Ser cristianos no nos hace impecables y la soberbia y el orgullo son un muro que impide ver el rostro misericordioso de Dios, ha dicho esta mañana el Papa Francisco durante la catequesis de la audiencia general de los miércoles en la Plaza de San Pedro en la que han participado más de veinte mil personas.
El prólogo de la catequesis fue la narración evangélica de la llamada de Mateo que, por ser publicano, es decir recaudador de impuestos en nombre del imperio romano era considerado por los fariseos un pecador público. Jesús, en cambio, lo invita a seguirlo y acepta compartir su mesa; no lo excluye, como tampoco excluye a otros considerados pecadores, demostrando así que también pueden convertirse en discípulos suyos. “Ser cristianos no nos hace impecables -afirmó Francisco- Como el publicano Mateo, cada uno de nosotros se confía a la gracia de Dios a pesar de sus pecados. Llamando a Mateo, Jesús muestra a los pecadores que no se fija en el pasado, en la condición social, o en las convenciones externas, sino que, más bien, les abre un nuevo futuro”.
“No hay santo sin pasado ni pecador sin futuro” - comentó el Pontífice- Es suficiente responder a la invitación con un corazón humilde y sincero. La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su perdón. La vida cristiana es, pues, una escuela de humildad que nos abre a la gracia”.
Pero los que se creen más justos o mejores que los demás no entienden ese comportamiento. “La soberbia y el orgullo no les dejan reconocerse necesitados de salvación; al contrario, impiden ver el rostro misericordioso de Dios y actuar con misericordia. Son como un muro que obstaculiza la relación con Dios -observó el Papa- Y, sin embargo, la misión de Jesús es esta: venir en busca de cada uno de nosotros para sanar nuestras heridas y llamarnos a seguirlo con amor. Lo dice claramente: "No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos". Jesús se presenta como un buen médico: anuncia el reino de Dios, y las señales de su venida son evidentes: cura de las enfermedades, libera del miedo, de la muerte y del demonio. Frente a Jesús no hay pecador que pueda ser excluido, porque el poder sanador de Dios no conoce enfermedad que no se puede curar. Y esto nos debe dar confianza. Llamando a los pecadores a su mesa, los cura, restableciendo en ellos la vocación que creían perdida y que los fariseos han olvidado: la de invitados al banquete de Dios”.
Si los fariseos consideran a los invitados solamente como pecadores y se niegan a sentarse con ellos, Jesús les recuerda, al contario, que ellos también son huéspedes de Dios. “Sentarse a la mesa con Jesús significa ser transformado y salvado por Él. En la comunidad cristiana la mesa de Jesús es doble: la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía. Con la primera - la Palabra - se revela y nos invita a un diálogo entre amigos. Jesús no tenía miedo de dialogar ni con los pecadores, ni con los publicanos, ni con las prostitutas. Su Palabra ...nos libra del mal que se esconde en nuestras vidas...nos da fuerza y esperanza. La Eucaristía, a su vez, nos alimenta de la vida misma de Jesús... Al acercarnos a la Eucaristía nos nutrimos del Cuerpo y la Sangre de Jesús, y, sin embargo, viniendo a nosotros, es Jesús el que nos une a su cuerpo”.
Cristo concluye el diálogo con los fariseos recordándoles las palabras de Oseas "Id y aprended lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificios" con las que el profeta reprendía al pueblo de Israel porque sus oraciones eran vacías e incoherentes y, a pesar de la alianza y misericordia de Dios, a menudo su religiosidad era puramente exterior. “Por eso el profeta insiste: “Misericordia quiero”, es decir la lealtad de un corazón que reconoce sus pecados, que se arrepiente y vuelve a ser fiel a la alianza con Dios. "Y no sacrificios”. Sin un corazón arrepentido toda acción religiosa es ineficaz. Jesús aplica esta frase profética también a las relaciones humanas: aquellos fariseos eran muy religiosos en cuanto a la forma, pero no estaban dispuestos a compartir la mesa con publicanos y pecadores. No reconocían la posibilidad de arrepentirse y por tanto de curarse; no daban el primer puesto a la misericordia: aunque eran fieles custodios de la Ley, no conocían el corazón de Dios”.
El Papa terminó reiterando que todos estamos convidados a la mesa del Señor y a hacer nuestra la invitación de sentarnos junto a él con sus discípulos. “Aprendamos a mirar con misericordia y a reconocer en cada uno de ellos un comensal nuestro. Todos somos discípulos que necesitan experimentar y vivir la palabra consoladora de Jesús. Todos necesitamos nutrirnos de la misericordia de Dios, porque nuestra salvación viene de ese manantial”.