Publicamos a continuación el discurso que Mons. Fernando Chica Arellano, Observador Permanente de la Santa Sede ante las Organizaciones y Organismos de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, (FAO, FIDA, PAM) ha pronunciado esta mañana en el ámbiro del IV Foro Internacional de los Pueblos Indígenas en curso en el FIDA del 12 al 13 de febrero de 2019.
Discurso de Mons. Fernando Chica Arellano
Cuidar la vida, cuidar el medio ambiente. Un binomio inescindible a la luz del magisterio del Papa Francisco.
Agradezco vivamente la invitación para traer a colación algunas ideas del rico magisterio del Papa Francisco, en especial de su encíclica Laudato si’, en esta IV reunión mundial del Foro de los Pueblos Indígenas, convocada por el Fondo Internacional para el Desarrollo Agrícola (FIDA).
1. Los trabajos de estos días están poniendo en un primer plano la variedad de estos pueblos, su contribución al devenir de la humanidad, algunas de las problemáticas a las que se enfrentan y los retos a los que quieren responder. Dialogar con ellos es una circunstancia propicia para apreciar que nunca pueden ser considerados una minoría, sino auténticos interlocutores que con su estilo de vida nos instruyen atinadamente sobre una armónica y fecunda relación entre los seres humanos y la naturaleza, recordándonos, en particular, que el hombre no tiene un poder absoluto sobre la Creación. Es, por el contrario, parte de ella y ha de administrar, no devastar sus recursos, sino gestionarlos con rectitud y amplitud de miras. La cosmovisión de los pueblos indígenas es, por tanto, un libro abierto de donde podemos sacar luminosas lecciones quienes no pertenecemos a su cultura.
Todas estas claves están pidiendo una escucha recíproca, un diálogo cordial y sincero, pues los problemas que afectan a nuestro planeta tienen perspectivas globales e imbricadas. Nos afectan, pues, a todos y entre todos hemos de resolverlos, buscando caminos de concordia, cooperación y mutua edificación.
Estos pueblos y comunidades tienen una copiosa experiencia. Son depositarios de ricas tradiciones espirituales y culturales que han pasado de padres a hijos, de saberes ancestrales que conservan toda su vigencia y validez, ya que muestran la forma de tratar rectamente la tierra, de acercarse a ella con el esmero que la misma merece. Nos recuerdan así a todos el deber que tenemos de relacionarnos con el medio ambiente de una forma sensata, clarividente y sostenible, desterrando la avidez, la falta de escrúpulos y los planteamientos sesgados, que lo único que hacen es agotarlo o diezmarlo. Los pueblos originarios, a través de los siglos, han logrado, en cambio, conjugar verbos tan importantes como “cuidar”, “proteger” y “respetar”, y de esa manera se han situado en la vida y se han adentrado en los tesoros de la naturaleza sin destruirlos ni malograrlos. Se glorían también con justa razón cuando reconocen la sacralidad del mundo y del ser humano, cuando hacen gala del amor a la libertad, de un genuino sentido de la hospitalidad, del apego a la familia, la sencillez y la contemplación. Defender la vida, desde el inicio de su concepción hasta su ocaso natural, proteger a los niños en su tierna infancia, dar un puesto de honor a los ancianos, como brújulas y diestros pedagogos de las nuevas generaciones, son otros tantos valores que anidan en el alma de estas comunidades.
Estos pueblos nos recuerdan igualmente que salvaguardar el medio ambiente es un modo privilegiado de tutelar la vida y posibilitar que la misma se desarrolle armoniosamente. Es el camino para que niños y jóvenes no solamente tengan un presente que les permita desplegar todas sus capacidades, sino también un porvenir sin temores ni inquietudes.
2. La Santa Sede siempre ha levantado su voz solicitando proyectos, medidas y disposiciones eficaces para conservar nuestro planeta, para proteger la naturaleza creada por Dios. Al hacerlo, lo ha llevado a cabo desde una perspectiva integradora, pensando que los síntomas en el medio ambiente nos hablan de un problema espiritual y ético, puesto que “la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas” (LS, 56). En concreto, Francisco, desde los comienzos de su pontificado, ha pedido insistentemente una atención amorosa a los desfavorecidos de este mundo, que son las primeras víctimas cuando no se otorga el debido respeto a nuestro entorno. Ha subrayado que la tierra ha de ser salvaguardada, que los recursos naturales han de ser debidamente custodiados, por encima de intereses exclusivamente económicos.
Cuando es únicamente el insaciable afán de lucro el que mueve el mundo, todos somos testigos de la espiral de males e injusticias que ello engendra. Más bien es la persona la que ante todo debe preocuparnos: cada hombre y cada mujer, todo hombre y toda mujer, el ser humano en su integridad. Si esta prioridad no está clara, dejaremos como herencia a las generaciones venideras unas tierras marchitas, unos mares esquilmados, un aire viciado, eriales donde antes florecían hermosos vergeles. Se comprende así que, el mismo día del solemne inicio de su ministerio petrino, el Papa proclamara sin ambages: “Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen”[1].
Por eso mismo, y consciente de que cuando el ser humano no cuida de la Creación ni favorece a sus semejantes, gana entonces terreno el aniquilamiento y su corazón se queda yermo, el Pontífice escribió su encíclica Laudato si’, firmada el 24 de mayo de 2015 (=LS). Con ella, el Santo Padre desea subrayar la importancia que tiene tender la mano a los necesitados de este mundo, que son los que más padecen el quebranto que está sufriendo nuestro planeta, al que él llama “casa común”, para recalcar que ha de ser hogar donde todos nos sintamos acogidos (cf. LS, 48).
Sabe bien Su Santidad que la vida no puede prosperar en una tierra árida, que lesionar la tierra acaba lacerando al hombre que la habita. Y, viceversa, preocuparse de la tierra permite que la vida se despliegue en toda su riqueza y variedad. El año pasado reiteró esta convicción suya en Puerto Maldonado, en un encuentro con los pueblos amazónicos: “La defensa de la tierra no tiene otra finalidad que no sea la defensa de la vida”[2].
En su pensamiento, el Papa estrecha los polos de ese binomio, o lo que es lo mismo, alienta a la humanidad a superar el repliegue sobre sí misma, una visión antropológica despótica y quimérica, pensando que todo está a merced nuestra, que todo depende del ejercicio veleidoso de nuestra libertad, de una voluntad caprichosa y desenfrenada. Nada más lejos de la realidad. En ella, en cambio, nos sumerge poner los ojos en el entorno que nos rodea. Percibimos entonces que nuestro yo se encuentra inmerso en la naturaleza. Lo Creado no ha salido de nuestras manos, sino que nos antecede. La tierra no es consecuencia de nuestra estrategia ni de nuestros cálculos, no es el resultado de una decisión humana. Es un don que recibimos, un regalo del Creador que él nos confía. Es un espacio para convivir en fraternidad, cultivándolo con sabiduría, compartiendo sus frutos con justicia y buscando no degradarlo, sino garantizar su continuidad y feracidad, y ello para beneficio nuestro y disfrute de las generaciones venideras. Puede que esta sea la luz más clara que nace de la lectura de la encíclica. Una luz necesaria hoy más que nunca si queremos tener perspectivas factibles de futuro y no quedar atrapados por un presente inviable, en donde unos pocos tienen mucho y muchos carecen de lo más mínimo (cf. LS, 67-69. 90).
3. Cuando la humanidad no se preocupa debidamente de la casa que la acoge, es la propia vida humana la que se pone en peligro. Al mismo tiempo, lo que le pasa al ambiente tiene mucho que ver con nuestro estilo de vida. Respetar la vida, sobre todo la de los débiles e indefensos, y proteger el medio ambiente son principios que se pueden defender mejor si afianzamos en nosotros que es más lo que nos une que lo que nos separa, que todas las personas somos iguales en dignidad. Y, si en la casa común alguien no puede entrar y sentirse acogido, todo se resiente. Evitar que alguien se sienta excluido es, por tanto, deber y responsabilidad de todos. Nadie puede quedar rezagado o postergado, nadie puede ser menospreciado. La edificación del bien común, la respuesta a los desafíos actuales requiere la suma de esfuerzos, la complementariedad de perspectivas y la sinergia de medidas. Es por ello que colaborar, dialogar, buscar soluciones consensuadas es en la actualidad más urgente que nunca (cf. LS, 94-95)[3].
En Laudato si’, Francisco otorga un puesto de relieve al intercambio de ideas, primordial para aquellos que, con sincero corazón, dedican su vida a la búsqueda de la verdad. En este pacto por el bien común se necesita la convergencia de variadas disciplinas (cf. LS, 135), en particular las que se concentran en el saber técnico y científico, pero también en las dedicadas a la economía y la comunicación. El Santo Padre evidencia lo sustancial que es entablar un coloquio con todos los que habitamos el planeta tierra (LS, 3), ese ámbito materno y fraterno, en el que estamos llamados a la solidaridad, al encuentro, pero sobre todo a la cultura del justo trato al ser humano y a la naturaleza, porque si entre ambos polos no hay armonía lo que habrá es un desencuentro con repercusiones mutuas y nocivas.
4. Por otra parte, el Obispo de Roma tiene la certeza de que no habrá solución a los problemas que afectan a nuestro planeta si nos quedamos en el campo de la retórica y no damos paso a la acción. Una acción que exige una implicación directa, un apropiarse del dolor ajeno (cf. LS, 19). Nos está diciendo con ello que ha llegado, por tanto, el tiempo de acabar con el hábito de mirar de lejos el sufrimiento del pobre, de pensar un desarrollo al margen de la solidaridad o de la resolución de las cuestiones ambientales. Es hora de desperezarnos del sopor causado por el egoísmo que a menudo nos asalta y atenaza o por la insensibilidad que con frecuencia nos ciega el alma (cf. LS, 159-160). Si no existe este compartir, esta compasión, lo que hoy se llama “progreso”, en realidad, tendría que calificarse como “retroceso”. Si el hombre solo avanza en tecnología y ciencia, en telecomunicaciones, informática y medicina, lo que se incrementa es su erudición, pero no su humanidad.
5. Precisamente en Laudato si’, Francisco muestra que, si los adelantos técnicos y científicos de las últimas décadas han posibilitado un desarrollo sin precedentes en numerosas facetas del saber humano, erradicando pandemias y enfermedades, eliminando penurias y mejorando las condiciones de vida de una multitud ingente de personas, no es menos cierto que asimismo han dejado al descubierto lo frágil que es la vida humana en determinadas regiones de la tierra, los perjuicios ocasionados a nuestro planeta y los excesos cometidos contra los ecosistemas, con transformaciones que no siempre han sido beneficiosas para el ser humano (cf. LS, 46).
Al respecto, no tenemos nada más que abrir los ojos y mirar a nuestro alrededor. Al hacerlo, en cualquier observador avezado se despiertan serias preocupaciones. Y esto al comprobar, por ejemplo, el aumento de la contaminación de los océanos, que tanto afecta a las personas. Es igualmente notoria la acidificación de los suelos, el menoscabo constante de la calidad del agua potable, la extensión paulatina de los desiertos, el enrarecimiento del aire que respiramos, la acumulación de basuras, el incremento de fenómenos climatológicos extremos, el avance de la deforestación, o la disminución de los glaciares con el consiguiente aumento continuo del nivel del mar. Podemos igualmente señalar cómo los nuevos cultivos, los oligopolios, las alambradas, la proliferación de autopistas y las carreteras, los embalses y otras construcciones van tomando posesión de los hábitats y a veces los fragmentan de tal manera que las poblaciones de animales ya no pueden migrar ni desplazarse libremente, de modo que algunas especies entran en riesgo de extinción (cf. LS, 134-135). Sobre todo en el capítulo primero de LS, el Sucesor de Pedro se detiene en esos fenómenos y otros, llamando a las cosas por su nombre, con el propósito de sensibilizar a la opinión pública, poner sólidas bases hermenéuticas que alerten sobre la gravedad de lo que está sucediendo e incitar a construir liderazgos que marquen caminos para su solución, no olvidando asimismo que “se vuelve indispensable crear un sistema normativo que incluya límites infranqueables y asegure la protección de los ecosistemas, antes que las nuevas formas de poder derivadas del paradigma tecno económico terminen arrasando no sólo con la política sino también con la libertad y la justicia” (LS, 53).
6. No es extraño, por tanto, que el contenido de Laudato si’ haya superado los confines de la Iglesia y sea objeto de análisis y debate en múltiples foros internacionales, académicos, ecológicos, juveniles, asociativos, etc. Y esto porque la palabra de Francisco, cuando aborda una temática en la encíclica, no usa lugares comunes, ni cae en tópicos ajados, vagas generalizaciones o afirmaciones manidas. Más bien alienta a mirar la Creación de forma novedosa, es decir, y si se me permite esta expresión, con ojos de profeta, para no quedar seducidos por el inmediatismo, el cortoplacismo o el pragmatismo reduccionista. Se trata de pensar y actuar con decisión y eficiencia, no bloqueándonos en lo efímero de un hoy convulsivo, sino ampliando nuestra mirada con vistas al futuro. Pero no solo esto, se requiere además mirar el conjunto, la complejidad de los problemas, para percibir el entramado sistémico que engloba las cosas. Todo está relacionado, conectado (cf. LS, 137-138). Por ello se precisan, y vuelvo a pedir permiso para otra expresión, ojos de poeta, que son los que animan a la hondura, a evitar caer en posicionamientos vacuos o aislacionistas, en el sesgo o la parálisis de decisiones tendentes únicamente a la autorreferencialidad, tan presente en nuestros días como perjudicial. Alejada de ese planteamiento, LS se transforma en una invitación a mirarnos a nosotros mismos en estrecha conexión con la naturaleza, sabiendo que estamos incluidos en ella, que somos parte de ella (cf. LS, 89. 139. 220). Esta interconexión nos ayuda a velar por nuestro entorno, a desarrollar en nosotros un sentido comunitario, a luchar por nuestra tierra y nuestra gente.
7. Como último punto, me parece fundamental subrayar una cuestión que quizás supere a otras por su relevancia. Todos sabemos, y es algo que no se debe ocultar, que la preocupación por el medio ambiente requiere medidas que a veces son gravosas porque restringen toda una serie de comodidades, en su mayoría superfluas, pero que por desgracia se han convertido a veces en nuevas esclavitudes, especialmente para los ciudadanos de los países más desarrollados. Pues bien, la invitación del Papa Francisco a la sobriedad, que no es desprecio de los bienes, sino valoración primera del amor a Dios y al prójimo, por encima de ventajas materiales, resulta indispensable para un cuidado efectivo del entorno natural. El haber situado en primer lugar el consumo de bienes, junto con una serie de ventajas innegables, ha traído el inconveniente de una obsesión por el gasto, por lo epidérmico y trivial, que dificulta el desarrollo personal, y no digamos religioso, en muchos casos. El que, por ejemplo, la obesidad empiece a ser algo tan problemático o más que el hambre debe hacernos pensar. Promover la sobriedad y un estilo de vida austero y sencillo (cf. Rom 12,16; 1 Pe 5,8) casi me atrevo a decir que es un paso necesario para poder llevar a la práctica no pocas medidas imprescindibles para cuidar nuestro mundo. Todos estos aspectos han sido abordados ampliamente por el Sucesor de Pedro al final de su encíclica: “La espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el consumo. Es importante incorporar una vieja enseñanza, presente en diversas tradiciones religiosas, y también en la Biblia. Se trata de la convicción de que ‘menos es más’. La constante acumulación de posibilidades para consumir distrae el corazón e impide valorar cada cosa y cada momento. En cambio, el hacerse presente serenamente ante cada realidad, por pequeña que sea, nos abre muchas más posibilidades de comprensión y de realización personal. La espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos. Esto supone evitar la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres. La sobriedad que se vive con libertad y conciencia es liberadora. No es menos vida, no es una baja intensidad sino todo lo contrario. En realidad, quienes disfrutan más y viven mejor cada momento son los que dejan de picotear aquí y allá, buscando siempre lo que no tienen, y experimentan lo que es valorar cada persona y cada cosa, aprenden a tomar contacto y saben gozar con lo más simple. Así son capaces de disminuir las necesidades insatisfechas y reducen el cansancio y la obsesión. Se puede necesitar poco y vivir mucho, sobre todo cuando se es capaz de desarrollar otros placeres y se encuentra satisfacción en los encuentros fraternos, en el servicio, en el despliegue de los carismas, en la música y el arte, en el contacto con la naturaleza, en la oración. La felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida” (LS, 222-223).
8. Concluyendo, no es aventurado afirmar que el magisterio de Francisco, en particular la enseñanza de Laudato si’, es una apuesta por la esperanza, virtud siempre necesaria y que rezuma apertura, ensanchamiento, roturación de nuevos caminos y construcción de puentes que hermanan. Quien repase este documento tenga la certeza de que descubrirá criterios fecundos e inspiradores para la salvaguarda de la vida, la lucha contra la miseria en el mundo, el cuidado de la naturaleza y la preservación de la biodiversidad. A este respecto, las propuestas del Santo Padre no cesan de caldear y favorecer razonamientos que fomenten un desarrollo económico inclusivo e integral, que acaben con la brecha existente entre ricos y pobres, que reduzcan de forma incisiva las desigualdades, incrementen la vitalidad de las zonas rurales y no mermen los tesoros naturales y sociales.
Podría decirse que Laudato si’ es una auténtica summa ecologica de donde extraer ideas para aguzar el oído hacia el clamor de una tierra que gime y de unos pobres que claman y ante los cuales no podemos permanecer indiferentes (cf. LS, 2). Dicho grito requiere un cambio de rumbo, una respuesta adecuada, perentoria y eficaz. Ante el deterioro de nuestro planeta, ante el sufrimiento de los postergados no son suficientes las palabras o las meras declaraciones. Hay que actuar ya. Las heridas de la tierra y el dolor de los pobres no consienten la espera (cf. LS, 61. 202). En este sentido, Laudato si’ reclama que cada cual se examine para ver lo que ha hecho hasta aquí y lo que debe hacer todavía para que nuestra casa común sea un hogar fraterno y no excluyente. De la lectura de este texto magisterial sacamos que no basta traer a colación criterios generales, enumerar objetivos, mostrar las injusticias graves, o proferir denuncias con cierta audacia; todo ello no tendrá peso real si no va acompañado en cada persona por una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva. Laudato si’ nos enseña que, a la hora de cuidar la tierra y socorrer a los necesitados, nadie sobra. Todos somos bienvenidos: gobiernos, organizaciones internacionales, el sector privado, y también las personas individualmente. Resulta demasiado fácil echar sobre los demás la responsabilidad de las presentes injusticias, si al mismo tiempo no nos damos cuenta de que todos somos también responsables, y que, por tanto, la conversión personal es la primera exigencia. Esta humildad esencial quitará a nuestra acción toda clase de asperezas y de sesgos nocivos; evitará también el desaliento frente a una tarea que se presenta con proporciones inmensas.
Le agradecemos al Papa Francisco su magisterio, tan vibrante y enjundioso, tan claro y profético. Entre sus múltiples y variados pronunciamientos, Laudato si’ descuella como hontanar caudaloso. Bebiendo de él, cada uno de nosotros, allá donde se encuentre, seguro que recobra el aliento para contemplar el mundo no desde la lógica del dominio, sino desde la solidaridad, el servicio y la colaboración con los que viven en las orillas de la vida y el progreso, de modo que nadie quede atrás.
Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA
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[1] Homilía en la Santa Misa del solemne inicio del ministerio petrino del Obispo de Roma. 19 de marzo de 2013. El texto se puedeconsultar en: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2013/documents/papa-francesco_20130319_omelia-inizio-pontificato.html
[2] Discurso en el encuentro con los pueblos de la Amazonia. 19 de enero de 2018. El texto puede consultarse en: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2018/january/documents/papa-francesco_20180119_peru-puertomaldonado-popoliamazzonia.html
[3] Francisco aquilató esas mismas afirmaciones en el Mensaje a los participantes en el VII World Government Summit (Dubai, Emiratos Árabes Unidos, 10-12 de febrero de 2019). 10 de febrero de 2019, cuando dijo: “El bien, si no es común, no es un bien verdadero. Quizás nunca como ahora el pensar y actuar requieran un verdadero diálogo con el otro, porque sin el otro no hay futuro para mí”. El texto puede consultarse en: http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2019/02/10/mes.html