A las 17.40 (16.40 hora de Roma), el Santo Padre Francisco llegó al campo diocesano de Soamandrakizay para la vigilia de oración con los jóvenes.
Después de dar algunas vueltas en papamóvil entre los fieles, a las 18.00 (17.00, hora de Roma), el Papa presidió la vigilia que se abrió con el discurso bienvenida de S.E. Mons. Fulgence Razakarivony, M.S., obispo de Ihosy y presidente de la Comisión Episcopal para la Juventud.
Tras una serie de danzas y los testimonios de dos jóvenes intercalados con la interpretación de cantos el Santo Padre se dirigió a los presentes.
Al final de la vigilia, después de una última danza y del rezo del Padre Nuestro, de la oración de encomienda a la Virgen y la bendición final, el Papa Francisco regresó en automóvil a la nunciatura apostólica de Antananarivo.
Publicamos a continuación el discurso del Papa durante la vigilia con los jóvenes:
Discurso del Santo Padre
Agradezco a Monseñor por sus palabras de bienvenida. Gracias a vosotros, queridos jóvenes que habéis venido de todos los rincones de esta hermosa isla, a pesar de los esfuerzos y dificultades que esto representa para un gran número de vosotros. Sin embargo ¡estáis aquí! Me da mucha alegría poder vivir con vosotros esta vigilia a la que el Señor Jesús nos invita. Gracias por las canciones y por los bailes tradicionales que habéis realizado con tanto entusiasmo - no se equivocaron quienes me dijeron que vosotros tenéis una alegría y entusiasmo extraordinario-.
Gracias, Rova Sitraka y Vavy Elyssa, por compartir con cada uno de nosotros vuestro camino de búsqueda entre aspiraciones y desafíos. ¡Qué bueno encontrar dos jóvenes con fe viva, en movimiento! Jesús nos deja el corazón siempre inquieto, nos pone en camino y en movimiento. El discípulo de Jesús, si quiere crecer en su amistad, no puede quedar quieto, quejándose o mirándose a sí mismo. Debe moverse, debe actuar, comprometerse, seguro de que el Señor lo apoya y lo acompaña.
Por eso, me gusta ver a cada joven como uno que busca. ¿Os acordáis de la primera pregunta que Jesús le hace a los discípulos a la orilla del Jordán? La primera pregunta era: «¿Qué buscáis?» (Jn 1,38). El Señor sabe que somos buscadores de esa «felicidad para la cual fuimos creados» y que «el mundo no nos podrá quitar» (Exhort. ap. Gaudete et exultate, 1; 177). Cada uno lo manifiesta de diversas maneras pero, en el fondo vosotros siempre estáis buscando esa felicidad que nadie nos podrá quitar.
Como nos lo compartiste tú, Rova. En tu corazón tenías una vieja inquietud de visitar a las personas encarceladas. Comenzaste a ayudar a un sacerdote en su misión y, poco a poco, te fuiste comprometiendo cada vez más hasta que se convirtió en tu misión personal. Descubriste que tu vida era una misión. Esta búsqueda de fe ayuda a hacer que el mundo en el que vivimos sea mejor, más evangélico. Y lo que hiciste por los demás, te transformó, cambió tu forma de ver y de juzgar a las personas. Te hizo más justo y más humano. Te comprometiste y descubriste cómo el Señor se comprometió contigo dándote una felicidad que el mundo no te podrá quitar (cf. ibíd., 177).
Rova, en tu misión aprendiste a dejar los adjetivos y a llamar a las personas por su nombre, como el Señor lo hace con nosotros. No nos llama por nuestro pecado, por nuestros errores, equivocaciones, limitaciones, sino que lo hace por nuestro nombre; cada uno es precioso a sus ojos. El demonio, sin embargo, sabiendo también nuestros nombres prefiere llamarnos y recordarnos continuamente nuestros pecados y errores; y de esta forma nos hace sentir que hagamos lo que hagamos nada puede cambiar, que todo seguirá igual. El Señor no actúa así. El Señor siempre nos recuerda lo valiosos que somos ante sus ojos y nos confía una misión.
Rova, tú aprendiste a conocer no sólo las cualidades, sino las historias que se esconden detrás de cada rostro. Dejaste de lado la crítica fácil y rápida, que siempre paraliza, para aprender algo que a muchas personas nos puede llevar años descubrir. Te diste cuenta que, en muchas de las personas que estaban en prisión, no había maldad sino malas elecciones. Erraron el camino y lo sabían, pero ahora tenían ganas de recomenzar.
Esto nos recuerda uno de los regalos más hermosos que la amistad con Jesús nos puede ofrecer. «Él está en ti, Él está contigo y nunca se va. Por más que te alejes, allí está el Resucitado, llamándote y esperándote para volver a empezar» (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 2) y confiarte una misión. Este es el regalo que nos invita a descubrir y a celebrar hoy a todos nosotros.
Todos sabemos, incluso por experiencia personal, que se puede errar el camino y correr detrás de espejismos que nos prometen y encantan con una felicidad aparente, una felicidad rápida, fácil e inmediata, pero que al final dejan el corazón, la mirada y el alma a mitad de camino. Estad atentos a los que os prometen caminos fáciles y después os dejarán en mitad de la calle. Esas ilusiones que, cuando somos jóvenes, nos seducen con promesas que nos adormecen, nos quitan vitalidad, alegría, nos vuelven dependientes y encerrados en un aparente círculo sin salida y lleno de amargura.
Una amargura que, yo no sé si es verdad, pero os puede hacer caer en el peligro de pensar: “Es así ... nada puede cambiar y nadie puede cambiarlo”. Especialmente cuando no se cuenta con lo mínimo necesario para pelear el día a día; cuando las oportunidades efectivas para estudiar no son suficientes; o para aquellos que experimentan que su futuro está atascado debido a la falta de trabajo, la precariedad, las injusticias sociales, y entonces tienen la tentación de rendirse. Estad atentos ante esta amargura. Estad atentos.
El Señor es el primero en decir: no, este no es el camino. Él está vivo y te quiere vivo a ti también compartiendo todos tus dones y carismas, tus búsquedas y competencias (cf. ibíd., 1). El Señor nos llama por nuestros nombres y nos dice: ¡Sígueme! No para hacernos correr detrás de espejismos, sino para transformarnos a cada uno en discípulos-misioneros aquí y ahora. Él es el primero en desmentir todas las voces que buscan adormeceros, domesticaros, anestesiaros o silenciaros para que no busquéis nuevos horizontes. Con Jesús siempre hay nuevos horizontes. El nos quiere transformar a todos y hacer de nuestra vida una misión. Pero nos pide una cosa, nos pide que no tengamos miedo a ensuciarnos las manos, de no tener miedo de ensuciarnos las manos.
A través de vosotros entra el futuro en Madagascar y en la Iglesia. El Señor es el primero en confiar en vosotros y os invita a que también confiéis en vosotros mismos, a confiar en vuestras habilidades y capacidades, que son muchas. Os invita a animaros, unidos a Él para escribir la página más hermosa de vuestras vidas, a superar la apatía y a ofrecer, como Rova, una respuesta cristiana a los múltiples problemas que tenéis que enfrentar. Es el Señor quien nos invita a ser constructores del futuro (cf. ibíd., 174). Vosotros seréis los constructores del futuro. Os invita a contribuir a ello como sólo vosotros podéis hacerlo con la alegría y la frescura de vuestra fe. A cada uno de vosotros —a ti, a ti, a ti, a ti…— te pregunto y te pido que tú mismo te preguntes: ¿El Señor, puede contar contigo? ¿El pueblo malgache puede contar contigo? ¿Tu patria, Madagascar, puede contar contigo?
Pero el Señor no quiere aventureros solitarios. El nos regala una misión, sí, pero no nos manda solos al frente de batalla.
Como bien ha dicho Vavy Elyssa, es imposible ser discípulo misionero solos; necesitamos de los demás para poder vivir y compartir el amor y la confianza que el Señor nos tiene. El encuentro personal con Jesús es irremplazable, pero no en solitario sino en comunidad. Es cierto que solos podemos hacer cosas grandes, sí; pero juntos podemos soñar y comprometernos con cosas inimaginables. Vavy lo ha expresado con claridad. Estamos invitados a descubrir el rostro de Jesús en el rostro de los demás: celebrando la fe en familia, creando lazos de fraternidad, participando en la vida de un grupo o movimiento y animándonos a trazar un camino común vivido en solidaridad. Así podremos aprender a descubrir y discernir los caminos que el Señor nos invita a recorrer, los horizontes que tiene para vosotros: Pero ¡nunca aislarse o “querer estar solos”! Esa es una de las peores tentaciones que podemos tener.
En comunidad, es decir, juntos, podemos aprender a presenciar los pequeños milagros cotidianos, así como los testimonios de lo hermoso que es seguir y amar a Jesús. Y esto, muchas veces de forma indirecta, como en el caso de tus padres Vavy que, a pesar de pertenecer a dos tribus diversas, cada una con sus usos y costumbres, gracias al amor recíproco que se tienen, pudieron superar todas las pruebas y diferencias, y mostrarte un hermoso camino por el que transitar. Camino que se sella cada vez que os dan los frutos de la tierra para ofrecerlos en el altar. ¡Cuanta falta hacen estos testimonios! O como tu tía o las catequistas y los sacerdotes que las han acompañado y sostenido en el proceso de fe. Todo ayudó a engendrar y animar vuestro “sí”. Todos somos importantes, todos, todos somos necesarios y nadie puede decir: “no te necesito”. Ninguno puede decir: “Yo no te necesito”, o “no formas parte de este proyecto de amor que el Padre soñó al crearnos”.
Ahora os lanzo un desafío, querría que todos juntos dijéramos: «ninguno puede decir: “no te necesito”». Tres veces… [lo repiten tres veces] Lo habéis hecho muy bien.
Somos una gran familia —estoy terminando, tranquilos, porque hace frío… [ríen]—, y podemos descubrir, queridos jóvenes, que tenemos una Madre: la protectora de Madagascar, la Virgen María. Siempre me impactó la fuerza del “sí” de María joven —era joven como vosotros—. La fuerza de ese “hágase según tu palabra” que le dijo al ángel. Fue algo distinto a un “sí” como diciendo: “bueno, vamos a probar a ver qué pasa”. No. María no conocía la expresión: “Vamos a ver qué pasa”. Dijo “sí”, sin vueltas. Fue el “sí” de quien quiere comprometerse y arriesgar, de quien quiere apostarlo todo, sin más seguridad que la certeza de saberse portador de una promesa. Aquella muchacha de Nazaret hoy es la Madre que vela por sus hijos que caminamos por la vida muchas veces cansados, necesitados, pero queriendo que la luz de la esperanza no se apague. Eso es lo que queremos para Madagascar, para cada uno de vosotros y de vuestros amigos: que la luz de la esperanza no se apague. Nuestra Madre mira a este pueblo de jóvenes que ella ama, que también la busca haciendo silencio en el corazón, aunque en el camino haya mucho ruido, conversaciones y distracciones; y le implora para que no se apague la esperanza (cf. ibíd., 44-48).
A ella quiero confiar la vida de todos y cada uno de vosotros, de vuestras familias y amigos para que nunca os falte la luz de la esperanza y Madagascar pueda ser cada vez más la tierra que el Señor soñó. Que ella os acompañe y os proteja siempre.
Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí.