DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO DE REPRESENTACIÓN DE CARITAS INTERNATIONALIS
Sala Clementina
Jueves, 11 de mayo de 2023
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Queridos hermanos y hermanas:
Frente a los horrores y devastaciones de la Segunda Guerra Mundial, el venerable Pío XII quiso mostrar la solicitud y la preocupación de toda la Iglesia por la familia humana; por las numerosas circunstancias en las que la vida de hombres, mujeres, niños y ancianos estaba amenazada y la búsqueda de un desarrollo humano integral se veía obstaculizada por los estragos que causaban los conflictos bélicos. Movido por un espíritu profético, se pronunció en favor de la institución de un organismo que sostuviera, coordinara e incrementara la colaboración entre las ya numerosas organizaciones caritativas por medio de las cuales la Iglesia universal anunciaba y testimoniaba, con gestos y palabras, el amor de Dios y la predilección de Cristo por los pobres, los últimos, los descartados.
San Juan Pablo II quiso evidenciar el estrecho vínculo que, desde los inicios, unió a Caritas Internationalis con los Pastores de la Iglesia y, en particular, con el Sucesor de Pedro, que preside la caridad universal [1]. Lo hizo, sobre todo, evocando la fuente del amor por la Iglesia, la entrega con la que Cristo se hizo don para los suyos durante la última cena.
No debemos olvidar que el origen de toda nuestra actividad caritativa y social es Cristo; y que «él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin» ( Jn 13,1). En el sacramento de la Eucaristía, signo de la presencia viva, real y permanente de Cristo que se ofrece a sí mismo por nosotros, que ama primero sin pedir nada a cambio, «el Señor viene al encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,27), acompañándole en su camino» [2].
La Eucaristía es para el hombre. Es comida y bebida que nos sostiene en el camino, alivia en el cansancio, levanta de las caídas, llama a acoger libremente el todo de Dios por nosotros y por nuestra salvación. Ante este misterio, grande e inefable, del don incondicional y sobreabundante que Cristo hizo de sí mismo por amor, permanecemos maravillados y, en ocasiones, extasiados.
Como los judíos en el día de Pentecostés, que al escuchar las palabras de Pedro sintieron arder el corazón, también nosotros podemos preguntarnos: «Hermanos, ¿qué debemos hacer?» (Hch 2,37). Podemos entrar en el gozoso y desbordante misterio de la “restitución”, de la memoria agradecida, que nos hace dar gracias a Dios con la decisión de dirigir nuestra mirada al hermano que sufre, que necesita cuidados, que necesita nuestra ayuda para volver a encontrar su dignidad de hijo, rescatado «no con bienes corruptibles, […] sino con la sangre preciosa de Cristo» (1 P 1,18-19).
Podemos corresponder al amor que Dios tiene por nosotros convirtiéndonos en signo e instrumento de ese amor para los demás. No hay mejor modo para mostrar a Dios que hemos comprendido el sentido de la Eucaristía que entregando a los demás aquello que nosotros hemos recibido. He aquí un modo de comprender el significado más auténtico de la Tradición; cuando, en respuesta al amor de Cristo, nos hacemos don para los demás, anunciamos la muerte y resurrección del Señor, hasta que él vuelva (cf. 1 Co 11,26).
Es importante volver a la fuente —el amor de Dios por nosotros—, porque la identidad de Caritas Internationalis depende directamente de la misión que ha recibido. Lo que la distingue de otros organismos que trabajan en el ámbito social es su vocación eclesial y, en el seno de la Iglesia, lo que especifica su servicio respecto a las numerosas instituciones y asociaciones eclesiales dedicadas a la caridad es la tarea de ayudar y colaborar con los obispos en el ejercicio de la caridad pastoral, en comunión con la Sede Apostólica y en sintonía con el Magisterio de la Iglesia. Les agradezco el trabajo que están desarrollando sobre la asociación y la cooperación fraterna, como pilares de la identidad católica de Cáritas, y los exhorto a seguir adelante en este camino.
Para animarlos a perseverar con corazón generoso y renovada esperanza en este compromiso al servicio de la caridad, deseo invitarlos a releer con atención la Exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia. El capítulo cuarto, en particular, si bien se refiere a la vida familiar y matrimonial, contiene algunos puntos que pueden ser útiles para orientar el trabajo que les espera en el futuro y dar un nuevo impulso a su misión.
Escribiendo a la comunidad de los cristianos de Corinto, san Pablo afirma que la caridad es el «camino más perfecto» (1 Co 12,31) para conocer a Dios y comprender qué es lo esencial de la vida cristiana. En el célebre Himno a la caridad, el Apóstol señala cómo la falta de caridad vacía de contenido cualquier acción; permanece la forma exterior, pero no la realidad. También las acciones más extraordinarias, la generosidad más heroica, incluso el gesto de distribuir todos los bienes para darlos a los hambrientos (cf. 1 Co 13,3), sin la caridad no sirve de nada.
Sin la confesión de fe en Dios Padre, que es principio de todo bien; sin la experiencia de la amistad con Cristo, que ha mostrado al mundo el rostro del amor trinitario; sin la guía del Espíritu Santo, que orienta la historia de la humanidad hacia la posesión de la vida plena (cf. Jn 10,10), no queda más que apariencia. Ya no el bien, sino sólo una apariencia de bien. Sería fácil entonces perder de vista el fin de la diaconía a la que estamos llamados: llevar la alegría del Evangelio, la unidad, la justicia y la paz. Sería fácil apoyar esas lógicas mundanas que inducen a perderse en el activismo pragmático y a extraviarse en los particularismos que desgarran el cuerpo eclesial. Es la caridad la que nos hace ser. Cuando acogemos el amor de Dios y amamos en Él, accedemos a la verdad de lo que somos, como individuos y como Iglesia, y comprendemos profundamente el sentido de nuestra existencia. No sólo entendemos la importancia de nuestra vida, sino también cuán preciosa es la de los demás. Podemos reconocer claramente que cada vida es irrenunciable y que a los ojos de Dios se ve como un prodigio.
El amor nos hace abrir los ojos, ampliar la mirada, nos permite reconocer en el extraño que cruzamos en nuestro camino el rostro de un hermano, con un nombre, con una historia, con un drama ante el cual no podemos permanecer indiferentes. A la luz del amor de Dios, la fisonomía del otro emerge desde la sombra, sale de la insignificancia y adquiere valor, relevancia. Las carencias del prójimo nos interpelan, nos incomodan, nos piden que asumamos el reto de hacernos responsables. Y es siempre a la luz del amor que encontramos la fuerza y la valentía de responder al mal que oprime al otro; de responder en primera persona, dando la cara, poniendo el corazón, arremangándonos. El amor de Dios nos hace percibir el peso de la humanidad del otro como «un yugo suave y una carga liviana» (Mt 11,30). Nos lleva a sentir como propias las heridas que contemplamos en su cuerpo y nos llama a derramar el óleo de la fraternidad sobre las llagas invisibles que leemos en la filigrana del alma de los demás.
¿Quieres saber si un cristiano vive la caridad? Entonces mira si está dispuesto a ayudar de buen grado, con una sonrisa en los labios, sin quejarse ni enfadarse. La caridad es paciente —escribe Pablo—, y la paciencia es la capacidad de sostener las pruebas inesperadas, las fatigas cotidianas, sin perder la alegría y la confianza en Dios. Por eso es el resultado de un trabajo lento del espíritu, en el que se aprende el dominio de sí, tomando conciencia de los propios límites. Es un modo de relacionarse consigo mismo del que, después, surge esa madurez relacional que nos lleva a reconocer «que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, así como es» (Exhort. ap. Amoris laetitia, n. 92).
Salir de la autorreferencialidad, dejar de considerar lo que nosotros queremos como el centro alrededor del cual debe girar todo, a costa de doblegar a los demás a nuestros deseos, no sólo nos exige contener la tiranía del egocentrismo, sino que nos pide también una actitud dinámica y creativa, que permita que afloren las cualidades y los carismas de los demás. En este sentido, vivir la caridad significa ser magnánimos, benévolos, reconociendo por ejemplo que, para trabajar juntos de un modo constructivo, es necesario en primer lugar “dar espacio” al otro. Lo hacemos cuando nos abrimos al diálogo y a la escucha, aceptando con flexibilidad las opiniones que son distintas a las nuestras, sin enrocarnos en nuestras posiciones, sino más bien buscando un punto de encuentro, una vía de mediación.
El cristiano que vive sumergido en el amor de Dios no alimenta la envidia, porque «en el amor no hay lugar para sentir malestar por el bien de otro» (n. 95). No presume ni se vanagloria, porque tiene sentido de la medida, y no goza en ponerse por encima del prójimo, sino más bien se pone a su lado con respeto y delicadeza, con amabilidad y ternura, teniendo en cuenta sus fragilidades. Cultiva en sí la humildad, «porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo» (n. 98). No busca su propio interés, sino que se compromete para promover el bien del otro y sostenerlo en el esfuerzo por conseguirlo. No lleva cuenta del mal que recibe, ni propaga con el chisme lo que han hecho los demás, sino que con discreción y en silencio encomienda todo a Dios, sin dar pie a la crítica. El amor todo lo cubre —dice Pablo—, no para ocultar la verdad, de la que por el contrario el cristiano siempre se alegra, sino para que el pecado se distinga del pecador, de modo que uno sea condenado y el otro salvado. El amor todo lo excusa, para que todos podamos encontrar consuelo en el abrazo misericordioso del Padre y ser envueltos por su perdón.
Pablo concluye su “elogio a la caridad” afirmando que ésta, en cuanto vía excelente para llegar a Dios, es más grande que la fe y la esperanza. Lo que dice el Apóstol es totalmente cierto. Mientras la fe y la esperanza son “dones provisorios”, es decir, unidos a nuestra condición viática de peregrinos sobre esta tierra, la caridad sin embargo es un “don definitivo”, una prenda y un anticipo de los últimos tiempos, del Reino de Dios. Por eso, todo lo demás pasará, pero la caridad nunca tendrá fin. El bien que se realiza en el nombre de Dios es nuestra parte buena, que no se borrará ni se perderá. El juicio de Dios sobre la historia se cumple en el hoy del amor, en el discernimiento de lo que hemos hecho por los demás en su nombre. Como promete Jesús, será el premio de la vida eterna: «Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo» (Mt 25,34).
Caritas Internationalis fue pensada y querida para dar expresión a la comunión eclesial, al ágape intraeclesial, para ser un medio y una manifestación de estos, mediando entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, sosteniendo el compromiso de todo el Pueblo de Dios en el ejercicio de la caridad. La tarea de ustedes es, en primer lugar, la de cooperar en la siembra de la Iglesia universal, anunciando el Evangelio con las buenas obras. No se trata sólo de poner en marcha proyectos y estrategias que resulten victoriosas, que persigan la eficacia, sino saberse dentro de un proceso constante y continuo de conversión misionera. Significa mostrar que el Evangelio «responde a las expectativas más profundas de la persona humana: a su dignidad y a la realización plena en la reciprocidad, en la comunión y en la fecundidad» (Exhort. ap. Amoris laetitia, 201). Por eso, no es baladí recordar la íntima unión entre el camino de santidad personal y la conversión misionera eclesial. Quien trabaja para Cáritas está llamado a dar testimonio de ese amor ante el mundo. Sean discípulos misioneros, ¡sigan las huellas de Cristo!
En segundo lugar, están llamados a acompañar a las Iglesias locales en la realización de su compromiso activo con la caridad pastoral. Cuiden la formación de personal competente, capaz de llevar el mensaje de la Iglesia a la vida política y social. El desafío de un laicado consciente y maduro es más actual que nunca, porque su presencia se extiende a todos los ámbitos que tocan directamente la vida de los pobres. Son ellos los que pueden mostrar, con libertad creativa, el corazón materno y la solicitud de la Iglesia por la justicia social, comprometiéndose en la ardua tarea de cambiar las estructuras sociales injustas y promover la felicidad de la persona humana.
Por último, les ruego unidad. Vuestra confederación está hecha de muchas identidades. Vivan esa diversidad como una riqueza, la pluralidad como un recurso. Compitan en estimarse recíprocamente, dejando que los conflictos lleven al debate, al crecimiento, y no a la división.
Invoco la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y mientras les pido que recen por mí, de corazón imploro la bendición del Señor sobre ustedes y sobre cuantos colaboran en sus obras.
[1] Cf. Juan Pablo II, Carta Durante la Última Cena, 16 septiembre 2004, 2.
[2] Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, 2.
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