DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO INTERNACIONAL DE CORALES EN EL VATICANO
Aula Pablo VI
Sábado, 8 de junio de 2024
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¡Buenos días!
¿Han visto cómo la espontaneidad de los niños es más elocuente que los mejores discursos? Ellos son así, se expresan tal como son. Debemos cuidar a los niños porque son el futuro, son la esperanza, pero también son el testimonio de la espontaneidad, de la inocencia y de la promesa. Y por esta razón Jesús decía que quería a los niños cerca de Él. Cuando los apóstoles les decían: «¡váyanse!», Él replicaba: “¡No, no les impidan a los niños que vengan a mí!”. Los niños son los privilegiados. Por eso Jesús dijo: “El Reino de Dios pertenece a los que son como niños”. Debemos aprender de la espontaneidad que nos mostraron. Y no se acercaron por los caramelos ―aunque luego se dieron cuenta de que había caramelos―, sino porque quisieron acercarse. Ellos son así. No olvidemos la lección que nos han dado hoy. Gracias.
Les doy la bienvenida a todos y, de modo particular, agradezco al maestro Mons. Marco Frisina y le agradezco a Nova Opera la organización de esta iniciativa que se realiza con ocasión de los cuarenta años de la fundación del Coro de la Diócesis de Roma. Es un aniversario que los anima a todos ustedes a seguir adelante en el valioso servicio que prestan, en Roma y en muchas otras partes del mundo.
Vuestro encuentro, que ha llegado a su cuarta edición, reúne a numerosos coros parroquiales y diocesanos, scholæ cantorum, capillas musicales, directores y músicos. Han venido al Vaticano para profundizar juntos el significado de la música que está al servicio de la liturgia; y es hermoso verlos aquí, también porque, viniendo de lugares distintos pero unidos por la fe y la pasión musical, son un signo fuerte de unidad. Por eso, quisiera llamar vuestra atención sobre tres aspectos esenciales del servicio que prestan , es decir, la armonía, la comunión y la alegría.
Primero: la armonía. La música genera armonía alcanzando a todos, consolando a quien sufre, devolviendo entusiasmo a quien está desanimado y haciendo florecer en cada uno valores maravillosos como la belleza y la poesía, reflejo de la luz armoniosa de Dios. De hecho, el arte musical tiene un lenguaje universal e inmediato, que no necesita traducciones, ni muchas explicaciones conceptuales. Pueden apreciarlo los sencillos y los doctos, unos captando algún aspecto y otros uno distinto, con más o menos profundidad, pero beneficiándose todos de la misma riqueza. Además, la música educa a la escucha, a la atención y al estudio, elevando las emociones, los sentimientos y los pensamientos (cf. Ef 4,4-8), llevando a las personas más allá del torbellino de la prisa, del ruido y de una visión materialista de la vida, y ayudándolas a contemplarse mejor a sí mismas y a la realidad que las rodea. Da así, a quien la cultiva, una mirada sabia y sosegada, con la que se superan más fácilmente divisiones y antagonismos, para estar —al igual que los instrumentos de una orquesta o las voces de un coro—en concordancia, para estar atentos a no desafinar y corregir las disonancias, que también son útiles para la dinámica de las composiciones, siempre que se integren en un tejido armónico.
Segundo: la comunión. El canto coral se realiza juntos, no solos. Y también esto nos habla de la Iglesia y del mundo en que vivimos. Nuestro caminar unidos, en efecto, se puede representar como la ejecución de un gran "concierto", en el que cada uno participa con sus propias capacidades y ofrece su propia contribución, tocando o cantando su “parte” y encontrando así la propia unicidad enriquecida por la sinfonía de la comunión. En un coro y en una orquesta, todos tienen necesidad unos de otros, y el éxito de la ejecución de todos está condicionado por el empeño de cada uno, por el hecho de que cada uno aporte lo mejor en su papel, respetando y escuchando a quien está a su lado, sin protagonismos, en sintonía. Precisamente como en la Iglesia y en la vida, donde cada uno está llamado a efectuar bien su parte en beneficio de toda la comunidad, para que desde el mundo entero se eleve un canto de alabanza a Dios (cf. Sal 47,2).
Y, por último, la alegría. Ustedes son custodios de un tesoro secular de arte, de belleza y de espiritualidad. No dejen que la mentalidad del mundo lo contamine con su propio interés, la ambición, los celos, las divisiones, todas estas cosas que, como ustedes bien saben, pueden introducirse en la vida de un coro, de una comunidad, convirtiéndolos en ambientes que ya no son alegres, sino tristes y aburridos, hasta disgregarlos. En cambio, a ustedes les hará bien tener alto el tenor espiritual de vuestra vocación: con la oración y la meditación de la Palabra de Dios, participando, además de con la voz, también con la mente y con el corazón en las liturgias que animan, y viviendo con entusiasmo los contenidos de estas día a día, para que vuestra música sea cada vez más una elevación feliz del corazón a Dios, que con su amor atrae, ilumina y transforma todo (cf. 1 Cor 13,1-13). Así harán realidad esta exhortación de san Agustín: «Alabemos al Señor con la vida y con la lengua, con el corazón y con los labios, con la voz y con la conducta» (Disc. 256).
Queridas hermanas y queridos hermanos, les agradezco que hayan venido y, sobre todo, agradezco el servicio que prestan a la oración de la Iglesia y a la evangelización. Los acompaño con mi bendición. Y les pido por favor que, mientras cantan, recen también por mí. Gracias.
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