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Liturgia de la Palabra presidida por el Santo Padre Francisco en la basílica de San Bartolomé en la Isla Tiberina, en memoria de los “Nuevos Mártires” de los siglos XX y XXI, 22.04.2017

Esta tarde, a las 17.00, en la basílica de San Bartolomé en la Isla Tiberina, en Roma, del Santo Padre Francisco ha presidido la Liturgia de la Palabra en memoria de los “Nuevos Mártires” de los siglos XX y XXI con la Comunidad de San Egidio.

Publicamos a continuación la homilía que el Papa ha pronunciado en el curso de la liturgia, las palabras de agradecimiento dirigidas a los prófugos durante un encuentro y el saludo a los fieles fuera de la basílica

Homilía del Santo Padre

Hemos venido como peregrinos a esta basílica de San Bartolomé en la Isla Tiberina donde la historia antigua del martirio se une con la memoria de los nuevos mártires, de tantos cristianos asesinados por las insensatas ideologías del siglo pasado –y también de hoy- y asesinados sólo porque eran discípulos de Jesús.

El recuerdo de estos heroicos testigos,  antiguos y recientes,  nos confirma en la conciencia de que la Iglesia es Iglesia si es una Iglesia de mártires. Y los mártires son aquellos que, como nos  ha recordado el Libro del Apocalipsis, «vienen de la gran tribulación y han lavado sus vestiduras, blanqueándolas  en la sangre del Cordero» (7,17). Ellos han tenido la gracia de confesar a Jesús hasta el final, hasta la muerte. Ellos sufren, ellos entregan su vida, y nosotros recibimos la bendición de Dios por su testimonio. Y existen también tantos mártires escondidos, esos hombres y esas mujeres fieles a la fuerza humilde del amor, a la voz del Espíritu Santo, que en la vida de cada día intentan  ayudar a los hermanos y  amar a Dios sin reservas.

Si nos fijamos, la causa de toda persecución es el odio: el odio del príncipe de este mundo por cuantos han sido salvados y redimidos por Jesús con su muerte y con su resurrección. En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (Cfr. Jn 15,12-19) Jesús usa una palabra fuerte y escandalosa: la palabra “odio”. Él, que es el maestro del amor, a quien tanto le gustaba hablar de amor, habla de odio. Pero Él quería siempre llamar a las cosas por su nombre. Y nos dice: “No os asustéis. El mundo os odiará; pero sabed que antes  me ha odiado a mí”.

Jesús nos ha elegido y nos ha rescatado, por un don gratuito de su amor. Con su muerte y resurrección nos ha rescatado del poder del mundo, del poder del diablo, del poder del príncipe de este mundo. Y el origen del odio es este: porque hemos sido salvados por Jesús, y el príncipe de este mundo no  quiere; nos odia y suscita la persecución, que desde los tiempos de Jesús y de la Iglesia naciente continúa hasta nuestros días. ¡Cuántas comunidades cristianas hoy son objeto de persecución! ¿Por qué? A causa del odio del espíritu del mundo.

Cuantas veces, en momentos difíciles de la historia, se ha oído decir: “Hoy la patria necesita héroes”. Se puede pensar en el mártir como en un héroe  pero lo fundamental del mártir es que ha sido uno que ha recibido la gracia: es la gracia de Dios, no el coraje, lo que hace mártires. Hoy, del mismo modo, nos podemos preguntar: “¿Qué necesita hoy la Iglesia?”. Mártires, testigos, es decir, santos de todos los días.  Porque son los santos los  que llevan adelante a la Iglesia. Los santos:  sin ellos la Iglesia no puede ir adelante. La Iglesia necesita  a los santos de todos los días, a los de la vida ordinaria vivida con coherencia; pero también a aquellos que tienen la valentía de aceptar la gracia de ser testigos hasta el final, hasta la muerte. Todos ellos son la sangre viva de la Iglesia. Son los testigos que llevan adelante a la Iglesia; los  que atestiguan que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo, y lo testifican con la coherencia de vida y con la fuerza del Espíritu Santo que han recibido como don.

Yo querría hoy añadir un icono más en esta Iglesia: una mujer. No sé su nombre, pero  nos mira desde el Cielo. Yo estaba en Lesbos, saludaba a los refugiados y encontré a un hombre de 30 años con tres niños que me dijo: "Padre, yo soy musulmán. Mi esposa era cristiana. A nuestro pueblo llegaron los terroristas, nos vieron y nos preguntaron cuál era nuestra religión.  Vieron que ella llevaba un crucifijo  y le pidieron que lo tirase al suelo. No lo hizo y la degollaron delante de mí. Nos queríamos mucho".Este es el icono que hoy os traigo como regalo. No sé si este hombre está todavía en Lesbos o ha logrado ir a otra parte. No sé si ha sido capaz de salir de ese campo de concentración porque los campos de refugiados... –tantos-   son campos de concentración, para la multitud de personas que se abandona allí.  Y los pueblos generosos que los acogen, tienen que cargar también con este peso porque los acuerdos internacionales parece que son  más importantes que los derechos humanos. Y este hombre no tenía rencor:  él, musulmán, llevaba esta cruz de dolor sin rencor. Se refugiaba en el amor de su mujer, que había recibido la gracia del martirio.

Recordar a estos testigos de la fe y rezar en este lugar es un gran don. Es un don para la Comunidad de San Egidio, para la Iglesia de Roma, para todas las Comunidades cristianas de esta ciudad, y para tantos peregrinos. La herencia viva de los mártires nos da hoy a nosotros paz y unidad. Ellos nos enseñan que, con la fuerza del amor, con la mansedumbre, se puede luchar contra la prepotencia, la violencia, la guerra y se puede realizar con paciencia la paz. Y entonces podemos rezar así: «Oh Señor, haznos testigos dignos  del Evangelio y de tu amor; infunde tu misericordia en  la humanidad; renueva a tu Iglesia, protege a los cristianos perseguidos, concede pronto la paz al mundo entero. A ti Señor la Gloria y a nosotros, Señor,  la vergüenza.

Agradecimiento después del encuentro con los prófugos

Una palabra de saludo y para agradeceros todo lo que nos dais. Muchas gracias. ¡Que el Señor os bendiga!

Saludo final ante la basílica

Os agradezco vuestra presencia y vuestras oracioens en esta iglesia de mártires. Pensemos en la crueldad, la crueldad que hoy se ensaña con tantas personas; la explotación de las personas…La gente que llega en barcazas y después se quedan allí, en los países generosos, como Italia y Grecia que los acogen, pero después los tratados internacionales no dejan…Si en Italia se acogieran dos emigrantes por cada ayuntamiento, habría sitio para todos. Y que esta generosidad del Sur, de Lampedusa, de Sicilia, de Lesbos pueda contagiar algo al Norte. Es verdad: somos una civilización que no tiene hijos, pero cerramos también la puerta a los emigrantes. Esto se llama suicidio.¡Oremos!