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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES A LA CONFERENCIA INTERNACIONAL PROMOVIDA POR LOS MISIONEROS DE SAN CARLOS (ESCALABRINIANOS)

Sala del Concistorio
Sábado, 14 de octubre de 2023

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Queridos y queridas hermanas, ¡bienvenidos!

Os saludo a todos vosotros, contento de encontraros al finalizar el Congreso de espiritualidad scalabriniana. Habéis reflexionado sobre el versículo bíblico: «Yo vengo a reunir a todas las naciones» (Is  66,18), tema muy significativo para vuestro carisma. De hecho, san Juan Bautista Scalabrini, que os ha fundado como misioneros y misioneras para los migrantes, os ha enseñado, en el cuidar de ellos, a consideraros hermanos y hermanas en camino hacia la unidad, según las sentidas palabras de la oración sacerdotal de Jesús (cfr Jn  17,20-23).

Aclarémoslo bien:  migrar no es un dulce peregrinar en comunión; a menudo es un drama. Y, como cada uno tiene derecho a migrar, así con más razón tiene derecho a poder permanecer en la propia tierra y a vivir de forma pacífica y digna. Sin embargo, la tragedia de migraciones forzosamente causadas por guerras, carestías, pobreza y dificultades ambientales está hoy bajo los ojos de todos. Y precisamente aquí entra en juego vuestra espiritualidad: ¿cómo disponer el corazón hacia estos hermanos y hermanas? ¿Con el apoyo de qué camino espiritual?

Scalabrini nos ayuda, precisamente mirando a los misioneros de los migrantes como a los cooperadores del Espíritu Santo para la unidad. La suya es una visión iluminada y original del fenómeno migratorio, visto como llamamiento a crear comunión en la caridad. Todavía como joven párroco, él mismo cuenta que se encontró, en la Estación Central de Milán, delante de un grupo de migrantes italianos que partían para América. Cuanta que vio «tres o cuatro cientos individuos pobremente vestidos, divididos en grupos diferentes. En los rostros […] surcados por las arrugas prematuras que suelen imprimirles las privaciones, brillaba el tumulto de los afectos que agitaban sus corazones en aquel momento. [...] Eran emigrantes […] Se disponían a abandonar la patria» (La emigración italiana en América , 1888). Imágenes lamentablemente habituales también para nosotros. Y el Santo, impresionado por esa gran miseria, comprendió que ahí había un signo de Dios para él: el llamamiento a asistir material y espiritualmente a esas personas, para que ninguno de ellos, dejado a sí mismo, se perdiera, perdiendo la fe; para que pudieran alcanzar, como dice el profeta Isaías, a la santa montaña de Jerusalén «de todas las naciones como oblación a Yahveh – en caballos, carros, literas, mulos y dromedarios» (66,20). Caballos, carros, literas, mulos y dromedarios, a los que podríamos añadir hoy pateras, camiones y embarcaciones de mar; pero el destino permanece el mismo, Jerusalén, la ciudad de la paz (cfr Sal 122,3-9), la Iglesia, casa de todos los pueblos (cfr Is 56,7), donde la vida de cada uno es sagrada y valiosa. Sí, para Scalabrini esta Jerusalén es la Iglesia católica, es decir universal, y tal porque es “madre”, porque es ciudad abierta a cualquiera que busca una casa y un puerto seguro.

Y aquí hay un primer llamamiento para nosotros, a cultivar corazones ricos de catolicidad, es decir deseosos de universalidad y de unidad, de encuentro y de comunión. Es la invitación a difundir una mentalidad de la cercanía – “cercanía”, esta palabra clave, es el estilo de Dios, que se hace cercano siempre – una espiritualidad, una mentalidad del cuidado y de la acogida, y a hacer crecer en el mundo, según las palabras de san Pablo vi , «la civilización del amor» (Homilía para el solemne rito de clausura del Año Santo , 25 de diciembre de 1975). Pero sería utópico pretender que todo esto pueda realizarse con tan solo las fuerzas humanas. Se trata más bien de cooperar con la acción del Espíritu Santo, y por tanto de actuar en la historia bajo la guía y con la energía que viene de Dios: de dejarse conquistar por su infinita ternura para sentir y actuar según sus vías, que no siempre son las nuestras (cfr Is  55,8), para reconocerlo en quien es extranjero (cfr Mt  25,35) y para encontrar en Él la fuerza de amar gratuitamente. El extranjero. No olvidemos estas tres palabras del Antiguo Testamento: la viuda, el huérfano y el extranjero. Esto es algo importante en el Antiguo Testamento: el extranjero.

Y aquí está el segundo llamamiento que nos dirige el santo obispo de Piacenza, cuando insiste en la necesidad, para el misionero, de tener una relación de amor con Jesús, Hijo de Dios Encarnado, y de cultivarlo especialmente a través de la Eucaristía, celebrada y adorada. Subrayo esta palabra “adorada”. Pienso que hemos perdido el sentido de la adoración. Tenemos oraciones para hacer algo…, oraciones hermosas…, pero [es importante] en silencio, adorar. La mentalidad moderna nos ha quitado un poco este sentido de la adoración. Retomadlo, por favor, retomadlo.

Sabemos cuánto amaba Scalabrini la Adoración, a la que se dedicaba también de noche, no obstante, el cansancio por sus extenuantes ritmos de trabajo, a la cuales no renunciaba de día, ni siquiera en los momentos de mayor actividad. Él no se hacía ilusiones e invitaba a no hacerse ilusiones: ¡sin oración no hay misión! Decía: «[No] dejarse llevar por cierto deseo loco y desenfrenado de ayudar a los demás, descuidándose de sí mismos […]. Es justo que hagáis todo por todos; pero [...] acordaos de los Ángeles que ascendieron a Dios y descendieron a la tierra por la Escalera de Jacob [...]. De hecho, vosotros también sois ángeles del Señor» (Alocución final al Sínodo Diocesano de Piacenza , 4 de septiembre 1879). Subir a Dios es indispensable para después saber descender hasta la tierra, para ser “ángeles de abajo”, cerca de los últimos: no por casualidad la escalera de Jacob (cfr Gen  28,10-22) está precisamente en el centro del escudo episcopal de Scalabrini.

Por tanto, queridas hermanas, queridos hermanos, aquí tenéis una invitación a renovar vuestro compromiso por los migrantes, y a enraizarlo cada vez más en una intensa vida espiritual, siguiendo el ejemplo de vuestro fundador. Pero junto a esto quiero daros un grandísimo gracias, ¡por el gran trabajo que hacéis en todo el mundo! Desde los tiempos de Buenos Aires soy testigo de este trabajo, y lo hacéis muy bien. ¡Gracias, muchas gracias! Id adelante, Dios os bendiga. Y rezar, rezad también por mí, ¡porque este “trabajo” no es fácil!

 

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L'Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española, Año LX, número 42, Viernes, 20 de octubre de 2023, p. 7.



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