentinos, releer los textos de estos volúmenes es releer nuestra historia: incluyen setenta años de nuestra vida de familia y el orden cronológico en el que aparecen nos permite evocar su contexto. No solo el inmediato y particular, sino también el más amplio, el de la Iglesia universal, que Fiorito, siguiendo a Hugo Rahner llama “la metahistoria de una espiritualidad[7]”.

“Existe una metahistoria, que no se descubre a veces directamente en documentos, pero que se basa en la identidad de una inteligencia mística, y se debe a la acción continua de un mismo Espíritu Santo, invisiblemente presente en su Iglesia visible, y que es la razón última, pero trascendente, de esa homogeneidad espiritual” que se da entre cristianos diversos de distintas épocas. Fiorito hace suya la perspectiva desde la cual un santo, a quien canonicé recientemente, como John Henry Newman, contemplaba a la Iglesia: “Jamás pierde la Iglesia católica lo que una vez poseyó (...) En lugar de pasar de una fase de la vida a la otra, Ella lleva consigo su juventud y su madurez en su misma vejez. No ha cambiado la Iglesia sus posesiones, sino que las ha acumulado y, según la ocasión, extrae de su tesoro cosas nuevas o cosas viejas[8]”.

En esta dinámica extraigo aquí algunas fechas y publicaciones significativas a manera de ejemplo.

Conocí a Fiorito en el año 1961, al regreso de mi juniorado en Chile. Era profesor de Metafísica en el Colegio Máximo de San José, nuestra casa de formación en San Miguel, en la provincia de Buenos Aires. Desde entonces comencé a confiarle mis cosas, a dirigirme con él. Se encontraba en un proceso profundo que lo habría llevado a dejar de enseñar filosofía para dedicarse totalmente a escribir de espiritualidad y a dar Ejercicios. El volumen II, en el año 1961-62, incluye un sólo artículo: «El Cristocentrismo del Principio y Fundamento de San Ignacio[9]. Uno solo, pero que para mí fue inspirador. Allí comencé a familiarizarme con algunos autores que me acompañan desde entonces: Guardini, Hugo Rahner, con su libro sobre la génesis histórica de la espiritualidad de san Ignacio[10], Fessard y su «Dialéctica de los Ejercicios».

Fiorito hacía notar, en aquel entonces, «la coincidencia de la imagen del Señor, sobre todo en San Pablo, tal cual la explica Guardini y la imagen del Señor, tal cual creemos nosotros encontrarla en los Ejercicios de san Ignacio[11]». Sostenía Fiorito que en el Principio y fundamento no se trataba solo de Cristocentrismo sino de una verdadera «Cristología en germen». Y mostraba cómo cuando Ignacio usa la expresión «Dios nuestro Señor», está hablando concretamente de Cristo, del Verbo hecho carne, Señor no solo de la historia, sino también de nuestra vida práctica.

Destaco también la figura de Hugo Rahner. No me resisto a transcribir algunos párrafos en que el Maestro, que era parco para hablar y doblemente parco para hablar de sí, cuenta su conversión a la espiritualidad. Lo cuento porque marcó toda una etapa de la vida de nuestra Provincia y marca lo que en mi pontificado tiene que ver con el discernimiento y el acompañamiento espiritual.

«Yo por mi parte —escribía Fiorito en 1956— confieso que hace tiempo vengo pensando en la espiritualidad ignaciana. Por lo menos desde que hice mis primeros Ejercicios Espirituales en serio sintiendo en mí un vaivén de espíritus contrarios, que poco a poco se iban personalizando en dos términos de una opción personal. (…) (Venía pensando, dice…) «Hasta que la lectura de un libro, venido a mis manos de la manera más vulgar y prosaica —como libro de lectura para aprender alemán— fue para mí, no digamos la revelación luminosa de una posibilidad de expresión, sino la expresión acabada de aquel ideal hacía tiempo intuido». Fiorito agrega que: «Lo que hubiera debido ser mi trabajo de muchos años, era la instantánea aceptación de los resultados de un trabajo ajeno».

Hugo Rahner hizo cuajar en el alma del maestro —y él luego en la de muchos otros— tres gracias: la del «magis ignaciano, que era la marca de la capacidad anímica de Ignacio y el margen sin límites de sus aspiraciones; la del discernimiento de espíritus, que le permitía al santo encauzar esa potencia, sin tanteos inútiles ni tropiezos. Y la de la charitas discreta, que así afloraba en el alma de Ignacio como contribución personal en la lucha que se venía trabando entre Cristo y Satanás; y cuya línea de combate no estaba fuera del santo, sino que pasaba por el medio de su misma alma, divida así en dos yo, que eran las dos únicas alternativas posibles para su opción fundamental[12]». De aquí sacará Fiorito no solo el contenido sino el estilo de sus «comentarios», como decíamos al comienzo.

Otra fecha: 1983. Fue el año de la Congregación General XXXIII en la que escuchamos las últimas homilías del Padre Arrupe. Fiorito escribió sobre la «Paternidad y discreción espiritual[13]». Tomo este artículo porque allí da una definición de lo que quiere significar cuando utiliza el término «espiritual». He usado el término al hablar de su conversión a «la espiritualidad» y me parece que retomar aquella definición ayuda puesto que al sentir esta palabra muchas veces en la actualidad se la interpreta de manera reductiva. Fiorito la tomaba de Orígenes para quien: «Hombre espiritual es aquel en que se juntan ‘teoría’ y ‘práctica’; cuidado del prójimo y carisma espiritual en bien del prójimo. Y entre estos carismas —hacía ver Fiorito— Orígenes recalca sobre todo el carisma que llama diakrisis, o sea, el don de discernir la variedad de espíritu(s)[14] …». Fiorito desarrolla en el artículo lo que es y lo que requiere la paternidad y la maternidad espiritual. Qué se necesita para serlo? se pregunta: «Tener dos carismas: el discernimiento de espíritus o discreción y el poder comunicarlo de palabra en la conversación espiritual[15]». No basta el discernimiento, las ideas justas y discretas hay que saberlas expresar; si no, no están al servicio de los demás[16]». Este es el carisma de la «profecía», entendida no como el conocimiento del futuro sino como la comunicación de una experiencia espiritual personal.

La última vez que lo vi fue poco antes de su muerte, que ocurrió el 9 de agosto del 2005. Recuerdo que era un domingo temprano y hacía poco que había sido su cumpleaños. Estaba internado en el Hospital Alemán.

Desde hacía varios años que ya no hablaba. Solo miraba. Intensamente. Y lloraba. Con lágrimas mansas que comunicaban la intensidad con que vivía los encuentros con cada uno. Fiorito tenía el don de lágrimas, que es expresión de consolación espiritual[17].

Hablando de la mirada del Señor en la primera semana de Ejercicios Fiorito comentaba la importancia que les daba San Benito a las lágrimas y decía que: «Las lágrimas son un signo apenas perceptible de la dulzura de Dios que casi no se manifiesta en lo exterior, pero que no cesa de impregnar el corazón en el recogimiento[18]».

Me viene al corazón algo que puse en Gaudete et exsultate: «La persona que ve las cosas como son realmente, se deja traspasar por el dolor y llora en su corazón, es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser auténticamente feliz. Esa persona es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no con el del mundo» (GE 76)

Tenía, además, (esto como anécdota simpática) el don del bostezo. Cuando le estabas dando cuenta de conciencia a veces el Maestro comenzaba a bostezar. Lo hacía ostensiblemente, sin ocultarlo. Y no era que se aburriera, sino que le venía y él decía que a veces «te sacaba el mal espíritu». Expandiendo el alma contagiosamente, como hace el bostezo a nivel físico, tenía ese efecto a nivel espiritual.

Maestro del diálogo

Comento libremente algunas cosas que me sugiere el título de Maestro del diálogo. En la Compañía, el nombre de Maestro es un nombre especial, lo reservamos al Maestro de Novicios y al Instructor de Tercera Probación. El padre General lo había nombrado instructor de Tercera probación, y lo fue por muchos años. Nunca fue maestro de novicios pero como Provincial lo destiné a vivir en el noviciado; era hombre de consejo para el maestro y un referente para los novicios. Ser maestro, ejercer el “munus docendi”, no consiste solo en transmitir el contenido de las enseñanzas del Señor, en su pureza e integridad, sino en que estas enseñanzas, inculcadas con el mismo Espíritu con que se reciben, “hagan discípulos”, transformen a los que las escuchan en seguidores de Jesús, en discípulos misioneros, libres, no prosélitos, apasionados por recibir, practicar y salir a anunciar las enseñanzas del único Maestro como él nos mandó: a los hombres y mujeres de todos los pueblos.

El verdadero maestro, en sentido evangélico, siempre es discípulo. El Señor en Lucas, hablando de los ciegos que quieren guiar a otros ciegos, como imagen de lo que sería un “anti-maestro”, dice: “El discípulo no está por encima de su maestro, sino que bien ejercitado, llegará a ser cómo su maestro” (Lc 6, 40).

Me gusta entender así este pasaje: no ponerse por encima del maestro no es solo no ponerse por encima de Jesús —nuestro único Maestro—, sino tampoco ponermos por encima de nuestros maestros humanos. Es de buen discípulo honrar a su maestro, incluso cuando como discípulos nos toca llevar más adelante alguna enseñanza, o más bien, precisamente allí, ya que el progreso en el conocimiento es posible porque el buen maestro sembró la semilla haciendo hincapié, con su estilo propio, en que es semilla viva, que crece y se supera. Y cuando discernimos bien lo que el Espíritu dice aplicando el evangelio en el momento y de la manera oportuna para salvación de alguien, somos “como el maestro”. El Señor aplica esta afirmación a ese tipo de enseñanza que no consiste solo en palabras sino en obras de misericordia. Fue en su lavatorio de los pies que el Maestro dijo que si, sabiendo estas cosas, obramos como Él, seremos como Él (cf. Jn 13, 14-15).

A propósito de la misericordia: Los escritos de Fiorito destilan misericordia espiritual —enseñanzas para el que no sabe, buenos consejos para el que los ha menester, corrección para el que yerra, consolación para el triste y ayudas para estar en paciencia en la desolación «sin hacer mudanza», como dice San Ignacio—, gracias todas que conforman y se sintetizan en esa gran obra de misericordia espiritual que es el discernimiento. El discernimiento nos sana de la enfermedad más triste y digna de compasión: la ceguera espiritual, que nos impide reconocer el tiempo de Dios, el tiempo de su visita.

Algunas características particulares del Maestro Fiorito

Una característica que sobresale en Fiorito la describiría con esta expresión: en el acompañamiento espiritual, cuando le contabas tus cosas, él «se tenía fuera». Te reflejaba lo que te pasaba y luego te daba libertad, no exhortaba ni hacía juicios. Te respetaba. Creía en la libertad.

Al decir que «se tenía fuera» no me refiero a que no se interesara o no se conmoviera con tus cosas, sino que se mantenía fuera, en primer lugar, para poder escuchar bien. Fiorito era maestro del diálogo antes que nada escuchando. El tenerse fuera del problema era su modo de dar espacio a la escucha, para que uno pudiera decir todo lo que tenía adentro, sin interrupciones, sin preguntas… Te dejaba hablar.

Escuchaba poniendo el corazón a disposición, para que el otro pudiera sentir, en la paz que el Maestro tenía, lo que inquietaba al suyo. De manera tal que a uno le daban ganas de “ir a conferir con Fiorito”, como decíamos, de “ir a contarle”, cada vez que uno sentía lucha espiritual en su interior, movimientos encontrados de espíritus con respecto a alguna decisión que debía afrontar. Sabíamos que le apasionaba escuchar de estas cosas, tanto o más de lo que al común de la gente le apasiona escuchar las últimas noticias. Ir a conferir con Fiorito era una frase habitual en el Máximo. La decíamos los superiores, nos la decíamos a nosotros mismos y se lo recomendábamos a los que estaban en formación.

El “tenerse fuera”, además de cuestión de escucha, era una actitud de señorío ante los conflictos, un modo de poner distancia para no quedar envuelto en ellos, cosa que sucede a menudo y hace que el que tendría que escuchar y ayudar, entre en cambio a formar parte del problema, tomando posición o mezclando sus sentimientos y perdiendo objetividad.

En este sentido, sin pretensiones teóricas, sino de manera práctica, Fiorito fue el gran «desideologizador» de la Provincia en una época muy ideologizada.

Desideologizó despertando la pasión por dialogar bien, con un mismo, con los otros y con el Señor. Y a “no dialogar” con la tentación, a no dialogar con el mal espíritu, con el Maligno.

La ideología siempre es un monólogo con una sola idea y Fiorito ayudaba a distinguir las voces del bien y del mal; de la propia voz y eso abría la mente porque abría el corazón a Dios y a los demás.

En el diálogo con los demás, una habilidad que tenía era la de "pescar" y hacer ver al otro la tentación del mal espíritu en una palabra o en un gesto, de esos que se cruzan en medio de un discurso muy razonable o aparentemente bien intencionado. Fiorito te preguntaba por «esa expresión que habías usado» (que generalmente denotaba desprecio por el otro…) y te decía: “¡Estás tentado!” y mostrando la evidencia, se reía con franqueza y sin escandalizarse. Encarecía la objetividad de la expresión que uno mismo había usado, sin juzgarte.

Se puede decir que el maestro cuidaba el diálogo comunitario cuidándolo en su conversación personal con cada uno. No era de intervenir mucho en público. En las reuniones comunitarias en que participaba se dedicaba a tomar notas, escuchando en silencio. Y luego “respondía” —todos lo esperábamos— con el tema del siguiente “Boletín de Espiritualidad” o con alguna hojita de “Estudio, oración y acción”. De alguna manera esto se sabía y se transmitía y uno iba a leer en el Boletín “lo que opinaba el Maestro” de los temas que nos preocupaban o que estaban en boga, leyendo “entre líneas”.

Eso sí, no siempre el Boletín estaba necesariamente ligado a la coyuntura. Hay escritos, como el que analiza Narvaja a raíz del artículo de Fiorito sobe la Academia de Platón, que tienen actualidad hoy y permiten “leer” toda una época nuestra en esta clave de la relación entre maestro y discípulos en el espíritu de la misma Escuela.

Fiorito cuidaba que hubiera buen espíritu en la Provincia y en la comunidad. Si había buen espíritu, entonces no solo “dejaba andar”, sino que escribía sobre algo que “invitaba a más”. Abría horizontes.

En tercer lugar, este «tenerse fuera» se puede describir también mostrando cómo se logra: «manteniéndose uno mismo en paz», para que sea el Señor mismo el que «mueva» al otro, lo inquiete en el buen sentido, y también lo pacifique en el bien obrar.

Se trata de un mantenerse en paz activo, rechazando las propias tentaciones contra la paz para ayudar al otro a pacificar las suyas: las de la culpa y el reproche por el pasado, la de la ansiedad por el futuro (los futuribles) y la de la inquietud y distracción en el presente. Fiorito te pacificaba con su no apuro por lo coyuntural. Primero te pacificaba con su silencio, con su no asustarse por nada, con su escucha de largo aliento, hasta que uno decía lo que tenía en el fondo del alma y decidía lo que el buen espíritu le inspiraba. Entonces el Maestro te confirmaba, a veces con un simple «Está bien».

Ignacio aconseja al que da a otro los Ejercicios que «no se decante ni se incline a una parte ni a otra; mas estando en medio, como un peso, deje inmediate obrar al Criador con la criatura, y a la criatura con su Criador y Señor» (EE 15). Aunque fuera de los Ejercicios es lícito «mover al otro» Fiorito privilegiaba la actitud de no inclinarse hacia una parte o a otra, para que «el mismo Criador y Señor se comunique a la persona, abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante». Gracias a este "mantenerse fuera" era referente para todos sin sombra de parcialidad. Eso sí, en el momento oportuno, cuando el que estaba haciendo ejercicios con él lo necesitaba —ya fuera porque estaba bloqueado por alguna tentación o, por el contrario, porque estaba en buena disposición para hacer su elección, el Maestro intervenía con fuerza y decisión para decir lo suyo y luego, de nuevo «se tenía fuera», dejando que Dios obrara con el ejercitante.

En este sentido puedo decir que sabía poner los acentos. Algunos los grabó a fuego y los imprimió como un sello en la Provincia. Por ejemplo: que la lucha espiritual, el movimiento de espíritus, es buena señal; que proponer “algo más” mueve los espíritus, cuando la cosa está sospechosamente calma; que hay que buscar siempre la paz en el fondo del alma para poder discernir estos movimientos de espíritus sin que “el agua está revuelta”…. El “No dejarse achicar por las cosas grandes y sin embargo dejarse contener en lo pequeño, eso es de Dios”[19], con que se caracteriza a Ignacio, siempre estaba presente en sus reflexiones.

Una segunda característica: no exhortaba. Te escuchaba en silencio y luego, en vez de hablar, te daba una «hojita» que sacaba de su biblioteca. La biblioteca de Fiorito tenía esta peculiaridad: además de la parte común —digamos—, con estantes y libros, tenía otra parte que ocupaba toda una pared de casi seis metros por cuatro de alto, formada por pequeños cajones, en cada uno de los cuales ponía —clasificadas— sus «hojitas", fichas de estudio, oración y acción, cada una con un solo tema de los Ejercicios o de las Constituciones de la Compañía, por ejemplo, que él se levantaba a buscar, subiendo a veces peligrosamente una escalera, para entregar sin muchas palabras al ejercitante en respuesta a alguna inquietud que este le había planteado o que él mismo había discernido al escucharlo hablar de sus cosas.

Había algo allí en esos cajones, cada uno con su papelito… Era como si el consejo que uno necesitaba o el remedio para algún mal del alma, ya estuviera previsto desde siempre... Tenía algo de farmacia esa biblioteca. Y Fiorito algo de sabio farmacéutico del alma. Pero era más que eso, porque Fiorito no era un confesor. Confesaba, ciertamente, pero tenía otro carisma además de este común a todo sacerdote que es ser ministro de la misericordia del Señor. Es ese carisma del hombre espiritual del que hablaba al comienzo, citando a Orígenes: el carisma del discernimiento y de la profecía, en el sentido de comunicar bien las gracias del Señor que uno experimenta en su propia vida. Porque de esos cajoncitos no solo salían remedios sino sobre todo cosas nuevas, cosas del Espíritu que estaban a la espera de la pregunta justa, del deseo fervoroso de alguno, que allí encontraba el tesoro de una formulación discreta para encauzarlo y ponerlo en práctica con fruto en el futuro.

Una tercera característica que recuerdo es que el Maestro Fiorito no era celoso. No era un hombre celoso: escribía y firmaba con otros, publicaba y destacaba el pensamiento de otros, limitando el suyo muchas veces a simples notas, que en realidad, como se puede ver mejor ahora, gracias a esta edición de sus Escritos, eran de suma importancia, ya que hacían ver lo esencial y lo actual de otro pensamiento.

El ejemplo más acabado de la fecundidad de este modo de trabajar intelectualmente en Escuela, es, a mi juicio, la edición con notas y comentarios del «Memorial» de Fabro que Fiorito hizo junto con Jaime Amadeo. Un verdadero clásico. Sin rasgos de ideología ni de esa erudición que es solo para eruditos, sino una obra que nos pone en contacto con el alma de Fabro, con su limpidez y dulzura, con su capacidad de diálogo con todos, fruto de su discreción espiritual, y su maestría en dar los Ejercicios. El Maestro tenía mucho de la sensibilidad de Fabro, en tensión polar con una mente más bien fría y objetiva, como ingeniero que era.

La cuarta característica que me parece necesario comentar, en este intento de hacer presentar su figura, es que no hacía juicios. Solo a veces. Conmigo, dos veces, que yo recuerde. Y me quedó grabado el modo. El juicio él lo hacía de esta manera: “Fíjese — te decía— que esto que usted dice es igual a esto que dice la Biblia, a esta tentación que está en la Biblia. Y después dejaba que uno lo rezara y sacara sus conclusiones.

Destaco aquí que Fiorito tenía un olfato especial para «oler» el mal espíritu; sabía detectar su acción, reconocer sus tics, desenmascararlo por sus malos frutos, por el regusto de mal sabor y el rastro de desolación que deja a su paso. En este sentido, se puede decir que fue hombre de combate contra un solo enemigo: el mal espíritu, Satanás, el demonio, el tentador, el acusador, el enemigo de nuestra naturaleza humana. Entre la bandera de Cristo y la de Satanás, hizo su opción personal por nuestro Señor. En todo lo demás buscó discernir «el tanto… cuanto» y con cada persona fue padre amable, maestro paciente y adversario firme —cuando se dio el caso—, pero siempre respetuoso y leal. Nunca enemigo.

Por último, algo muy notable en él. Con los "cabeza dura", tenía mucha paciencia. Ante estos casos, que impacientaban a otros, solía recordar que Ignacio había sido muy paciente con Simón Rodríguez. Si uno era testarudo e insistía con lo propio te dejaba hacer tu proceso, te daba tiempo. Era un Maestro en esto de no apurar los tiempos, de esperar a que el otro se diera cuenta solo de las cosas. Respetaba los procesos.

Y ya que mencioné a Simón Rodríguez, puede venir bien recordar el caso. Simón Rodríguez siempre fue «desasosegado». No hizo el mes entero en soledad como los otros, tardó en hacer la profesión. Estaba destinado a ir a la India pero al final se quedó en Portugal, donde hizo todo lo posible por quedarse para siempre a pesar de que Ignacio, para bien suyo y de los jesuitas de allá, lo quería trasladar. Fiorito cuenta que Ribadeneyra, en un manuscrito inédito titulado Tratado de las persecuciones que ha sufrido la Compañía de Jesús, considera que «una de las más terribles y más peligrosas tormentas que ha padecido la Compañía, después que se fundó, viviendo aún nuestro Bienaventurado Padre Ignacio, fue una movida, no de los enemigos, sino de los propios hijos de ella, no de los vientos de fuera, sino de la turbación intrínseca del mismo mar, que fue de esta manera (...) Navegando, pues, la Compañía con tan prósperos vientos, el enemigo de todo bien la desasosegó, tentando al mismo P. Simón y desvaneciéndole con aquel fruto que Dios había obrado por él, y haciendo que quisiese para sí lo que era de su bienaventurado Padre Ignacio y de toda la Compañía, comenzó a mirar las cosas de Portugal, no como una obra de este cuerpo, sino hechura y obra suya y quererla él gobernar sin la obediencia y dependencia de su cabeza, pareciéndole que él (tenía) en los Reyes de Portugal tanto favor que él podría fácilmente hacerlo sin otros recursos a Roma; y como casi todos los religiosos de tal Compañía que vivían en aquel Reino eran hijos y súbditos suyos y él los había recibido y criado, no conocían otro Padre ni Superior, sino al Mtro. Simón, y le amaban y respetaban como si él fuera el principal fundador de la Compañía; para lo cual ayudaba también el ser él de su condición blando y amoroso y enemigo de apretar mucho a los otros: que son cosas eficaces para ganar los ánimos y voluntades de los súbditos, que conforme a la flaqueza humana, comúnmente desean que se condescienda con lo que ellos quieren, y ser llevados por amor[20]».

Ignacio tenía mucha paciencia. Y Fiorito lo imitaba. Hasta en estos relatos era capaz de ver lo bueno en Simón Rodríguez. Destacaba su franqueza para con Ignacio, cómo le decía las cosas de frente. Lo cierto es que a la larga, esta paciencia dio sus frutos, porque de hecho las «rebeldías» de Simón Rodríguez quedaron como anécdotas, no se consolidaron ni tomaron cuerpo más allá de él, y nos valieron cartas como la de San Ignacio a los de Coimbra. Esta gran paciencia es la virtud fundamental del verdadero Maestro, que apuesta a la acción del Espíritu Santo en el tiempo y no a la propia.

Conclusión

Como jesuita, al Maestro Miguel Ángel Fiorito le cabe la imagen del Salmo 1, la del árbol plantado al borde de la acequia, que da fruto en su sazón. Como este árbol de la Escritura, Fiorito supo dejarse contener en el mínimo espacio de su pieza del el Colegio Máximo de San José, en San Miguel, Argentina, y allí echó raíces y dio frutos, como bien lo expresa su nombre, en los corazones de los que somos discípulos de la Escuela de los Ejercicios. Espero que ahora, gracias a esta bella edición de sus Escritos, que tienen la altura de un sueño grande, echará raíces y dará flores y frutos en la vida de tantas personas que se nutren de la misma gracia que él recibió y supo comunicar discretamente dando y comentando los Ejercicios Espirituales.


 

[1] M. A. Fiorito, Escritos I (1952-1959), Roma, La Civiltà Cattolica, 2019, 188. (Citaré Escritos, nº de Volumen y nº de página).

[2] Cf. J. L. Narvaja, Introducción, Escritos I, 16.

[3] Ibíd., 20-22.

[4] Cf. Francesco, «Esser nei crocevia della storia», Conversazioni con i gesuiti del Myanmar e del Bangladesh, La Civiltà Cattolica, 2017 IV, 525.

[5] Escritos I, 18.

[6] Francisco, Carta a los sacerdotes en el 160 aniversario de la muerte del cura de Ars, 4 de agosto de 2019.

[7] Escritos I, cit., 165-170.

[8] San J. H. Newman, La mission de saint Benoit, Paris, 1909, 10.

[9] Escritos II, 27-51.

[10] Escritos I, 164.

[11] Escritos I, 51 nota 88.

[12] Escritos I, 163-164

[13] Escritos V,176-189.

[14] Escritos V, 177

[15] Escritos V, 179.

[16] Escritos V, 181.

[17] "Llamo consolación cuando viene a inflamarse en amor de su Creador y Señor. Asimismo cuando lanza lágrimas que la mueven a amor de su Señor» (EE 316).

[18] M. A. Fiorito, Buscar y hallar la voluntad de Dios, Bs. As., Paulinas, 2000, 209.

[19] «Non coerceri a maximo, contineri tamen a minimum, divinum est».

[20] Escritos V, 157 nota 85.