A las 17.30 horas de hoy, en la basílica de San Pablo Extramuros, el Santo Padre Francisco presidió la celebración de la Segundas Vísperas de la solemnidad de la conversión de San Pablo Apóstol, al término de la LI semana de oración por la unidad de los cristianos cuyo tema ha sido: Poderosa es tu mano, Señor (cfr. Exodo 15, 1-21)
Tomaron parte en la celebración los representantes de las otras Iglesias y comunidades eclesiásticas presentes en Roma.
Al término de las vísperas, antes de la bendición apostólica, el Emmo. cardenal Kurt Koch, Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, dirigió un saludo al Santo Padre.
Sigue el texto de la homilía que el Papa Francisco pronunció durante la celebración:
Homilía del Santo Padre
La lectura tomada del libro del Exodo nos habla de Moisés y de María, hermano y hermana, que entonan un himno de alabanza a Dios en las orillas del Mar Rojo, junto con la comunidad que Dios sacó de Egipto. Cantan su alegría porque en esas aguas Dios los rescató de un enemigo que se proponía de destruirlos. Hacía años el mismo Moisés, también había sido rescatado de las aguas y su hermana había asistido al acontecimiento. De hecho, el Faraón había ordenado “Todo niño que nazca lo echaréis al río” (Ex 1,22). En cambio, desde el momento que encontró la cesta con el niño entre los juncos del Nilo, la hija del Faraón lo llamó Moisés, porque decía “¡De las aguas lo he sacado!” (Ex 2,10). La historia del rescate de Moisés de las aguas anticipa así un rescate más grande, el del pueblo entero que Dios habría dejado pasar por las aguas del Mar Rojo cerrándolas luego sobre sus enemigos.
Muchos antiguos Padres entendieron este pasaje liberatorio como una imagen del Bautismo. Son nuestros pecados los que son ahogados por Dios en las aguas vivas del Bautismo. El pecado, mucho más que Egipto, nos amenazaba con esclavizarnos para siempre, pero la fuerza del amor divino lo arrolló. San Agustín (Sermón 223E) interpreta el Mar Rojo, donde Israel vio la salvación de Dios, como señal anticipada de la sangre de Cristo crucificado, fuente de salvación. Todos nosotros, los cristianos, pasamos por las aguas del bautismo, y la gracia del Sacramento destruyó nuestros enemigos, el pecado y la muerte. Salidos de las aguas alcanzamos la libertad de los hijos; surgimos como pueblo, como comunidad de hermanos y hermanas salvados, como “conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2,19). Compartimos la experiencia fundamental: la gracia de Dios, su poderosa misericordia en salvarnos. Y precisamente porque Dios actuó esta victoria en nosotros, juntos podemos cantar sus alabanzas.
En la vida también experimentamos la ternura de Dios, que en nuestra vida diaria nos salva amorosamente del pecado, del miedo y de la angustia. Estas preciosas experiencias hay que guardarlas en el corazón y en la memoria. Pero, como fue por Moisés, las experiencias individuales se unen a una historia aún más grande, la de la salvación del pueblo de Dios. Lo vemos en el canto entonado por los israelitas. Empieza con una historia individual: “Mi fortaleza y mi canto es el Señor. Él es mi salvación.” (Es 15,2). Pero a continuación se vuelve narrativa de la salvación de todo el pueblo: “Guiaste en tu bondad al pueblo rescatado” (v.13). Quien entona este canto se daba cuenta de que no estaba simplemente en las orillas del Mar Rojo, sino de que estaba rodeado por hermanos y hermanas que habían recibido la misma gracia y proclamaban la misma alabanza.
También San Pablo, del que hoy celebramos la conversión, pasó por la potente experiencia de la gracia, que lo llamó a convertise, de perseguidor, en apóstol de Cristo. La gracia de Dios también lo empujó a buscar la comunión con otros cristianos, de inmediato, antes en Damasco y después en Jerusalén (cfr Hc9.19. 26-27). Esta es nuestra experiencia de creyentes. A medida que crecemos en la vida espiritual, entendemos cada vez más que la gracia nos alcanza junto a los demás y que hay que compartirla con ellos. Así, cuando entono mi alabanza a Dios por lo que actuó en mí, descubro que no canto solo, porque otros hermanos y hermanas tiene el mismo canto de alabanza que yo.
Las diferentes confesiones cristianas han pasado por esa experiencia. En el último siglo hemos entendido finalmente que nos encontramos juntos en las orillas del Mar Rojo. En el Bautismo hemos sido salvados y el canto agradecido de la alabnza, que otros hermanos y hermanas cantan, nos pertenece, porque también es el nuestro. Cuando decimos que reconocemos el Bautismo de los cristianos de otras tradiciones, confesamos que ellos también recibieron el perdón del Señor y su gracia que actúa en ellos. Y acogemos su culto como expresión auténtica de alabanza por cuanto Dios cumple. Deseamos entonces rezar juntos, uniendo aún más nuestras voces. Y también cuando las divergencias nos separan, reconocemos que pertenecemos al pueblo de los redimidos, a la misma familia de hermanos y hermanas amados por el único Padre.
Después de la liberación, el pueblo elegido emprendió un viaje largo y difícil por el desierto, a menudo vacilando, pero sacando fuerzas del recuerdo de la obra salvífica de Dios y de su presencia siempre cercana. También los cristianos de hoy encuentran en el camino muchas dificultades, rodeados por tantos desiertos espirituales que vuelven áridas la esperanza y la alegría. En el camino también hay riesgos graves, que ponen en peligro la vida: ¡Cuántos hermanos hoy sufren persecuciones por el nombre de Jesús! Cuando se derrama su sangre, aunque pertenezcan a confesiones diferentes, juntos se convierten en testigos de la fe, en martires, unidos en el vínculo de la gracia bautismal. Una vez más, junto con los amigos de otras tradiciones religiosas, los cristianos se enfrentan con retos que denigran la dignidad humana: huyen de situaciones de conflicto y de miseria; son víctimas de la trata de seres humanos y de otras esclavitudes modernas; padecen penurias y hambre, en un mundo siempre más rico de medios y pobre de amor, donde continúan aumentando las desigualdades. Pero, como los israelitas del Éxodo, los cristianos están llamados a guardar juntos el recuerdo de lo que Dios actuó en ellos. Avivando esta memoria, podemos sostenernos unos a otros y enfrentar, armados únicamente de Jesús y de la dulce fuerza de su Evangelio, cada reto con coraje y esperanza.
Hermanos y hermanas, con el corazón lleno de alegría por haber cantado hoy todos juntos un himno de alabanza al Padre, por medio de Cristo nuestro Salvador y en el Espíritu que nos da la vida, deseo dirigir mis saludos afectuosos a vosotros, a todos vosotros: a Su Eminencia el Metropolitano Gennadios, representante del Patriarcado ecuménico, a Su Gracia Bernard Ntahoturi, Representante personal en Roma del arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes y miembros de las diferentes Confesiones cristianas que han venido aquí. Me agrada saludar a la Delegación ecuménica de Finlandia, que tuve el placer de encontrar esta mañana. También saludo a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey, de visita en Roma para profundizar el conocimiento de la Iglesia Católica y a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian aquí gracias a la generosidad del Comité de Colaboración Cultural con las Iglesias Ortodoxas, que operan en el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Juntos agradecemos a Dios lo que ha actuado en nuestras vidas y en nuestras comunidades. Presentémosle hoy nuestras necesidades y las del mundo, seguros de que Él, en su fiel amor, continuará a salvar y a acompañar su pueblo en camino.
Palabras improvisadas por el Santo Padre antes de la bendición
Siguen las palabras que el Papa ha improvisado antes de la bendición, para saludar al pastor luterano que se prepara a dejar Roma:
Nuestro hermano, el Pastor luterano en Roma, se despide después de diez años para iniciar otro oficio en Hamburgo, y le he pedido que venga y que nos dé a todos su bendición.
[Bendición]